El amor asesinado
Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lí-
cito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía
sin dejarle punto de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el
hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez
se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido;
pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó
bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo
de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada
punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa
y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo
de ti. Vamos juntos.»
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre
bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos,
defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas
puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche.
Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada
de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancó-
lica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si
bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos,
y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el
amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones
del tejado o por el agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios,
creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba
con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El
muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en
ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó
el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante
a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado
Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de
él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse
en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte,
y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la
victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque
poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que
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era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo,
que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose,
pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre
seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de
flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos
guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras
entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de
notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre
guijas o cae suspirando en morisca fuente.
El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado
como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido
y sereno como varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura;
sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo,
y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se
preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y
brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo,
breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso
el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas
por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como
las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña
aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes,
salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas,
entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de
los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas
proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados.
Eva notó ganas de llorar…
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna,
respetada, libre… , no cerrando los ojos por no ver al muchacho,
apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada
del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre
exhalado por el Amor agonizante.
Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló… El Amor ni respiraba
ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi
abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió
un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola
de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro
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que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió
lo que sucedía…
El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro,
en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.
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El viajero
Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado,
la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y
las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a
su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la
cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del
trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la
casa.
Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos,
oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y
percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a
abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo,
pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado
se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos
libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca
de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el
que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una
hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de
enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas,
ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas.
Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el
maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para
amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta
se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de
la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo
que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:
-¿Quién llama?
Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:
-Un viajero.
Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones,
quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave,
movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan
dulce.
Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con
gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y
desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la
hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida
por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel
punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las
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suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama
es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los
ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle,
descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado
al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida
y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido
y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz
lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa
a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa,
donde se recogiese a dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo
conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia
que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió
que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el
desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de
comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada
con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que
ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no
había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una
noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba,
y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario,
vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al
viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y
su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio,
el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero
fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le
soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle
el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa,
cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o
contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago
y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches
injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían
en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba
como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya
hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres
más dulces y las ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta,
con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos
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dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida
a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente
Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no
parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad
y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba
instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito
goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Que en olvido las tenía puestas… . cuando el huésped, a medias
palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya»
había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol,
y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron
sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y
murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de
escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura,
balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor
dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no
me estaciono; me poso, no me fijo.
Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo
al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser,
conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el
Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador
cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas
está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que
dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado
el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban
al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a
llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta
quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores,
de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente
reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde.
No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias
ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento
silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando
la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir
apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el
huésped.
«Blanco y Negro», núm. 246, 1896.
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El corazón perdido
Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en
el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón
que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a
alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la
tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si
estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero
dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa,
y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido
el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos
anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la
ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios
que son el busto de una santa y tienen en el pecho una
ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente
a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer
no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de
mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado
su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba
recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido
cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo
sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista
de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven,
linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho
vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá
dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le
ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos
aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo
grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada
que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo
advirtiese.
Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas,
morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas
les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tení-
an el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se
había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna,
al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negá-
banse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se
encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas
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por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de
poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho
de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad,
con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba
por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí
un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba,
latía y sentía. No sé por qué -pues reconozco que era un absurdo
brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto- se
me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado
todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como
las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga,
iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho
más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen,
la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella
con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la
alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible;
y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos
corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en
vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por
duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir
la vida. La criatura era como vela encendida por los dos
cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se
consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada
y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos
y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura
de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar
la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por
cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón
perdido en la calle.
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Mi suicidio
A Campoamor
Muerta «ella»; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada
caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras
de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella
cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda… , y
desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud
y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa
voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo
acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»
¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la
altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que
me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.
Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del
río fúnebre… y estrecharla delirante, exclamando: «Aquí estoy.
¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte
y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de
la tierra ni del cielo.»
Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel
mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas
horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros
corazones… Al entrar olvidé la desgracia, y parecióme que
«ella», viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro,
levantando la cortina para verme más pronto, y dejando
irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol
de la felicidad.
Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos
como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama
tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba
abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí
la butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado
pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la
gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya
secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente
para festejar mi presencia… Y allí, por último, como maravillosa
resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma,
ella, ella misma… es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo
entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba
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sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y airosa
funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma.
Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos
que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para
exclamar, entre halago y represión, el «¡qué tarde vienes!» de
la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ce-
ñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en
suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través
de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora
que significaba para mí lo mejor de la existencia… Allí, ante todo
cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión;
allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía
yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones -que
lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para
arribar al puerto donde «ella» me aguardaba… -. Así no se borraría
de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola,
y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en
espíritu…
La tarde caía; y como deseaba contemplar a mi sabor el retrato,
al apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la
lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos
había sobre el secrétaire de palo de rosa con incrustaciones,
y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro
estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada
e íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas
me impulsó a abrir el mueble.
Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía
devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad.
Pensé que acaso ella no había tenido valor para
destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse
su voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases
que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No
vacilé -¿vacila el que va a morir?- en descerrajar con violencia
el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta y metí la
mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.
Sólo en uno había cartas. Los demás los llenaban cintas, joyas,
dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados. El paquete, envuelto
en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio,
lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de
depositar en ella un beso, y acercándome a la luz, me dispuse a
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leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón
agradecía a la muerta el delicado refinamiento de haberlas
guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en
que me legaba su ternura.
Desaté, desdoblé, empecé a deletrear… Al pronto creía recordar
las candentes frases, las apasionadas protestas y hasta
las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer
dos personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla
un indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi
imaginación como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé
la idea; la maldije; pero volvió, volvió… , y volvió apoyada
en los párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban
rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la
historia de mi amor… A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo
quedarme: la carta se había escrito a otro, y recordaba
otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos…
Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una,
pues todavía la esperanza terca me convidaba a asirme de un
clavo ardiendo… Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo
aquélla se había deslizado en el grupo, como aislado memento
de una historia vieja y relegada al olvido… Pero al examinar los
papeles, al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y
otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que
contenía el paquete había sido dirigida a mí… Las que yo recibí
y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas
a la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro,
«ella» había conservado siempre, en el oculto rincón
del secrétaire, en el aposento testigo de nuestra ventura… , se-
ñalaban, tan exactamente como la brújula señala al Norte, la
dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia
el mío… ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos,
de las páginas surcadas por rengloncitos de una letra que yo
hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio
que «tal vez»… . al «mismo tiempo»… . o «muy poco antes»… Y
una voz irónica gritábame al oído: «¡Ahora sí… . ahora sí que
debes suicidarte, desdichado!»
Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según
había resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el ca-
ñón… y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el
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pulso… . con los dos tiros… . reventé los dos verdes y lumínicos
ojos que me fascinaban.
«El Imparcial», 12 de marzo 1894.
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