vhtoth VICTOR HUGO TOTH

Aquella noche, la noche más fría de aquel crudo invierno, Martín Díaz conduce por una desolada carretera que serpentea por el desierto, sin darse cuenta que algo siniestro lo acecha. Relato corto de terror


Horror Literatura de monstruos Todo público.

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Cuento corto
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Noche solitaria

Era la noche más fría de aquel crudo invierno. El aire nocturno era denso, casi irrespirable. Una espesa niebla cubría la desolada carretera Nro. 40 que conducía desde la Ciudad de San Juan hasta la pequeña comunidad de Jáchal. El reloj en el tablero del viejo automóvil de Martín Díaz indicaba que ya había pasado la medianoche cuando las luces de la ciudad solo eran tenues destellos en su espejo retrovisor.

–Que condenado frío.–Se quejaba mientras movía inútilmente la perilla de la calefacción. Aun dentro del automóvil, con cada respiración, un halo de vapor grisáceo emanaba de su boca y nariz, como si estuviera a la intemperie, expuesto a los -2 grados centígrados que hacía en aquel remoto paraje. Las luces de su vehículo apenas podían iluminar unos metros por delante, la niebla era demasiado espesa. A los lados de la carretera se extendía el desierto, vasto y vacío, completamente desolado. Las siluetas oscuras de los altos cerros se elevaban a lo lejos, como espectrales vigías que observaban las almas solitarias que se atrevían a circular en aquella noche sepulcral.

Martín mantenía su rostro cansado sobre el volante, forzando su vista para intentar seguir la línea amarilla que marcaba la mitad de la serpenteante ruta, que se habría paso por el desierto. Conducía lentamente, la visibilidad era poca y sabía que sobre el asfalto agrietado y maltrecho se formaban de manera repentina, finas capas de hielo en las noches invernales. Si no tenía cuidado y pasaba a gran velocidad sobre el hielo, sus ruedas perderían tracción y podría ser sacado del camino dando trompos sin control. Demás estar decir que muchas vidas se perdieron en aquellos desolados parajes. Aunque sabía que era preferible viajar de día, Martín ya no podía seguir esperando. Solo quería llegar a su casa, olvidarse de todo, especialmente olvidarse del rostro de su padre, enfermo, conectado a decenas de tubos y cables, luchando por respirar.

El último mes había sido duro. La salud de su padre comenzó a deteriorarse poco a poco a medida que el cáncer se expandía desde sus pulmones ennegrecidos por años de tabaco, hacia el resto del cuerpo. Poco a poco aquel hombre fuerte al que admiraba y temía en partes iguales, se fue convirtiendo en un despojo de lo que era. Aquella noche en que su padre lo llamó entre llantos, no pudo decirle que no. A pesar de años de indiferencia luego de que su madre muriera, no pudo negar a acudir en su ayuda.

Nunca lo había escuchado llorar, ni siquiera en el entierro de su esposa. Aquel día permaneció parado junto a la fosa abierta mirando con su mirada fría, como el cajón descendía hacia las oscuras profundidades. Ni siquiera mostró un atisbo de lágrimas cuando el sonido hueco de la tierra golpeando contra el ataúd invadió el lugar. No es que no estuviera triste, después de cuarenta años de matrimonio perdía a su compañera de vida, pero era demasiado fuerte, demasiado orgulloso, no permitiría que nadie lo viera llorar, ni siquiera en un momento así.

Por eso, cuando finalmente escuchó a su padre estallando en lágrimas, supo inmediatamente que su final estaba cerca. Pidió que le adelantaran sus vacaciones de ese año en su trabajo en la oficina de correos y partió hacia la ciudad. Allí encontró a su padre. Era muy diferente al hombre al que había conocido. Con sus sesenta y cinco años, lucía mucho mayor, extremadamente delgado. Su aspecto era el de una persona frágil, distaba mucho del hombre fuerte y trabajador. Ahora apenas podía ir solo al baño. Era una escena deprimente de ver. Los tratamientos con quimioterapia le habían hecho perder gran parte de su pelo, solo le quedaban algunos cabellos dispersos en su cabeza, que por alguna razón se negaba a cortar del todo.

