mavi-govoy Mavi Govoy

Yosef descubre la traición de su esposa y busca en su interior cómo afrotar la situación y hacia dónde encaminar sus pasos.


Histórico Todo público.
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Aquí estoy



El pueblo estaba oscuro y en silencio, salvo por el incesante concierto de grillos. La noche había caído y se había levantado un desapacible viento cargado de polvo. Yosef se alegró de haberse echado el manto por encima. Se arrebujó bien en él y se sentó en el suelo, en el rincón más resguardado de la azotea.

Levantó los ojos al cielo, hacia la infinidad de estrellas que pestañeaban en el inmenso espacio oscuro.

Esa noche, Yosef no podía dormir. Ni dormir ni aclararse las ideas ni tampoco dejar de torturarse rememorando la misma escena una y otra vez. Una y otra y otra vez.

Miriam era tan joven, tan alegre, tan afectuosa. Cierto que no la había tratado mucho, pues ella aún era una niña revoltosa y risueña cuando él fue llamado a ocupar su lugar entre los hombres de la familia, y los hombres no se ocupan de los críos, eso es tarea de las mujeres. Pero en las ocasiones en que se había cruzado con ella, siempre había llamado su atención la paz que expresaban sus ojos.

Había algo en ella, en su forma de mirar, de sonreír, de estar que hacía que Yosef recordase que todo estaba bien hecho. No, era más que recordar. En presencia de Miriam, bajo el influjo de la segura confianza que expresaba la niña, Yosef era consciente de no estar solo ni abandonado a su suerte. Aunque le doliesen las manos encallecidas y se le hubiera caído el martillo sobre un pie, aunque la despensa estuviera casi vacía y todavía no hubiese cobrado los últimos trabajos encargados, la sonrisa volvía a sus labios, confiado en la providencia.

De alguna forma, sin saber cómo, ella se había transformado en su luz. Por eso había aceptado alborozado desposarse con ella. Había olvidado la diferencia de edad. No se le había ocurrido que para Miriam él debía ser un hombre mayor, aburrido y siempre serio y ocupado en tareas aburridas. No había caído en lo inapropiado que él era para ella. Y por eso había sentido su traición como un puñetazo en los dientes.

Yosef se frotó los ojos.

Había sucedido unas cuantas horas antes. Había ido a avisar a los padres de Miriam de que las obras en su casa concluirían en un par de días y entonces ella podría mudarse y vivirían juntos. Incapaz de contener su dicha, la había abrazado al darle la noticia… Al instante siguiente se le cayeron los brazos a los lados del cuerpo y se le rompió algo dentro del pecho. Al estrecharla contra él, había sentido en Miriam la inconfundible redondez de un vientre preñado. Sabía bien como era. Tenía bastantes hermanos, había visto a su madre preñada muchas veces y la había sostenido también bastantes veces, para ayudarla a sentarse o a levantarse.

Miriam no había dicho nada. Tampoco se había apartado. No había escapado ni había negado nada. Solo lo había mirado con aquellos ojazos serenos suyos.

Josef, pálido como un sudario, se había tambaleado hacia atrás. Se ahogaba. Durante unos momentos no consiguió respirar. Ni hablar. Ni moverse. Y entonces sintió que se le humedecían los ojos y había huido. Él era el que había huido a la carrera, avergonzado, humillado y también iracundo, más furioso de lo que recordara haberse sentido nunca.

Había corrido al monte, se había escondido en una cueva y no sabía cuanto tiempo había pasado allí llorando, gritando su frustración y golpeando la piedra hasta hacerse sangre en las manos.

Hacía tardado horas hasta ser capaz de dejar de mirarse a sí mismo y darse cuenta de la gravedad del problema. Si denunciaba a Miriam, sería lapidada. Morirían ella y su hijo. Peor todavía, si denunciaba a Miriam, el pueblo esperaría que él tirara la primera piedra contra ella.

–No. ¡Nunca! –gritó a las estrellas.

Se puso en pie de un salto. Por fin había encontrado la respuesta a sus dudas. Aún tenía que refrenar su lengua porque sentía deseos de maldecir a Miriam, pero él no sería el causante de su muerte. Nadie sabía lo que él había descubierto, tal vez ni el propio padre de su hijo fuese consciente de que la había embarazado.

«La repudiaré en secreto. Será lo mejor para todos», se dijo. Su pecho se ensanchó en un gran suspiro. Por primera vez desde el momento en que huyó de Miriam, respiró con facilidad.

Volvió a frotarse los ojos. Su cerebro había dejado de martillear y estaba muy cansado. Tal vez pudiera dormir un poco.

Cuando apartó las manos, había una nube de luz delante de él.

«Es por el hambre y en cansancio», se dijo. Se había olvidado de comer. Y cuando fue a cenar su estómago se contrajo de náuseas y no pudo tragar ni un bocado.

En la nube titilaban miríadas de puntitos que giraban en una errática espiral. Percibió un sonido, como un canto lejano. Un olor desconocido llegó hasta Yosef. Su cabello se agitó con una brisa que tenía reminiscencias de caricia de madre.

