Capítulo 1
La vuelta al atavismo
Nostalgias inmemoriales de nomadismo brotan
debilitando la esclavitud del hábito; de su sueño invernal despierta otra vez,
feroz, la tensión salvaje. Buck no leía los periódicos, de lo contrario habría
sabido que una amenaza se cernía no sólo sobre él, sino sobre cualquier otro
perro de la costa, entre Puget Sound y San Diego, con fuerte musculatura y
largo y abrigado pelaje. Porque a tientas, en la oscuridad del Ártico, unos
hombres habían encontrado un metal amarillo y, debido a que las compañías
navieras y de transporte propagaron el hallazgo, miles de otros hombres se
lanzaban hacia el norte. Estos hombres necesitaban perros, y los querían
recios, con una fuerte musculatura que los hiciera resistentes al trabajo duro
y un pelo abundante que los protegiera del frío. Buck vivía en una extensa
propiedad del soleado valle de Santa Clara, conocida como la finca del juez
Miller. La casa estaba apartada de la carretera, semioculta entre los árboles a
través de los cuales se podía vislumbrar la ancha y fresca galería que la
rodeaba por los cuatro costados. Se llegaba a ella por senderos de grava que
serpenteaban entre amplios espacios cubiertos de césped y bajo las ramas
entrelazadas de altos álamos. En la parte trasera las cosas adquirían
proporciones todavía más vastas que en la delantera. Había espaciosas
caballerizas atendidas por una docena de cuidadores y mozos de cuadra, hileras
de casitas con su enredadera para el personal, una larga y ordenada fila de
letrinas, extensas pérgolas emparradas, verdes prados, huertos y bancales de
fresas y frambuesas. Había también una bomba para -el pozo artesiano y un 3
gran estanque de hormigón donde los chicos del juez Miller se daban un chapuzón
por las mañanas y aliviaban el calor en las tardes de verano. Sobre aquellos
amplios dominios reinaba Buck. Allí había nacido y allí había vivido los cuatro
años de su existencia. Es verdad que había otros perros, pero no contaban. Iban
y venían, se instalaban en las espaciosas perreras o moraban discretamente en
los rincones de la casa, como Toots, la perrita japonesa, o Ysabel, la pelona
mexicana, curiosas criaturas que rara vez asomaban el hocico de puertas afuera
o ponían las patas en el exterior. Una veintena al menos de foxterriers ladraba
ominosas promesas a Toots e Ysabel, que los miraban por las ventanas,
protegidas por una legión de criadas armadas de escobas y fregonas. Pero Buck
no era perro de casa ni de jauría. Suya era la totalidad de aquel ámbito. Se zambullía
en la alberca o salía a cazar con los hijos del juez, escoltaba a sus hijas,
Mollie y Alice, en las largas caminatas que emprendían al atardecer o por la
mañana temprano, se tendía a los pies del juez delante del fuego que rugía en
la chimenea en las noches de invierno, llevaba sobre el lomo a los nietos de
Miller o los hacía rodar por la hierba, y vigilaba sus pasos en las osadas
excursiones de los ni- ños hasta la fuente de las caballerizas e incluso más
allá, donde estaban los potreros y los bancales de bayas. Pasaba altivamente
por entre los foxterriers, y a Toots e Ysabel no les hacía el menor caso, pues
era el rey, un monarca que regía sobre todo ser viviente que reptase, anduviera
o volase en la finca del juez Miller, humanos incluidos. Su padre, Elmo, un
enorme san bernardo, había sido compa- ñero inseparable del juez, y Buck
prometía seguir los pasos de su padre. No era tan grande -pesaba sólo sesenta
kilos- porque su madre, Shep, había sido una perra pastora escocesa. Pero sus
sesenta kilos, añadidos a la dignidad que proporcionan la buena vida y el
respeto general, le otorgaban un porte verdaderamente regio. En sus cuatro años
había vivido la regalada existencia de un aristócrata: era orgulloso y hasta
