Esperando a la viuda
Hace tiempo que la ausencia de «la Viuda», como se llama
aquí a la guillotina, preocupa a los parisienses. Como su
hermana «La Marsellesa» -calificada de «chant vieux jeu», aunque
todavía entusiasma en Lisboa,- la guillotina ha venido muy
a menos. Ya tiene poco del carácter que tuvo en 1792, cuando
la instalaron en la plaza de la Greve, y la manipuló el verdadero
Samson, tal vez ascendiente del almirante famoso. Y ya no
tiene ni pizca del carácter que ostentó en la plaza de la
Revolución…
Pero, a pesar de todo, la guillotina sigue siendo una atracción
parisiense, como «la Morgue» y otros establecimientos siniestros,
que son lo que las verrugas en un rostro bonito y acicalado,
y constituyen un contraste sugestivo para ojos turbios y
espíritus marchitos.
Hace tiempo que echamos de menos la canibalesca orgía que
precede al acto de descabezar a un reo: el transporte de la guillotina
al lugar de los suplicios, la instalación y prueba de la
misma, el ir y venir del verdugo, con su séquito de ayudantes
en la faena de matar; el desbordamiento de figuras atroces que
corren hacia el triángulo siniestro, la exhibición, en balcones y
ventanas, de mujeres, desencajadas y pálidas, que se vuelven
todas ojos ansiosos de mirar, mientras, detrás de ellas, los
amantes las hacen cosquillas en las nucas rubias, y luego, la lú-
gubre aparición del reo, sus muecas de espanto, sus sobresaltos
y desfallecimientos, el acto de echarle en la báscula, amarrado
como un salchichón; el ruido seco del tajo al bajar vertiginosamente
y el chorro de sangre, saludado por horribles bocas
que exhalan, como de una alcantarilla, toda la podredumbre
social…
Y es cosa convenida que así, o sin guillotina, no podemos seguir.
Derruído el emplazamiento que tuvo en la Roquette, que
fue su última estación de parada, no se le ha designado otro,
tal vez porque los gobiernos pretendan ganar tiempo para que
el pueblo olvide a «la Viuda»; pero el pueblo no la puede olvidar,
y la crónica la recuerda periódicamente, consignando que
estamos sin guillotina y que no descabezamos a reos de muerte
porque no tenemos sitio a propósito para descabezarlos.
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Así fue que ayer hubo manifestaciones de verdadero entusiasmo
en el antiguo emplazamiento del «Rastro» parisiense
que se llamó «el Temple». Salida de no se sabe dónde, apareció
allí, según refieren los periódicos, una guillotina. Verla y entusiasmarse
aquel tenebroso barrio fue todo uno.
Contemplábanla casi con amor, y pasábanle las manos, como
acariciándola, las comadres, y una turba de apaches, con sus
correspondientes apachas, ellos y ellas provistos de antorchas
resinosas, bailaron alrededor del triángulo un monstruoso «cakewalk»,
que hubiese enrojecido las caras, aunque son negras,
a los súbditos de la ex-Reina Ranavalo.
Explicada la equivocación, y habiendo cargado unos guardias
con la máquina del doctor Guillotin, los espectadores, decepcionados,
gritaban:
«Rendez-moi ma potence de bois»
«Rendez-moi ma potence»!…
Variante de:
«Rendez-moi mon cochon»!…
Y una tristeza profunda invadió el ambiente. Porque hay que
dar al espíritu, como al cuerpo, lo que es suyo, y sin «sangrar»
a alguien no se puede vivir a gusto…
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De Caza
El movimiento de veraneantes se va agotando en las noticias
de los periódicos. Quedan, sin embargo, por montes
y vallados, en castillos y palacios campestres, gentes selectas,
por el abolengo y la fortuna, que dedican sus ocios al deporte
de la caza. La Prensa narra las fiestas que dan los privilegiados
del otoño, que fueron también los privilegiados del verano y serán
asimismo los privilegiados del invierno… Y publica extensas
listas de Príncipes y aristócratas y de sus comitivas principescas
y aristocráticas en las sangrientas fiestas de la caza.
