Les demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas
de las milloraines normandas que el autor de La Normandie
merveilleuse describe como seres de estatura gigantesca.
Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no permite
reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se
acerca a ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy
rápidos.
Las señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo
que sean de origen galo, sino más bien de la Francia de la
Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más
completas que he podido recoger a propósito de ellas.
Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo
pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort.
La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde
con los bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de
robles, se inclina hacia praderas que humedecen una serie de
pequeños lagos hoy mal cuidados.
Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los
prados del señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no
poseía suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras.
Poseía una gran extensión, pero de escasa calidad y de peque-
ño rendimiento.
Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y
a su carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y
de los alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria
y de rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar
lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría
quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.
Y sucedió que, una tarde, el señor de la Selle, después de haber
estado en la feria de La Berthenoux para vender un par de
bueyes, regresaba por la linde del bosque, acompañado por su
aparcero, el alto Luneau, que era un hombre listo y entendido,
y llevando sobre la grupa flaca de su yegua gris la suma de
seiscientas libras en grandes escudos con la efigie de Luis XIV.
Era el importe de los animales vendidos.
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Como buen rústico que era, el señor de la Selle había comido
bajo los árboles y como no le agradaba beber solo, había hecho
sentarse junto a él a Luneau y le había servido vino del país como
a él mismo con el fin de hacerle sentirse cómodo dándole
ejemplo. Hasta tal punto que el vino, el calor, el cansancio de
la jornada y sobre todo, el trote cadencioso de la yegua, habían
dormido al señor de la Selle y llegó a su casa sin saber demasiado
el tiempo que había empleado ni el camino que había seguido.
Era Luneau el que lo conducía y Luneau lo había conducido
bien puesto que llegaban sanos y salvos; sus caballos no tenían
ni un pelo mojado. El señor de la Selle no se encontraba
borracho. Nunca en su vida lo habían visto perder el sentido.
Por lo que, una vez que se quitó las botas, le dijo a su sirviente
que llevara la bolsa a su habitación; luego estuvo charlando
muy razonablemente con Luneau, le dio las buenas noches y se
marchó a dormir sin más demora. Pero, al día siguiente, cuando
abrió la bolsa para coger el dinero, sólo encontró gruesos
guijarros, y después de inútiles investigaciones, se vio obligado
a reconocer que le habían robado.
Luneau, llamado y consultado, juró por su óleo y su bautismo,
que había visto el dinero bien contado en la bolsa, que él mismo
había cargado y atado sobre la grupa de la yegua. Juró igualmente
por su fe y su ley que no se había separado de su se-
ñor ni la anchura de un caballo mientras recorrieron la carretera
general. Pero confesó que, una vez entrado en el bosque, se
había sentido un poco pesado y que podía haberse dormido sobre
su montura por un espacio de un cuarto de hora aproximadamente.
Se había visto de repente junto a la «Gâgne-aux-demoiselles»
y a partir de ese momento no había dormido más ni
había encontrado a ningún cristiano.
-Bueno, -dijo el señor de la Selle- algún ladrón se habrá burlado
de nosotros. Es más mi culpa que la tuya, mi pobre Luneau,
y lo más prudente es no darle más vueltas. La pérdida es sólo
para mí puesto que tú no llevas parte en la venta del ganado.
Sabré cómo arreglármelas aunque la cosa me fastidia un poco.
Eso me enseñará a no quedarme dormido mientras voy a caballo.
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Luneau quiso en vano hacerle sospechar de algunos cazadores
furtivos menesterosos del lugar.
-No, no -respondió el noble rústico- no quiero acusar a nadie.
Todas las personas de la vecindad son personas decentes. No
hablemos más de ello. Tengo lo que me merezco.
-Pero tal vez me deteste un poco, señor…
-¿Por haberte quedado dormido? No, amigo mío; si te hubiera
confiado la bolsa estoy seguro de que te habrías mantenido
despierto. Sólo me culpo a mí mismo y, ¡caray! no tengo intención
de castigarme demasiado. Es suficiente con haber perdido
el dinero, ¡salvemos al menos el buen humor y el apetito!
-Sin embargo, si me hiciera usted caso, señor, mandaría buscar
en la «Gâgne-aux-demoiselles».
-La «Gâgne-aux-demoiselles» es una fosa cubierta de hierba
que tiene por lo menos medio cuarto de legua de longitud; remover
todo ese fango exigiría gran esfuerzo y además ¿qué encontraríamos
en ella? ¡El ladrón no habrá sido tan tonto como
para sembrar allí mis escudos!
-Usted dirá lo que quiera, patrón, pero el ladrón no es tal vez
como usted imagina.
-¡Ah! ¡ah!, mi buen Luneau, ¿tú también crees que las señoritas
son espíritus malévolos que disfrutan jugando malas pasadas?
-No sé nada, patrón, pero lo que sí sé muy bien es que estando
allí una mañana antes del amanecer con mi padre, las vimos
como lo estoy viendo a usted; y que cuando regresamos a casa
asustados, no llevábamos sombrero ni gorro en la cabeza, ni
zapatos en los pies, ni navajas en los bolsillos. ¡Son muy astutas!
Dan la impresión de marcharse pero, sin tocarte, te hacen
perder todo lo que pueden y se aprovechan, pues no se le vuelve
a encontrar. Si estuviera en su lugar mandaría que desecaran
ese pantano. Su prado valdría más y las señoritas se
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marcharían de ahí, pues todo hombre con sentido común sabe
que no les gusta lo seco y que van de una charca a otra, de un
estanque a otro, a medida que se les quita la bruma de la que
se alimentan.
