HABÍA un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe;
porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer
secreto; pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de
Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos
en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo;
leía y escribía tan bien como un maestro de escuela; además
era un marinero de primera clase que había trabajado durante
algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero
en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que
le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se
embarcó con rumbo a San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente
puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto,
existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios.
Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en
el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas
que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan
buenas!», iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas
que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!».
Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura
de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero
muy bien acabada y tan bonita como un juguete; los escalones
de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían
como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes.
Keawe se detuvo, maravillándose de la excelencia de
todo. Al pararse, se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando
a través de una ventana tan transparente que Keawe lo
veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era
un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una
expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que
mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba
a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un
gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta
de la casa.
–Es muy hermosa esta casa mía –dijo el hombre, suspirando
amargamente–. ¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano
hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo
y Keawe manifestó su gran admiración.
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–Esta casa –dijo Keawe– es en verdad muy hermosa; si yo viviera
en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible,
entonces, que no haga usted más que suspirar?
–No hay ninguna razón –dijo el hombre–, para que no tenga
una casa en todo semejante a ésta, y aún más hermosa, si así lo
desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?
–Tengo cincuenta dólares –dijo Keawe–, pero una casa como
ésta costará más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
–Siento que no tenga más –dijo–, porque eso podría causarle
problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
–¿La casa? –preguntó Keawe.
–No, la casa no –replicó el hombre–; la botella. Porque debo
decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada,
todo lo que poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden
de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de
panza redonda con un cuello muy largo; el cristal era de un color
blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados
en su textura. En el interior había algo que se movía confusamente,
algo así como una sombra y un fuego.
–Ésta es la botella –dijo el hombre; y, cuando Keawe se echó
a reír, añadió–: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de
romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando
contra el suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una
pelota y nada le sucedía.
–Es una cosa bien extraña –dijo Keawe–, porque tanto por su
aspecto como al tacto se diría que es de cristal.
–Es de cristal –replicó el hombre, suspirando más hondamente
que nunca–, pero de un cristal templado en las llamas del infierno.
Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse
es la suya, al menos lo creo yo. Cuando un hombre compra esta
botella, el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa persona
desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como
San Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta
botella, y gracias a su virtud llegó a ser el rey del mundo; pero
la vendió al final y fracasó. El capitán Cook también la tuvo, y
por ella descubrió tantas islas; pero también él la vendió, y por
eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella
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desaparecen el poder y la protección; y a no ser que un hombre
esté contento con lo que tiene, acaba por sucederle algo.
–Y sin embargo, ¿habla usted de venderla? –dijo Keawe.
–Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo –respondió
el hombre–. Hay una cosa que el diablo de la botella no
puede hacer… y es prolongar la vida; y, no sería justo ocultárselo
a usted, la botella tiene un inconveniente; porque si un
hombre muere antes de venderla, arderá para siempre en el
infierno.
–Sí que es un inconveniente, no cabe duda –exclamó Keawe–.
Y no quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa
demasiado tener una casa, gracias a Dios; pero hay una cosa
que sí me importa muchísimo, y es condenarme.
–No vaya usted tan de prisa, amigo mío –contestó el hombre–.
Todo lo que tiene que hacer es usar el poder de la botella
con moderación, venderla después a alguna persona como estoy
haciendo yo ahora y terminar su vida cómodamente.
–Pues yo observo dos cosas –dijo Keawe–. Una es que se pasa
usted todo el tiempo suspirando como una doncella enamorada;
y la otra que vende usted la botella demasiado barata.
–Ya le he explicado por qué suspiro –dijo el hombre–. Temo
que mi salud esté empeorando; y, como ha dicho usted mismo,
morir e irse al infierno es una desgracia para cualquiera. En
cuanto a venderla tan barara, tengo que explicarle una peculiaridad
que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando Satanás
la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y fue el
Preste Juan el primero que la compró por muchos millones de
dólares; pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la
transacción. Si se vende por lo mismo que se ha pagado por
ella, vuelve al anterior propietario como si se tratara de una
paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido disminuyendo
con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte
francamente barata. Yo se la compré a uno de los ricos
propietarios que viven en esta colina y sólo pagué noventa dó-
lares. Podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa
centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la botella
volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas.
