Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev,
el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido
definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta,
que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en
una clínica psiquiátrica privada.
Aunque no tenía aún derecho al retiro, se le concedió, en
atención a sus veinticinco años de servicios irreprochables y a
su enfermedad. Gracias a esto, tenía con que pagar su estancia
en la clínica hasta su muerte: no había la menor esperanza de
curarle.
Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de
quien se había separado hacía quince años, pretendió tener derecho
a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado
litigara en su nombre; pero perdió la causa, y el dinero quedó
a la disposición del enfermo.
La clínica se hallaba fuera de la ciudad. Al lado del camino,
su aspecto exterior era el de una simple casa de campo, construida
a la entrada de un bosquecillo. Como en la mayoría de las
casas de campo, su segundo piso era mucho más pequeño que
el primero. El tejado era muy alto, y tenía la forma de un hacha
invertida. Los días de fiesta, para alegrar a los enfermos, se
izaba en él una bandera nacional.
En las mañanas apacibles de primavera y de otoño llegaban
de la ciudad los sones apagados de las campanas y el ruido sordo
de los coches; pero, en general, un silencio profundo reinaba
en torno de la clínica, más profundo que en la aldea próxima,
donde se oían los ladridos de los perros y los gritos de los
niños. Allí no había ni perros ni niños. La casa estaba rodeada
de un alto muro. Alrededor se extendía una pradera, que pertenecía
a la clínica y se hallaba siempre desierta. A cosa de una
versta se alzaba, entre los árboles, la estrecha chimenea de
una fábrica, de la que no se veía nunca salir humo. La fábrica,
perdida en medio del bosque, parecía abandonada.
Muy pocos de los que transitaban por el camino sabían que
tras el alto muro y las puertas cerradas había locos. Los demás—los
campesinos que pasaban en sus cochecillos
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saltarines, los cocheros de punto procedentes de la ciudad, los
ciclistas, siempre apresurados sobre sus máquinas silenciosas—estaban
habituados a ver el alto muro y no paraban en él
la atención. Si cuantos se encontraban en su recinto se hubieran
escapado o se hubieran muerto de repente, habríase tardado
mucho en advertirlo; los campesinos en sus cochecillos y los
ciclistas sobre sus máquinas silenciosas hubieran seguido pasando
por delante del muro sin sospechar nada.
El doctor Chevirev no admitía en su clínica locos furiosos;
por eso reinaba en ella el silencio como en cualquier casa respetable,
habitada por gentes bien educadas. El único ruido que
se oía a todas horas, desde que, hacía ya diez años, se había
abierto la clínica, era tan regular, suave y metódico, que no se
advertía, como no se advierten los latidos del corazón o el
acompasado sonido de un péndulo. Lo producía un enfermo
que llamaba a la puerta cerrada de su habitación. Estuviera
donde estuviera, siempre encontraba alguna puerta, a la que
empezaba a llamar, aunque bastase empujarla ligeramente para
que se abriese. Si se abría, buscaba otra y empezaba a llamar
de nuevo; no podía sufrir las puertas cerradas. Llamaba de
día y de noche, sin poder apenas tenerse en pie, de cansancio.
Probablemente, la insistencia de su idea fija le había hecho adquirir
el hábito de llamar también durante el sueño; al menos,
el ruido regular, monótono, que hacía no cesaba en toda la noche.
Además, no se le veía nunca en la cama, y se suponía que
dormía de pie, al lado de la puerta.
En fin, había gran tranquilidad en la clínica. Muy raras veces,
casi siempre durante la noche, cuando el bosque invisible,
sacudido por el viento, lanzaba gemidos lastimeros, alguno de
los enfermos, presa de una angustia mortal, empezaba a dar
gritos. Por lo general, se acudía con presteza a calmarlo; pero
ocurría en ocasiones que el terror y la angustia eran tales que
resultaban ineficaces todos los calmantes, y el enfermo seguía
gritando. Entonces la angustia se les contagiaba a todos los habitantes
de la clínica, y los enfermos, como muñecos mecánicos
a los que se hubiera dado cuerda a la vez, empezaban a recorrer
nerviosamente sus habitaciones, agitando los brazos y diciendo
cosas estúpidas e ininteligibles. Todos, incluso los enfermos
más apacibles, llamaban violentamente a las puertas e insistían
en que se los dejase libres.
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Asustada, a punto de perder el juicio, la enfermera llamaba
entonces por teléfono al doctor Chevirev, que se encontraba en
el restorán Babilonia, donde acostumbraba a pasar las noches.
El doctor poseía el don de tranquilizar a los enfermos sólo con
su presencia. Pero hasta mucho tiempo después de su llegada
los enfermos balbuceaban cosas fantásticas detrás de la puerta
de su cuarto y la clínica parecía un gallinero donde hubiera entrado,
durante la noche, una zorra.
Pero esto ocurría raras veces y no se advertía fuera, porque
el camino, por la noche, estaba completamente desierto. Además,
los gritos, al través de los muros, parecían de hombres
que estaban de broma, a lo que contribuían no poco ciertos enfermos,
que cantaban en sus momentos de crisis.
