El lugarón abrupto de Santa Rita del Barcino, minero y rescatante
cuando Dios quería es célebre en Antioquia por sus
tres iglesias, por sus funciones religiosas y más todavía por la
balumba de santos que colman altares y sacristías, amén de los
que guardan en sus casas varios magnates de mucho predicamento
en lo eclesiástico.
El mamarracho ostenta no pocas variedades en esta corte celestial,
quiteña o no. ¡Pero vaya un forastero a ponerle reparos
ante un santarritense y verá lo que le pasa! Todo un señor juez
de aquel circuito, oriundo de Palmares, se permitió decir en
cierta ocasión que el San Juan Evangelista de su cabecera tenía
carita de muchacha boba, y tal fué la inquina que le cogieron,
tales las acusaciones que le urdieron, que hubo de perder
la tierra y el destino por escapar el pellejo del acero aleve.
Como todas estas imágenes son de vestir y como cada una
corre por cuenta de algún vecino o de una familia, se ha formado
en la parroquia levítica, desde tiempos inmemoriales, una
rivalidad harto progresista y emuladora en esto de indumentaria,
sastrería y arrequives religiosos. ¡Qué de galones y sederí-
as, qué de tisúes y de brocados, qué de mantos estrellados, qué
de potencias y de resplandores!
Ni los de escasa fortuna se dejan echar las roncas del ricachón
más pintado en esta competencia que es timbre y prenda
segura de salvación de todo el vecindario. A bien que puede
hacerlo: nacido y criado en la cicatería y el trabajo, sólo a la
mayor honra y gloria de Dios pellizca sus caudales medio
ocultos.
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Los santos menos populares son celebrados en Santa Rita
con solemnidades adentro y en las calles. Cuanto a esa magná-
nima patrona, "Vencedora de Imposibles", no se diga. Novenario
y salves, bandas y chirimías, cohetes y castillos, sin contar la
misa extraordinaria, la glorifican en este año más que en el
precedente. No son, con todo, estas fiestas titulares las que
más forasteros atraen: es la Semana Santa. Este pueblo rezandero
y creyente compite con la Santa Madre Iglesia en este recuerdo
representativo de la Redención. En las ceremonias despliega
Santa Rita todas sus industrias e invenciones, todas sus
sabidurías y estéticas, todas sus galas y sus ornatos todos. En
los diez desfiles de pasos y en la "procesión secreta" -que es el
jueves, y nocturna, aunque no alumbrada- saca año por año
nuevas alegorías y combinaciones, ya por medio de imágenes,
ya por personajes de carne y hueso.
De pueblos muy distantes acuden por este tiempo, nada más
que por asistir a estos espectáculos conmemorantes, muchísimas
personas y hasta familias enteras. Es peregrinación que
trae buenas granjerías a comerciantes, vendecomidas y mesoneros.
La del 68 será probablemente la más caudalosa y
resonante.
Desde el jueves de esta Semana de Dolores está el pueblo en
expectativa y en efervescencia la novelería. Con razón: de un
momento a otro llegan don Francisco de Borja Palmerín, su esposa
y su unigénito. Vienen desde sus minas de Gallonegro
precedidos de su fama de capitalistas y de sus dos cargas de
petacas. No se hacen esperar demasiado, y cuál se pasman
grandes y pequeños cuando los ven tomarse aquella plaza, muy
campantes y atalajados: los esposos, en unas mulas como torres;
el chico, en una yegüita mantequilla muy fina y cavilosa;
el peón de estribo, un negrazo disforme, con su maleta de vituallas
a la espalda.
¡Lo que era la gente de tono! ¡Bendito fuera Dios!
Hospédanse, por supuesto, en la famosa y anual fonda de
don Telmo, contigua al templo y no mal abastada en tales ocasiones,
la cual fonda invaden al punto granujas y mozas de cántaro,
que no quieren perder pie ni patada en aquel recibimiento
nunca visto ni oído en tierra santarritense.
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"¡Pis! ¡Pis! Serán muy ricos; pero se les ve el zambo a media
lengua", declara al salir la negra Valeriana y con ella todas las
fregonas.
En aquel jubileo de Dolores, mientras el luto cubre todos los
cuerpos y el llanto todas las pupilas; en que todo cristiano comulga
y edifica, ¡qué espectáculo de escándalo y relajamiento
dan los dos esposos a tantos fieles y qué ejemplo más lastimoso
a ese angelito!
La iglesia está repleta y en palpitante bisbiseo de plegarias.
La Virgen Dolorosa en su camarín, casi perdida entre las ricas
preseas y la flora de papel dorado.
Antes de principiar la misa se perfila en la puerta mayor la figura
atlética y azarosa del negro espolique.
Viene en traje de palomo, en cuerpo de camisa escarolada y
suelta; trae un rollo enorme. Abócase por la nave central lo
mismo que un toro; rompe por entre el hombrerío, seguido de
sus amos, que no piensan siquiera en santiguarse, ni en mojar
el dedo en el agua bendita. El negro abre campo a codo limpio
junto a la primera columna del lado de la Epístola, y, desplegando
un tapetón de perro y pavo real, lo tiende cuan largo es.
Los amos se arrodillan un instante, para luego aplastarse los
tres peor que unos sapos. El negrazo se escurre como diablo
que ve cruz, y la bollona sinvergüenza se queda muy oronda
metida entre aquella machería. ¡Viéranla el pergenio, la irreverencia
y el sacrilegio! Y las señoras no pierden ripio, de puro
escandalizadas. ¡Ni tan siquiera se cubre esa cabeza cargada
de profanaciones y hasta de malos pensamientos!
