ameliefinn Amelié Finn

Última novela de la autora, publicada póstumamente en 1818, Persuasión narra la historia de una mujer en su madurez, una mujer sensible, paciente y menospreciada, que, años después de haber rechazado al hombre al que amaba, persuadida por un mal consejo, ve cómo este reaparece en su vida, rico y honorable pero aún despechado. Una mujer, en suma, que quizá por primera vez en la historia de la novela debe luchar para que el amor le conceda una segunda oportunidad. Como telón de fondo, un logrado retablo familiar y una maravillosa recreación de época. «Esta joven dama tenía verdadero talento para describir los sentimientos, las relaciones sentimentales y los personajes, un talento que a mí me parece el más prodigioso de cuantos he visto.» Walter Scott


Ciencia ficción Todo público.

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Primera parte

El señor de Kellynch Hall en Somersetshire, Sir Walter Elliot, era un hombre que no hallaba entre­tención en la lectura salvo que se tratase de la Crónica de los baronets. Con ese libro hacía lleva­deras sus horas de ocio y se sentía consolado en las de abatimiento. Su alma desbordaba admira­ción y respeto al detenerse en lo poco que queda­ba de los antiguos privilegios, y cualquier sensa­ción desagradable surgida de las trivialidades de la vida doméstica se le convertía en lástima y desprecio. Así, recorría la lista casi interminable de los títulos concedidos en el último siglo, y allí, aunque no le interesaran demasiado las otras pá­ginas, podía leer con ilusión siempre viva su pro­pia historia. La página en la que invariablemente estaba abierto su libro decía:

Elliot, de Kellynch Hall

Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760, con­trajo matrimonio en 15 de julio de 1784 con Isa­bel, hija de Jaime Stevenson, hidalgo de South Park, en el condado de Gloucester. De esta señora, fallecida en 1800, tuvo a Isabel, nacida el 1 de junio de 1785; a Ana, nacida el 9 de agosto de 1787; a un hijo nonato, el 5 de noviembre de 1789, y a María, nacida el 20 de noviembre de 1791.

Tal era el párrafo original salido de manos del impresor; pero Sir Walter lo había mejorado, añadiendo, para información propia y de su fa­milia, las siguientes palabras después de la fecha del natalicio de María: “Casada el 16 de diciem­bre de 1810 con Carlos, hijo y heredero de Carlos Musgrove, hidalgo de Uppercross, en el condado de Somerset”. Apuntó también con el ma­yor cuidado el día y el mes en que perdiera a su esposa.

Enseguida venían la historia y el encumbra­miento de la antigua y respetable familia, en los términos acostumbrados. Se describía que al prin­cipio se establecieron en Cheshire y que gozaron de gran reputación en Dugdale, donde desempe­ñaron el cargo de gobernador, y que habían sido representantes de una ciudad en tres parlamentos sucesivos. Después venían las recompensas a la lealtad y la concesión de la dignidad de baronet en el primer año del reinado de Carlos II, con la mención de todas las Marías e Isabeles con quie­nes los Elliot se habían casado. En total, la historia formaba dos hermosas páginas en doceavo y ter­minaba con las armas y la divisa: “Residencia sola­riega, Kellynch Hall, en el condado de Somerset”. Sir Walter había agregado de su puño y letra este final:

“Presunto heredero, William Walter Elliot, hi­dalgo, bisnieto del segundo Sir Walter”.

La vanidad era el alfa y omega de la personali­dad de Sir Walter Elliot; vanidad de su persona y de su posición. Había sido sin duda buenmozo en su juventud, y a los cincuenta y cuatro años era todavía un hombre de atractiva apariencia. Pocas mujeres presumían más de sus encantos que Sir Walter de los suyos, y ningún paje de ningún nuevo señor habría estado más orgulloso de lo que él estaba de la posición que ocupaba en la sociedad. El don de la belleza para él sólo era inferior al don de un título de nobleza, por lo que se tenía a sí mismo como objeto de sus más calurosos respeto y devoción.