Primero, que cuando se ofrece una botella tan singular
por ochenta dólares y pico, la gente supone que uno está bromeando.
Y segundo… , pero como eso no corre prisa que lo
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sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo
que tiene que venderla por moneda acuñada.
–¿Cómo sé que todo eso es verdad? –preguntó Keawe.
–Hay algo que puede usted comprobar inmediatamente –replicó
el otro–. Deme sus cincuenta dólares, coja la botella y pida
que los cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo. Si no sucede
así, le doy mi palabra de honor de que consideraré inválido el
trato y le devolveré el dinero.
–¿No me ésta engañando? –dijo Keawe.
El hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.
–Bueno; me arriesgaré a eso –dijo Keawe–, porque no me
puede pasar nada malo.
Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó
la botella.
–Diablo de la botella –dijo Keawe–, quiero recobrar mis cincuenta
dólares.
Y, efectivamente, apenas había terminado la frase, cuando su
bolsillo pesaba ya lo mismo que antes.
–No hay duda de que es una botella maravillosa –dijo Keawe.
–Y ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡y que el diablo
le acompañe! –dijo el hombre.
–Un momento –dijo Keawe–, yo ya me he divertido bastante.
Tenga su botella.
–La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué –replicó
el hombre, frotándose las manos–. La botella es completamente
suya; y, por mi parte, lo único que deseo es perderlo de
vista cuanto antes.
Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañara a
Keawe hasta la puerta.
Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el
brazo, empezó a pensar. «Si es verdad todo lo que me han dicho
de esta botella, puede que haya hecho un pésimo negocio»,
se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre me haya engañado».
Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era
exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda americana y una
pieza de Chile. «Parece que eso es verdad», se dijo Keawe.
«Veamos otro punto.»
Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias
como las cubiertas de un barco, y aunque era mediodía, tampoco
se veía ningún pasajero. Keawe puso la botella en una
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alcantarilla y se alejó. Dos veces miró para atrás, y allí estaba
la botella de color lechoso y panza redonda, en el sitio donde la
había dejado. Miró por tercera vez y después dobló la esquina;
pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el codo, y
¡no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a
la redonda panza, estaba bien encajada en el bolsillo de su chaqueta
de piloto.
–Parece que también esto es verdad –dijo Keawe.
La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en
una tienda y retirarse a un sitio oculto en medio del campo.
Una vez allí intentó sacar el corcho, pero cada vez que lo intentaba
la espiral salía otra vez y el corcho seguía tan entero como
al empezar.
–Este corcho es distinto de todos los demás –dijo Keawe, e inmediabamente
empezó a temblar y a sudar, porque la botella
le daba miedo.
Camino del puerto, vio una tienda donde un hombre vendía
conchas y mazas de islas salvajes, viejas imágenes de dioses
paganos, monedas antiguas, pinturas de China y Japón y todas
esas cosas que los marineros llevan en sus baúles. En seguida
se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por
cien dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció cinco;
pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana
había soplado nunca un vidrio como aquél, ni cabía imaginar
unos colores más bonitos que los que brillaban bajo su
blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la que daba
vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante
un rato a la manera de los de su profesión, el dueño de la
tienda le compró la botella a Keawe por sesenta dólares y la
colocó en un estante en el centro del escaparate.
–Ahora –dijo Keawe– he vendido por sesenta dólares lo que
compré por cincuenta o, para ser más exactos, por un poco menos,
porque uno de mis dólares venía de Chile. En seguida averiguaré
la verdad sobre otro punto.
Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba
la botella, que había llegado antes que él.
En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba
Lopaka.
–¿Qué te sucede –le preguntó Lopaka– que miras el baúl tan
fijamente?
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Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer
que guardaría el secreto y se lo contó todo.
–Es un asunto muy extraño –dijo Lopaka–; y me temo que vas
a tener dificultades con esa botella. Pero una cosa está muy
clara: puesto que tienes asegurados los problemas, será mejor
que obtengas también los beneficios. Decide qué es lo que deseas;
da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te
compraré la botella; porque a mí me gustaría tener un velero y
dedicarme a comerciar entre las islas.
–No es eso lo que me interesa –dijo Keawe–. Quiero una hermosa
casa y un jardín en la costa de Kona, donde nací; y quiero
que brille el sol sobre la puerta, y que haya flores en el jardín,
cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y adornos y
tapetes de telas muy finas sobre las mesas; exactamente igual
que la casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con
balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda vivir
allí sin preocupaciones de ninguna clase y divertirme con
mis amigos y parientes.