Lleva cabello con copete cerrado, en canales a dedo; rodete
de totuma; tres rosas de trapo junto a una oreja; y, por cimera
y coronamiento, una peineta de caguamo que semeja el espaldar
de un taburete. Ostenta zarcillones de dos rosetas y largos
tilindangos, broches de guacamaya picando un racimo de corozos,
muchas sortijas y un collar de corales de tres hilos. Es una
jamona repolluda y fofa, con la cara manchada por el paludismo
y el colorete; el ojo pardo y luminoso denuncia cosas muy
tremendas. Por desgracia, ha quedado muy abajo y pocos disfrutan
de aquel deleite.
En la misa está como azogada, atisba que más atisba, tan
pronto hacia el coro, tan pronto hacia el altar, ya a las mujeres,
ya a los varones; y aseguran varias devotas que se ha sentado a
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lo mejor; que no ha rezado ni atendido al sermón; que no tiene
idea del sacrificio incruento; que es una herejona de siete suelas,
una salvaje por conquistar.
Tampoco les parece tanta cosa el tal don Borja, tan mentado.
Es un cincuentón chamizudo y langaruto, cara de curuba y con
vetas azulencas de carate, narices de rabino, ojos de gato, barba
rala dispuesta en balcarrota. Se les hace tan atrasado en religión
como la esposa. A ambos los bajan al nivel del negro
tapetero.
Del niño nada saben, ni él tampoco. Está quieto, casi lelo.
¿Cómo no? Hállase ante lo desconocido. El velo cuaresmal le
sobrecoge como algo fatídico; de altares y de cuadros no discierne;
tan sólo le sugieren la noción de lo raro. De la Virgen ni
se da cuenta; la serie de columnas que a él le quedan a hilo cubren
por completo el lateral altarón. El gentío y la apretura le
marean y le aturden. Siente ansias y no entiende el sermón.
¡Qué va a entender el pobre!
A mediodía salen a recorrer el pueblo y a despampanar a los
santarritenses, que los avizoran a traición desde puertas y ventanas.
¿Iba misiá Gumersinda Daza de Palacín a botarse de forástica
con cualesquiera trapillos anticuados? ¡No la conocían!
Todos sus arreos y majezas se los ha traído Borja quince días
antes de la propia Villa de la Candelaria.
¡Oh! ¡Las modas y elegancias del 68! Es un traje de gasa estambrada
con realces de seda blanca y rosa, con millareses en
picos, cubiertos con mostacilla cual rocío: es un pañolón mágico,
tropical, que vale treinta pesos y prolija reseña. Y va una,
para regocijo de las damas de antaño y chacota de las damas
de hogaño. Erase de cachemir negro y finísimo; de alamares
felposos de la pura seda; le guarnecían a uno y otro lado de la
tela sendas fajas de raso solferino: la una ancha con aplicaciones
circulares y multicolores, y con cinta sobrepuesta de terciopelo
abigarrado, en relieves como gusanos; la otra angosta y
menos historiada. ¡Tal disposición permitía a la cliente el lucir
la prenda de diez modos distintos y con diez apariencias! ¡Oh
pañolones transformistas que hicísteis época y engalanásteis
estas calles de Dios!
Le lleva misiá Gumersinda en doble ángulo simétrico, medio
suelto, a todo viso, a toda guarnición, cogidas las puntas por
los gordos brazos con mucho melindre y mucha fullería,
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mientras empuña y sostiene una sombrilla de raso morado con
arabescos de cuentas blancas que remedan confites. Con su
andar menudo y contoneado apenas si asoman las puntas de
las botinas de satín perla con labores aljofaradas.
Gasta el marido boato costoso, a estilo de nabab montuno:
aguadeño chato y alicorto de cinta oscura, y ancha camisa extranjera
de bayetilla azul con blancas cadenetas por el cuello y
la pechera; chaquetón de lana amahonado; pantalones de paño
azurea, con galón anchísimo y ceniciento; botines amarillos de
vaqueta; ruana superiorísima del Reino, con forro de bayeta roja
y ribete de trenza. De una reata de lana -una flora en relieve,
obra de la esposa- le cae sobre el cuadril derecho un carrielón
de nutria muy costoso. Le complementa la totuma de coco para
los tragos camineros. Su engaste es de plata; su interior, bruñido;
por fuera, tallado por un artista copacabaneño, el escudo
nacional con todos sus símbolos y menudencias. Del chaleco de
piqué blanco le cuelgan en onda mirífica y coruscante el emblema
supremo de su personalidad: una leontina de chicharrones
extraídos de sus minas. ¡Hurra al indiano de Gallonegro,
conde Criolletas de Montecristo!
Lleva Rogelio flux de paño tabaco, cuadriculado de rosaúsco,
con cuello sin solapa y ribete de gro; corbatica roja atada en
mariposa; botines extranjeros de chagrín, muy cucos y muy labrados.
Lleva otrosí, reloj y pendiente de oro con guardapelo.
Cubre su greña inculta un becoquín gris pálido. (Son éstos el
primer preludio de los cocos o calabazas que debutaron en Antioquia
el año 64). Es el chico una criatura de once años, ojeroso,
desvaído, casi lívido; es una víctima de esta anemia tropical
que ahora persiguen. Tiene muy afilada la nariz, los labios incoloros,
la dentadura muy perlada, la sonrisa muy dulce, los
ojos muy grandes, muy negros, y muy tristes.