Su buena estampa y su linaje eran poderosos argumentos para atraerle el amor. A ellos debió una esposa muy superior a lo que Sir Walter po­día esperar por sus méritos. Lady Elliot fue una mujer excelente, tierna y sensible, a cuyas con­ducta y buen juicio debía perdonarse la juvenil flaqueza de haber querido ser Lady Elliot, consi­derando que nunca más precisó de otras indul­gencias. Su talante alegre, su suavidad y el disi­mulo de sus defectos le procuraron la auténtica estima de que disfrutó durante diecisiete años. Y aunque no fue demasiado feliz en este mundo, encontró en el cumplimiento de sus deberes, en sus amigos y en sus hijos motivos suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferen­cia cuando le llegó la hora. Tres hijas, de dieciséis y catorce años respectivamente las dos mayores, eran un legado que la madre temía dejar; una carga demasiado delicada para confiarla a la auto­ridad de un padre presumido y estúpido. Lady Elliot tenía, sin embargo, una amiga muy cercana, sensible y meritoria mujer, que había llegado, mo­vida por el gran cariño que profesaba a Lady Elliot, a establecerse próxima a ella en el pueblo de Kellynch. En su discreción y en su bondad puso Lady Elliot sus esperanzas de sustentar y mantener los buenos principios y la educación que tanto ansiaba dar a sus hijas.

Dicha amiga y Sir Walter no se casaron, no obstante lo que antecede pudiera inducir a pen­sarlo. Trece años habían transcurrido desde la muer­te de la señora Elliot, y una y otro seguían siendo vecinos e íntimos amigos, aunque cada uno viudo por su lado.

El hecho de que Lady Russell, de muy buena edad y agradable carácter, y en circunstancias ideales para ello, no hubiese querido pensar en segundas nupcias, no tiene por qué ser explica­do al público, que está tan dispuesto a sentirse irracionalmente descontento cuando una mujer no se vuelve a casar. Pero el hecho de que Sir Walter continuase viudo merece una aclaración. Ha de saberse, pues, que como buen padre (des­pués de haberse llevado un chasco en uno o dos intentos descabellados) se enorgullecía de per­manecer viudo en atención a sus queridas hijas. Por una de ellas, la mayor, hubiese hecho en realidad cualquier cosa, aunque no hubiese teni­do muchas ocasiones de demostrarlo. Isabel, a los dieciséis años, había asumido, en la medida de lo posible, todos los derechos y la importan­cia de su madre; y como era muy guapa y muy parecida a su padre, su influencia era grande y los dos se llevaban muy bien. Sus otras dos hijas gozaban de menor atención. María consiguió una pequeña y artificial importancia al convertirse en la señora de Carlos Musgrove; pero Ana, que poseía una finura de espíritu y una dulzura de carácter que la habrían colocado en el mejor lugar entre gentes de verdadero seso, no era nadie entre su padre y su hermana; sus palabras no pesaban y no se atendían en absoluto sus intereses. Era Ana, y nada más.

Para Lady Russell, en cambio, era la más que­rida y la más preciada de las criaturas; era su amiga y su favorita. Lady Russell las quería a to­das, pero sólo en Ana veía el vivo retrato de su madre.

Pocos años antes, Ana Elliot había sido una muchacha muy hermosa, pero su frescura se mar­chitó temprano. Su padre, que ni siquiera cuando estaba en su apogeo encontraba nada que admi­rar en ella (pues sus delicadas facciones y sus suaves y oscuros ojos eran totalmente distintos de los de él), menos le encontrará entonces, que estaba delgada y consumida. Nunca abrigó dema­siadas esperanzas, y ya no abrigaba ninguna, de leer su nombre en una página de su libro predi­lecto. Ponía en Isabel todas sus ilusiones de una alianza de su igual; pues María no había hecho más que entroncarse con una antigua familia ru­ral, muy rica y respetable, a la que llevó todo su honor sin recibir ella ninguno. Isabel era la única que podría protagonizar, algún día, una boda como Dios manda.