–Bien –dijo Lopaka–, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo
resulta verdad como tú supones, te compraré la botella, como
ya he dicho, y pediré una goleta.
Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho
tiempo el barco regresó a Honolulú, llevando consigo a Keawe,
a Lopaka y a la botella. Apenas habían desembarcado cuando
encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente empezó
a dar el pésame a Keawe.
–No sé por qué me estás dando el pésame –dijo Keawe.
–¿Es posible que no te hayas enterado –dijo el amigo– de que
tu tío, aquel hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo,
aquel muchacho tan bien parecido, se ha ahogado en el mar?
Keawe lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse,
se olvidó de la botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y
cuando su amigo se calmó un poco, le habló así:
–¿No es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el distrito
de Kaü?
–No –dijo Keawe–; en Kaü, no: están en la zona de las monta-
ñas, un poco al sur de Hookena.
–Esas tierras, ¿pasarán a ser tuyas? –preguntó Lopaka.
–Así es –dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de
sus familiares.
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–No –dijo Lopaka–; no te lamentes ahora. Se me ocurre una
cosa. ¿Y si todo esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes
preparado el sitio para hacer la casa.
–Si es así –exclamó Keawe–, la botella me hace un flaco servicio
matando a mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque
fue en un sitio así donde vi la casa con la imaginación.
–La casa, sin embargo, todavía no está construida –dijo
Lopaka.
–¡Y probablemente no lo estará nunca! –dijo Keawe–, porque
si bien mi tío tenía algo de café, ava y plátanos, no será más
que lo justo para que yo viva cómodamente; y el resto de esa
tierra es de lava negra.
–Vayamos al abogado –dijo Lopaka–. Porque yo sigo pensando
lo mismo.
Al hablar con el abogado, se enteraron de que el tío de Keawe
se había hecho enormemente rico en los últimos tiempos y
que le dejaba dinero en abundancia.
–¡Ya tienes el dinero para la casa! –exclamó Lopaka.
–Si está usted pensando en construir una casa –dijo el abogado–,
aquí está la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me
cuentan grandes cosas.
–¡Cada vez mejor! –exclamó Lopaka–. Está todo muy claro.
Sigamos obedeciendo órdenes.
De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes
proyectos de casas sobre la mesa.
–Usted desea algo fuera de lo corriente –dijo el arquitecto–.
¿Qué le parece esto?
Y le pasó a Keawe uno de los dibujos.
Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque
representaba exactamente lo que él había visto con la
imaginación.
«Ésta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo
poco que me gusta cómo viene a parar a mis manos, ésta es la
casa, y más vale que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y có-
mo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que había que poner
en las paredes y las figuritas para las mesas; y luego le
preguntó sin rodeos cuánto le llevaría por hacerlo todo.
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El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió una pluma e
hizo un cálculo; y al terminar pidió exactamente la suma que
Keawe había heredado.
Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la
cabeza.
«Está bien claro, –pensó Keawe–, que voy a tener esta casa,
tanto si quiero como si no. Viene del diablo y temo que nada
bueno salga de ello; y si de algo estoy seguro es de que no voy
a formular más deseos mientras siga teniendo esta botella. Pero
de la casa ya no me puedo librar y más valdrá que acepte lo
bueno junto con lo malo.»
De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y firmaron
un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino
de Australia; porque habían decidido entre ellos que no
intervendrían en absoluto, dejarían que el arquitecto y el diablo
de la botella construyeran y decoraran aquella casa como
mejor les pareciese.
El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo
la respiración, porque había jurado que no formularía
más deseos ni recibiría más favores del diablo. Se había cumplido
ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo que
la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el
Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se
había hecho exactamente de acuerdo con la idea que Keawe tenía
en la cabeza.