egotista, como llegan a serlo a veces los señores rurales debido a su
aislamiento. Pero se había librado de no ser más que un consentido perro
doméstico. La caza y otros entretenimientos parecidos al aire libre habían
impedido que engordase y le habían 4 fortalecido los músculos; y para él, como
para todas las razas adictas a la ducha fría, la afición al agua había sido un
tónico y una forma de mantener la salud. Así era el perro Buck en el otoño de
1897, cuando multitud de individuos del mundo entero se sentían
irresistiblemente atraídos hacia el norte por el descubrimiento que se había
producido en Klondike. Pero Buck no leía los periódicos ni sabía que Manuel,
uno de los ayudantes del jardinero, fuera un sujeto indeseable. Manuel tenía un
vicio, le apasionaba la lotería china. Y además jugaba confiando en un método,
lo que lo llevó a la ruina inevitable. Porque el jugar según un método requiere
dinero, y el salario de un ayudante de jardinero escasamente cubre las
necesidades de una esposa y una numerosa prole. La memorable noche de la traición
de Manuel, el juez se encontraba en una reunión de la Asociación de
Cultivadores de Pasas y los muchachos, atareados en la organización de un club
deportivo. Nadie vio salir a Manuel con Buck y atravesar el huerto, y el animal
supuso que era simplemente un paseo. Y nadie, aparte de un solitario individuo,
les vio llegar al modesto apeadero conocido como College Park. Aquel sujeto
habló con Manuel y hubo entre los dos un intercambio de monedas. -Podrías
envolver la mercancía antes de entregarla -refunfu- ñó el desconocido, y Manuel
pasó una fuerte soga por el cuello de Buck, debajo del collar. -Si la retuerces
lo dejarás sin aliento -dijo Manuel, y el desconocido afirmó con un gruñido.
Buck había aceptado la soga con serena dignidad. Era un acto insólito, pero él
había aprendido a confiar en los hombres que conocía y a reconocerles una
sabiduría superior a la suya. Pero cuando los extremos de la soga pasaron a
manos del desconocido, soltó un gruñido amenazador. No había hecho más que
dejar entrever su disgusto, convencido en su orgullo que una mera insinuación
equivalía a una orden. Pero para su sorpresa, la soga se le tensó en torno al
cuello y le cortó la respiración. Furioso, saltó hacia el hombre, quien lo
interceptó a medio camino, lo aferró del cogote y, con un hábil movimiento, lo
arrojó al suelo. A continuación apretó con crueldad la soga, mientras Buck
luchaba frenéticamente con la lengua fuera y un inútil jadeo de su gran pecho.
Jamás en la vida lo habían tratado con tanta crueldad, y nunca había experimentado
un furor 5 semejante. Pero las fuerzas le abandonaron, se le pusieron los ojos
vidriosos y no se enteró siquiera de que, al detenerse el tren, los dos hombres
lo arrojaban al interior del furgón de carga. Al volver en sí tuvo la vaga
conciencia de que le dolía la lengua y de que estaba viajando en un vehículo
que traqueteaba. El agudo y estridente silbato de la locomotora al acercarse a
un cruce le reveló dónde estaba. Había viajado demasiadas veces con el juez,
para no reconocer la sensación de estar en un furgón de carga. Abrió los ojos,
y en ellos se reflejó la incontenible indignación de un monarca secuestrado. El
hombre intentó cogerlo por el pescuezo, pero Buck fue más rápido que él. Sus
mandíbulas se cerraron sobre la mano y él no las aflojó hasta que una vez más
perdió el sentido. -Le dan ataques -dijo el hombre, ocultando la mano herida
ante la presencia del encargado del vagón, a quien había atraí- do el ruido del
inciden te-. Lo llevo a San Francisco. El amo lo manda a un veterinario que
cree que podrá curarlo. Acerca del viaje de aquella noche habló el hombre con
suma elocuencia en la trastienda de una taberna en el muelle de San Francisco.