–Hijo. Haz venido. –Fue el frio saludo. No hubo abrazos. Ni siquiera un apretón de mano. Solo un asentimiento con la cabeza. Todavía mantenía la distancia con su hijo, esa distancia y desafecto que había adquirido a lo largo de su carrera como militar.

Aquellos días fueron los más difíciles que le había tocado vivir. Una de aquellas noches frías y melancólicas, la tos incontrolable de su padre lo despertó. Corrió hasta la habitación y lo encontró tirado en el piso, en un charco de sangre que salía de su boca.

Al intentar ayudarlo, este se resistió. –Déjame. Puedo solo. –Le dijo con brusquedad mientras quitaba el brazo de su hijo que intentaba sostenerlo.

–Entonces ¿Por qué me has llamado? No eres más que un viejo orgulloso. –Le contestó furioso.

–Apuesto que lo disfrutas. Disfrutas verme sufrir como un perro. Te he llamado porque eres mi único hijo. Y te he llamado para que finalmente veas tu deseo cumplirse. Verme arrastrándome en mi propia inmundicia, luchando por caminar.

Martín lo miró con tristeza. Aunque siempre había sido severo con él y había noches en que tomaba hasta el cansancio y se ponía violento incluso con su madre, seguía siendo su padre, y lo seguía queriendo a pesar de todo.

–Ven déjame ayudarte. –Le dijo extendiendo su mano, pero su padre la apartó y se levantó con dificultad para volver a acostarse en su cama, con las sábanas blancas manchadas con gotas de sangre.

La salud del viejo Pedro Díaz fue empeorando día tras día. Y a medida que eso pasaba su carácter empeoraba más y más. Gritaba día y noche. Postrado en su cama maldecía una y otra vez al intentar levantarse. Pronto ni siquiera podía ir al baño solo. Martín debía alzarlo y llevarlo hasta el inodoro mientras este lo insultaba sin razón.

Una noche, los gritos de su padre lo despertaron en la fría madrugada. Corrió hasta la habitación temiendo lo peor. Allí estaba su él, lo miraba fijamente, con ojos repletos de ira.

– ¿Lo disfrutas? ¿Disfrutas mi sufrimiento? ¿Disfrutas mientras espero que el diablo venga por mí?

– ¿De qué hablas papá? Tienes que calmarte.

– ¿No lo sientes? El diablo está aquí. Él está aquí.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Martín haciéndolo estremecer. Temblaba incontrolablemente como si estuviera desnudo en el frío de la noche. Había algo en las palabras de su padre que le hizo helar la sangre. Encendió las luces y se sentó en la cama junto a su padre.

–Cálmate papá. Estoy aquí. Yo estoy aquí contigo.

Su padre lo miró con ojos confundidos. Miraba hacia la pared detrás de él, como si realmente allí hubiera algo. Martín intentó no mirar. Sabía que solo eran las tonterías de un viejo agonizante, pero en ese instante sintió un intenso pavor. Permaneció allí junto a su padre hasta que las primeras luces de la mañana se colaron por la venta e iluminaron la habitación.

A partir de ese momento todo fue empeorando. La salud de su padre se debilitaba cada vez más al igual que su cordura. – ¡Déjame! ¡No me llevarás! –Le gritaba a la nada misma en la oscuridad de la noche.

Hasta que un día finalmente colapso. Martín lo encontró tirado en el suelo de su habitación, con las manos extendidas sobre su rostro, como cubriéndose del ataque de algo invisible. Aquel día, fue el día en que finalmente se lo llevaron al hospital. Ambos sabían que el día que eso pasara, ya no volvería a su hogar. Estaba condenado a pasar sus últimos días en una fría camilla de hospital, rodeado de desconocidos.

Martín permaneció junto a él. Dormía en un pequeño e incómodo sillón junto a la cama de su padre. Los días eran monótonos y agobiantes. Su padre pasaba la mayor parte del día durmiendo, completamente sedado para evitar la agonía de sus dolores.

Fue aquella noche, la más fría de aquel crudo invierno, que su padre abrió los ojos.

–Padre ¿te sientes bien? –Le preguntó al ver el rostro confundido de su padre, mirando hacia todas partes, como si estuviera esperando ver algo oculto en las sombras de aquella tétrica habitación.