-Amigo Luneau, -respondió el señor de la Selle- secar el pantano
sería, sin duda, algo beneficioso para el prado. Pero, además
de que se necesitarían las seiscientas libras que he perdido,
me lo pensaría dos veces antes de desalojar a las señoritas.
Y no es que crea en ellas precisamente, pues no las he visto
nunca, lo mismo que no creo en ningún otro trasgo de la misma
especie; pero mi padre sí creía un poco, y mi abuela mucho.
Cuando se hablaba de ellas mi padre decía: «Dejad tranquilas a
las señoritas, no le han hecho daño nunca ni a mí ni a nadie», y
mi abuela: «No atormentéis ni conjuréis jamás a las señoritas;
su presencia es un bien en una propiedad y su protección trae
buena suerte a una familia».
-Sí, pero no lo han protegido de los ladrones -respondió Luneau
moviendo la cabeza.
Unos diez años después de esta aventura, el señor de la Selle
regresaba de la misma feria de La Berthenoux, trayendo sobre
la misma yegua gris, ya bastante vieja pero trotando sin rechistar,
una suma equivalente a la que le habían robado de forma
tan singular. En esta ocasión iba solo, pues Luneau había fallecido
unos meses atrás, y nuestro gentilhombre no dormía cuando
iba a caballo, habiendo abjurado y definitivamente perdido
esa nefasta costumbre.
Cuando se encontró en la linde del bosque, a lo largo de la
«Gâgne-aux-demoiselles», que está situada en la parte baja de
un talud bastante elevado cubierto de matorral, de viejos árboles
y de grandes hierbas silvestres, el señor de la Selle se entristeció
al recordar a su pobre aparcero, que le hacía mucha
falta, aunque su hijo Jacques, alto y delgado como él, como él
despierto y prudente, hiciera todo lo posible por reemplazarlo.
Pero no se reemplaza a los viejos amigos, y el señor de la Selle
se iba haciendo viejo también. Tuvo ideas muy tristes, pero su
buena conciencia las disipó pronto, y se puso a silbar una
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melodía de caza diciéndose que en su vida y en su muerte sería
lo que Dios quisiera.
Cuando estaba más o menos a la mitad de la longitud del pantano,
se quedó muy sorprendido al ver una forma blanca que
hasta entonces había tomado por una vedija de esos vapores
que cubren las aguas estancadas, cambiar de lugar, luego saltar
y volar deshaciéndose entre las ramas. Una segunda forma
más sólida salió de entre los juncos y siguió a la primera alargándose
como un paño flotante; luego una tercera, y otra, y
otra más; y, a medida que pasaban por delante del señor de la
Selle, se transformaban en mujeres enormes, vestidas con ropajes
largos, pálidas, con cabellos canosos arrastrándose más
que revoloteando tras ellas, hasta el punto de que no pudo quitarse
de la cabeza que eran los fantasmas de los que le habían
hablado en su infancia. Entonces, olvidando lo que su abuela le
había recomendado que hiciera, hacer como que no las veía, se
puso a saludarlas como hombre bien educado que era. Las saludó
a todas y, cuando llegó a la séptima, que era la más alta y
más visible, no pudo reprimir decirle:
-Señorita, soy su servidor.
Apenas pronunció esta frase, la vieja señorita se encontró sentada
a la grupa detrás de él, abrazándolo con sus dos brazos
fríos, como la aurora, y la vieja yegua, aterrorizada, emprendió
el galope, llevando al señor de la Selle por medio del pantano.
Aunque muy sorprendido, el buen gentilhombre no perdió la
cabeza.
-Por el alma de mi padre -pensó- yo no he hecho jamás mal a
nadie y ningún espíritu puede hacérmelo a mí.
Sujetó su montura y la obligó a librarse del barro en el que se
debatía, mientras que la señorita parecía intentar retenerla allí
y hundirla en el fango.
El señor de la Selle llevaba escopetas en su silla de montar, y
se le ocurrió utilizarlas; pero, considerando que tenía que
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vérselas con un ser sobrenatural, y recordando que sus padres
le habían recomendado que no ofendiera nunca a las señoritas
de agua, se contentó con decirle a ésta con suavidad:
-Bella dama, debería dejarme seguir mi camino, pues yo no he
cruzado el suyo para contrariarla, y si la he saludado, no es por
burla, sino por cortesía. Si desea oraciones o misas, hágame
saber su deseo y, palabra de gentilhombre, que las tendrá.
Entonces, el señor de la Selle oyó por encima de su cabeza una
voz extraña que decía:
-Manda decir tres misas por el alma de Luneau, y vete en paz.
Al instante la figura del fantasma se desvaneció, la yegua volvió
a ser dócil y el señor de la Selle regresó a su casa sin más
problemas.
Pensó que había tenido una visión, pero no por ello dejó de encargar
las tres misas. Mas ¡cuál no sería su sorpresa cuando, al
abrir la bolsa, encontró además del dinero que había recibido
en la feria en esta ocasión, las seiscientas libras en escudos
con la efigie del rey de hacía diez años!
Alguien dijo que Luneau, arrepintiéndose a la hora de su muerte,
había encargado a su hijo de esta restitución, y que éste,
para no manchar la reputación de su padre, se lo había encargado
a las señoritas…. El señor de la Selle no permitió jamás
una palabra contra la honradez del difunto y cuando se hablaba
de estas cosas sin respeto en su presencia, acostumbraba a
decir:
-El hombre no puede explicarlo todo. Tal vez sea mejor para él
vivir sin reproche que sin creencias.
«Les demoiselles»,
Légendes rustiques, ed. 1877
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