Hay, sin embargo, un personaje que tiene un séquito mucho
más numeroso que las comitivas de los Príncipes y aristócratas
cazadores. No habita castillo ni palacio. No envía a la sección
de noticias de la Prensa listas de nombres altisonantes y de
trajes suntuosos. No busca el reclamo, ni siquiera la publicidad;
antes bien, pide alrededor de él silencio y olvido. Pero el
público le sigue, espiando sus salidas, sus menores movimientos;
la Prensa habla diariamente de él, y, en todo París, no hay,
en estos días, personalidad más popular que la suya ni que más
hondamente preocupe a la opinión pública.
Ese personaje es el verdugo Deibler. ¡También él prepara
una cacería, una fiestecilla sangrienta!… ¡También él tiene comitiva,
ojeadores, instrumentos de muerte!… ¡Y convidados a
la fiesta!.. Sólo que no se apresta a cazar un jabalí, sino a cazar
un Soleilland.
El verdugo de París no es el personaje astroso y repugnante
que antaño cobró 48 libras por cocer un malhechor en aceite
hirviendo, 28 libras por desollar un hombre, 10 libras por cortar
una lengua, unas orejas o una nariz, y muy poca cosa por
dar tortura.
El verdugo de París es un funcionario como otro cualquiera,
respetado y respetable, que tiene familia, vecindad, amistades,
una casita propia, en cuyo balcón toma el sol fumando una pipa,
un café conocido, donde hace carambolas después de tomar
el aperitivo. Viste levita cerrada, como la de Thiers, gasta
chistera, como un magistrado, y distribuye apretones de manos
en su barrio.
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El día de una ejecución pública, la mujer le llama diligentemente,
si él se ha quedado dormido, como la mujer del cazador
llama a éste para que vaya al campo.
Las noches anteriores ha habido tertulia en la casa, y al amor
de la lumbre, en el hogar honesto, se han recordado, entre
buenos amigos y vecinos, incidentes de otras ejecuciones, y el
día de la faena, pasada ésta, hay en la casa una comida de amigos,
y de sobremesa describe el verdugo la instalación de la
guillotina, el acto de recibir al reo, su última toilette, su actitud
al marchar hacia el suplicio, cómo le echó en la báscula y el
ruido que hizo el tajo al caer sobre el cogote, que replegó el
espanto.
Los comensales, interesadísimos, están como pegados a sus
asientos, y la velada se prolongaría demasiado si la mujer del
verdugo, más excitada y amorosa que de ordinario, no le recordase,
con insistencia y entre ternuras, que ya es hora de acostarse
a procrear como Dios manda…
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El Chato, absuelto
- I - La prensa
Hay tema para llenar un volumen con las opiniones de toda
la prensa, absolutamente de todos los periódicos, «sin distinción
de matices políticos», con motivo del inesperado fallo que
recayó ayer, a última hora de la noche, sobre el crimen, no del
niño de El Escorial, como dicen algunos periódicos hablando
en guirigay, sino de los miserables que sacrificaron al niño
Pedrín.
Con lo más oliente de las conclusiones formo un ramillete de
sueltos que dedico a quien corresponda.
«La tristeza que se nota en los semblantes de las mujeres al
conocer el fallo -observa El Tiempo- contrasta con la alegría
del Chato y de Crisanto, que ESPERABAN que la sentencia, en
la parte que a ellos afecta, FUERA MENOS FAVORABLE.»
«El Chato -dice La Correspondencia- oyó la petición fiscal
con alegría. El Chato se sonreía… »
«Los reos -dice La Época, y con especialidad el Chato, se
mostraban muy satisfechos.»
De El Liberal:
«Los procesados aparecen satisfechos y muy animados. Hablan
de proyectos para el porvenir. Están, en fin, muy contentos.
Las procesadas están tan contentas como si las hubieran
puesto en la calle. Sin duda esperaban un fallo terrible. El Chato
dice que como veía próximo que le iban a apretar el gaznate,
está satisfecho. Las Chatas, muy decidoras, echan cuentas sobre
cuál será el establecimiento penitenciario a donde les corresponde
ir a cumplir su condena. Crisanto dice: El Jurado no
ha podido dar mejor veredicto. Yo se lo agradezco mucho. La
declaración que di primero es VERDAD, pero me retracté para
librar del palo a mi cuñado.»
