La mañana refulge gloriosa y las vitrinas de todos los almacenes
están de gala, de alegría y paz en el señor. En esa
víspera clásica se exhiben con ingenua elegancia, para tentación
de chicuelos y de papás, cuantos juguetes, comestibles y
ociosidades han creado las industrias nacionales y extranjeras.
Gentes de toda clase y condición atisban aquí, husmean allá,
trasiegan por dondequiera, en busca de los regalos que, en aquella
noche de venturanzas, ha de traer el Niño Dios a la rapacería
de la familia. Demandaderas y sirvientes van y vienen,
cargados de cajas y envoltorios; los obsequios se cruzan, los
presentes se cambian, mientras la horda mendicante implora e
implora en ese momento cristiano en que los corazones se
ablandan.
Un caballero, de aire noble y ya maduro, observa desde una
esquina del Capitolio aquel agitarse vertiginoso de la colmena.
Su aire revela hondos pesares. ¿Cómo no? Es un señor sin hijos,
separado de su mujer y forastero en la capital. La soledad
y el hielo de su vida le acosan en este día en que se rinde culto
a la familia, se prende el lar de los afectos y se piensan en los
ausentes y en los muertos queridos.
La felicidad que nota en tanta cara extraña le hace más acerba
su desgracia.
- |¿Embolo mesio? -le dice un granujilla hasta de once años,
con voz arrulladora de súplica. El hombre hace una señal de
asentimiento, pone un pie sobre la caja y el menestralillo
empieza.
Está astroso, desharrapado, roto; pero sus manitas y sus pies
son escultóricos, sus uñas encañonadas y pulidas. En medio de
aquel desaseo se adivina en esas extremidades el proceso de
una estirpe aristocrática. En torno del raído casquete se alborotan
unos bucles castaños que enmarcan una carita de tono
ardiente, con facciones de ángel. Hay en sus movimientos, manipuleo
y ademanes, esa gracia indecible de los niños cuando
ejecutan con esmero algún trabajo.
El hombre lo estudia.
-¿Cómo te llamas?
-¿Yo, patroncito? Me llamo Tista Arana.
Y muestra unos dientes de rata, y pone en el señor unos ojos
rasgados, claros y luminosos como la mañana.
-¿Tienes padres?
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-No tengo más que mi madrina. Mi madrecita se murió cuando
tenía seis años. ¡Era muy linda! Y mi taita me llevó donde mi
madrina. Como vivía en la casa de junto… El taba casao con
ella.
-¿Y murió también tu padre?
-Se cayó de un andamio, aquí en el Capitolio, y se le salieron
los sesos.
-¿Y tu madrina te quiere mucho?
-Ni sé qué le diga a su mercé.
-¿Te pega?
-Me curte muy duro cuando no le junto hartos pesos y cuando
toma chicha, y también cuando se me rasga la ropa. Ayer
me jartó a totes. Es muy fregada.
-¿Y cuánto ganas al día?
-¿Yo, patroncito? Pues unas veces apenas pa pagale la comida,
que son doce pesos, y otras, cuando más, algunos veinticinco.
Los grandes sí consiguen mucho.
Pasa a éstas un fámulo con unos paquetes, y, al caérsele uno,
salta al andén un riflecito sumamente cuco.
-¡Cómo gozarán los hijos de los ricos! -exclama Tista medio
transportado-. ¡Vea ese rifle patroncito!
-¿Quisieras uno así?
-¿Y qué me gano con querer?
-Pues, ¡quién sabe!
El señor le paga veinte pesos por el lustre y lo lleva a un almacén
para que escoja un rifle o lo que quiera.
El rapaz no puede creer aquel sueño, no puede comprender
acto tan raro. Pensara que el patroncito se burla, a no ser por
la paga tan enorme que ha recibido. Entra tembloroso, la cabeza
baja, cambiando de colores. No puede oír, no puede hablar.
Pero uno de los dependientes, que sabe su oficio, viene en su
ayuda. Que escogiera el chico zoquete lo que a bien tuviese ya
que la fortuna le sorprendía. Le alcanza tambores, espadas,
cornetas, carros, animales. |Un rifle, articula al cabo el chicuelo.