Mientras andan y trasiegan por las calles, callejones y afueras
del poblacho, la gente dicta el fallo: muy ricos, muy en
grande; pero eran unos ñapangos, unos montaraces. Los viejos
marrulleros sospechan algo más. ¡Lo que se les daba, por esos
montes, vivir como animales! Varias damas del copete aseguran
que esos trapos y adornijos son a la moda de Gallonegro:
¡pura chambonada de negros masamorreros del Porce! Pero
las señoras de la fonda, lo mismo que las fámulas, cuentan y no
acaban de aquellas galanuras, de aquellos esplendores
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desconocidos en el pueblo. Estos Cresos lo tienen todo alborotado
a pesar del tiempo santo: son un pecadero perpetuo. Ya
los veían: en vez de ir a rezar las estaciones, como cumple a todo
fiel cristiano, se habían quedado por la tarde en el balcón,
muy tranquilos jugando tute, bombeando tabaco y tomando rosolí
a vista y contemplación de todo el mundo. ¿Podría darse
mayor prueba de irreligión y de cinismo? ¡Qué horrible era ver
cómo ofendían a Dios en este día tan grande!
Rogelio tampoco ha asistido a la Vía Crucis porque las andanzas
le han rebotado el mal y ha tenido que echarse en la cama.
A pesar de la anemia, y acaso por la seguridad que da el
dinero hasta a los mismos pequeñuelos, no es apático ni retraí-
do; y, como casi no ha tratado niños de su clase, está ávido de
altas relaciones. Así es que el sábado, día en que se da a conocer,
se ha captado muchos amigos y camaradas a las primeras
de cambio. Estos, a su vez, están desvanecidos con el forastero:
un muchacho tan rico, tan peripuesto, con todo y reloj, y
tan poco orgulloso y tan parejo, y tan formal con todos; un muchacho
que maneja plata lo mismo que un grande; que compra
frutas y golosinas para todo bicho, es caso inaudito en Santa
Rita. El séquito se lo pelotea, se lo monopoliza, y andan con él
calle arriba y calle abajo, y Rogelito por aquí, y Rogelito por
allá.
Tres cuartos de lo mismo le acontece a don Borja. A cualquiera
que entra en la fonda lo convida a tomar de lo fino; ha ido al
estanco y le ha brindado a todo el mundo. Se ha insinuado tanto
con dos de los magnates más principales, que los ha comprometido
ese sábado por la tarde a ir a jugar tute en cuarto con
Gumersinda y a cenar con ellos en la fonda. Destapa para el
gran caso vinos finísimos, encurtidos, aceitunas y latas de lo
mejor que se trajera. Pide en la fonda lo mejor y más valioso; a
los obsequiados, poco conocedores en libaciones y gastronomí-
as elegantes, les saben a cuerno quemado estos menjurjes y
bebistrajos de la extranjería; pero se defienden con los tamales
familiares y el ron. Salen entre peneques y deslumbrados sin
saber qué hacerse con este matrimonio tan incierto, pero tan
educado y tan rumboso. ¡Había que usar con esa pareja de tórtolas
un estira y afloja muy dificultoso! ¡Con tal de que el señor
cura no saliera en el púlpito con algún gruñido de los suyos!…
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Amanece aquel domingo con sol y cielo de gloria y venturanza;
que la Jerusalem celeste tiende, |ab æterno, palmas y más
palmas al Redentor Divino de hombres y de mundos.
Desde las siete comparecen simultáneos por las cuatro esquinas
de la plaza, bien así como bandas de gallinazos, los cuatro
cuerpos de penitentes negros armados de macizas horquetas,
el bronco pie bajo la alpargata abigarrada. Uno, recio y proceroso
como un roble, con el capuchón más puntiagudo y más excelso,
con aire imponente de jefe, zapatea a su tropa, la amenaza
con el palo mientras gira la pupila en lo blanco de aquel ojo
que asoma miedoso por los rotos del percal. Son los sayones
que han de cargar algunos pasos, ordenar las procesiones y velar
ante el monumento y el calvario. Esta centuria, más trapense
que romana, la componen jayanes montañeses que de ello
se glorian. Una vez completado el número se reúnen en plebiscito
y eligen por centurión al más arrogante y garboso de los
contornos. Según se maneje y mande es o no reelegido. Esta
como institución se reúne año por año.
Las cuatro compañías avanzan a un mismo tiempo; el centurión
se dispara del atrio y se topa en el centro con su gente.
Mil zalemas, mil mojigangas en torno de la pila. Luego se forman
de a cuatro en rigurosa fila y marchan hacia el templo.
Deudos y chiquillos los ovacionan con aspavientos y griterías.
Por las ocho calles entran y entran, enarbolando las palmas,
las caras satisfechas, campesinos y campesinas. La plaza se
cuaja como un monte espeso. La centuria torna. Pártese en dos
y va ordenando los palmeros de arriba a abajo, plantándolos en
sus puestos como en una alameda milagrosa. Arrea que más
arrea las palmas agrupadas y las dispersas, alargan la alameda
hasta una esquina de abajo y siguen por la calle Plana. Del
puente a la plaza deben de estar ya formados los que hayan venido
de ese lado. Los que falten de los otros allá convergerán.