-No saco más que cincuenta por él -rezongó-; y no lo volvería a hacer por mil,
a toca teja. Llevaba la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado y tenía la
pernera derecha del pantalón rasgada de la rodilla al tobillo. -¿Cuánto sacó el
otro pasmado? -preguntó el tabernero. -Cien -fue la respuesta-. No habría
aceptado ni un céntimo menos, así que… -Eso hace ciento cincuenta -calculó el
tabernero-; y ése los vale, o yo no sé nada de perros. El otro se quitó el
vendaje ensangrentado y se miró la mano herida. -Si no pillo la rabia… -Será
porque naciste de pie -dijo riendo el tabernero-. Venga, dame la mano antes de
marcharte -añadió. Aturdido, sufriendo un dolor intolerable en la garganta y en
la lengua, medio asfixiado, Buck intentó hacer frente a sus torturadores. Pero
una y otra vez lo tumbaron y le apretaron más la cuerda hasta que lograron
limar el grueso collar de latón y 6 quitárselo del pescuezo. Entonces retiraron
la soga y con violencia lo metieron en un cajón grande semejante a una jaula.
Allí estuvo echado durante el resto de aquella agotadora noche rumiando su
cólera y su orgullo herido. No podía entender qué significaba todo aquello.
¿Qué querían de él aquellos desconocidos? ¿Por qué lo tenían encerrado en
aquella estrecha jaula? No sabía por qué, pero se sentía oprimido por una vaga
sensación de inminente calamidad. Varias veces durante la noche, al oír el
ruido de la puerta del cobertizo al abrirse, se puso de pie de un salto
esperando ver al juez, o al menos a los muchachos. Pero una y otra vez fue el
rostro mofletudo del tabernero, que se asomaba y lo miraba a la mortecina luz
de una vela de sebo. Y cada vez el alegre ladrido que brotaba de la garganta de
Buck se trocaba en un gruñido salvaje. Pero el tabernero lo dejó en paz, y por
la mañana entraron cuatro individuos que cogieron el cajón. Más torturadores,
pensó Buck, porque tenían un aspecto andrajoso y desaseado; y se puso a
ladrarles con furia a través de los barrotes. Ellos se limitaron a reír y
azuzarle con unos palos a los que inmediatamente Buck atacó con los colmillos
hasta que comprendió que eso era lo que querían. Entonces se tumbó hoscamente
en el suelo y dejó que cargaran el cajón a una vagoneta. Después, él y la jaula
en la que estaba prisionero iniciaron un tránsito de mano en mano. Los
empleados de un despacho de mercancías se hicieron cargo de él; fue
transportado en otra vagoneta; una camioneta lo llevó, junto con una serie de
cajas y paquetes, hasta un trasbordador; otra lo sacó para introducirlo en un
gran almacén ferroviario, y finalmente fue depositado en el furgón de un tren
expreso. El furgón fue arrastrado a lo largo de dos días con sus noches a la
cola de ruidosas locomotoras; y durante dos días y dos noches estuvo Buck sin
comer ni beber. En su furia había respondido gruñendo a las primeras tentativas
de aproximación de los empleados del tren, a lo que ellos habían correspondido
azuzándole. Cuando Buck, temblando y echando espuma por la boca, se lanzaba
contra las tablas, ellos se reían y se burlaban de él. Gruñían y ladraban como
perros odiosos, maullaban y graznaban agitando los brazos. Aquello era muy
ridí- culo, lo sabía, pero cuanto más ridículo, más afrentaba a su dignidad, y
su furor aumentaba. El hambre no lo afligía tanto, 7 pero la falta de agua era
un verdadero sufrimiento que intensificaba su cólera hasta extremos febriles. Y
en efecto, siendo como era nervioso por naturaleza y extremadamente sensible,
el maltrato le había provocado fiebre, incrementada por la irritación de la