«Yosef, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a Miriam, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Yeshúa, porque él salvará a su pueblo de los pecados».

Yosef dio un bote y miró hacia todos lados. Estaba solo, por supuesto. Era más tarde de medianoche, todo el pueblo dormía. Pero había oído una voz que lo había llamado por su nombre.

–¿Qué? –consiguió articular.

«Dame un momentito», dijo de nuevo la voz incorpórea.

Yosef retrocedió un paso hacia la puerta de la azotea. Ante sus ojos, la espiral titilante cambió de forma, se abrió de arriba abajo como una cortina y un… ¿una persona? Alguien vestido de luz se escurrió por el hueco.

Iba descalzo. Se quedó suspendido en el aire a sus buenos veinte centímetros de altura del suelo, se apartó la melena castaña para acomodarla tras las orejas y sacudió unas enormes alas blanquísimas para desprender de ellas las motitas luminosas que se le habían adherido al atravesar la cortina.

–El numerito de la espiral luminosa es para fardar, pero yo prefiero el cara a cara. Encantado de conocerte, Yosef –dijo la aparición.

Suya era la voz que había resonado antes.

Era un ser tan hermoso como luminoso, pero lo que detuvo a Yosef, que dejó de mirar con ansia la puerta de la azotea, fue la bondad que vio en sus ojos. Bondad y también... respeto. Hacia él.

–¿Qué? –volvió a decir. No era capaz de sacar ningún otro sonido de su garganta.

–Tranquilo. Te traigo el saludo de tu Dios y nuestro Dios. Sentémonos y te cuento.

Dicho y hecho, el ángel se sentó en el aire. Se rebulló un poco, giró medio cuerpo hacia la turbulencia luminosa que tenía a la espalda, le arrancó un pedazo -lo que no la estropeó en absoluto-, le dio forma de cojín y se acomodó sobre él.

–¿Quieres tú un cojín? –preguntó con amabilidad a Yosef.

Este negó débilmente con la cabeza. Le temblaban las piernas, así que se dejó caer y se sentó en el suelo, a unos pasos del ángel. Y escuchó. Escuchó todo lo que dijo. Escuchó sin interrumpir y sin moverse, mientras algo cálido que no sabía nombrar porque no era hombre culto sanaba el roto que se había abierto en su interior unas horas antes.

–Entonces… ella no es mía. No podré tocarla –musitó con la cabeza gacha cuando el ángel concluyó su explicación. Era evidente que la perspectiva no le hacía gracia.

–No. Pero eres su mejor amigo. El hombre en quien ella confía.

–No tendré hijos propios…

–Eres el padre terrenal del Hijo de Dios. Él te ha elegido para confiar a Su Hijo a tu cuidado.

Algo encajó en la mente de Yosef al escuchar esa palabra: Confianza. No la que él pudiera tener, tan débil, sino la de los demás. La de Miriam en él, y también la que Dios quería otorgarle. Podría haber elegido a cualquier otro, a alguien más sabio o más pudiente, pero se había fijado en él, en un carpintero pobre, de espaldas anchas y manos callosas.

«Todo está bien hecho», recordó. Más que eso, lo supo, lo creía con toda su alma, con todas sus fuerzas y con todo su ser.

Levantó los ojos. La figura del ángel se difuminaba y apenas era visible contra la luminosidad de la turbulencia en espiral.

Yosef se quitó las sandalias, se puso en pie y avanzó hacia la luz. Se arrodilló en donde los ladrillos del suelo refulgían iluminados.

–Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.



19 de marzo de 2021

Solemnidad de San José

19 de Marzo de 2021 a las 11:41 3 Reporte Insertar Seguir historia
4
Fin

Conoce al autor

Mavi Govoy Estudiante universitaria, defensora a ultranza de los animales, líder indiscutible de “Las germanas” (sociedad supersecreta sin ánimo de lucro formada por Mavi y sus inimitables hermanas), dicharachera, optimista y algo cuentista.

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Erick Bejarano Erick Bejarano
Realmente, anonadado. Al principio pensé que Miriam, era la hija o hermana menor. Después pensé "¿No será que es la esposa?" Era muy confuso, hasta que la misma historia lo relata. Pero está muy bien narrada. Le da facilidad a la imaginación, aunque le falte detalles de descripción. De allí, todo bien.
March 29, 2021, 09:41
Lazaríah Lazaríah
Me has emocionado con el relato, Mavi. En el cofre de las palabras importantes de nuestra comunidad hay un verbo muy hermoso: "reconocer". Cuando llegamos a la casa que es hoy nuestro monasterio la "reconocimos" en medio de los escombros. Y hoy, al leer tu relato, he reconocido a Yeshúa, Miriam, Yosef y Gabriel. Yo también digo "aquí estoy". Mil gracias de corazón.
March 19, 2021, 20:38

  • Mavi Govoy Mavi Govoy
    Gracias, Me hace mucha ilusión saber que te ha gustado. March 19, 2021, 20:51
~