«El Chato -habla El País- sonríe satisfecho. Los procesados
están contentísimos. Crisanto ha dicho a su procurador que,
puesto que ya había habido veredicto, no tenía inconveniente
en afirmar que su primera declaración, acusando al Chato, es
COMPLETAMENTE EXACTA, y que si, en el acto del juicio, se
ha retractado, ha sido porque le dijeron que de este modo salvaba
a su cuñado de la horca. Hemos preguntado al Chato si le
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agradaba el veredicto, y ha contestado balbuciente de alegría,
que le ha GUSTADO MUCHÍSIMO, y si le dejaran BAILARÍA.
Repugna el cinismo de estas gentes.»
Del reporter de El Imparcial:
«Mientras se dicta sentencia, los procesados muestran mucha
alegría, lo cual es prueba evidente de su culpabilidad, pues
de ser inocentes habría de parecerles la pena terrible y dura.
Las Chatas echan cálculos en alta voz sobre cuándo cumplirán
la condena.
El Chato también está contentísimo. «Me importa poco -diceacabar
la vida en el presidio.»
Crisanto exclama: «Tanto hablar de conciencia, y mi retractación
la hice para salvar del palo a Julián.»
La opinión de El Imparcial:
«Seguramente causará impresión penosa, aun entre las gentes
más dadas a la misericordia, un fallo que no llega en su severidad
a donde los criminales con su fiereza. Si no había prueba
bastante contra El Chato y Crisanto, se les debió absolver;
si había pruebas, debió imponérseles el más duro castigo.
Respetamos las decisiones de los tribunales y no podemos
pedir para nadie la pena de muerte; pero, respondiendo a la
conciencia pública, hemos de decir que después de este veredicto
va a ser preciso borrar la palabra «asesinato» del Código,
y declarar que nunca más debe experimentar el pueblo español
el horror que produce el patíbulo.»
Del New York Herald, escrito a los pocos días de perpetrarse
el inaudito crimen:
«En España se juzgará al Chato ante los tribunales. En los
Estados Unidos se le ejecutaría en la prisión.»
- II -
«Pocos crímenes como éste -ha dicho La Época- han indignado
tanto el sentimiento público.»
Él odia el delito y compadece al delincuente no es aplicable
al autor del crimen cometido en El Escorial. Después de conocer
el resultado, hay que seguir odiando el delito y odiando al
delincuente. No seré yo quien afirme que tal resultado, tristísimo
sobre toda ponderación, que afecta hondamente a las
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conciencias honradas, es un síntoma más del «actual estado de
cosas… » ni seré yo quien diga que a la institución del jurado
en España le falta mucho que estudiar y hacer para ponerse al
nivel de la misma institución en otras naciones del mundo. Prefiero
creer, y digo, que la liberación del Chato y familia es obra
exclusiva de los «brillantísimos informes» y de las «notabilísimas
defensas» del Sr. Cuevas, cuya oratoria forense no tiene
en verdad, a juicio de quienes la oyeron, nada que envidiar a la
oratoria sagrada de su señor hermano fray Cuevas, que goza
de tanto valimiento en el monasterio de El Escorial.
A pesar de todo, permítame el letrado señor Cuevas que no
asocie mi humilde voz al coro de voces que cantan su triunfo.
Perdóneme el letrado Sr. Cuevas que le ofrezca, por la victoria
que consiguiera, el testimonio de mi más sincero y profundo
pésame…
Sea porque sintiera compasión hacia el Chato, o sea, como
ha referido un periódico, porque el Sr. Cuevas deseaba aquilatar
sus méritos en el arte que hizo célebre a Aparici y Guijarro,
el referido letrado merece ciertamente los plácemes de aquellas
personas felices que creen a pie juntillas que los jurisconsultos
han venido al mundo nada más que a perorar elocuentemente
en favor de tal o cual causa, sea cual fuere. Es cuestión
de temperamento; y yo, que también soy letrado -aunque me
está mal el decirlo,- no hubiera podido articular una sola palabra
en defensa del Chato, aunque me hubiese ido en ello la
vida.