garganta y la lengua reseca e hinchada. Sólo una cosa le alegraba: ya no
llevaba la soga al cuello. Eso les había dado una injusta ventaja; pero ahora
que no la llevaba, ya les enseñaría. jamás volverían a colocarle otra soga en
el cuello, estaba resuelto. Había pasado dos días y dos noches sin comer ni
beber, y durante esos días y noches de tormento había acumulado una reserva de
ira que no auguraba nada bueno para el primero que le provocase. Sus ojos se
inyectaron en sangre y se convirtió en un demonio furioso. Tan cambiado estaba
que el propio juez no lo habría reconocido; y los empleados del ferrocarril
respiraron con alivio cuando se desembarazaron de él en Seattle. Cuatro hombres
transportaron con cautela el cajón en un carromato hasta el interior de un
pequeño patio trasero rodeado por un muro. Un tipo fornido; con un jersey rojo
de cuello desbocado, salió a firmar el recibo del conductor. Aquel hombre,
presintió Buck, era el siguiente torturador. Y se lanzó salvajemente contra las
tablas. El hombre sonrió con crueldad y trajo un hacha y un garrote. -No irá a
soltarlo ahora, ¿verdad?… -preguntó el conductor. -Desde luego -replicó el hombre,
al tiempo que hincaba el hacha en el cajón a modo de palanca. Se produjo la
inmediata espantada de los cuatro hombres que lo habían traído, que,
encaramados al muro, se aprestaron a presenciar el espectáculo. Buck se
abalanzó sobre la tabla astillada, en la que clavó los dientes, luchando con
furor con la madera. Dondequiera que el hacha caía por fuera, allí estaba él
por dentro, rugiendo, tan violentamente ansioso él por salir como lo estaba el
hombre del jersey rojo para sacarle de allí con fría deliberación. -Ahora,
demonio de ojos enrojecidos -dijo, una vez abierta una brecha que permitía el
pasaje del cuerpo de Buck. Al mismo tiempo, dejó caer el hacha y se cambió el
garrote a la mano derecha. Y Buck era verdaderamente un demonio que lanzaba fuego
por los ojos en el momento de disponerse a saltar con los pelos 8 erizados, la
boca en vuelta en espuma y un brillo enloquecido en los ojos inyectados en
sangre. Directamente contra el hombre lanzó sus sesenta kilos de furia,
acrecentados por la pasión contenida de dos días y dos noches. Pero ya lanzado,
en el momento mismo en que sus quijadas estaban por cerrarse sobre la presa,
recibió un impacto que detuvo su cuerpo y le hizo juntar los dientes con un
doloroso golpe seco. Tras una voltereta en el aire, se dio con el lomo y el
costado contra el suelo. Como nunca en su vida le habían golpeado con un
garrote, se quedó pasmado. Soltando un gruñido que tenía más de queja que de
ladrido, se puso en pie y volvió a arremeter. Y nuevamente recibió un golpe y cayó
al suelo anonadado. Esta vez comprendió que había sido el garrote, pero su
exaltación no admitía la cautela. Una docena de veces volvió a acometer y con
igual frecuencia el garrote frustró la embestida y acabó con él en el suelo.
Después de un golpe especialmente feroz, sus patas vacilaron y quedó demasiado
aturdido para atacar. Se tambaleó sin fuerzas, con sangre manándole de la
nariz, la boca y las orejas, con el hermoso pelaje salpicado y con manchas de
saliva ensangrentada. Entonces el hombre avanzó y deliberadamente le asestó un
espantoso golpe en el hocico. Todo el dolor que había soportado Buck no fue
nada en comparación con la intensa agonía de éste. Con un rugido de ferocidad
casi leonina, volvió a lanzarse contra el hombre. Pero el hombre, pasándose el
garrote de la derecha a la izquierda, cogió diestramente a Buck por debajo del
maxilar inferior, dando al mismo tiempo un tirón hacia abajo y hacia atrás.
