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El joven caballero Sancho Saldaña, enamorado de la bella Leonor, se retira a su castillo de Cuéllar, tras fracasar las intrigas de su padre. Allí la pasión le unirá a la bella Zoraida, cautiva mora. Tras ser despechada, Zoraida, con ayuda de brujería, conseguirá que Sancho cometa las mayores impiedades.


Histórico Todo público.

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Capítulo primero

Serían las tres de la tarde un día del mes de agosto, cuando un mozo de apariencia pobre y en traje muy derrotado, después de haber atravesado el arenoso pinar de Olmedo, se sentó a las frescas orillas del río Adaja al pie de un árbol que sombreaba la corriente y convidaba a descansar. Parecía ser de edad de diez y ocho años, y aunque el polvo del camino y el calor del sol le traían algo desfigurado, su mirada era alegre, su semblante noble y su cuerpo airoso, siendo este elogio tanto más justo como menos su traje y adornos le ayudaban a merecerlo. Traía un coleto de ante tan acuchillado, roto y mugriento, que apenas se conocía de qué era; una sobrevesta que había sido de color verde, y de que aún quedaban algunos girones raídos; un sombrero tejido de hojas de árboles, las piernas y pies descalzos, y una lanza en la mano derecha, que tal parecía el palo de que venía armando, y que tenía por contera un regatón de hierro.

—Veamos —dijo al sentarse—, si aun aquí dentro del agua me mortifican también estos malditos tábanos que me persiguen.

Y entró ambos pies en el agua hasta la rodilla con mucho cuidado de no mojarse el vestido, como si lo tuviera en mucha estima y no quisiera echarlo a perder. Luego que se refrescó del fuego de las arenas y repuso de las picaduras de los tábanos, sacó un pañizuelo blanco muy limpio de un zurrón que traía, pero tan desgarrado y abierto por tantas partes que por la más pequeña le cabía el puño. Tendiólo sobre la yerba a guisa de servilleta, y exclamó:

—¡O cara camisa mía, que por tanto tiempo fuiste mi más íntima amiga, y que tan aficionado me tenías que siempre te quise tener conmigo y te traje tan a raíz de mi carne por tanto tiempo! ¿A qué punto hemos llegado, amada camisa mía, que cuando creí que de tanto andar juntos y tan apegados te habrías convertido en mi propia carne, y que éramos los dos uno mismo, hallé que de tus anchos y espaciosos vuelos no quedaba ya otra cosa que este pedazo que encontré a duras penas buscándote por mi cuerpo, y que ha venido a parar en mantel a cuenta de tus servicios! Omnia moriuntur, como decía el abad de Benedictinos que me crio. Consuélate, que por ti no se dirá al menos de tu amo que no come pan a manteles; consuélate, celosía de mis manjares, pues tal te puedo llamar, que eres más transparente que el cristal, más diáfana que el aire, y tienes más heridas que el guerrero más veterano y acreditado.

Mientras apostrofaba de esta manera al triste resto de su malograda camisa, iba sacando de la alforja las consumidas y poco apetitosas viandas que llevaba para el camino, y se entretenía en colocarlas con el mejor orden, simetría y cuidado que le era posible. Consistía su repuesto en dos o tres mendrugos de pan algún tanto petrificados, un pedazo de queso ovejuno no muy tierno tampoco, dos o tres tomates crudos, y una bota de vino blanco, aunque más llena de aire al parecer que de vino. Sacó tras esto un estoque, que no era menos larga la navaja que le servía, contemplo un rato con muestras de mucho gusto la armonía y distribución de sus platos, y empezó su ocupación gastronómica con aire desenfadado y apetitoso.

—Algo rebelde te encuentro —dijo al dar una dentellada en uno de los mendrugos, y que él presumió que le costaba un diente: no creí —prosiguió—, que después de quince días que te llevo en mi compañía, y cuando más amañado y suave de trato debía encontrarte, te hallase cada vez más duro de corazón y menos sociable. Pero ya te castigaré, y haré ver hasta dónde raya mi valor y tu presunción.