–Hijo. No quiero seguir sufriendo. –Una lágrima resplandeció en la cuenca de sus ojos, ennegrecida por las ojeras que formaban grandes bolsas sobre su rostro hinchado por los medicamentos. –Debes hacerlo hijo. Debes liberarme.

– ¿Qué estás diciendo? No digas tonterías.

–Por favor hijo. Solo haz eso por mí. Sé que no he sido un buen padre, pero no dejes que siga sufriendo de esta manera espantosa. Solo toma la almohada y cubre mi rostro. Me iré con una sonrisa en mi rostro.

–No lo haré. –Contestó tajante. –Me estas pidiendo que te asesine.

–Te estoy pidiendo que tengas piedad de mí. Moriré de todas formas, solo no quiero seguir sufriendo. Nadie merece morir de esta manera tan cruel, atormentado por los dolores. –Sus ojos se anegaron completamente de lágrimas. –Hazlo hijo. Toma la almohada.

Martín se estremeció completamente. Un nudo apretaba su garganta hasta casi ahogarlo. –No puedo. –Dijo entre lágrimas. Pero su padre insistió una y otra vez, hasta que la idea fue tomando forma en su mente. Su padre ya no seguiría sufriendo y el estaría libre. Tomó la almohada. Sus manos temblaban como las de un chiquillo asustado. Todo su cuerpo se sacudía. Sus piernas parecían estar hechas de gelatina, capaces de desarmarse de un momento para otro. Alzó la almohada sobre el rostro de su padre. Este lo miró con una sonrisa. –Hazlo. –Le dijo. –Hazlo por favor.

Apoyó la almohada suavemente sobre el rostro. Su padre ni siquiera se resistió. Permaneció inmóvil, esperando el momento en que todo se volviera negro y su sufrimiento acabara. Martín lloraba desconsoladamente. Sujetaba con cada vez más fuerza aquella almohada que ahogaba a su padre. Pero entonces, la arrojó a un lado de manera repentina. Su padre dio una onda aspiración, como si fuera un nadador a punto de ahogarse.

–Lo siento padre. No puedo hacer lo que me pides. –Le dijo Martín mientras se alejaba llorando.

–Vuelve aquí. –Le gritó su padre, pero él no volteó. – ¡Vuelve aquí maldito seas! Vuelve aquí mal hijo. ¡Que el demonio que me persigue también lo haga contigo maldito cobarde!

Martín se alejó. Corrió hasta su automóvil. Sus manos continuaban temblando profusamente. Le costó trabajo colocar las llaves en el encendido, pero finalmente lo consiguió. Manejó lentamente mirando aquel hospital por última vez, en el espejo retrovisor. En aquel hospital quedaría su padre. En aquel lugar moriría completamente solo, preso de una agonía y dolor indescriptibles.

Martín tomó la avenida principal, luego llegó hasta la carretera 40. Se detuvo un instante. La duda seguía pululando por su mente. Quizás debería volver. Quizás debería quedar con aquel viejo solitario en espera de su muerte. Pero finalmente, puso el pie en el acelerador y partió rumbo a su pueblo.

Condujo con cuidado. Eran casi la una cuando había recorrido casi cien de los doscientos kilómetros de camino desértico que lo separaban de la tranquilidad de su pueblo. La noche era apacible. Por lo bajo la niebla lo cubría todo, pero en lo alto, las estrellas brillaban en un cielo despejado. Alejado de toda luz artificial, las estrellas resplandecían aún más. Era una imagen realmente digna de admirar.

Condujo a una velocidad desesperantemente baja. Las desgastadas líneas amarillas se interrumpían de manera abrupta, haciendo que por poco perdiera el rumbo. Intentó sintonizar algo en la radio, pero allí, lejos de todo, ninguna emisora tenía cobertura. El sonido de la estática era lo único que consiguió oír. Conducir aquella noche, en absoluto silencio y con escasa visión, se volvió poco a poco más espeluznante.

Una fría sensación de pavor lo invadió sin razón alguna. Se sentía vigilado, como si alguien estuviera sentado en el asiento trasero, extendiendo sus largas manos para alcanzarlo. Sintió verdadero miedo de mirar por el espejo retrovisor. Pensaba que al mirar vería un rostro demoniaco mirándolo, con una sonrisa macabra. –Esto es una locura. –Se dijo a sí mismo y miró por el espejo. No había nada sentado en el asiento trasero, pero la sensación inenarrable seguía allí. Sentía la imperiosa necesidad de detener el auto, bajarse y alejarse corriendo de aquella cosa invisible que lo acechaba desde la parte posterior.