Buck describió un círculo completo en el aire, para después golpear el suelo
con la cabeza y el pecho. Atacó por última vez. El hombre descargó entonces el
golpe que le había reservando durante toda la lucha y Buck se derrumbó y cayó
al suelo sin sentido. -¡Éste no es manco para domar a un perro, te lo digo yo!
-exclamó entusiasmado uno de los hombres encaramados al muro. -Yo preferiría
domar potros de indios todos los días y el doble los domingos -fue la respuesta
del conductor mientras trepaba al carromato y ponía en marcha los caballos.
Buck recobró el sentido, pero no las fuerzas. Tumbado donde había caído,
observaba al hombre del jersey rojo. 9 -«Responde al nombre de Buck» -citó el
hombre hablando consigo mismo en alusión a la carta del tabernero que le había
anunciado el envío del cajón y su contenido-. Bien, Buck, muchacho -prosiguió
en tono jovial-, hemos tenido nuestro pequeño jaleo, y lo mejor que podemos
hacer es dejarlo así. Tú te has enterado de cuál es tu sitio y yo me sé el mío.
Sé un buen perro y todo irá bien. Pórtate mal y te arrancaré las tripas.
¿Entendido? Mientras hablaba, daba palmaditas en la cabeza que había golpeado
tan despiadadamente, y, aunque el contacto de aquella mano le erizara
involuntariamente la pelambre, Buck aguantó sin protestar. Bebió ávidamente el
agua que el hombre le trajo y más tarde engulló de su mano una generosa ración
de carne cruda que él le suministró de trozo en trozo. Había perdido (lo
sabía), pero no estaba vencido. Comprendió, de una vez para siempre, que contra
un hombre con un garrote carecía de toda posibilidad. Había aprendido la
lección y no la olvidaría en su vida. Aquel garrote fue una revelación. Fue su
toma de contacto con el reino de la ley primitiva y aceptó sus términos. Las
realidades de la vida adquirieron un aspecto más temible; y si bien las afrontó
sin amedrentarse, lo hizo con toda la latente astucia de su naturaleza en
funcionamiento. En el transcurso de los días llegaron otros perros, en cajones
o sujetos con una soga, unos dócilmente y otros rugiendo con furia como había
hecho él; y a todos ellos los vio someterse al dominio del hombre del jersey
rojo. Una y otra vez, segun contemplaba aquellas brutales intervenciones, la
lección se afianzaba en el corazón de Buck: un hombre con un garrote era el que
dictaba la ley, un amo a quien se obedece, aunque no necesariamente se acepte.
De esto último nunca hubo que acusar a Buck, por más que viera efectivamente a
perros apaleados hacerle fiestas al hombre, meneando la cola y lamiéndole la
mano. También vio a un perro que no quiso aceptarle ni obedecerle y acabó
muerto en la lucha por imponerse. De vez en cuando llegaban hombres, forasteros
que hablaban con adulación y en diversos tonos al hombre del jersey rojo. Y
cuando en esas ocasiones algún dinero pasaba de unas manos a otras, el
forastero se llevaba consigo uno o más perros. Buck se preguntaba adónde irían,
porque nunca regresaban; pero el 10 miedo al futuro lo atenazaba, y cada vez se
alegraba por no haber sido elegido. Pero su hora llegó, finalmente, bajo la
forma de un hombrecillo arrugado que escupía un mal inglés y numerosas exclamaciones
desconocidas y burdas que Buck fue incapaz de entender. -¡Sacredam! -exclamó el
hombrecillo al posar la mirada en Buck-. ¡Ése sí ser perro bravo! ¿Cuánto?
Trescientos, y es un regalo -fue la inmediata respuesta del hombre del jersey
rojo-. Y siendo dinero del gobierno, no tendrás ningún problema, ¿eh, Perrault?