No se me ocurre, ciertamente, que los letrados tengan obligación
de imitar a Petrarca en retirarse del foro, diciendo que
la abogacía es el arte de urdir mentiras, como se retiró, por
idéntica causa, otro abogado, el sabio naturalista D. Augusto
Linares; pero se me ocurre recordar que el defensor del energúmeno
Troppmann, cuyos crímenes resultan insignificantes
comparados con el horror del Chato, no se atrevió a graduarle
de inocente, ni menos a decir que vocearía su inocencia mientras
tuviese un soplo de vida, sino que abogó por él con una
frase de humorismo trágico, alegando que Troppmann era el
genio del crimen y que todos tenían obligación de inclinarse
ante un genio…
Vaillant no fue un Chato, sino un político exaltado, un fanático
delirante; y el crimen de Vaillant no fue secuestrar a un
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pobre niño de tres años, ni atropellarlo sádica y brutalmente,
ni saltarle los ojos, ni estrangularle poco a poco como el gato al
ratón… , sino herir en la cabeza a varias personas con los clavos
de una bomba.
Pues Vaillant, con ser Vaillant, tardó mucho en conseguir un
letrado que quisiera defenderle. La mayoría se excusaba con
decir que la bomba de la Cámara era un atentado contra la sociedad
francesa.
¡El crimen del Chato, Sr. Cuevas, fue un atentado contra la
Humanidad!
- III -
Y ese criminal ha sido absuelto, siendo así que el hecho de no
matarlo equivale al hecho de absolverlo.
El presidio es un pueblo encantador para hombres de tal índole.
El Chato se quejaba de hambre. Allí no la pasará. Echaba
de menos una buena cama. En el presidio la tendrá. ¡Y tendría
un niño, si alguno se asomara a su mazmorra!…
En presidio, el Chato vivirá del grillete, que es su renta. Estará
allí entre los suyos, como en familia… Los presidiarios harán
pinitos por verlo, y él penetrará en sus dominios satisfecho,
sonreído… ¡Es muy posible que un poeta de Ceuta, si los hay
allí, que sí debe haberlos, le dedique una égloga virgiliana!…
El Chato es joven; puede vivir mucho todavía; pueden cobijarle
indultos; puede salir de presidio en tiempo no lejano: y
puesto que habló de proyectos para el porvenir -según ha dicho
El Liberal,- creo que el estar bien con el Chato ¡conviene a los
ciudadanos honrados!…
¡Quién sabe si este facineroso llegará a presidente del Consejo
de ministros!…
¡Quién asegura que no tengamos que pedirle un empleo, tal
vez una merced!…
Gran triunfo, Sr. Cuevas. Pero yo, sin poderlo remediar, recuerdo
al niño Pedrín. Se le secuestra cuando va, en busca de
sus hermanitos, al convento de El Escorial; se le tiene más de
un mes, día por día, sumergido en un desván, bajo una temperatura
de cero grados, con las manos y los pies maniatados, como
un carnero, alimentándole de leche a todo pasto,
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haciéndole sufrir varias veces al día, según la primera declaración
de Crisanto -declaración que es exacta, como lo confirmó
él mismo después del veredicto- los más horrendos atropellos,
«anormalidades monstruosas», según el informe de los médicos
que reconocieron el cadáver…
De aquel desván, en donde duerme también el Chato, sale de
vez en cuando, por un agujero, la cabeza del niño, y surgen
ayes de dolor que, al decir de una de las Chatas, semejan balidos
de cordero, y van a perderse sin eco compasivo entre rugidos
y risotadas lúbricas de una familia de meretrices y sodomitas;
y del mismo desván baja algunas veces el Chato a pedir
aceite…
Luego, se estrangula al niño, después de sacarle los ojos, y
en la banasta de un burro se le lleva a un risco inaccesible, para
que duerma a la intemperie, picoteado por los cuervos…
¿Por qué se ha cumplido en la tierra el tormentoso infortunio
de ese niño de tres años?… ¿Qué Dios es ese que consiente tamañas
iniquidades?…
¡Pobre niño Pedrín, con tu corona de espinas sobre el campo
yermo!… Si has oído desde allá arriba lo que se ha dicho acá
abajo, ¡cuánto no habrá sufrido tu almita al oír insultar a tus
padres, y decir que las Chatas estaban encargadas de cuidarte
y asearte… de las inmundicias del Chato!… ¡Pobre niño Pedrín,
abandonado en el campo, con tus manitas a la espalda, como
sufriendo el horrible boca abajo a que fue condenada antaño la
raza etíope; con tus faldas levantadas, como si quisiesen denunciar
tu escarnio y tu vergüenza!…
Gran triunfo de abogado, señor Cuevas, gran triunfo ha sido,
sin duda, el librar de la muerte al verdugo del niño Pedrín. Pero
yo tengo la convicción de que usted, en cuanto hombre, se
preguntará alguna vez, como me pregunto yo, si no es reo de
no haber contribuído a realizar la recomendación del New-York
Herald…
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Beaujean
B
eaujean. Veinte años. Pequeño de estatura, raquítico de
complexión. Todo un insignificante si no llevara la muerte
en los ojos, cenagosos como el fondo de un remanso, surcados
por estrías sanguinolentas.