Intentó tranquilizarse. Respiró profundamente intentando alejar de su mente aquellos pensamientos sombríos, sobre todo, intentaba alejar de su mente las palabras de su padre. Lo intentó, pero no lo consiguió. Su vista volvía una y otra vez hacia el espejo retrovisor, en cada vistazo, tenía la horrible sensación de que vería algo emergiendo de entre las sombras, dispuesto a arrastrarlo hacia el infierno. Ahora estaba demasiado asustado como para dejar de mirar hacia el asiento trasero. Estaba lejos de todo, demasiado lejos para llegar a su destino, demasiado lejos para volver a la ciudad. Su miedo era tal que estaba más preocupado de asegurarse de que no hubiera algo allí atrás sentado observándolo, que de vigilar el camino. Entonces, un fuerte golpe. Había golpeado algo en aquella oscuridad. Dio un fuerte volantazo y pisó el pedal de los frenos hasta el fondo. El auto se fue hacia un lado de la carretera, derrapó entre las piedras sueltas y por poco casi cae en un pronunciado barranco. Eso hubiera sido todo. Nadie lo hubiera ayudado hasta que algún conductor hubiese visto el auto dado vuelto al día siguiente. Con el corazón palpitando como el de un caballo de carreras, descendió del automóvil. Fue hasta el frente. El paragolpes estaba manchado de sangre. Había atropellado algo en aquel desolado rincón del camino. Sobre la ruta algo se movía. Un lastimero quejido rompía el silencio de la noche. Martín se acercó despacio. Allí sobre el asfalto había un pequeño zorro, esforzándose por levantarse, pero era inútil, ya no quedaba nada desde el estómago para abajo. Sus piernas y cola solo eran una masa sanguinolenta con el marcado dibujo de un neumático.

–Dios mío. –Dijo Martín completamente asqueado. El zorro lloraba amargamente en un sufrimiento atroz. No había nada que pudiera hacer por el pobre animal. Miró a su alrededor y vio una gran roca. La tomó y se acercó al pequeño animal. Levantó la roca y cuando estuvo a punto de lanzarla con fuerza vino a su mente el rostro de su padre. Al igual que aquel pobre zorro, estaría sufriendo en una agonía infernal. La imagen de su padre suplicando por su muerte se transformó en la imagen de aquel animal atropellado. Dando un gran grito de frustración y dolor levantó la roca y la dejó caer. El cráneo del zorro hizo un sonido hueco al romperse. Las patas delanteras continuaron moviéndose cada vez con más lentitud hasta que se detuvieron por completo. Martín cayó de rodillas llorando amargamente. –Perdóname papá. –Se lamentaba desde lo más profundo de su alma.

Luego de apartar los restos de la carretera volvió a subirse a su auto y lo encendió. Se tomó unos minutos. Mientras se aferraba al volante e intentaba no llorar, recordaba los ojos suplicantes de su padre. Entonces sintió una fría sensación en su cuello, como si unos delgados y fríos dedos se deslizaran por él. Aterrado miró hacia atrás. No había nada. Estaba completamente solo. Encendió la luz de la cabina y volvió a mirar hacia atrás. El asiento estaba vacío. No había ningún rostro demoniaco observándolo. No había nada. –Tranquilízate Martín. Te estas volviendo loco. –Se intentó tranquilizar.

Apagó nuevamente la luz de la cabina. El interior volvió a quedar a oscuras. La niebla se fue disipando poco a poco. Ahora podía ver con claridad el camino. Eso resultó ser un alivio entre tanto miedo. Continuó la marcha. El camino ondulaba y se perdía entre los cerros. La luna llena se asomó por sobre las lejanas cumbres. Era realmente una noche hermosa. Martín se fue calmando poco a poco. Las estrellas y la luna brillando en el firmamento sobre él, le dieron una sensación de paz que no había experimentado en mucho tiempo. Poco a poco su temor de que algo estuviera tras su asiento esperándolo se diluyó.