Son cuatro cuadras y media; pero han de cubrirse de todos modos,
sea apartando, sea juntado. La gente impalme se desgaja
por ambos lados del triunfal sendero. El repique de las campanas
del hospital anuncia la terminación de la vía. Lánzanse a
vuelo los bronces de las iglesias; lánzanse los esquilones y
campanillas. Los ciriales bajan, bajan los sacerdotes; avanzan
por entre las palmas y se pierden en la calle.
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Don Borja y su señora están ya junto al Puente Real; Rogelio
se embebe en su séquito de camaradas. La banda, reforzada
para esta solemnidad, prorrumpe en marcha estrepitosa. El ni-
ño, selvático y majo, se entremece.
¡Infancia harto rara la de esta criatura! No ha oído música de
esta índole en su vida; no ha visto nunca ritos sagrados, por la
sencilla razón de que ve iglesia por la vez primera. El no sabe
nada. Si mucho, medio leer, si mucho, medio escribir y medio
contar. En religión e historia todo lo ignora. Sólo ha visto un
Crucifijo muy pequeño, como quien ve un amuleto de salvajes;
ha oído mentar "El Cristo de Zaragoza"; pero del Salvador ni
de dogna alguno tiene noción mínima. Si por esos montes ense-
ñan la doctrina, a él no se le ha enseñado. Por allá van curas
raras veces, pero él ni los ve ni los conoce. Si allá hay algo como
escuela, a él, por enfermo, no le han mandado a ella. En la
casa de la mina ha vivido solo, jugando a molinos, a carretas, a
socavones. Ha hecho acequias y mampuestos; ha abierto apiques.
Pero nunca ha jugado a lo eclesiástico. Si lee a medias es
porque el molinero José Duarte, un joven de buena familia, formalote
y servible, le ha hecho, por jugar acaso, una como baraja
con letras, y le ha indicado cómo se juntan para formar y escribrir
palabras. Luego le ha conseguido una citolegia y le ha
puesto renglones, con carbón, en unas tablas. Si sabe signarse
y santiguarse; si dice oraciones como el loro, es porque Rufina,
una arribeña que le cargara de niño, se las enseñó sin
explicárselas.
Su madre vive siempre muy ocupada en la tienda de ropas,
en compras y ventas de víveres, en los negocios de la prendería.
Su padre, siempre en trabajos de minas, en rescates, en
andanzas, y con frecuencia ausente. La misma anemia no le ha
dejado tiempo para nada. El no sabe lo que es confesarse y comulgar;
no sabe lo que es alma ni pecado; no sabe lo que es
abstracto ni moral.
En una racha de pensamiento evoca esta su infancia pagana
y salvaje, en este instante en que su espíritu, apacentado en
agüeros y supersticiones, parece tender a otro orden de ideas.
Enfilado entre sus amiguitos contempla con honda emoción
aquel espectáculo de culto colectivo para él desconocido. Aquella
música estruendosa que jamás había oído le enajena. La
muchedumbre cubre a lado y lado el anchuroso camellón.
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Todas las palmas que visten esos montes aledaños han enviado
a este concurso de piedad montañera sus más lozanos ejemplares.
Forman calle, enhiestos, encumbrados, verdeando al sol,
estremecidos por el viento, cual si temblasen de fervor. Las caras
todas están vueltas hacia la espadaña del hospital, que albea
nítida y aguda en la lejanía de un collado.
-¡Ya salen! -dice el cicerone Gabino Zárate-. Fíjese, Rogelito,
pa que vea qué tan bello y tan perfecto es el Señor del Triunfo,
y qué tan queridos los Apóstoles!
En efecto: los ciriales y la cruz alta avanzan, muy bruñidos y
rutilantes; detrás el párroco, con el pluvial escamoso de brocato;
en seguida Cristo, en su pollina cenicienta de madera y cabeza
movible, clavada en su plataforma de cuatro ruedas. Dos
monagos la arrastran con cuerdas festonadas; dos la empujan
de los mástiles que atrás lleva. Las palmas, todas a una, se
tienden a su paso, para tornar a levantarse chafadas o rotas
por las triunfales ruedas. Parece que el soplo de la gracia las
ha santificado antes que la Iglesia las bendiga. Detrás de Jesús
vienen los doce Apóstoles en sendas andas, seis a un lado y
seis al otro, a hombros de cuarenta y cuatro sayones. Los ojos
de Rogelio se abren desmesurados: dijérase que sus pupilas
pardas se agrandaran. Clávalas en el Cristo como en fascinación
irresistible. Cristo tiene la rienda escarlata en su siniestra,
mientras bendice a su pueblo con la diestra. Bajo la fimbria dorada
de su túnica de purpúreo terciopelo asoman sus pies cándidos
e impecables en las sandalias esculpidas. El manto azul
oscuro luce el boato de galones y encajes que lo guarnecen.
Realza el sol el oro del vestido, el de la cabellera natural, el de
las potencias irradiadas. La faz hermosa, un tanto pálida y femenil,
que creara Quito, dice a las almas fervorosas de los misterio
del Dios-Hombre. Sus ojos claros, de amor y de piedad,
bajan serenos a la tierra redimida para bendecirla también, lo
mismo que con su mano.