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II
La habitación de Pomerantzev estaba arriba, y su ventana daba
al bosque. En verano, cuando penetraba por la ventana abierta
el aroma de los pinos y de las acacias y se veía sobre la mesa
un vaso con flores, diríase que, en efecto, era aquello una casa
de campo. Adornaban las paredes tres cuadros que Pomerantzev
había llevado, así como un gran retrato de su hijo, muerto
de difteria hacía mucho tiempo; todo esto daba a la habitación
un aspecto muy agradable. Pomerantzev estaba satisfechísimo
de su cuarto, y se pasaba largos ratos contemplando los cuadros,
de los que uno representaba una muchacha guardando
unos patos; otro, un ángel bendiciendo la ciudad, y el tercero,
un rapaz italiano. Invitaba a todos a visitar su cuarto, y tenía
una singular complacencia en que el doctor Chevirev fuese a
verle lo más a menudo posible. Si alguien—los enfermos o el
doctor—se resistía a visitarle, recurría a pequeñas astucias:
aseguraba que en su cuarto había un ruiseñor que cantaba admirablemente.
De esta manera procuraba atraer gente a su habitación.
Los enfermos estaban tan encantados como él de su
aposento, y cuando les daba por elogiar la clínica, hablaban de
él en primer término. Desde un principio, Pomerantzev se percató
de que se hallaba en una casa de locos, pero le tenía sin
cuidado: estaba seguro de que, si quisiera, podía convertirse
en espíritu puro y volar así por todo el mundo. Los primeros dí-
as de su estancia en la clínica volaba cotidianamente a la ciudad,
a su oficina; pero después le requirieron quehaceres de
más monta, y no atendió ya a su oficina, por falta de tiempo.
Era de alta estatura, enjuto; tenía el pelo espeso, muy negro
y enmarañado. Era miope y llevaba lentes muy gruesos. Cuando
se reía enseñaba no sólo los dientes, sino las encías también,
lo que producía el efecto de que la risa rebosaba en todo
su ser. Se reía con mucha frecuencia. Tenía voz de bajo
profundo.
No tardó en trabar amistad con todos los demás enfermos, y
ocupó entre ellos un lugar de mucho relieve. Se constituyó en
protector de sus compañeros de clínica. Se imaginaba ser un
personaje muy importante, de una posición muy elevada; pero
no tenía un concepto preciso de cuál era tal posición, y sus ideas
sobre ella cambiaban muy frecuentemente: tan pronto se
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creía el conde Almaviva como el gobernador de la ciudad o un
taumaturgo y bienhechos de los hombres. La sensación de un
poder enorme, de una fuerza infinita y de una gran nobleza no
le abandonaba jamás. Con este motivo ponía en su modo de
tratar a la gente una benevolencia de gran señor, y rara vez
era con ella severo y arrogante. Sucedía esto cuando le llamaban
«Egor», en lugar de «Georgi», como él quería que le llamasen.
Entonces se indignaba hasta saltársele las lágrimas, gritaba
que se intrigaba contra él y escribía largas quejas al Santo
Sínodo y al Capítulo de la Orden de Caballeros de San Jorge. El
doctor Chevirev, como recibiese una queja de aquéllas, le envió
inmediatamente una respuesta oficial en toda regla, en la que
le daba una completa satisfacción. Pomerantzev se calmó, y
hasta hizo rabiar un poco al doctor, que parecía muy asustado
con la queja de su enfermo.
—No hay que apurarse—tranquilizaba éste al doctor—. Ya está
todo arreglado.
Los enfermos no eran muy numerosos en la clínica: once
hombres y tres mujeres. Vestían como solían hacerlo en su casa,
y había que fijarse mucho para darse cuenta de un pequeño
desorden en su aspecto exterior, desorden contra el cual Chevirev
no podía hacer nada. Llevaban los cabellos, por lo general,
bien peinados. Las dos únicas excepciones eran una señora
que se obstinaba en llevarlos sueltos, lo que producía una impresión
cómica, y un enfermo, llamado Petrov, que llevaba el
pelo y la barba muy largos, por miedo a las tijeras, y no permitía
que le pelasen, por temor a que le degollaran.
En invierno, los enfermos preparaban por sí mismos un lugar
para patinar, y se dedicaban con placer a dicho deporte. En
primavera y verano trabajaban en la huerta, cultivaban flores y
parecían hombres llenos de salud, normales. En todas estas
ocupaciones, Pomerantzev era siempre el primero. Sólo tres de
los enfermos no tomaban parte en los trabajos ni en los juegos:
Petrov, el de la larga barba; el enfermo que llamaba día y noche
a las puertas, y una doncella cuarentona, de nombre Anfisa
Andreievna. Durante muchos años había estado empleada como
ama de llaves en casa de una condesa, algo parienta suya,
donde dormía en una cama muy corta, casi de niño, en la que
no podía acostarse sin encoger las piernas. Cuando se volvió
loca, creía tenerlas encogidas para toda la vida y encontrarse,
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por tanto, en la imposibilidad de andar. A toda hora atormentá-
bala el temor de que cuando muriese la colocaran en un ataúd
demasiado corto, donde no pudiera estirar las piernas. Era
muy modesta, suave, de lindo rostro exangüe, como se pinta a
las monjas y a las santas. Mientras hablaba, sus largos dedos
blancos arreglaban los encajes rotos de su peto. Le enviaban
muy poco dinero para sus gastos, y llevaba trajes extraños, hacía
mucho tiempo pasados de moda.
