3 de octubre
Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté
bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes,
le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez
pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana
no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga
que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo
me viene diciendo: "Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza?
Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y
enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería
capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al
encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número.
¡Habrase visto!… "
¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia
por estar yo en el despacho del director, sacando punta a
las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a
la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero
un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes
de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final!
¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra
en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni
un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera
le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.
No comprendo qué ventajas se tiene al trabajar en un departamento
ministerial. Ni siquiera dispone uno de recursos. Pero
no sucede así en la Administración Provincial, ni en el Ministerio
de Hacienda, ni en el Tribunal Civil. Allí ves a un empleado
cualquiera sentado humildemente en un rincón escribiendo.
Lleva un frac gastado y su aspecto es tal que ni siquiera merece
que se le escupa encima. Sin embargo, fíjate en la villa que
alquila durante el verano. No se te ocurra regalarle una taza
de porcelana dorada, pues te dirá que eso es digno de un médico.
Él se conforma tan sólo con un coche de lujo o unos drojkas
o una piel de visón de 300 rublos. Y, no obstante, por su aspecto
parece tan modesto, y al hablar es tan fino. Te pide, por
ejemplo, que le prestes la navaja para sacar punta a su pluma,
y si te descuidas un poco, te despluma de tal forma, que ni siquiera
te deja la camisa.
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Pero reconozco que nuestra oficina es diferente, y en toda
ella reinan una limpieza de conducta y una honradez tales, que
ni por soñación puede haberlas en la Administración Provincial.
Además, todos los jefes se tratan de usted. Confieso que, a
no ser por la honradez y el buen tono de mi oficina, hace ya
mucho tiempo que hubiera dejado el departamento ministerial.
Me puse el viejo capote y cogí el paraguas, pues llovía a cántaros.
En la calle no había nadie. Sólo tropecé con mujeres de
pueblo que se arropaban con los faldones de sus abrigos, comerciantes
que caminaban resguardándose de la lluvia bajo
sus paraguas, y cocheros. Gente bien no se veía por ningún sitio,
a excepción de nuestra modesta persona, que caminaba bajo
la lluvia. En cuanto la vi en un cruce, pensé en seguida: "¡Eh,
amiguito! Tú no vas a la oficina. Tú estás dispuesto a seguir a
ésa que va delante de ti y cuyas piernas estás mirando. ¡Qué
locuras son ésas! La verdad es que eres peor que un oficial.
Basta con que pase cualquier modistilla para que te dejes
engatusar".
Precisamente en el momento en que estaba pensando esto vi
cómo una carroza se detenía ante un almacén junto al que yo
me encontraba. En seguida reconocí la carroza: era la de nuestro
director. Me supuse que debería de ser de su hija, pues él
no tenía por qué ir a estas horas a un almacén. El lacayo abrió
la portezuela, y la joven saltó del coche, como un pajarito. Echó
unas miradas en torno suyo, y al alzar sus ojos sentí que mi corazón
quedaba herido… ¡Dios mío, estoy perdido! ¡Estoy perdido
irremediablemente!
Y ¿por qué habrá salido ella con este mal tiempo? Después
de esto nadie se atrevería a decir que las mujeres no se vuelven
locas por los trapos.
Ella no me reconoció y yo procuré ocultarme y pasar inadvertido,
pues llevaba un capote muy manchado y cuyo corte, además,
estaba pasado de moda. Ahora se llevan las capas con
cuellos muy largos, y el mío era muy corto; además, el paño de
mi capote distaba mucho de ser elegante. Su perrita no tuvo
tiempo de entrar y se quedó en la calle. Yo la conozco, se llama
Medji. No había transcurrido ni un minuto, cuando oí de repente
una vocecilla que decía:
-¡Hola, Medji!
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Vaya. ¿Quién será el que habla? Miré y vi a dos señoras que
caminaban debajo de un paraguas. Una de ellas era ya anciana;
la otra, muy jovencita. Pero ellas ya habían pasado, y nuevamente
volví a oír la misma voz a mi lado.
-¡Debería darte vergüenza, Medji!
¡Qué diablos! Vi que Medji estaba olfateando al perro que iba
con las dos señoras. "¡Vaya! ¿No estaré borracho? -pensé para
mis adentros-. ¡Menos mal que esto no me ocurre a menudo!"
-No, Fidele; estás equivocado. Yo estuve… Hau, hau… Yo estuve
muy enferma.
¡Vaya con la perrita! Confieso que me quedé muy sorprendido
al oírle hablar como una persona; pero después de reflexionarlo
bien, no hallé en ello nada extraño. En efecto, en el mundo
se dan muchos ejemplos de la misma índole. Cuentan que
en Inglaterra emergió un pez y dijo dos palabras en un idioma
extraño, tan raro, que desde hace dos o tres años los sabios hacen
investigaciones acerca de él y aún no han logrado clasificarlo.
También leí en los periódicos que dos vacas entraron en
una tienda y pidieron medio kilo de té. Pero reconozco que me
quedé aún mucho más sorprendido al oírle decir a Medji:
-¡Es verdad que te escribí, Fidele! Seguramente Polkan no te
llevaría la carta.
Aunque me juegue el sueldo, apostaría que nunca se ha dado
el caso de un perro que escriba. Sólo los nobles pueden escribir.
Claro que también algunos comerciantes, oficinistas y, a
veces, hasta la gente del pueblo sabe escribir un poco; pero lo
hace de un modo mecánico, sin poner ni comas, ni puntos, y,
claro está, sin ningún estilo.
Esto me dejó muy sorprendido. He de confesar que desde hace
algún tiempo a veces oigo y veo unas cosas que nadie vio ni
oyó jamás.
"Voy a seguir a esta perrita, y así me enteraré de quién es y
de lo que piensa", resolví para mí. Abrí el paraguas y me puse
a seguir a las dos señoras. Cruzamos la calle Gorojovaia y nos
dirigimos a la calle Meschanskaia, y desde allí a la de Stoliar,
y, finalmente, llegamos al puente de Kokuchkin, deteniéndonos
ante una casa de grandes dimensiones. "Conozco esta casa -
pensé para mí-: es la de Zverkov. ¡Un verdadero hormiguero!
Pues sí que viven allí pocos cocineros y viajantes. En cuanto a
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los empleados, abundan como chinches. Allí vive un amigo mío
que toca muy bien la trompeta."
Las señoras subieron al quinto piso. "Bueno -pensé- ahora me
voy a ir, pero antes he de fijarme bien en el sitio, para aprovecharlo
en la primera ocasión que se me presente."
Gracias por leer!
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