Rogelio se abisma. De un golpe recuerda y relaciona. Es el
mismo hombre de barba rara y cabello de mujer que él vió alguna
vez en una sala, allá en la Mayoría de las minas de San
Nicolás, como pintado en una cosa puesta en la pared. Es El;
es el mismo con quien ha soñado desde entonces no sabe cuántas
veces: es el Cristo de Zaragoza. El no lo conoce; pero siente
que es el mismo. Bien comprende que éste que ve montado en
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esa mulita tan linda, de mentiras, no está vivo como los demás
hombres. Por lo mismo es el Cristo. ¿Y quién puede ser éste sino
el Padre Nuestro que está en los Cielos, a quien él reza para
pedirle dé el pan a todos y a todos perdone las deudas? ¿Qué
serán las deudas? ¿Qué el "venga a nos el tu reino"? Y una vislumbre
de religión, de culto, alborea de pronto en la tiniebla de
esa mente infantil y medio primitiva. De pronto da un grito y se
agarra a Gabino: el Señor del Triunfo ha movido sus ojos y lo
ha mirado; ¡lo ha mirado a él solo entre tanta gente!
-Rogelito, ¿lo pisaron? ¿Li ha dao algún dolor?
Rogelio, medio recostado en su amigo, no contesta; pero llora
y sigue como un autómata en la procesión.
-¿Qué fue, por Dios?
-¡No diga nada, Gabinito! ¡Ya me pasó! Fue una cosa que me
dió. ¡No diga nada!
Entre sonrisas y muecas se enjuga.
-Es que soy muy tuntuniento. Pero ya estoy bien: ¡vea!
Y se sacude y se endereza, y atisba con disimulo por ver si lo
miran. Sus compañeros inmediatos preguntan.
-¡No digan nada que me da vergüenza! ¡Fue como un susto
que me dio; pero ya se me pasó! ¡Vean que ando muy bien!
A estos montañeritos los asustaba la gente. Eran unos animalitos
sin cola.
La procesión entra en calle Plana, y la de Rogelio continúa
por dentro. Musita padrenuestros, avemarías, salves, cualquier
cosa. Mas sólo con los labios: su alma ora de otro modo. El
quería ya al Señor; y ya que el Señor lo había mirado, tendría
de quererle más y más, de rezarle, de hacer las cosas buenas
que hacían en Santa Rita, de ser como un criado o peón del Se-
ñor, aunque fuera un muchacho enfermo. El Señor lo libraría
de todo mal, a él, a sus padres, a todos los de Gallonegro. Pero
allá no había ni Señor del Triunfo, ni iglesia, ni curas, ni nada.
¿Por qué sería eso así tan malo? Allá se vivía muy maluco. Ya lo
veía y antes no. El Señor del Triunfo o el Cristo de Zaragoza lo
quería a él y a todos. El Señor era muy bueno y él no lo había
sabido.
Cristo entra en la plaza por la calle de palmas, que no dejan
torcer los sayones. Las últimas se le tienden al subirlo entre varios,
con todo y pollina, por las escalas del atrio. Frente a la cerrada
puerta lo colocan.
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Rogelio y otros han logrado entreverarse por el gentío y coger
muy buen puesto. Los doce Apóstoles quedan en la plaza.
En redor del atrio vuelve a levantarse oscilante el monte, y el
sol le tuesta con sus rayos a cuarenta y cinco grados de las
nueve. Los campesinos se cubren la cabeza con una punta de
la ruana, y la bayeta, colorada o amarilla de los forros, resalta
entre los verdores como floración carnavalesca de un sueño febril.
El sacerdote principia la ceremonia para consagrar aquel
"Ramo Bendito" que ha de venerarse trenzado y en cruz sobre
las ventanas de tanto hogar, para librarlos siempre de una
"mala hora"; para ahuyentar con su humo santo tempestades,
terremotos, malas intenciones, asechanzas del demonio.
Mientras la boquiabierta chiquillería estudia aquella borriquilla
que luce ese cabezal tan lindo; que mueve la cabeza con
las orejas tan quietas; mientras adivina cómo el Señor se sostiene
tan bien sostenido sin montura y sin estribos, Rogelio sigue
rezando, maquinalmente, sumido en aquel despertar para él
tan inopinado.
En abriendo la puerta y entrando a la ecuestre imagen, la sigue
como arrastrado; y, separándose de sus camaradas, se coloca
junto a ella, cerca a una columna. No se sabe cuándo han
entrado ni dónde han puesto los doce Apóstoles.
El celebrante sale. Rogelio se arrodilla y se persigna, porque
ve que así lo hacen todos; esta prueba tan dolorosa de su ignorancia
la siente como un dolor. Al romper el coro el Introito
torna al llanto, a duras penas contenido. Cierra los ojos para
ver de atajarlo, pero los lagrimones se le emperlan en la punta
de las pestañas y saltan a las mejillas. Enjúgalas con los dedos
porque los ojos le arden. Aparenta sonarse. Se recoge, se achica
para que nadie vea. Muy honda, muy extraña ha de ser la
pena de un niño, que así quiere ocultarla.
En aquella la más larga de las misas del rito católico sigue
entre lagrimas, entre suspiros, con esta obsesión tan extraña.
Ni los doce Apóstoles enfilados en su mesa le atraen, ni el canto,
ni el ceremonial. Todo es para Jesús.
Por orden del señor cura se guardaba el paso no bien entraba
al templo, porque temía que estando muy bajo podrían causarle
algún menoscabo o cometerle alguna irreverencia, bien
por la apretura del concurso, bien por la curiosidad de algún
muchacho campesino. Pues es de saberse que el movimiento
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de cabeza de la asnilla, así como la seguridad de la efigie sobre
los lomos de madera, les provocaban mucho a hacer un examen
experimental. Se le guardaba en la "sacristía grande", que
da a la nave derecha, por no tener gradas como las otras, y
porque ahí mismo iban a arreglarla para el paso del Buen Pastor.