Le sacan varios, y elige uno de salón y aire comprimido.
¡Qué maravilla! La lata parece acero, la caja es un primor y mide
casi una vara. "No es tan zoquete", dice una compradora.
¡Qué zoquete es un experto! En su turbación desarticula el arma,
y, con sus trémulas manitas, hace jugar el mecanismo. Le
dan un dardo amarillo, lo pone con precisión y hace puntería
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con mucha monada a un elefante. A ser blanco le acertara el
Guillermito Tell en la propia trompa. "¡Qué chirriado!", exclaman.
Explica, entonces, cómo ha visto el tiro en el salón del
Bosque y cómo los niños de un míster le han prestado sus rifles
cuando ha ido a Chapinero a lustrarles el calzado.
Una docena de flechas acompaña el rifle. Le envuelven todo
aquello y lo recibe en un desvanecimiento de ensueño. Dos granujas
del oficio y varios mendiguillos le rodean. ¡Qué envidia la
de aquellas criaturas! ¡Qué bocas las que abren! ¡Cómo se les
transfigura el colega y cómo miran al caballero extraordinario!
El caballero paga y sale apresurado. Ya no tiene cara triste:
tres pesos de dicha verdadera, bien pueden aliviar un millón de
pesadumbres. Pero va pensando, a la vez, que la vida tiene muchos
dolores absurdos.
Tista le alcanza, con los ojos humedecidos.
-¡Dígame su mercé ónde vive p'ir a embolarle de balde todos
los días y hacerle los mandaos!
-¡Gracias, Tista Arana! Ya no podrás servirme mucho: pasado
mañana me voy.
-¿A dónde, patroncito?
-A Cúcuta, donde estoy a tus órdenes.
-¡A Cúcuta!… (Y una ráfaga negra pasa por aquel cielo).
-¿Y cómo se llama su mercé?
-El señor Equis. Para servirte.
Y el señor Equis se embebe entre la turbamulta de la calle.
Los granujas siguen a Tista, lo cercan, se lo disputan, lo adulan.
Aquel rifle caído del cielo le ha conquistado en un instante
alta posición y gran renombre. Sino que aquel corazón de niño,
que no ha sentido el hálito de otro corazón hidalgo; que al
abrirse a la vida del afecto, no ha conocido un sér que le proteja,
que por su sér se interese, que le arroje un mendrugo de cariño,
siente ahora, con esa intución de la niñez desamparada,
haber entrevisto la felicidad para perderla al punto. Esto, que
el inocente paria no puede comprender, le amarga la posesión
repentina de su tesoro.
-¿Dónde será Cúcuta, ala? -dice al más prócer de sus flamantes
tagarotes.
-Eso es muy lejos: ¡por allá en los Llanos!
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-¿No es cierto, ala, que el señor Equis no me dio limosna como
a un chino sucio, sino que me dio un regalo como a un niñito
suyo? Es un señor muy bueno.
-Sí: eso fue un regalo que vale mucha plata. ¿No viste, pues
que pagó tres billetes de cien pesos? Vendélo pa que comprés
ropa.
-¡No, ala! Yo quiero más mi rifle que muchos fluxes. Yo mantenía
mucha gana de rifle y me lo dio él.
Yo consigo esta noche el blanco y mañana me voy a tirar al
Chorro de Padilla. Yo compro más flechas cuando se me acaben.
Yo se apuntar mucho.
Tiró calle arriba, hacia su casa, no tanto por buscar el almuerzo,
cuanto por guardar el regalo y contarle a su madrina la
estupenda historia. Vivian por Las Aguas, en esa barriada que
se extiende falda arriba, entre eucaliptus y cerezos, como banda
dispersa de perdices. José Luis, el geógrafo consejero, le sigue
hasta allá, por ver si estrenan el arma envidiada.
La niña Belén, madrina del héroe, está a la puerta, medio tomada
por la chicha. Oye el relato, admira el rifle ve cómo se
maneja; pero no encuentra el acontecimiento verosímil. Si era
hurto de los dos facinerosos, que se confesaran con Cristo. Ni
el llanto del uno, ni las protestas del otro, ni la entrega de los
dineros ganados, la sacan de su sospecha. Tanto moteja a José
Luis de instigador y urdemales que el pobre no tiene más remedio
que marcharse a la estampía.