-¿La profesión de usted? -preguntó el presidente. Y el acusado,
con tranquilidad: -¿Mi profesión?… ¡Souteneur!
Merodeando en Batignolles y Clichy, vivía de mujeres, del
juego, del robo, y de dar de vez en cuando una puñaladita. Vivía
bien, de valiente, comiendo con buen apetito y durmiendo a
pierna suelta. La Silher, moza de rompe y rasga, tenía un rencor,
una estalactita de la envidia que le manaba del corazón. El
rencor era la Dolbeau, a quien quería matar… Pero para matar
a la Dolbeau necesitaba la Silher un verdugo barato, y Beaujean
lo fue por gusto, por matar… el tiempo, tal vez por vocación,
o «¡por hacer un servicio», como dijo él repetidas veces en la
vista de ayer.
La destrozaron. Y Beaujean, que observó, al ser detenido por
la policía, dos días después del asesinato, que tenía una mancha
de sangre en un puño de la camisa, quiso borrar la huella
dándola un lengüetazo.
Levantándose tranquilamente el acusado, dijo con voz
serena: -La noche era horrible. El camino, sombrío y solitario.
La Silher llevaba en la mano un pañuelo para amordazar a la
Dolbeau. Varias veces, durante el trayecto, le hice señas de
que era necesario amordazarla para que no gritara. Pero la
Silher no hacía nada, permaneciendo inactiva, «como una tonta»,
con el pañuelo en la mano. Entonces salté bruscamente sobre
la Dolbeau para hacerle presa en la garganta. Se volvió y
me quitó la acción; pero le metí los dedos en la boca para retorcerle
la lengua e impedir que gritara. Luchó y me los mordió.
Conseguí al fin agarrársela y retorcérsela.
Con la otra mano le apreté la garganta y la eché a tierra. Me
puse de rodillas en su tripa, y mientras la amordazaba la
Silher, yo la estrangulé con las dos manos. Sus ojos
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moribundos se revolvieron con espanto. Continué apretándole
la garganta unos cinco minutos más. La Dolbeau saltaba toda…
Cuando cesaron las convulsiones, cesé yo de apretar.
Sin embargo… , como movía un poco los músculos del cuello,
la di, para rematarla, una gran patada en la cara. Quise luego
echar el cuerpo en el cementerio. Pesaba mucho, y la tapia era
alta. La Silher cogió los pies de la muerta; yo cogí la cabeza. ¡A
la una! ¡A las dos!… La echamos al aire y el cuerpo quedó colgando
del muro. Conseguí, con mucho trabajo, hacer que rodase
por la tapia hasta caer al otro lado del campo. Cuando me
lavé las manos, sucias de la labor, sonaban las tres de la madrugada
en el reloj de la Prefectura de Saint-Ouen.
Y el acusado se sentó, con la misma tranquilidad con que se
puso en pie, mirando con sus ojos de mochuelo, turbios y fosforescentes,
el espanto que se reflejaba en la lividez del
auditorio.
«Lo único que siento -añadió, a guisa de postdata- es que, al
volver a casa de la Silher, ella se acostó en el suelo; yo en la
cama. No dormimos juntos.» La fisonomía del público habíase
alargado desmesuradamente. ¡Todos parecíamos ocarinas! Y
luego, al salir;
-¿Qué le ha parecido a usted ese cafre?
-¡Un hombre en bruto! Lástima que le hayan condenado a
muerte, porque merecía exhibirse en Chicago.