Fue por eso que lo siguiente que vio lo tomó por sorpresa. Eran casi las dos de la mañana, en la noche más fría del año, a más de ochenta kilómetros de la casa más cercana. Allí, parado en medio de la nada misma, a un costado de la carretera vio algo que le heló la sangre por completo. Un grito aterrador intentó salir por su garganta, pero ningún sonido emergió. Tuvo la horrible sensación de estar en una pesadilla en la que algo aterrador sucede y uno trata de gritar inútilmente. Allí, en la soledad de la noche invernal había alguien parado en la horilla de la ruta. Al principio pensó que quizás era solamente un demente, pero a medida que se acercaba descubrió la horripilante verdad. Aquello no era humano. Era una figura completamente negra, alta, mucho más alta que una persona. Tenía la espalda horrendamente encorvada. De sus manos emergían largos y huesudos dedos. En su rostro cadavérico dos penetrantes ojos refulgían en un rojo intenso. Aquellos ojos solo podían describirse como algo salido del mismísimo infierno. Su boca huesuda y negra estaba abierta en una mueca grotesca, como si su mandíbula estuviera desencajada en un alarido espectral. Y de su cuello fulguraba un collar de llamas que parecían danzar sobre el cuerpo demoniaco de aquel grotesco ser.

Martín intentó gritar presa de un ataque de pánico repentino e incontrolable pero no lo consiguió. Su cuerpo comenzó a estremecerse como si tiritara de frío. Aquella criatura lo observaba entendiendo sus largos brazos en su dirección. Aquellos ojos parecían atravesar hasta el fondo de su alma. Aunque solo pasaron unos segundos durante los cuales el automóvil pasó junto a esa horrible criatura demoniaca, parecieron horas. El miedo y la desesperación que lo invadieron hicieron que por poco se desmayara. Todavía temblando de manera incontrolable pisó el acelerador a fondo sin poder dejar de mirar por el espejo retrovisor como aquellas llamas y las dos refulgentes esferas que eran los ojos de aquel demonio brillaban a lo lejos.

Una horrible sensación de frío intenso lo invadió, aquella misma sensación que había sentido cuando estaba junto a su padre. Intentó calmarse. Intentó pensar que todo había sido producto de su imaginación, después de todo había experimentado demasiado estrés, demasiada culpa, demasiada pena. Todo ello podría haber causado un atisbo de locura. Quizás todo lo malo que le había ocurrido se había proyectado en una forma pavorosa pero irreal. Intentó, pero no lo consiguió. Su miedo era demasiado real. Por debajo de su ropa podía sentir como sus bellos se erizaban y como se le ponía la piel de gallina. Su corazón parecía que saldría de su pecho en cualquier segundo. Miró nuevamente por el espejo, solo vio oscuridad. Solamente estaba la carretera extendiéndose por entre los desérticos cerros.

–Tranquilízate Martín. –Repetía una y otra vez, pero a su mente vinieron de manera persistente las últimas palabras de su padre “¡Que el demonio que me persigue también lo haga contigo maldito cobarde!”

Todavía estremecido por el terror, con una horrible sensación fría y espectral recorriendo su nuca, avanzó otros diez kilómetros. Faltaban solo setenta kilómetros más de aquella carretera para llegar a la seguridad de su pueblo perdido entre la grandeza del desierto Sanjuanino. Manejaba lo más rápido que podía. A pesar del peligro de las curvas cerradas y de los profundos barrancos a los lados del camino, el velocímetro no bajaba de los cien kilómetros por hora. El auto subía y bajaba las lomadas a gran velocidad. La desesperación por salir de aquel tétrico lugar lo impulsaba a ir más y más rápido.

Fue en ese momento que los faros del automóvil iluminaron una pequeña silueta arrastrándose por el asfalto. Era un pequeño zorro, arrastrando su pequeño cuerpo ensangrentado. Alguien lo había atropellado. A Martín le pareció una locura aquella idea que vino a su mente. Aquel animal era el mismo que había atropellado. El pavor nuevamente lo invadió al darse cuenta que el cráneo del pequeño zorro estaba aplastado exactamente en el mismo lugar donde había dejado caer aquella gran roca. La repulsión que sintió en ese instante que, de manera casi involuntaria, sus manos dieron un fuerte volantazo hacia la derecha. El auto venía a tanta velocidad que perdió el control apenas las ruedas salieron del asfalto.