-¡Guardá eso horita mismo! -le vocea al triste moco- suelo-. Y
yo averiguaré hoy mismo diónde lo sacastes. ¡Y ya sabés!: si
vienen aquí los policías a poner pereque, te doy una muenda
que te habés de acordar de yo toda tu puerca vida! Andá a almorzar
y salí ligero pal trabajo, que hoy es día bueno y mañana
necesito pa las Pascuas.
¡Caramba con su madrina! Mientras más trabada la lengua,
más violenta para echarle a él unas de machete y otras de ca-
ñafístula. ¿Por qué sería así su madrina? El cuitado, entre si rabio
o lloro, guarda rifle y flechas bajo la estera del camastro
calandrajiento donde dormía, por allá en el rincón más oscuro
del tugurio. Toma en volandas el pedazo de pan negro, las dos
papas y el plato de cuchuco, ya con nata arrugada por el frío,
y… otra vez en busca de la vida.
II
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La niña Belén cierra las puertas de su alcázar, se tira sobre
el jergón y descabeza un sueñecito de dos horas. Despiértase
tan bien, que hasta se siente hermosa y más apta que nunca
para la pelea.
No es ni vieja: apenas frisa en las tres docenas; y a no ser
por los efectos de la chicha, que ya principian a manifestarse
en ese cuerpo gentil, aún quebrara corazones la viuda del maestro
Arana.
Por lo mismo que su matrinomio no fue, propiamente, el paraíso
de las dichas, ni ella el espejo de las casadas, aspira a segundas
nupcias; que un clavo saca otro clavo, y al ladrón arrepentido
hay que dejarlo entrar para que muestre su enmienda.
Es su designado para tan alto puesto nada menos que el maestro
Ricardo Albarracín, viudo con dos hijos, zapatero de viejo,
que tiene por allí cerca un simulacro de taller. Y como el
amor fue siempre la gran fuente de inspiraciones, cátame que
a la niña Belencito le viene, en tal momento, una idea, una idea
redentora. Dicho y hecho.
Hace arqueo, saca plata y sale; se entra en un tenducho;
merca por treinta pesos un mamarracho de muñeca, manufacturada
en el país y hasta una libra de confites ordinarios. Torna
a su casa, se emperejila, se pone cintajos en la cabeza, se echa
encima los mejores trapos. Saca las flechas y el rifle; trata de
doblarlo y no puede. Se lo amarra entonces en la cintura con la
caja hacia arriba y cubre el cañoncito con el delantal. Toma lo
otro, cubre todo con el pañolón, cierra y… caminito de mi
dicha.
Ni el más leve escrúpulo la escuece. ¿Por qué? ¿Qué iba a hacer
ese chino feróstico con el tal escopetín? Holgazanear, molestar,
poner pereque o matar a algún cristiano. Sí. Era muy
capaz de eso y de mucho más si a mano le venía. Si era tan
perverso como la infame que lo había echado al mundo; un culebrón,
una tatacoa. ¡El zarcucio éste la tenía jubilada. No había
salido de él porque… porque siempre la ayudaba! ¡Valiera
la verdad!
Era la niña Belén una de tántas infelices que llevan en su
sangre la tuberculosis del vicio. Nacida y criada entre el foco
fue un milagro el que hubiese conservado sus pulmones hasta
su matrimonio. Pero este santo estado, que a tántos salva, la
perdió a ella de un modo galopante. No pudo, por más que lo
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pidiese a cuanto Cristo hubo, juntar a la de esposa la corona de
madre, ni supo guardar aquélla cual debiera. El tal Arana le resultó,
desde el principio, muy partidario de la poligamia; y ella
tuvo por lógico y equitativo acogerse a la ley mosaica de ojo
por ojo y diente por diente.
Las mutuas hazañas de aquel matrimonio endiablado se resolvían
en una epopeya palpitante de pescozones a la aurora y
escandaleras al ocaso. El cónyuge le prendió, junto al suyo,
otro lar, con mucha leña y mucha llamarada. En él se recogía,
porque lloviera o porque hiciese sol; en él cifró sus delicias; en
él se consiguió lo que no pudo en la incubadora bendecida: un
polluelo, como un sol. Pero lo bueno nunca dura. Murió el ave
de arrullo melodioso y el nido se deshizo. ¿Qué iba a hacer el
pobre pajarraco? Traerle el pichón a la gorriona abandonada
para que lo abrigase bajo el plumaje helado de una maternidad
postiza.