El presidente Carnot negó el indulto a Beaujean y lo otorgó a
la Silher, porque en este país hay marcadísima repugnancia a
guillotinar mujeres; y Beaujean subió al patíbulo alardeando de
un valor inconmensurable, con el valor de los héroes que sucumben
en los campos de batalla y con el de los mártires que
mueren por la buena causa. Le vi en el tribunal, en la prisión,
en marcha para el patíbulo, en la báscula… ; y puedo decir que
en ningún tiempo perdió su inaudita serenidad.
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-Mañana, mañana, me matan -dijo la víspera de la ejecución.-
Voy a jugar baraja y deseo que no me distraigan.
Despertado a las cuatro de la madrugada para hacerle la lú-
gubre «toilette», dijo tranquilamente: -No hay que recomendarme
que tenga valor. Yo aseguro que no me faltará.
Y habló alegremente con el sacerdote, con los guardianes de
la prisión, con el mismo verdugo. - ¿No me conoces? -le preguntó.-
¿No recuerdas que cuando guillotinaste a Kaps, yo te
grité desde la plaza de la Roquette: «¡Viejo cojitranco!» y tú
me respondiste: «Cuida tu piel si no quieres caer un día entre
mis manos.»
Al acercarse a la guillotina observó:
-Pero yo no veo la cuchilla. ¿Dónde diablos está?
Y cuando acertó a verla: -¡Ah… ! ¡Héla ahí! Ya conocía yo de
vista esta máquina. ¡Y ahora vamos a vernos las caras!
El verdugo Deibler estaba estupefacto. Beaujean le dijo momentos
antes de morir:
-Y bien, «mi viejo», decid que todo va a concluir para mí dentro
de dos segundos… !
Dió un abrazo al sacerdote; y sereno, regocijado, sin perder
nada de su buen color, puso el cuello en la fatal media luna. Un
copioso chorro de sangre brotó al separarse la cabeza del cuerpo,
y un perro, que fue llevado por un oficial del ejército, acudió
presuroso a olfatear el cesto que había recogido la ensangrentada
cabeza.
Beaujean tenía veintidós años… -Mi único sentimiento al
morir -dijo- es que la Silher, que me ofreció ser mía si la ayudaba
a matar a la Dobleau, no quiso luego cumplir su promesa.
Yo creo que mi «trabajo» valía la pena de que hubiéramos dormido
juntos…
La Silher, que hizo matar a la Dobleau porque vivía maritalmente
con el marido de ésta, no tuvo el menor recuerdo para el
hombre que llevó a la guillotina, Y ¡detalle monstruoso! ahora
se trata de casar a la Silher con el viudo Dobleau, para que éste
pueda acompañarla a Nueva Caledonia.
-Es cierto -ha dicho Dobleau- que la Silher mató a mi mujer;
pero «la pobre chica» lo hizo porque me ama, y yo deseo reparar,
en la medida de lo posible, el mal que he hecho…
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Examen mental de todos
P
or fin y según parece, hoy saldremos del cadáver de Syveton,
terminando el señor juez por declarar que sí hubo
suicidio, cosa que saltaba a la vista de un ciego.
Puede decirse que el señor juez ha trabajado involuntariamente
por el doctor Barnay, por el portero Jondreau y por el
psíquico Cesare Lombroso.
El doctor Barnay, que era un ilustrísimo desconocido, aprovechó
la conyuntura para darle varios golpes a su retrato en
cada periódico parisiense. El lector no podía echarse a la cara
ninguno de ellos sin tropezar incontinenti con la vera efigie del
doctor Barnay con su cabeza de calabaza, y sus barbas de chivo
en reposo.
El portero Jondreau también ha salido en retrato como catorce
veces en cada periódico, y ahora una empresa teatral le ha
ofrecido cincuenta mil francos por actuar de don Juan en un teatro
contando sus amoríos porteriles con su ama y la Margot…
Cuanto al psíquico Cesare Lombroso, su gloria estaba algo
extinguida en París desde que se le probó que era un plagiario
de Crepieux-Jamin.
La exageración de Lombroso, con motivo del asunto Syveton,
en esta Prensa, paréceme más lamentable que sus plagios en la
Grafología, porque el juicio que ha expresado sobre la mentalidad
de madama Ménard es más propio de un charlatán que de
un sabio como él, que sí lo es, a pesar de sus plagios.