Lo dirigía y aderezaba con embeleso de niña y ardor de asceta
doña María Rosa de Zárate, devota ardorosa de este símbolo
tan filosófico como ingenuo de la Divina Misericordia. Termina
la misa. En el rebullicio de la salida Rogelio se cuela por
entre el mujerío, se llega a la sacristía, empuja la puerta y se
escurre. A primera vista todo se le confunde entre aquel amontonamiento
de cosas, con ser que el recinto lo alumbran los anchos
postigos de una ventana. Han dejado el paso de espaldas
a la puerta. Rogelio avanza cauteloso; vuelve a un lado hasta
verlo de frente. Con la cruz de un costado y la penumbra del
opuesto se le hacen más divinos el rostro y la figura de Jesús
triunfante. Cae de rodillas; le reza con los ojos cerrados, y viéndolo
mejor con los ojos del alma. ¿Qué le reza? Lo que sabe: el
padrenuestro, la salve, el avemaría. ¿Qué le pide? No lo saben
formular el labio ignaro ni el inocente pensamiento; pero Rogelio
siente que él implora algo muy grande con todo su sér; algo
muy grande para él, algo muy grande para sus padres. Siente
que Jesús le escucha. Que Jesús le concede lo que pide. Alza a
mirarlo, y Jesús se lo asegura, se lo promete. Toca la cabeza de
la borrica, y también se lo asegura. Oye ruido de llaves. Siente
recelo, se alza, va a salir. Se acerca a la puerta, tira de un travesaño.
¡Cerrada! Algo sin nombre que sólo ha sentido en pesadillas
le recorre las vértebras y le entiesa el cabello. Quiere
gritar, llamar; pero la lengua sólo produce un murmullo, un
murmullo estropajoso y confuso.
Por fin medio despunta, allá dentro del pequeñito: ¿por qué
esto, estando encerrado con el Cristo vivo de Zaragoza, que él
quiere tanto? Se apoya contra la puerta. Al fin puede rezar:
"¡Cristo, mi queridito!". Golpea, pero no le contestan; torna a
golpear más recio, ¡y tampoco!… En su angustia y temblores
procura rezar de nuevo. Pero ¿cómo? Lo que antes no repararon
sus ojos lo mira ahora sin querer mirarlo: tantos aparatos
desconocidos, tanta telaraña; un palo que termina en una mano,
dos viejos colgados de cruces y pegados de la pared, bultos
tapados con trapos, trastos, cajones, anaqueles. El pobrecito
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suda de congoja: ¿por qué esto, a él que había bajado colgando
de una caja al fondo negro de los apiques; a él que había entrado
a socavones y galerías derrumbados; a él que había matado
culebras y arañas tan grandes como pollos? ¿Sería él algún gallina
infeliz, algún bobito? Se sube a la ventana, mira por los
postigos; ve un sembrado de coles y de cebollas: comprende al
cabo que pertenecen a la fonda. Alcanza a ver la cocina, pero
ni un alma. Tira a abrir la ventana, mas tiene llave. Estira la
mano por los barrotes de hierro. Llama al peón, al negro espolique;
pero la voz apenas si le suena. Se baja para tornar a la
puerta. Al acercarse pisa un trapo. El trapo cae… ¡y asoma una
cosa espantosa! La cara ensangrentada de un Nazareno sin cabellera.
Rogelio cae redondo contra el pavimento.
Entretanto los padres han puesto en alarma la fonda y el vecindario.
El negro y el mozo de mulas inquieren aquí y acullá;
inquieren muchachos y adultos; inquieren todos. Una vieja devota,
devota al fin y al cabo, lo ha visto colarse a la sacristía.
Corren a que abran. Lo encuentran privado. El negro lo alza y
se lo lleva como un pelele. ¡La que se arma en esa fonda, con la
novelería, el llanto de los padres, el ayudar de éstos y aquéllos!
¿Castigo o aviso de Dios? Esta pregunta estalla en muchas
mentes. Con reticencias se lo dicen unos a otros; en secreto se
lo declaran; en la calle lo proclaman. En muchas caras asoma
el espanto; en otras, la satisfacción de la vindicta pública; en
fin, el dedo divino.
Despojo de ropas, fricciones de "agua florida", rociadas de
agua fresca, sacudidas, plantillas, estrujones; tanto, que al fin
resucita el difuntico. Pero no habla. ¿Quedará mudo de por vida?
Llega mano Rufo; llega doña Prudenciana, famosos yerbateros
del villorrio. Están acordes: es un ataque de lombrices.
Recetan santonina; se la propinan. Por fortuna que el estómago
del atacado se la devuelve a los facultativos, luego al punto.
Ellos afanan. A la hora puede hablar; pero no cuenta ni lo negro
de la uña. Ignoraba qué le había acontecido, y de ahí no le
sacan ni con súplicas, ni con mimos, ni con astucias. Misiá Gumersinda
casi lo sofoca entre los brazos. Don Borja, todavía lacrimoso,
paladea un vaso de Oporto para consolarse.