Tenía una confianza absoluta en Pomerantzev, y le rogaba
con frecuencia que se cuidase del ataúd cuando ella muriese.
—Es verdad que el doctor me lo ha prometido; pero no tengo
gran confianza; su papel es engañarnos, mientras que usted es
de los nuestros. Además, no es gran cosa lo que le pido a usted:
un ataúd largo costará unos tres rublos más que un ataúd
corto. Ya he sacado la cuenta. Pero es preciso que alguien se
cuide de eso. ¿Usted me lo promete?
—¡Sí, señora! Cuente usted conmigo. Haré una colecta entre
los enfermos y se le construirá a usted un mausoleo en el
cementerio.
—Muy bien. Un mausoleo; me parece muy bien. Se lo agradezco
a usted muchísimo.
Y su pálida faz se coloreaba ligeramente, como blanca nube
matutina herida por el primer rayo del sol.
Hacía mucho tiempo que no creía en Dios, y un día, como hubieran
llevado a casa de la condesa unos iconos, cometió con
uno de ellos un horroroso sacrilegio. Con este motivo, se cayó
en la cuenta de que había perdido el juicio.
Durante los paseos, que eran obligatorios para todos los enfermos,
Petrov se mantenía siempre a distancia por temor a un
ataque súbito; en verano llevaba en el bolsillo, para defenderse,
una piedra, y en invierno, un pedazo de hielo. El enfermo
que llamaba a las puertas se mantenía también a distancia.
Después de pasar rápidamente por todas las puertas abiertas,
se detenía ante la del jardín y se ponía a llamar a ella, sin apresurarse,
insistentemente, de un modo monótono, con intervalos
regulares. Al principio de su estancia en la clínica tenía los dedos
hinchados y cubiertos de cicatrices; pero con el tiempo se
fueron tornando insensibles, la piel se endureció, y cuando llamaba,
se podía creer que sus dedos eran de piedra.
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Pomerantzev se creía obligado a charlar un poco con él siempre
que le encontraba.
—¡Buenos días, señor! ¿Sigue usted llamando?
—¡Sí!—respondía el otro, mirando a Pomerantzev con sus
grandes ojos tristes y extrañamente profundos.
—¿No abren?
—No—respondía el enfermo.
Su voz era débil, suave, como un eco, y tan extrañamente
profunda como sus ojos.
—¡Déjeme usted, voy a abrir!—decía Pomerantzev.
Y empezaba a empujar la puerta, a forzar la cerradura; pero
la puerta no cedía. Entonces añadía:
—Descanse usted un poco; mientras tanto, yo llamaré.
Por espacio de algunos minutos, Pomerantzev llamaba concienzuda
y enérgicamente con el puño en la puerta. El otro descansaba,
frotándose las manos y mirando con ojos asombrados,
y al mismo tiempo indiferentes, al cielo, al jardín, a la clínica, a
los enfermos. Era de elevada estatura, hermoso y fuerte aún.
El viento acariciaba su barba entrecana.
Una vez se le acercó lentamente Petrov y le preguntó con voz
queda:
—¿Hay alguien detrás de la puerta? ¿Quién es?…
—¡Es necesario que la abran!
—¡Qué tontería! ¿Y si entra cuando usted la abre?
—Es necesario que la abran.
—¿Cómo se llama usted?
—No lo sé.
Petrov se rió recelosamente y, apretando el pedazo de hielo
que llevaba en el bolsillo, volvió de puntillas a su sitio, detrás
de un árbol, donde se sentía en seguridad relativa en caso de
un ataque súbito.
En general, los enfermos charlaban mucho y se complacían
en la charla; pero apenas habían cambiado las primeras palabras,
no se escuchaban ya los unos a los otros, y hablaba cada
uno para sí. Merced a esto, sus conversaciones tenían siempre
para ellos un gran interés.
Todos los días, el doctor Chevirev se sentaba, ya al lado de
uno, ya al lado de otro, y escuchaba atentamente lo que los enfermos
decían. Parecía que también él hablaba mucho; pero,
en realidad, nunca decía nada y se limitaba a escuchar.
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Todas las noches, desde las diez hasta las seis de la mañana,
permanecía en el restorán Babilonia, y era incomprensible có-
mo tenía tiempo para dormir, para vestirse con tanto atildamiento,
para afeitarse diariamente y aun para perfumarse un
poquito.
Gracias por leer!
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