En efecto: declara Lombroso que «no son suficientes los documentos
que tiene para juzgar la cuestión, porque hay que
desconfiar de las fotografías vulgares», y a renglón seguido dice
«que madama Ménard, por sus retratos, tiene los caracteres
que ha expuesto él en su libro La Mujer Criminal, aliándose al
precoz erotismo».
Y, como si no le pareciera bastante clara la acusación, añade
el Maestro:
«Con la Mujer criminal acuérdanse perfectamente los versos
y la prosa de la joven Ménard, precozmente y mórbidamente
erótica.»
Lo que no se acuerda de ningún modo es este fallo psíquico
con la declaración de que las fotografías vulgares no son documentos
suficientes para formar juicio.
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Siendo esto así, ¿por qué lo formó Cesare Lombroso? ¿Qué
prisa le corría? ¿Le iba en ello su fama de sabio? ¿Necesitaba,
para comer, cobrar su artículo?…
¡Aviadas estaríamos las celebridades europeas si los psíquicos
nos juzgasen por las fotografías! En algunas mías, que no
sé de dónde las hubieron ciertos periódicos, parezco una especie
de Aldige, y maldita la gracia que le haría a mí familia que
Lombroso, juzgándome por esos retratos, dijera de mí:
«Este caballero tiene todos los caracteres de Ménesclou, el
asesino que atropelló brutalmente a la chiquilla Deu, de cuatro
años, la degolló, la descuartizó en 39 pedazos, después de dormir
con el cadáver metido en la paja de su jergón; y cuando la
policía arrestó al miserable, todavía guardaba éste, en los bolsillos
de su chaqueta, dos sangrientos muñones correspondientes
a las manecitas de la pobre niña. No tengo documentos suficientes
para decir que el Sr. Bonafoux es quien mató con el
muñeco de Aldige a las víctimas enterradas en su huerto; pero
por las trazas del retrato publicado en tal periódico tiene todos
los caracteres que he expuesto en mi libro El Hombre
Criminal.»
Líbrenos Dios de sabios que a lo mejor le desacreditan a uno
psíquicamente. Mucho más comedido que Lombroso, el doctor
Garnier, al pedirle opinión sobre el carácter de madama Mé-
nard, limitóse a aconsejar que se la someta a un examen
mental -y cuenta que el doctor Garnier no conoce a madama
Ménard por los retratos exclusivamente sino que la ha visto en
persona.
Tal vez le haya parecido la Ménard una Merlac a una Morel,
cuyos históricos histerismos hicieron tanto daño; pero se guarda
muy mucho de expresar juicio sin someterla a examen
mental.
Una magistratura a remolque de unos cuantos periódicos voceras,
que por intereses de partido dieron en gritar: ¡A la asesina!;
un público dedicado a tragar diariamente relatos tan fantásticos
como malsanos; un portero, buscado, celebrado y adulado
por terribles aventuras, que arrastra el ala a lo largo de
los bulevares; una atropellaplatos que se sirve de la Prensa como
bocina para enterar al portero de que sigue muriéndose
por sus pedazos, y un sabio que falla psíquicamente lo que ni
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estudió ni vio, son manifestaciones de la más completa falta de
seriedad.
Si madama Ménard, según el doctor Garnier, necesita un
examen mental, no menos necesitados de examen mental están
los autores de aquellas manifestaciones.
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La Cabeza de Eyraud y el Alma de Gabriela Bompard
L
os periódicos noticiaron que Gabriela Bompard, de regreso
de New York, había sido colocada de cajera en un café
concierto. ¿Cuál? Como preguntando se llega a Roma, preguntando
llegué al café concierto, el mismo donde la española
Magdalena González, querida del asesino Anestay, se estrenó
como cantadora, que duró lo que las rosas, al día siguiente de
guillotinarlo el verdugo Deibler.
Café concierto inmundo. Un tablado tosco y polvoriento;
unos artistas de la legua; una multitud grasienta y alcohólica; y
allá en el fondo dos mujeres en el mostrador del establecimiento;
rubia, llamativa y pizpireta la una; trigueña, vulgar y friona
la otra; aquélla con aire de cocota cínica; ésta con trazas de
maritornes taimada.