Perrault sonrió. Considerando que el precio de los perros estaba por las nubes
debido a la inusitada demanda, no era una cantidad desproporcionada por un
animal tan espléndido. El gobierno canadiense no saldría perdiendo, ni su
correspondencia viajaría más despacio. Perrault entendía de perros, y cuando
vio a Buck supo que se trataba de uno en un millar: «Uno entre diez mil»,
comentó para sus adentros. Buck vio el dinero que cambiaba de manos y no se
sorprendió cuando el hombrecillo arrugado se los llevó, a él y a Curly, una
afable terranova. Fue la última vez que vio al hombre del jersey rojo, así como
la visión de Seattle alejándose fue la última que Curly y él tuvieron, desde la
cubierta del Narwhal, de las tibias tierras meridionales. Perrault llevó a
Curly y a Buck a las bodegas y los dejó a cargo de un gigante de cara morena
llamado François. Perrault era francocanadiense y tenía la piel oscura,
mientras que François era francocanadiense mestizo y tenía la piel dos veces
más oscura. Para Buck eran hombres de una clase nueva (de los que estaba
destinado a ver muchos más), y aunque no les cobró afecto, llegó honestamente a
respetarlos. Aprendió rápidamente que Perrault y François eran hombres justos,
serenos e imparciales al administrar justicia, y demasiado expertos en el
comportamiento canino para dejarse engañar por los perros. En las bodegas del
Narwhal, Buck y Curly encontraron a otros dos perros. Uno de ellos era un
ejemplar albo y grande procedente de Spitzber gen, de donde se lo había llevado
el capitán de un ballenero, que más tarde había participado en una expedición
geológica a las islas Barren. Era cordial aunque traicionero, ya que sonreía a
la cara mientras discurría alguna 11 trastada, como por ejemplo cuando le robó
a Buck una parte de su primera comida. En el momento en que Buck saltaba para
castigarlo, se le adelantó el látigo de François restallando en el aire con tal
violencia sobre el culpable que Buck no tuvo más que recuperar el hueso. Fue un
acto de equidad por parte de François, pensó Buck, y empezó a sentir aprecio
por el mestizo. El otro perro no dio ni recibió, muestras de fraternidad: pero
tampoco intentó robar a los recién llegados. Era un animal malhumorado y taciturno,
y le mostró a las claras a Curly que lo único que deseaba era que le dejasen en
paz, y además, que si no era así habría jaleo. Dave, que así se llamaba, comía
y dormía, o en los intervalos bostezaba sin interesarse por nada; no lo hizo
siquiera cuando durante la travesía del estrecho de la Reina Carlota, el
Narwhal estuvo balanceándose, cabeceando y corcoveando como un poseso. Cuando
Buck y Curly se pusieron nerviosos, medio locos de miedo, Dave alzó la cabeza
con fastidio, les dedicó una mirada indiferente, bostezó y se puso de nuevo a
dormir. El incansable pulso de la hélice latía día y noche en el barco, y
aunque cada día era muy semejante al anterior, Buck percibió que cada vez hacía
más frío. Por fin, una mañana la hélice se detuvo y una atmósfera de excitación
se extendió por el barco. Buck la sintió, igual que los demás perros, y supo
que se aproximaba un cambio. François les colocó collares y correas y los
condujo a cubierta. Al dar el primer paso sobre la fría superficie, las patas
de Buck se hundieron en una cosa fofa y blanca muy semejante al lodo. Resopló y
dio un salto atrás. En el aire caía más de aquella materia blanca. Se sacudió,
pero le siguió cayendo encima. La olisqueó con curiosidad y a continuación
recogió un poco sobre la lengua. Quemaba como el fuego y un instante después
había desaparecido. Aquello lo intrigó. Lo intentó nuevamente, con igual
resultado. Los espectadores reían a carcajadas y Buck se sintió avergonzado sin
saber por qué, era la primera vez que veía nieve. 12 Capítulo 2 La ley del