Sentíase la mísera en la picota del ridículo. Así y todo bregó
por querer de algún modo aquel inocente; que no hay mujer
que no sea madre en cualquier forma. Mas no pudo mover aquel
cariño. En ese corazón leproso no había una fibra siquiera
donde pudiesen brotar tan santas caridades. Por fortuna que el
padre velaba por su chico y le asistía cuanto un hombre pueda
hacerlo. Tánto le quiso que cualquier día le reconoció por escritura
pública. Esto envenenaba más, si era posible, a la esposa
infecunda. Preparándose estaba para abandonar por siempre
aquel techo que le era insoportable, cuando le llevaron
muerto y destrozado al esposo aborrecido. Y era tal el tósigo
que acendraba aquella entraña, que la viuda sólo vio en aquella
tragedia el castigo del culpable y su propia liberación.
A más no poder retuvo en el suyo al huerfanillo: amigos y
allegados, lograron que entendiese que si le abandonaba en
manos extrañas, ponía en riesgo la mitad de dos barracas y de
un lote, que le pertenecían legalmente, como herencia de su
marido. Ni escuela ni enseñanza de ninguna especie para aquella
criatura que parecía sobrar en la tierra. Su dulzura y docilidad
las tomaba la madrastra a hipocresía y falsedad, viendo en
él trasunto fidelísimo de su madre. Pronto lo mandó a mendigar
y, como era tan lindo y tan simpático, como imploraba con
una vocecita deliciosa, siempre llevaba algo a la casa. El mismo,
sin que a Belén se le ocurriese tal oficio, se fue entablando
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en el de limpiabotas, y figuraba en el gremio como el más chiquitín
y andrajoso. De ahí adelante lo fue explotando, a más y
mejor, la desgraciada mujerzuela.
Henchida de esperanzas se encamina, un tanto envarada por
el rifle, al taller de su adorado tormento. Hállalo solo y muy
apurado, porque tiene compromisos para el día siguiente, y el
oficialillo aprendiz ya se ha declarado en vacaciones. Harto se
le alcanzan al remendón las pretensiones de la viuda, de quien
tiene las peores referencias. Así es que se pone en guardia acogiendo
a la sirena con alguna displicencia. Pero ella no amaina
por tan poco. Todavía en pie, le dice muy seductora:
-Hoy no vengo a hacerle ningún encargo, Ricardito. Es que
tenemos, esta noche, una parrandita, donde mi comadre Isaura
Primisiero; y, como yo soy una de las alferas, vengo a convidalo.
¿No es cierto que no me desaira?
-Mucho le agradezco (sin levantar los ojos del trabajo). Y,
desde que pueda, iré con mucho gusto; pero creo que no acabo
hasta muy tarde.
-Asómese, aunque sea un momento. Hay novena y van unos
piscos que tocan primoroso y una muchacha calentana que
canta muy bien. ¡Vaya que no le pesa! ¡Allá verá los bambucos
que vamos a echar!
-Haré lo posible; pero no quedo comprometido.
-¡Vaya! No le hace que sea tarde. Venía, también, a trele los
aguinaldos pa sus dos chinitos. Como soy tan reservada pa todas,
pa todas mis cosas, los treigo muy escondidos. ¡Vea cómo
vengo! (Alza él los ojos; ella pone en la mesa flechas, muñeca y
confites y se zafa el rifle). Resulta que, como tengo tántas amigas
que tienen chinos, no alcanzo pa todos. Esto no es más que
pa los preferidos. Este riflecito, con la cajita de flechas, pa Estebitan;
la mona pa Carmencita; y estos confites pa que se los
reparta a juntos.
-¡Pero, Belén!… ¿Cómo se puso en ésas? -exclama el padre,
deponiendo un tantico sus esquiveces.