Dicho esto, clavó un diente a modo de perro de presa en el endurecido mendrugo, quedando indecisa la victoria por un momento, hasta que al fin el ruido de los demolidos coscurros, y el simultaneo movimiento de las poderosas quijadas, la declararon por el mancebo, que no satisfecho con este importante triunfo, siguió con el mayor denuedo hasta sepultar en su vientre desde el primero hasta el último de sus enemigos. Concluida esta operación, y sino satisfecho su apetito, aliviada su necesidad, se echó al río de bruces y bebió agua: lío enseguida el mantel, tentó la bota, y viendo que estaba vacía dio un suspiro, y doblándola la guardó en el zurrón con los demás utensilios de su comida. Tomó enseguida unas hojas de un libro manuscritas de buena letra en latín en que venía envuelto el queso, y tendiéndole a la larga sobre la yerba, empezó a deletrear a voces como es uso de mal lector. Luego que hubo leído un rato exclamó: ¿Y qué quiere decir todo esto? ¿Y es posible me haya costado tanto azote, y al fin y al cabo no haya podido el buen abad salir con la suya de que yo aprendiera? Aunque, a decir verdad, yo creo que él no sabía mucho más de lo que me ha enseñado. ¡O vida regalada del monasterio! ¡Cuántas veces te echo de menos! Solo por aquello de dulces, exubice dum fata Deusque sinebant, como repetía el buen abad cuando me regalaba el rostro con alguna palmada y no de las más suaves en prueba de su cariño: solo por eso conservo estas pocas hojas, de que no he podido aun entender la primera llana, y por lo que me imagino, y no sin razón, que tampoco entenderé la última. Pero, en fin, basta de lectura, y durmamos un poco hasta que caiga la tarde y me pueda aprovechar del fresco para seguir mi camino.

Diciendo esto se cubrió el rostro con el sombrero, y de allí a poco empezó a roncar con tanta fuerza y estrépito que su ronquido bastaría a despertar los siete durmientes, y aun a hacer levantar los muertos el día del juicio final.

Era entonces la hora de la siesta, y el sol en toda su fuerza abrasaba los extendidos campos de Castilla, que sí bien más poblados en aquellos tiempos, no por eso los hacía menos áridos la sequedad propia de la estación, y sobre todo desde Olmedo a Cuéllar, que era camino que a lo que parecía llevaba nuestro galán. Un bosque de pino cubre aun hoy día este camino arenoso, en que se hunde a veces la pierna hasta la rodilla, y donde el sol, quebrando sus rayos en cada grano de arena, reverbera del suelo con un esplendor tal que deslumbra, dobla el calor y aumenta el cansancio y la fatiga del caminante. Solo se oye el chirrido cansado de la chicharra y el zumbido monótono de los tábanos, y si algún soplo de viento viene acaso a mecer la copa de un pino cuando el viajero abre los secos labios con ansia para recogerlo, respira el viento abrasado de los desiertos, o un cierzo de fuego que le consume de sed y le quema en vez de regalarle con su frescura. Tres ríos, si tal nombre merecen tres arroyos ya crecidos, dividen este camino a corta distancia unos de otros, que los naturales distinguen con los nombres de Adaja, Pirón y Cega, siendo este último la línea o frontera que separa las tierras del castillo de Iscar de las de Cuéllar. El Adaja, vadeable aun en invierno, y último linde de Olmedo a Iscar, moja humildemente esta tierra, que se lo sorbe; pero en sus sombrías orillas, cubiertas de frondosos árboles, se respira ya aire más fresco, y ofrece una isla de verdura en medio de aquel desierto.

En sus riberas, pues, como hemos dicho, descansaba nuestro desembarazado mozo de la penosa marcha que había traído, y no haría aun media hora que dormía a pierna suelta cuando sintió una cosa fría que levantando el sombrero que le tapaba la cara, se refregaba contra él, al mismo tiempo que un peso en el pecho, que se removía. Abrió los ojos, y vio que era un perro mastín de gran tamaño y adornado de sus carlancas, que después de haber satisfecho su sed en el río se había llegado a olerle, y le afirmaba las manos en el pecho mientras le humedecía el rostro con el hocico.

—Voto al perro, y mal año para tu amo —gritó con enfado de verse despertar tan fuera de sazón—. ¡Quítate! Y lo empujó al mismo tiempo con fuerza echando mano al desmesurado bastón, que hemos tratado de describir.

El perro se retiró atrás dos o tres pasos gruñendo como preparándose para embestirle, y el mozo, ya puesto en pie, enarboló el palo en alto, y aguardó a su enemigo con resolución. En esta actitud estaban frente a frente coreados, cuando la voz de un hombre y un silbido llamó la atención del mastín haciéndole mudar de intento, y de allí a poco volvió tranquilamente hacia su señor, que saliendo de entre los árboles descubrió una facha muy rústica y salvaje que no dejó de sorprender a nuestro campeón. Era de poca estatura, cuadrado, ancho de espaldas, y muy fornido de miembros: sus brazos, que llevaba desnudos, estaban cubiertos de un bello tan espeso, largo y cerdoso, que parecía crines: las piernas arqueadas, sus maneras bruscas, su pelo y barba negros, siendo esta tan poblada, crecida y rizada, que le cubría todo el rostro sin dejar ver en él más que dos ojos grandes y verdes que parecía que lanzaban rayos, y acaso de tiempo en tiempo dos hileras de dientes blancos como marfil y tan juntos que parecían uno solo. No obstante, aunque su traza imponía, y aun podría decirse asustaba, no se sentía al verle aquel horror que inspira la vista de un animal feroz, y en la viveza y valentía de sus ojos se notaban quizá más señales de nobleza que de crueldad. Traía vestido un sayo vaquero y abarcas por zapatos, llevaba en la mano izquierda un arco y algunas flechas suspendidas de un cinto de cuero, que le aseguraba asimismo un hacha de armas de dimensión disforme y extraordinario peso, y pendiente de una cuerda que le rodeaba los hombros, colgaba a su espalda una bocina o cuerno de cazador. Todo esto vio y observó el roto mancebo, dudando si se pondría en defensa, o iría, o le aguardaría con tranquilidad. El primer pensamiento le pareció perjudicial y disparatado, considerando la desigualdad de sus armas; el segundo casi le pareció mejor; pero viendo que el recién venido no hacía movimiento ninguno ofensivo, y que muy lejos de eso le había evitado la riña con el mastín, se determinó a esperarle a pie firme.