-¿No ve, Rogelito? -le gime la madre-. ¡Es porque si'ha ranchao
a tomase el bacalao desd'el camino; porque nu'ha querido
siquiera tomar la chicha con las pipas de vitoria que le
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mandi'hacer desde que vinimos; es porque nu'es formal ni conmigo
ni con su papacito!…
-No, madre Sinda -contesta con voz como ungida de llanto y
de certeza-. Nu'es por eso.
-¡Nu'ha de ser, m'hijito!…
-No es: es porque nunca m'he confesao; porque no comulgo
como los muchachos di'aquí y hasta será porque ni usté ni mi
taita rezan ni m'enseñan doctrina… -abrazándola-.
¡Madrecita!… ¡Comulgui'usté también y mi taita!
El que dice, y ella que larga el llanto. A más de algo que en
tal instante le apuñala, allá en su corazón de mujer y de madre
ve en las palabras de Rogelio señales infalibles de su próxima
muerte. ¿El niño pidiendo sacramentos? ¿Qué peor presagio?
Don Borja guarda silencio, se esculca, se rasca la cabeza,
apura el vaso; y, llamando aparte a la mujer, vase con ella al
balcón, en ese instante desierto, y le dice entre despechado y
doliente:
-Este muchachito hay que sacalo d'ese monte, más hoy, más
mañana. Tenemos que separarnos d'él, aunque nos cueste muchas
lágrimas. El nos estorba, y nosotros a él. ¡Cualquier día
s'impone y nos hace tragar el cabo! ¡Ya ves con las que nos
sali'ahora!
-Pero… ¿no nos vamos nada a vivir con él a Medellín? ¿O es
que no tenemos con qué?
-¿Con qué?… ¡Demás!… Pero… ve una cosa, ñatica: yo t'he
mantenido engañada con el tal viaje, por seguirte la idea y pa
que trabajaras con más ilusión; peru'allá no podemos asomar
las narices los dos juntos; allá saben quién soy yo, y que tengo
mujer y familia, y que los dejé por vos. Si nos ven por allá nos
friegan: vos vas a dar a la reclusión, y yo al presidio. Y no sólo
allá: en cualquier parte es lo mismo. Ya ves que no hemos podido
salir, ni de paso, a otros pueblos; ya ves que yo tenía mucha
pereza de venir aquí, y a la tal Semana Santa. Y eso que me la
figuraba muy divertida, con mapalé, perillero y currulao, como
la de Remedios. Vine por darte gusto y para que lucieras los lujos
nuevos y por sacar al niño. Y ve, ñatica: ¡figuráte Semanas
Santas comu'esta pa vos y yo! Ni p'al cuerpo ni p'al alma. Hasta
creo qu'estos tierrafrías, tan biatos y tan berriistas, están
orejones con nosotros; así es, m'hijita querida, qui'acabás de
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lucir el baúl y nos volvemos p'al monte a entatabrarnos los dos
solos en grima sin el muchachito.
-¡Pero, Borja, por la Virgen! -entre sollozo y sollozo-. ¿Cómo
lo mandamos solo, a él tan enfermito? ¡Se muere por allá, sin
quien lo valga!… Ya ves qui'hasta se quiere confesar. ¡Y
si'acaso no se muere se vuelvi'un vagamundo, un caimán,
quién sabe qué!
-¡Qué se va'morir, ñatica boba! -con caricia en la barbilla-. ¡Si
del tuntún se muriera, en Gallonegro y en esos laos si'habría
acabao la gente! En Medellín se cura en un mes, en manos de
médicos de verdá. Con la plata todo se puede, hija. Ni se pierde,
tampoco. Donde se pierde es con nosotros en ese monte.
Ve, Sinda: se lo mandamos a mi compadre Galo, que conoce mi
vida y milagros. Es que vos no sabés qué laya de persona es el
compadre, ni quién es mi comadre Silverita: ¡esos prenden
candela debajo del agua por servile a los cristianos y por tapale
las picardías! ¡Al tanto habrá matrimonio más cuadrao! Ellos
nos cogen el muchachito por su cuenta, lo ponen en colegio y
lo hacen gente. Hasta tienen la ventaja de vivir solos, porque
ya sus tres hijos están casaos. Y pa que nos hagan este bien
con más gusto qui'a todos, les untamos la mano bien untada.
¡Allá verás, mi Sinda!…
Suspenden, porque uno de los convidados de la víspera viene
a saber de Rogelio y a ofrecer sus servicios. Misiá Gumersinda
sigue llorando; mas entretanto el niño salta de la cama, toma
ropas y calzado y se viste en un periquete.
-No se ponga así, madrecita… -le dice al salir, todo ternura y
expansiones-. Ya esto bueno: lo que tengo es hambre. Voy a
comprar cosas y a buscar a los muchachos pa que no digan que
soy un gallina que por todo mi'acuesto.
La madre, en silencio, le arregla el nudo de la corbata y le
peina la greña. Y sin más réplicas ni ajonjeo baja la escalera
como un rehilete, pero con otra cara. Aunque no ha oído una
palabra del coloquio entre sus padres, lleva en su alma la seguridad
de que se han ocupado de su persona. ¿Por qué no habí-
an hablado en su presencia? ¡Qué cosas le estaban sucediendo
en Santa Rita!
En la propia puerta del mesón topa a tres de sus adictos, que
no se han atrevido a subir. Allí está el que él deseaba. Es Gabino,
que le inspira más confianza que los otros, y a quien
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supone el más formal y prestigioso de todos. Charlas y cuchufletas
por el percance. Rogelio las sostiene; pero no larga prenda:
no sabe por qué, ni cómo, ni cuándo se había privado. Había
sido una de esas cosas que pasaban sin uno caer en la
cuenta; y él era también algo enfermo.