-¡Eso no vale nada, Ricardito! Y pa eso semos las amigas: pa
complacer a los amigos en lo que podamos. Y vea: yo qu'estos
que estos regalitos se los dé usté, como cosa suya. La gente es
tan fregada que, si comprende qu'es es regalo mío ¡quién sabe
lo que dirán!
Belén se sienta; Ricardo desenvuelve el rifle.
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-¡Ah, caray! ¡Este es un regalo de rico! Esto le debió costar
muchísimo… Con la mona y los dulces era suficiente.
-Yo quiero regalarle a Estebitan algo que le llame la atención:
como está tan grande y tan entendido y tan chirriao… A
la niña, como toavía está tan patojita, ai le compré ese embustico.
Es hasta pecao dale juguetes buenos a los chiquitos, pa
que los rompan al momento.
Ricardo examina el arma, presa de encontradas cavilaciones.
Calcula su precio y los recursos de la regaladora y aquello no
lo compagina. La viuda se va ofuscando.
-Vea, niña Belén, -murmura luego-. Con mucha pena le digo
que no es decente que yo le acepte este regalo. Usté quiere
que pase como mío y yo soy un hombre muy pobre. Debo dos
meses del arriendo del rancho; y el dueño, que vive en la casa
de junto, me ha amenazado con quitarme los muebles, si no le
pago al fin del mes. Si él ve este rifle a mi muchachito, me pega
la insultada del siglo. Con que mejor sería que le hiciera el
regalo a otro amigo más pudiente.
-¡Imposible, Ricardito! ¡Eso sería un desaire horrible! Hagamos
una cosa…
Suspende, se queda lela, la cara se le desfigura. A estar en
pie, se fuera al suelo redonda. En la puerta ha surgido, como
brotado de la tierra, Tista en persona. Trae sobre la caja de su
oficio un disco de cartón. Los tres guardan espectante silencio.
Al fin lo rompre el rapazuelo.
-Madrina: aquí le treigo lo que junté. Me vine desde ahora,
porque no hay a quién embolale: to los cachacos y los guaches
de botines tan ya emparrandaos. Ya los policías saben que el rifle
no es robao. Yo y José Luis les contamos todo y llevamos
testigos. El señor que me lo regaló no se llama nada el señor
Equis es un dotor de leyes que se llama Javier Villablanca. Vive
en el |Hotel Astor. Fuimos ond'él, y él le dijo, también, al policía;
y…
-¿Es éste el rifle?
-Por supuesto, mestro Ricardo. Y ¿pa qué lo trajo, madrina?
Belén salta del asiento y se dispara a la calle. El zapatero,
descompuesto y tembloroso, agarra el resto del regalo y se lanza
tras ella.
-¡Vea, misiá Belén!, le grita ronco. Llévese su mona y sus
confites, no sea que resulten con dueños.
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Oye ¿cómo no oír? Pero no vuelve el rostro. Va volando, sonámbula,
enchichada con un brebaje enloquecedor, que nunca
ha probado.
El remendón no acaba de enterarse, por que Tista, por instinto
de hidalguía y por temor de su madrastra, trata de tergiversarle
los hechos. Ricardo lo despacha, enhoramala, con todos
los presentes.
¡Oh, su madrina! ¡Quería regalarle su rifle al chino Esteban!
¿Por qué sería así su madrina? Su corazoncito se le va apretando.
Siente angustia, susto, piensa unas cosas vagas que le causan
miedo y que le dan tristeza. Ya no piensa en ir, después de
la comida, a estrenar el arma. Ya no se ufana de llevarla, ni de
ser su dueño exclusivo. No se le ocurre tampoco, probar de los
confites.
Prosigue indeciso. ¿Subiría o no a la casa, desde ahora? Tiene
que subir, irremediablemente, para entregarle a su madrina
la plata y la encomienda. ¿A qué se exponía, si no? Avanza, pero
se ditiene en cualquier parte, ensimismado y caviloso. Encuentra
conocidos y no les ve; le hablan y no les oye; le rodean,
y se retira. "¡Chino gediondo! ¡Chino creído!" -le grita un émulo-.
"¡No cabe en el pellejo por ese rifle!" -le grita otro-. "¡Te lo
robaste, ladrón! ¡Sos un ladrón!". Nada contesta. Sigue despacio,
y por ahí se sienta en un pretil.