El perro entre tanto llegó coleando a su amo, que alargándole la mano y pasándosela por el lomo,

—Sagaz —le dijo—, quien diablos te manda meterte con un hombre dormido: no te tengo yo enseñado a tan poca cosa. Serénate muchacho, añadió acercándose al derrotado, y descubriendo con una sonrisa irónica el marfil de su dentadura, que no parece, sino que ibas a venir a las manos con un león según lo alborotado que te pusiste.

—No me alboroto yo por tan poco, y aunque el gozquejo es de buen tamaño, no sé cómo le hubiera ido si le hubiera arrimado yo la punta de mi bastón.

—Quizá mejor que a ti —repuso el de la barba negra—, porque no hubiera encontrado en que morder sino en la carne, según lo ligera y escasamente que vas vestido.

—Es el mejor traje de verano que tengo —replicó el mancebo con desenfado.

—Y el que más generalmente todos los días a falta de otro mejor —repuso el otro con sorna.

—Me he dejado el equipaje ahí cerca por caminar más a gusto —respondió sin cortarse el derrotado mozo.

—Pareces arriscadillo y resuelto —continuó el recién venido en el mismo tono.

—Quizá más de lo que tú crees —le contestó el mancebo.

—¿Y hacia dónde se camina tan a la ligera, señor galán? —preguntó el de la barba de negra.

—Pregunta es esa —repuso el mozo—, sobre que es necesario pensar mucho antes de responder, y todo lo que yo puedo decirte es que el fin de mi camino será donde yo me pare, y que el lugar donde me quede será donde me vaya bien, y encuentre donde ejercitar mis talentos.

—Según eso no llevas otro camino que el que te dé tu buena o mala ventura, y si aquí mismo se te ofreciese un acomodado tal como tú deseas, aquí mismo te quedarías.

—Ciertamente —repuso el mozo—, aunque a decir verdad mío sé qué comodidad puede hallar un hombre como yo en medio de este desierto.

—Puede hallar —replicó el Velludo—, una colocación libre y honrosa que le ponga al igual de los señores oías poderosos, y aun le dé derecho a veces para alternar con ellos; puede hallarla tal, si le sopla el viento de la fortuna, que llegue a ser él mismo un señor, y a tener castillos, ejércitos y vasallos.

—¡Brillante colocación, amigo mío! —respondió el denotado— ¿Pero no podía yo saber qué genero de talento es preciso para entregarse con fruto a ocupación de tanta monta y tan productiva?

—No hay duda, pero antes es necesario que sepa yo quién eres, qué papel has representado en el mundo, cuál es tu inclinación decidida, y cuáles tus más aventajados talentos, que puesto me pareces mozo de disposición todavía necesito examinarte más antes de darte un honroso cargo.

—Sino viera que habláis con seriedad —repuso el mancebo—, dudaría de lo que me decía, porque a calcular por vuestra apariencia (y esto sea dicho salvo el respeto que me inspira ese colgajo de hierro que lleváis al cinto) no promete vuestra traza más ventajas al que vuestra señoría proteja que ofrece la mía (sin faltar sea dicho al respeto que merecéis), y esto dijo echándole una mirada picaresca de la cabeza a los pies, y concluyó su discurso con una profunda inclinación jocoseria.

El hombre de la barba negra se sonrió, y le miró como agradado de su desenvoltura, y dándole una palmada en el hombro le dijo:

—¡Pobre niño! ¡Cómo se conoce que aún no has visto el mundo sino por un agujero, como se suele decir, y que juzgas solo por las apariencias, sin considerar que si yo te juzgase por la tuya no te propondría en mi imaginación para empleo de tanta importancia! ¡Pobre niño! No sabes tú con quién hablas, si lo supieras temblarías en mi presencia en vez de bufonear.