La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el
mar. Por encima, el bosque seguía subiendo hasta las nubes
que traían la lluvia; por debajo, la lava negra descendía en riscos
donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un jardín
florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había
un huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en
el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado
el mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era
de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy anchos
en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro
como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de
todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban
cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres
luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios más
singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con
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colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas
de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de
adorno, eran de extraordinaria calidad; relojes con carillón y
cajas de música, hombrecillos que movían la cabeza, libros llenos
de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones
del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener
los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en
semejantes habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas,
los balcones eran tan amplios que un pueblo entero hubiera
podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía
qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde
llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los
huertos y las flores, o el balcón delantero, donde se podía beber
el viento del mar, contemplar la empinada ladera de la
montaña y ver al Hall yendo una vez por semana aproximadamente
entre Hookena y las colinas de Pele, o las goletas siguiendo
la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y
de plátanos.
Después de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el
porche. –Bien –preguntó Lopaka–, ¿está todo tal como lo habías
planeado?
–No hay palabras para expresarlo –contestó Keawe–. Es mejor
de lo que había soñado y estoy que reviento de satisfacción.
–Sólo queda una cosa por considerar –dijo Lopaka–; todo esto
puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin
que el diablo de la botella haya tenido nada que ver. Si comprara
la botella y me quedara sin la goleta, habría puesto la
mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé: pero creo
que no deberías negarme una prueba más.
–He jurado que no aceptaré más favores –dijo Keawe–. Creo
que ya estoy sufcientemente comprometido.
–No pensaba en un favor –replicó Lopaka–. Quisiera ver yo
mismo al diablo de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y
por tanto tampoco hay nada de qué avergonzarse; sin embargo,
si llego a verlo una vez, quedaré convencido del todo. Así
que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo
aquí mismo y después de esto te compraré la botella.
–Sólo hay una cosa que me da miedo –dijo Keawe–. EI diablo
puede ser una cosa horrible de ver; y si le pones el ojo encima
quizá no tengas ya ninguna gana de quedarte con la botella.
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–Soy una persona de palabra –dijo Lopaka–. Y aquí dejo el dinero,
entre los dos.
–Muy bien –replicó Keawe–. Yo también siento curiosidad. De
manera que, vamos a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.
Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a
meterse, tan rápidamente como un lagarto; Keawe y Lopaka
quedaron petrificados. Se hizo completamente de noche antes
de que a cualquiera de los dos se le ocurriera algo que decir o
hallaran la voz para decirlo: luego Lopaka empujó el dinero hacia
Keawe y recogió la botella.
–Soy hombre de palabra –dijo–, y bien puedes creerlo, porque
de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré
mi goleta y unos dólares para el bolsillo; luego me
desharé de este demonio tan pronto como pueda. Porque, si
tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.
–Lopaka –dijo Keawe–, procura no pensar demasiado mal de
mí; sé que es de noche, que los caminos están mal y que el desfiladero
junto a las tumbas no es un buen sitio para cruzarlo
tan tarde, pero confieso que desde que he visto el rostro de ese
diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas
llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella
y cualquier cuadro o adorno de la casa que te guste; después
quiero que marches inmediatamente y vayas a dormir a
Hookena con Nahinu.
–Keawe –dijo Lopaka–, muchos hombres se enfadarían por
una cosa así; sobre todo después de hacerte un favor tan grande
como es mantener la palabra y comprar la botella; y en
cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las
tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces
más peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su
conciencia y una botella como ésta bajo el brazo. Pero como yo
también estoy muy asustado, no me siento capaz de acusarte.
Me iré ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz en tu casa y
yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al
final a pesar del demonio y de su botella.
De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su
parte, salió al balcón delantero; estuvo escuchando el ruido de
las herraduras y vio la luz de la linterna cuando Lopaka pasaba
junto al risco donde están las tumbas de otras épocas; durante
todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y rezaba
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por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo
de aquel peligro.
Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso, y la casa
nueva era tan agradable que Keawe se olvidó de sus terrores.
Fueron pasando los días y Keawe vivía allí en perpetua alegría.
Le gustaba sentarse en el porche de atrás; allí comía, reposaba
y leía las historias que contaban los periódicos de Honolulú;
pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para
enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa
se extendió por todas partes; la llamaban Ka–Hale Nui –la Casa
Grande– en todo Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, porque
Keawe tenía a su servicio a un chino que se pasaba todo el
día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y los
dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como
una mañana soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba
tanto el corazón con la casa que no podía pasear por las
habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparecía algún
barco en el mar, izaba su estandarte en el mástil.
Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua
para visitar a uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo,
pero él se marchó lo antes que pudo a la mañana siguiente y
cabalgó muy de prisa, porque estaba impaciente por ver de
nuevo su hermosa casa; y, además, la noche de aquel día era la
noche en que los muertos de antaño salen por los alrededores
de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hacía que
Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos.
Un poco más allá de Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió
la presencia de una mujer que se bañaba a la orilla del mar.
Parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pensó
mucho en ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se
la ponía, y después su holoku rojo; cuando Keawe llegó a su altura,
la joven había terminado de arreglarse y, alejándose del
mar, se había colocado junto al camino con su holoku rojo; el
baño la había tonificado y los ojos le brillaban, llenos de amabilidad.
Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.
–Creía conocer a todo el mundo en esta zona –dijo él–. ¿Cómo
es que a ti no te conozco?
–Soy Kokua, hija de Kiano –respondió la muchacha–, y acabo
de regresar de Oahu. ¿Quién es usted?
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–Te lo diré dentro de un poco –dijo Keawe, desmontando del
caballo–, pero no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te
dijera quién soy, como es posible que hayas oído hablar de mí,
quizá al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero
antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?
Al oír esto, Kokua se echó a reír.
–Parece que es usted quien hace todas las preguntas –dijo
ella–. Y usted, ¿está casado?
–No, Kokua, desde luego que no –replicó Keawe–, y nunca he
pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la
verdad. Te he encontrado aquí junto al camino y, al ver tus ojos
que son como estrellas, mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz
como un pájaro. De manera que, si ahora no quieres saber
nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor
que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar
la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con él.
Kokua no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó
a reír.
–Kokua –dijo Keawe–, si no dices nada, consideraré que tu silencio
es una respuesta favorable; asi que pongámonos en camino
hacia la casa de tu padre.
Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando
miraba para atrás y luego volvía a apartar la vista; y todo el
tiempo llevaba en la boca las cintas del sombrero.
Cuando llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio la
bienvenida a Keawe llamándolo por su nombre. Al oírlo la muchacha
se le quedó mirando, porque la fama de la gran casa
había llegado a sus oídos; y no hace falta decir que era una
gran tentación. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente;
y la muchacha se mostró muy descarada en presencia de
sus padres y estuvo burlándose de Keawe porque tenía un ingenio
muy vivo. Al día siguiente Keawe habló con Kiano y después
tuvo ocasión de quedarse a solas con la muchacha.
–Kokua –dijo él–, ayer estuviste burlándote de mí durante toda
la velada; y todavía estás a tiempo de despedirme. No quise
decirte quién era porque tengo una casa muy hermosa y temía
que pensaras demasiado en la casa y poco en el hombre que te
ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo
cuanto antes.
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–No –dijo Kokua; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le
preguntó nada más.
Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron de prisa;
pero aunque una flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía
más rápida, las dos pueden dar en el blanco. Las cosas
habían ido de prisa, pero también habían ido lejos y el recuerdo
de Keawe llenaba la imaginación de la muchacha; Kokua escuchaba
su voz al romperse las olas contra la lava de la playa,
y por aquel joven que sólo había visto dos veces hubiera dejado
padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo
voló por el camino de la montaña bajo el risco donde estaban
las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe
cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas
de los muertos. Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía
seguía cantando. Se sentó y comió en el amplio balcón y el
chino se admiró de que su amo continuara cantando entre bocado
y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; Keawe
estuvo paseándose por los balcones a la luz de las lámparas
en lo alto de la montaña y sus cantos sobresaltaban a las
tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.
«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí
mismo. «La vida no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la
montaña; a mi alrededor, todo lo demás desciende. Por primera
vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi bañera con
agua caliente y fría y dormiré solo en el lecho de la cámara
nupcial.»
De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender
las calderas; y mientras trabajaba en el sótano oía a su
amo cantando alegremente en las habitaciones iluminadas.
Cuando el agua empezó a estar caliente el criado chino se lo
advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de ba-
ño; y el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol
se llenaba de agua; y le oyó cantar también mientras se
desnudaba; hasta que, de repente, el canto cesó. El criado chino
estuvo escuchando largo rato; luego alzó la voz para preguntarle
a Keawe si todo iba bien, y Keawe le respondió: «Sí»,
y le mandó que se fuera a la cama; pero ya no se oyó cantar
más en la Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado
chino estuvo oyendo a su amo pasear sin descanso por los
balcones.
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