garrote y el colmillo El primer día de Buck en la playa de Dyea fue una
pesadilla. Todas y cada una de las horas estuvieron llenas de conmoción y
sorpresas. Lo habían arrancado de golpe del centro de la civilización y lo
habían arrojado bruscamente al corazón mismo de lo primitivo. Ya no era una
vida regalada acariciada por el sol, sin otra cosa que hacer que dormitar y
aburrirse. Aquí no había paz ni descanso ni un momento de seguridad. Todo era
confusión y actividad, y no había un solo momento sin que la vida o algún
miembro corrieran peligro. Era necesario estar siempre alerta porque aquellos
perros y aquellos hombres no eran perros y hombres de ciudad. Eran todos
salvajes que no conocí- an más ley que la del garrote y el colmillo. Buck nunca
había visto perros que pelearan como lo hacían aquellas fieras, y su primera
experiencia le enseñó una lección inolvidable. Es verdad que fue una
experiencia en cabeza ajena, pues de otro modo no habría sobrevivido para
aprovecharla. La víctima fue Curly. Habían acampado cerca del almacén de leña,
y Curly, con su talante cordial, se acercó a un fornido husky del tamaño de un
lobo adulto, aunque apenas la mitad de grande que ella. No hubo advertencia
previa, sólo una embestida fulminante, un choque metálico de dientes, un
retroceso igualmente veloz, y el morro de Curly quedó abierto desde el ojo
hasta la quijada. Era la forma de pelear de los lobos, golpear y recular; pero
hubo algo más. Treinta o cuarenta perros esquimales se acercaron apresurados
para formar un círculo alerta y silencioso en torno a los antagonistas. Buck no
comprendía aquel silencio expectante ni la ansiedad con que se relamían. Curly
se abalanzó sobre su adversario, que volvió a atacar y a dar un salto hacia el
costado. El husky recibió la siguiente embestida con el 13 pecho de forma tan
peculiar que hizo perder el equilibrio a Curly. No volvió a recobrarlo. Esto
era lo que el círculo de perros estaba esperando. La acorralaron, gruñendo y
aullando, y Curly, entre aullidos de agonía, quedó sepultada bajo aquella masa
peluda de cuerpos feroces. Aquello fue tan repentino e inesperado que
desconcertó a Buck. Vio a Spitz sacando la lengua escarlata tal como hacía al
reírse, y vio a François, que, blandiendo un hacha, saltaba hacia el centro del
círculo. Tres hombres armados de garrotes le ayudaron a dispersarlos. No les
llevó mucho tiempo. A los dos minutos de la caída de Curly, los últimos
asaltantes fueron ahuyentados a garrotazos. Pero ella yacía mustia y sin vida
sobre la nieve ensangrentada y pisoteada, hecha literalmente pedazos, y de pie
junto a ella el mestizo profería terribles maldiciones. La escena se repitió a
menudo como una pesadilla en los sueños de Buck. De modo que así eran las
cosas. Nada de juego limpio. Una vez en el suelo, había llegado tu fin. Pues ya
se las arreglaría él para no caer nunca. Spitz volvió a reír y sacó la lengua,
y desde aquel momento Buck le profesó un odio amargo e implacable. Antes de
haberse recobrado de la conmoción que le provocó la trágica muerte de Curly,
Buck experimentó otra peor. Franç- ois le sujetó al cuerpo un aparejo de
correas y hebillas. Era un arnés como el que había visto que, allá en la finca,
los mozos de cuadra colocaban a los caballos. Y tal como había visto trabajar a
los caballos fue puesto él a trabajar, tirando del trineo para llevar a
François hasta el bosque que bordeaba el valle y regresar con una carga de
leña. Aunque su dignidad resultó gravemente herida al verse convertido en
animal de carga, fue lo bastante sensato como para no rebelarse. Se metió de
lleno en la tarea y se esforzó al máximo, por más que todo le parecía nuevo y
extraño.
Gracias por leer!
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