El vehículo comenzó a girar de manera estrepitosa y se deslizó por la ladera de un barranco dando tumbos. Dentro de la cabina, Martín solo pudo cerrar los ojos mientras todo se daba vuelta. La bolsa de aire se activó dándole un fuerte golpe que le fracturó la nariz. Su cabeza quedó prisionera entre la bolsa de aire y el asiento, mientras las cosas de la guantera volaban en todas direcciones.

El techo se aplastaba cada vez más con cada golpe. Los vidrios estallaron y los trozos se esparcieron como una lluvia por todo el interior. Un gran trozo se clavó en el brazo izquierdo casi atravesándolo por completo. La sangre comenzó a fluir inmediatamente.

Martín solo gritaba desesperado, esperando que todo terminase. El auto finalmente se detuvo ladera abajo, muy lejos de la carretera. Las ruedas quedaron hacia arriba mientras él quedó suspendido de cabeza. La sangre fluía incesante desde la herida en su brazo y desde su nariz rota e hinchada.

Cuando abrió los ojos solo pudo ver oscuridad. Todo su cuerpo le dolía horriblemente. La sangre comenzaba a acumularse en su cabeza. Comenzó a gritar inútilmente. Estaba demasiado lejos de toda ayuda. El miedo y la desesperación iban en aumento. Intentó una y otra vez soltarse el cinturón de seguridad que lo mantenía cautivo. Con su brazo derecho atrapado por la bolsa de aire, intentó hacerlo con su brazo izquierdo. Al flexionarlo levemente, el vidrio incrustado en su bíceps se hundió aún más en su carne. La sangre fluía más y más. Si no lograba soltarse se desangraría ahí mismo. Pero la hebilla estaba fuera de su alcance, si la intentaba alcanzar el trozo de vidrio atravesaría su brazo por completo. El dolor en su herida iba aumentando en intensidad, la sensación punzante y la calidez de la sangre emergiendo en grandes borbotones le hicieron comprender que no tenía alternativa.

Volvió a doblar su brazo intentando alcanzar la hebilla, el extremo del vidrio presionó contra su pecho mientras la punta se hundió más en su bíceps. Podía sentir el vidrio abriéndose paso mientras intentaba librarse del cinturón. Gritó horriblemente cuando el vidrio atravesó por completo su brazo y el otro extremo le cortaba entre las costillas. Estremecido por el dolor, con sus dedos temblorosos tanteó la hebilla.

–Por favor. Por favor. –Clamaba para que de manera milagrosa la hebilla se soltara y lo liberara. – ¡Vamos! –Continuaba gritando mientras sus dedos débiles presionaban el botón rojo que lo soltara. Finalmente la hebilla cedió y Martín cayó pesadamente golpeándose contra el techo del automóvil. Completamente adolorido permaneció allí, con la cabeza en el suelo y sus piernas extendidas hacia arriba. Con sumo cuidado, lentamente retiró el vidrio de su brazo dando un lastimero alarido de dolor. Junto con el vidrio salió un gran chorro de sangre que parecía haber sido eyectado desde una jeringa.

La cabeza le daba vueltas. Su cuerpo estaba completamente entumecido del dolor. Por las ventanillas sin vidrios comenzó a entrar el gélido aire del exterior. Pronto se encontró temblando de frío.

Cuando su corazón dejó de palpitar preso de una taquicardia incontrolable, se arrastró como pudo para salir del automóvil. Los trozos de cristal dispersos en el suelo le laceraban las muñecas a medida que se impulsaba con dificultad. Finalmente pudo salir. Se dejó caer en el arenoso y frio suelo del desierto. Jadeante miró a su alrededor. No había nada. Solo oscuridad, rocas y arena. La luna se elevaba en lo alto majestuosa, como un gigantesco ojo que todo lo observa. Martín se quitó la campera para ver su herida. La sangre surgía sin control. Rompió un trozo de su remera y envolvió el profundo corte que atravesaba su carne de lado a lado. Luego volvió a ponerse la campera mientras su cuerpo tiritaba y su aliento se convertía en un espeso humo blanco.