Un amigo, que me acompañó en esta excursión, empezó a estudiar
de lejos, desde las sillas que ocupábamos a distancia del
mostrador, los gestos de la rubia, que indudablemente era la
lúgubre querida de Eyraud.
-Fíjese usted, me decía, en la crispadura de esa boca. Parece
que va a morder…
-Sí. El sobresalto de los ojos me parece peor que la crispadura
de la boca. Relampaguea en ellos una inquietud de conciencia
culpable…
En aquel momento, la rubia, que estaba cosiendo, tomó las tijeras
para dárselas a un viejo que bebía una copa en el mostrador,
y, en sus gestos alocados, hizo como ademán de pincharlo.
-Creí que lo iba a atravesar… ¡La fuerza de la costumbre!…
Para ver de cerca a la alimaña rubia resolvimos tomar unas
copas en el mismo mostrador. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa,
y nuestra plancha de psicólogos, al enterarnos de que Gabriela
Bompard no era la rubia descocada, sino la trigueña ensimismada
y fría! Sí, esa mujer de rostro vulgar e inexpresivo, con
trazas de criada vestida en domingo, esa mujer anodina, silenciosa
y taimada, esa era la legítima Gabriela Bompard; y su
compañera, una tal Flonfon, ni mató a Gouffé ni es capaz de
matar una mosca.
De cerca, observándola cuidadosamente, pronto se echa de
ver en ella la huella del crimen, lo cual prueba que la psicología,
a distancia, y en un cafetín mal alumbrado, se presta a
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terribles equivocaciones. Aunque joven aún, bien que envejecida
por su vida airada, por las emociones que ha tenido, y por la
larga prisión que pasó, hay en su fisonomía un no sé qué de siniestramente
viejo. La sonrisa de su boca, sin labios, absolutamente
sin labios, es un forzado pliegue, glacial, desdeñoso y
malo, pliegue que resbala por la barba y se pierde en una contracción,
que es una mueca. Sus ojos, atorerados, bonitos cuando
miran con candor de paloma sobresaltada, tienen de vez en
cuando una dureza fija, de la que brotan, como de pedernal herido,
chispas de recóndito incendio. Su nariz, pronunciada y
afilada, parece que husmea. Anchas y profundas arrugas cruzan
su frente, hormiguean alrededor de sus sienes, culebrean
por sus mejillas y se arremolinan en surcos donde parece que
ríe la desesperación de vivir. Toda su cara, con ser guapa, es
un espanto. Y su cuerpo es pequeñito, y sus manos son finas y
suaves, y sus pies son minúsculos…
Habla mal de todos y de todo, incluso de Jacques Dhur, que
tanto la ha servido… Está descontenta de todos y de todo, incluso
del café concierto, único establecimiento que le dio el
pan de cada día… Habla horrores de Eyraud, que por ella perdió
la cabeza… En su obsesión de justificarse, de hacer papel
de víctima, de inconsciente que por sugestión hizo lo que la
mandaron -aunque todo su ser denota una energía muy grande,
aunque a despecho de su disimulo hay un instante en que su alma
dura se le asoma a los ojos,- Gabriela Bompard, en sus recuerdos,
todas las noches, saca del cesto de la guillotina la
exangüe cabeza de Eyraud, la abofetea con injurias y la pasea
como una vergüenza.
«Hay un público que vive del terror, del escalofrío de horror,
del placer que le inspira el tener miedo», ha dicho le Cri de
Paris.
Por eso Gabriela Bompard, que es muy sabia, da, de vez en
cuando, un toquecito a sus muertos.
Le hablaba yo de una amiga suya que acaba de casarse, toda
vestida de blanco…
-Cuando yo me case, observó Gabriela, me vestiré toda de
«rojo»…
-Usted se conserva muy bien… ¿No ha tenido usted hijos?
-No… Pero he parido un chico «rojo»…
Y hablando de Eyraud:
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-Ya sé, ya, que decía que no le importaba el morir, a condición
de estar conmigo cinco minutos… ¿Para amarme, cree usted?
¡Para hacerme lo que al otro! (Y con sus manos felinas hizo
el gesto de la estrangulación).
Porque Eyraud no existe. Si resucitase, para ir al mostrador
del café concierto, Gabriela, que es del último que llega, hablaría
horrores del pobre Gouffé…
Gracias por leer!
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