¡Ay! ¡Si él se fuera para Los Llanos, con el doctor Villablanca!
Le lustraría el calzado, le limpiaría la ropa, le ensillaría el
caballo, le pondría las polainas y el espolín; le haría todo, sin
que le pagase un peso. Y no le hacía que el doctor le curtiese.
De él no le dolerían ni regaños ni totes. Era un patrón tan bueno,
tan bizarro con los pobrecitos. ¡Ay, Los Llanos!
Pasan niñeras e institutrices, con sus chiquitines que vuelven
de meriendas del |Chorro de Padilla. Pasan carruajes que van
de francachela hacia |La Cuna de Venus; pasan las murgas de
artesanos punteando sus liras, rasgando sus tiples; pasa gente
regocijada y bulliciosa; y Tista, en el pretil, apoyado en el rifle.
¿Por qué se estaría acordando, ahora de su madrecita? ¡Era
tan linda! ¡Le daba tántas cosas!
Una nube se desgrana pletórica y Tista corre. Cuando se
acerca a la barraca, asoma la madrina, le llama por señas y se
entra. No bien el chico traspasa aquel umbral, la puerta gira
rauda; Belén tuerce la llave y la tormenta estalla. "¡Este
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arrastrao! ¡Este bandido!". Le arrebata frenéticamente el rifle
y, contra un banco, contra una piedra, con los pies, con las rodillas,
con los dientes, lo abolla, lo tuerce, lo quiebra, logra
partirlo. Sale al patinejo, contra el vallado termina la obra y
lanza, falda abajo, pedazo por pedazo. Vuela adentro, hace añicos
la muñeca, avienta los confites, salta, pisotea, pulveriza,
epiléptica, posesa.
Tista, hasta entonces paralizado, da un alarido de dolor y espanto.
Se queda seco y articula luego:
-¡Me lo quebró, me lo botó, porque el maestro Ricardo no la
quiere!
-¡Callá, desgraciao… o te mato!
Le ase de la greña, le arrastra, le da contra el suelo.
- ¡Máteme, madrina! -grita enloquecido-. Máteme, pero es
por eso! ¡No la quiere! ¡No la quiere!
Lo pisa, lo golpea. No lo aplasta de una vez, porque ella misma
da consigo en tierra, presa de espantosas convulsiones. Tista
brinca, como una rana, y se mete debajo de una mesa. Echa
sangre por boca y por narices.
Belén sigue en el suelo revolcándose. De pronto da un corcovo
y queda rígida. El niño aceza, acurrucado en su escondite.
El agua cae a torrentes y la noche se inicia.
La hembra se sacude al rato. Da un corcovo y se encabrita.
Llora y suspira, gime y solloza. Mucho ha sufrido en esta perra
vida; pero esta afrenta indecente ¡ni en su infierno! Se muere.
Mas, ¡qué morir, ni qué demonios!: ¡Chicha!, ¡mucha chicha!
¡Aguardiente!, ¡harto aguardiente! ¡Y reñir y acabar, con esa
tolimense tiznada!
Se alza, se estriega, se yergue.
-¡A ver la plata, maldito! -vocifera trágica.
Tista busca entre sus desgarrones y le entrega lo que encuentra.
Trastea ella por un baúl y saca un puñalejo, recuerdo
de un su amigo. Sale en seguida, y deja bajo llave al infeliz.
Apenas solo, desata los raudales de su llanto. Tiembla, tirita,
los golpes le duelen, le duelen mucho. Tan pronto le viene un
frío que le llega hasta los huesos: tan pronto un calor que le sofoca.
Siente sed, siente que su carita se crece en dolorosa tirantez,
que sus ojos se van tapando. Se tira en su esterilla. No
sabe si duerme, o si vela o si sueña. Le parece que oye horas,
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que oye cohetes y músicas lejanas. Al fin oye claro y distinto
las campanas. Repican muy recio.
Los ángeles entonan el |Gloria in excelsis Deo y el niño se
arrodilla e impreca: "¡Madrecita querida! ¡Lleváme p'onde vos!
¡Ya no quiero ir a Los Llanos! ¡Lleváme madrecita!".
Gracias por leer!
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