Miró hacia arriba, por encima del auto volcado. Había caído más de cien metros por una ladera que de haber sido un poco más empinada, no hubiera sobrevivido. Con dificultad se puso de pie. Sus piernas se estremecían. Se dispuso a caminar cuando un horrible sonido lo sobresaltó. Escuchaba pisadas, pequeñas pisadas a su alrededor.

– ¿Quién anda ahí? –Gritó aterrado. Las pisadas continuaban. Se escuchaban en todo su alrededor. Pequeñas y rápidas pisadas corrían en todas direcciones. De pronto vio un par de ojos brillar en una tonalidad amarillenta reflejando la luz de la luna. Los pequeños ojos se acercaron. Frente a él se hallaba un pequeño zorro, mirándolo expectante.

– ¡Fuera de aquí maldito animal! –Gritó con todas sus fuerzas, pero el animal siguió acercándose. Aterrado Martín retrocedió. El zorro continuó avanzado. Se detuvo sobre una mancha que se había formado con la sangre que caía desde la herida del pobre hombre. La olfateo. La expresión del hocico del animal cambió. Sus brillantes colmillos aparecieron. Su lomo se erizó, como si estuviera a punto de atacar.

Horrorizado Martín retrocedió sin poder dejar de mirar aquella pequeña bestia que se acercaba. Débil, todavía sangrando, caminaba de espaldas hacia la ladera. Necesitaba subir hasta la carretera, si tenía suerte quizás algún otra alma perdida pasaría por allí. Caminó de espaldas hasta que su pie se hundió en un pequeño hueco. Su tobillo se dobló en una posición imposible y Martín cayó pesadamente.

Adolorido, mientras intentaba levantarse, sintió los pequeños colmillos hundiéndose en su mejilla. Aterrado dio un alarido de espanto. Tomó una piedra y golpeó al animal que corrió chillando hasta perderse en la oscuridad. – ¡Maldito animal! –Maldijo mientras se tomaba el rostro con su mano derecha. La sangre brotaba desde donde los dientes se habían hundido.

Se levantó como pudo. Miró hacia lo alto de la ladera. Se disponía a subir cuando nuevamente sintió las pequeñas y agiles pisadas a sus espaldas. Miró con furia listo para lanzarle una roca a aquella pequeña y condenada bestia. Pero lo que vio hizo que su ira se transformara en espanto. Frente a él, brillando con el reflejo de la luna había decenas de pares de pequeños ojos amarillo lo miraban fijamente.

– ¡Fuera de aquí! –Gritó mientras arrojaba una piedra hacia la oscuridad.

Los pequeños ojos continuaron acercándose. Martín, completamente horrorizado comenzó a subir la ladera. Los pequeños ojos de aquellos animales se detuvieron junto al vehículo. Permanecieron allí fijos en él, esperando.

Con su tobillo doliéndole endemoniadamente, la sangre brotando de su brazo, su nariz y la mordida en su mejilla, continuó subiendo con dificultad. Le costaba trabajo, por momentos parecía que caería desplomado, pero el miedo de terminar allí, devorado por pequeñas alimañas en medio de la nada, lo impulsaban a seguir. Faltaba poco, su vista se turnaba entre la cercana cima de la ladera y el fondo donde aquellos malditos zorros estaban allí esperando, sentados como pequeños perros esperando que su amo les sirviese la comida. Continuó subiendo, ya podía ver el borde de la barandilla al costado de la carretera. Estaba a punto de lograrlo. Miró otra vez hacia abajo, los zorros caminaban impacientes de un lugar al otro, desesperados por hundir sus colmillos en su carne.

– ¡Malditos sean! ¡No obtendrán nada de mí asquerosos animales!

Volvió a posar su vista en la barandilla. Pero entonces nuevamente lo vio. Allí arriba, con sus largos dedos sujetando el frio metal y su siniestro rostro asomando hacia el abismo estaba aquel horrible ser. Sus ojos rojos resplandecían. El fuego alrededor de su cuello era más intenso, como un incendio fuera de control. Aquella demoniaca mueca que dibujaba su mandíbula esquelética y desencajada parecía estar gritando en un lamento siniestro. En lo profundo los zorros se inquietaban. Corrían de un lado a otro frenéticos.