Se meten en el mercado, y después de obsequiarlos con frutas
y comestibles, previo permiso de los restantes, torna con
Gabino a la fonda; se entran a las pesebreras, y sentados en
unos cajones, le abre su corazón. Nada sabe, nada entiende de
Jesucristo ni de su Iglesia; pero Gabino ha de enseñárselo porque
va a confesar y a comulgar en esa Semana Santa.
Aquí del hijo adoctrinado de doña María Rosa, la gran catequista
del lugar! Gabino le dice, le cuenta, le expresa, le explica;
por la tardecita lo lleva a la madre. ¡Valiérale Cristo con ese
caso tan bello, tan perentorio y apurado! No había tiempo para
cosechar aquella vid tan fértil; pero Dios y la Vencedora mediantes,
haría el milagro, porque todo ello eran caminos de la
Providencia. Está feliz e inspirada. ¡El neófito abre aquellos
ojos! Le cita para la noche. Vuelve con el hijo y el permiso de
los padres, sin saber de qué se trata. Apura por dos horas raudales
del padre Astete, del padre Mazo. Ahí mismo hace llamar
la dama al catedrático doctor Arenas, que explica en el "Colegio
de San José", entre lunes y miércoles de cada Semana Santa,
todos los misterios que en ella se conmemoran. Le pide que admita
al neófito en sus aulas. Tal se hace, y ella le secunda en su
casa por tres días. Aunque no rece nada, ¿qué mejor oración
que salvar un alma? ¿Qué flor más bella podría ofrecer al Buen
Pastor? El padre Lamas, penitenciario de niños, es informado
del caso. ¿Era ignorante ese niño? Pues precisamente que Dios
escogía sus elegidos entre niños e ignorantes. En suma: que lo
llama a confesión y que llora maravillado de esta almita que no
sabe de pecado, ni por pensamiento ni por acción; que ha despertado
a la vida eterna por el llamamiento de Jesús triunfante
y por la sangre de Jesús flagelado. ¡Qué cosa más grande y más
hermosa! ¡No poder divulgar por los cuatro vientos este milagro
tan portentoso! ¡Oh, siglo inexorable! Glorifica al Señor,
que hace nacer los lirios de la predestinación en el estercolero
de la abominaciones!
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El novel penitente comulga el jueves; llora ante el monumento,
ante el monumento vela, puro, henchido de gracia, como un
ángel de Jacob.
Los padres nada han manifestado a todo esto: guardan silencio
como dos esfinges. Mas tampoco se han opuesto a nada. Dijérase
que el hijo se les impone por divino fuero.
La piedad de esta criatura; el saberse en el pueblo que los
padres no guardan la vigilia; el verlos retraídos del templo ha
puesto más en evidencia su alejamiento de Dios. Doña María
Rosa, el padre Lamas y el profesor Arenas piden con fervor por
esas almas empedernidas.
La dama, por una de esas bizarrías de la piedad, concibe algo
muy atrevido y sensacional. Acaso fuera inspiración de lo Alto;
acaso les valiera a los padres extraviados: quiere que uno de
sus hijos ceda el puesto a Rogelio en el apostolado de carne y
hueso. Se lo consulta al padre. ¡A quién se lo dice! ¿Quién mejor
que esa paloma inocente del Señor? ¡Si era un San Juan!
¡Un San Juan vivo! No constaba en los evangelios que los padres
de los Apóstoles fueran santos. Gabino va con la embajada
ante don Borja. No se opone tampoco.
Se llevan al niño, se le descalza, se le viste el sayal judaico de
lanilla roja, se le enrola en la banda de los elegidos. Y el cura le
lava los pies y se los besa y se los enjuga con el paño litúrgico,
ante aquella cena presidida por el Cristo de Zaragoza. Y el niño
llora de ventura y sale radiante a ofrecer a sus padres el pan
bendito, ya que no ácimo. Y ellos lo prueban, tal vez como Judas,
en esta Pascua extraña en que un alma blanca surge
santificada.
Y así entró el niño Rogelio Palacín a las huestes de Cristo, y
luego a la santa tutela de don Galo. Lo que dijo don Borja: hasta
el demonio de la anemia se lo hizo arrojar del cuerpo endeble.
El niño crece. Dijérase un ser refractario a la culpa, que
sólo necesi- taba propicio ambiente para que él germinara, y
diera frutos tempranos y sazonados la semilla de Dios. Amarle
y temerle fue desde luego su divisa inmutable. Formóse en la
piedad y en la observancia, en el trabajo y en el estudio. Apenas
comprendió la vida se impuso a sí mismo, con la ayuda de
Dios, una misión sagrada, ineludible: romper la unión vitanda
que le dio la vida, devolver a su esposa y a sus hijos un hombre
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arrepentido; recoger a una madre desgraciada para volverla a
Dios, al calor del respeto y la ternura de un hijo amante.
¿Cumplió, de hombre, esta misión? Doña María Rosa lo sabe,
por cartas de Rogelio. Decrépita como está, su mente se ilumina
al evocar estos sucesos y sus hermosas trascendentales consecuencias;
su fe se diviniza al meditar en los recursos de que
se vale su Pastor querido para tomar al aprisco las ovejas perdidas
en el monte.
***FIN***
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