Suele ocurrir que una mujer sea más guapa a los veintinueve años que a los veinte. Y, por lo general, si no ha sufrido ninguna enfermedad ni soportado ningún padecimiento moral, es una épo­ca de la vida en que raramente se ha perdido algún encanto. Eso sucedía a Isabel, que era aún la misma hermosa señorita Elliot que empezó a ser a los trece años. Podía perdonarse, pues, que Sir Walter olvidase la edad de su hija o, en última instancia, creerle únicamente medio loco por con­siderarse a sí mismo y a Isabel tan primaverales como siempre, en medio del derrumbe físico de todos sus coetáneos, porque no tenía ojos más que para ver lo viejos que se estaban poniendo todos sus deudos y conocidos. El carácter huraño de Ana, la aspereza de María y los ajados rostros de sus vecinos, unidos al rápido incremento de las patas de gallo en las sienes de Lady Russell, lo sumían en el mayor desconsuelo.

Isabel era tan vanidosa como su padre. Du­rante trece años fue la señora de Kellynch Hall, presidiendo y dirigiendo todo con un dominio de sí misma y una decisión que no parecían propias de su edad. Por trece años hizo los honores de la casa, aplicó las leyes domésticas, ocupó el lugar de preferencia en la carroza y fue inmediatamente detrás de Lady Russell en todos los salones y comedores de la comarca. Los hielos de trece inviernos sucesivos la vieron presidir todos los bailes importantes celebrados en la reducida ve­cindad y trece primaveras abrieron sus capullos mientras ella viajaba a Londres con el fin de dis­frutar año tras año con su padre, por unas cuantas semanas, de los placeres del gran mundo. Isabel recordaba todo esto, y la conciencia de tener vein­tinueve años le despertaba algunas inquietudes y recelos. La complacía verse aún tan guapa como siempre, pero sentía que se le aproximaban los años peligrosos, y se habría alegrado de tener la seguridad de que dentro de uno o dos años sería solicitada por un joven de sangre noble. Sólo así habría podido hojear de nuevo el libro de los libros con el mismo gozo que en sus años tem­pranos; pero a la sazón no le hacía gracia. Eso de tener siempre presente la fecha de su nacimiento sin acariciar otro, proyecto de matrimonio que el de su hermana menor, le hacía mirar el libro como un tormento; y más de una vez, cuando su padre lo dejaba abierto encima de la mesa, junto a ella, lo había cerrado con ojos severos y lo había em­pujado lejos de sí.

Había tenido, además, un desencanto que le impedía olvidar el libro y la historia de su familia. El presunto heredero, aquel mismo William Walter Elliot cuyos derechos se hallaban tan generosamen­te reconocidos por su padre, la había desdeñado.

Sabía, desde muy joven, que en el caso de no tener ningún hermano, seria William el futuro ba­ronet, y creyó que se casaría con él, creencia siempre compartida con su padre. No lo conocie­ron de niño, pero en cuanto murió Lady Elliot, Sir Walter entabló relación con él, y aunque sus insi­nuaciones fueron acogidas sin ningún entusiasmo, siguió persiguiéndolo y atribuyendo su indiferen­cia a la timidez propia de la juventud. En una de sus excursiones primaverales a Londres, y cuando Isabel estaba en todo su esplendor, el joven Elliot se vio forzado a la presentación.

En aquella época era un chico muy joven, recién iniciado en el estudio del derecho; Isabel lo encontró por demás agradable y todos los pla­nes en favor de él quedaron confirmados. Lo invi­taron a Kellynch Hall; se habló de él y se le esperó todo el resto del año, pero él no fue. En la primavera siguiente volvieron a encontrarlo en la capital; les pareció igualmente simpático y de nuevo lo alentaron, invitaron y esperaron. Y otra vez no acudió. Al poco tiempo supieron que se había casado. En vez de dejar que su sino siguiera la línea que le señalaba la herencia de la casa de Elliot, había comprado su independencia unién­dose a una mujer rica de cuna inferior a la suya.

Sir Walter quedó muy resentido. Como cabeza de familia, consideraba que debió habérsele consultado, en especial después de haber tomado al muchacho tan públicamente bajo su égida.

-Pues por fuerza se les ha de haber visto juntos una vez en Tattersal y dos en la tribuna de la Cámara de los Comunes -observaba.