Martín no pudo gritar, ni siquiera podía respirar. Su boca permaneció abierta del espanto. Aquel ser levantó su gran cuerpo y cruzó la barandilla. Comenzó a descender lentamente. Martín dio un paso hacia atrás y perdió el equilibrio. Cayó rodando ladera abajo. Las rocas golpeaban su maltrecho cuerpo. Su antebrazo derecho hizo un horrible chasquido cuando el hueso se rompió al golpear contra una gran roca. Martín continuó rodando hasta el fondo. Se detuvo cuando su cuerpo golpeó el frio metal del automóvil. De su brazo asomaba la punta brillante y blanquecina del radio. Martín gritó, gritó con todas sus fuerzas. Miró hacia arriba, aquella monstruosidad descendía lentamente, mirándolo con aquellos ojos demoniacos, casi como si disfrutara de su sufrimiento.

Martín intentó pararse pero sintió un horrible dolor en su pierna. Al mirar vio un zorro mordiendo su pantorrilla y estirando su carne con fuerza intentando desgarrarlo mientras otro saltaba y le mordía su brazo herido. Aterrado, le dio una fuerte patada al zorro que le mordía la pierna. Al que le aprisionaba el brazo lo sujetó con la mano izquierda y lo arrojó con fuerza hacia la oscuridad. Los demás zorros corrían de un lado a otro a su alrededor. Volvió a mirar hacia arriba, aquella cosa seguía descendiendo. Su mueca se había trasformado en una siniestra sonrisa.

Martín comenzó a correr hacia la oscuridad del desierto. Arrastraba su pierna con el tobillo herido mientras desesperado intentaba encontrar algo que lo guiase, pero a su alrededor solo había rocas y las lejanas siluetas de los cerros. Corría lo más rápido que podía, pero su corrida era apenas una caminata. Estaba demasiado débil, demasiado herido, demasiado asustado.

A su alrededor podía escuchar las pisadas y los chillido frenéticos de los zorros. Lo perseguían implacables mientras que a lo lejos veía como aquellos siniestros ojos rojos, rodeados de una intensa llamarada se acercaba poco a poco.

La sangre corría desde sus heridas, estaba a punto de colapsar. –Dios mío. Dios mío. –Gritaba aterrado mientras buscaba una manera de salvarse. Pero todo era inútil. Estaba completamente solo, alejado de todo.

Finalmente, sus piernas cedieron y Martín cayó rendido. Su corazón palpitaba con fuerza mientras horribles gritos salían de su garganta. Los zorros corrían a su alrededor. –Por favor Dios mío. Por favor. –Comenzó a llorar amargamente.

Los zorros se detuvieron. Sus ojos amarillos brillaban a su alrededor, expectantes. Martín trató de levantarse pero volvió a caerse.

–Te lo dije hijo. –Escuchó una voz familiar desde la oscuridad. –Te lo he dicho. El diablo estaba aquí. Ha venido por mí y ahora viene por ti. –Era la voz de su padre que le hablaba desde la oscuridad absoluta.

Martín levantó su vista. Allí estaba su padre. Con el rostro pálido carente de toda vida. –Por favor ayúdame. –suplicó Martín.

–No puedo hacer nada por ti. Él ha venido a llevarte como lo ha hecho conmigo.

Martín se volteó. Desde la oscuridad se acercaban aquellos endemoniados ojos rojos. Aquel demonio de la noche estaba a pocos metros. Volvió a mirar hacia su padre pero este ya no estaba. Aquel ser se detuvo junto a él.

–Por favor. Déjame ir. –Le suplicó Martín. Aquel demonio solo sonrió. Entonces sintió una mordida en su brazo. Un zorro jalaba de su hueso sobresalido. Martín gritó de dolor. Otro zorro le mordió el rostro, luego otro tiraba de sus piernas. Uno a uno más animales comenzaron a atacarlo. Martín intentó liberarse pero era inútil, pronto una jauría entera estaba sobre él, desgarrando y devorando su carne mientras el solo podía gritar. Aquel ser lo miraba con aquellos ojos siniestros listo para arrastrar su alma al infierno.

FIN


13 de Noviembre de 2020 a las 11:52 0 Reporte Insertar Seguir historia
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