En apariencia muy poco afectado, expresó su desaprobación. Elliot, por su parte, ni siquiera se tomó la molestia de explicar su proceder y se mostró tan poco deseoso de que la familia volvie­se a ocuparse de él, cuanto indigno de ello fue considerado por Sir Walter. Las relaciones entre ellos quedaron definitivamente suspendidas.

A pesar de los años transcurridos, Isabel se­guía resentida por ese desdichado incidente. Des­de la A hasta la Z, no había baronet a quien pudiese mirar con tanto agrado como a un igual suyo. La conducta de William Elliot había sido tan ruin que aunque allá por el verano de 1814 Isabel llevaba luto por la muerte de la joven señora Elliot, no podía admitir pensar en él de nuevo. Y si no hubiese sido más que por aquel matrimonio que quedó sin fruto y podía ser considerado sólo como un fugaz contratiempo, pase. Pero lo peor era que algunos buenos y oficiosos amigos les habían referido que hablaba de ellos irrespetuosa­mente y que despreciaba su prosapia así como los honores que la misma le confería. Y eso era algo que no podía perdonarse.

Tales eran los sentimientos e inquietudes de Isabel Elliot, los cuidados a que había de dedicar­se, las agitaciones que la alteraban, la monotonía y la elegancia, las prosperidades y las naderías que constituían el escenario en que se movía.

Pero por entonces otra preocupación y otra zozobra empezaban a añadirse a todas ésas. Su padre estaba cada día más apurado de dinero. Sabía que iba a hipotecar sus propiedades para librarse de la obsesión de las subidas cuentas de sus abastecedores y de los importunos avisos de su agente Mr. Shepherd. Las posesiones de Kellynch eran buenas, pero no suficientes para mantener el nivel de vida que Sir Walter creía que debía llevar su propietario. Mientras vivió Lady Elliot, se observó método, moderación y econo­mía, dentro de lo que los ingresos permitían. Pero con su muerte, terminó toda prudencia y Sir Walter empezó a sucumbir a los excesos. No le era posi­ble gastar menos y no podía dejar de hacer aque­llo a lo que se consideraba imperiosamente obli­gado. Por muy reprensible que fuese, sus deudas se abultaban y se hablaba de ellas tan a menudo que ya fue inútil tratar de ocultárselas por más tiempo y ni siquiera en parte a su hija. Durante su última primavera en la capital aludió a su situa­ción y llegó a decir a Isabel:

-¿Podríamos reducir nuestros gastos? ¿Se te ocu­rre algo que pudiésemos suprimir?

Isabel -justo es decirlo-, en sus primeros arre­batos de femenina alarma, se puso a pensar seria­mente en qué podrían hacer y terminó por propo­ner estas dos soluciones: suspender algunas limosnas innecesarias y abstenerse del nuevo mo­biliario del salón. A estos expedientes agregó lue­go la peregrina idea de no comprarle a Ana el regalo que acostumbraban llevarle todos los años. Pero estas medidas, aunque buenas en sí mismas, fueron insuficientes dada la gran envergadura del mal, cuya totalidad Sir Walter se creyó obligado a confesar a Isabel poco después. Isabel no supo proponer nada que fuese verdaderamente eficaz.

Su padre sólo podía disponer de una pequeña parte de sus dominios, y aunque hubiese podido enajenar todos sus campos, nada habría cambia­do. Accedería a hipotecar todo lo que pudiese, pero jamás consentiría en vender. No, nunca des­honraría su nombre hasta ese punto. Las posesio­nes de Kellynch serían transmitidas íntegras y en su totalidad, tal como él las había recibido.

Sus dos confidentes: el señor Shepherd, que vivía en la vecina ciudad, y Lady Russell, fueron llamados a consulta. Tanto el padre como la hija parecían esperar que a uno o a otra se le ocurriría algo para librarlos de sus apuros y reducir su presupuesto sin que ello significase ningún me­noscabo de sus gustos o de su boato.

2 de Febrero de 2017 a las 15:49 0 Reporte Insertar Seguir historia
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