—Todo puede ser —contestó el roto—, pero desde que dejé de oír en boca del abad de Benedictinos la cruel máxima de que la letra con sangre entra, no he vuelto a temblar nunca, excepto cuando me acuerdo de la sangre fría y cachaza con que ponía en ejecución su inexorable sentencia.

—Pues tengamos paz si es así —dijo el del hacha—, porque si un abad te hacía temblar con sus máximas, yo tengo algunas que si te las dijese parecería que te había quedado de pronto sujeto a convulsiones y perlesías, y así repito que tengamos paz, y sentémonos sobre la yerba, donde me contarás tus hazañas, y veré si eres digno del empleo en que he pensado ocuparte.

Y diciendo y haciendo se sentó, y tirándole del brazo con fuerza obligó a nuestro mozo a que se sentase a su lado. La impresión de la mano del de la barba negra en el brazo del derrotado, dándole una alta idea de su musculatura, le quitó la gana de chancearse, y el tono con que pronunció su amenaza le pareció que tenía un no sé qué de verdad tan expresivo, que le infundió cierto respeto, y le llenó de consideración hacia su persona.

—Pídoos perdón —le dijo—, si os he tratado con demasiada libertad, pero mi buen humor es tal, que cuando no tengo de quién hasta de mí mismo me burlo.

—Basta ya —le respondió el de la barba—, y dime cómo te llamas, que me parece que me has de acomodar para mi servicio.

Volvióle a mirar el mozo, y no le pareció hombre de muchos criados el que se le proponía por amo; pero el respeto que le inspiraba le impidió hacer más observaciones, y empezó su historia de esta manera:

—Yo me llamo Usdrobal, soy natural de León, y nunca he conocido a mis padres: cuando tuve uso de razón me hallé recogido en un convento de monjes Benedictinos, y al cargo de un abad que se empeñó en enseñarme a leer, y en que aprendiese latín. Aunque mi talento era despejado a voto de aquellos padres, yo era más inclinado al juego que no al estudio. Y como me empeñé en no aprender, me salí con la mía, y con la de no entrar en la regla, que era el piadoso intento de mi maestro. Dios me llamaba a mí por diferente camino, y así mi primera hazaña fue convertir en pájaras y otras transformaciones las hojas de una biblia que había costado diez años de trabajo a un copista, y que hallé en la celda del buen abad. Costóme esta diversión tanto azote, que tomé odio a los libros, y de aplicado que podría haber sido llegué a aborrecerlos con tanto ahínco, que determiné no volver a abrir ninguno más en mi vida, más que me fuese en ello toda mi fortuna y bienestar. Tenía ya doce años. Y era lo que se llama una alhaja: llevaba regularmente dos palizas al día, robaba cuanta fruta había en la huerta, y hacía más daño que la langosta: bebía el vino de la bodega, y siempre estaba haciendo diabluras o meditándolas. Si entraba en la cocina, me entretenía en echar ceniza en las ollas, y me reía de los gritos del cocinero y de los gestos de los buenos padres, echaba sal en las camas para que no pudieran dormir, tocaba las campanas a vuelo cuando estaban, a mi entender, en la mejor parte de su descanso, perseguía cuantos animales había en el convento desde la cuadra hasta el gallinero, y por último, hasta el respetable abad no se halló tampoco exento de mi jurisdicción. Juntábame yo con otros chicos de mi edad, que si no eran de lo mejor eran al menos de lo más malo, y como para sus empresas y las mías necesitábamos dinero, y yo siempre he tenido altos pensamientos, pagaba por todos y buscaba para todos lo necesario. El bolsillo del abad me parecía a mí inagotable, y así por esto como por las razones ya dichas le hacía yo frecuentes sangrías, hasta que le forcé a guardarlo, y le puse sospechoso de todo el mundo. Viéndome ya sin tesoro, pasé de caballero a mercader, quiero decir, que vendía lo que topaba en su celda, amén de lo que podía extraer de la dispensa cuando el dispensadero se descuidaba. Creía yo inocentemente que aquellos buenos padres no se enfadarían conmigo por tal cual friolera que a mí me pareciese bien y me conviniera para mi uso; pero me engañé; porque habiéndome atrapado en una de estas travesurillas, me llevaron a la celda del padre abad, que me echó un largo discurso sobre los inconvenientes que traía para el cuerpo y el alma el feo vicio del robo, y me hizo sentir enseguida los que traía para el cuerpo mandándome coger por cuatro robustos legos, quienes a pesar de mis gritos, patadas y mordiscos, me molieron a azotes, encerrándome además en un sótano, de donde no salí sino para dejar el convento, aunque esto no fue hasta que encojé las mulas de la labor, y satisfice a mi venganza como mejor pude y me pareció.

—No me disgusta el principio —interrumpió el del hacha—, y para tan niño hiciste cuanto se podía esperar de un muchacho bien inclinado. Supongo que no solo te saldrías del convento, sino del pueblo.

—Así fue —continuó Usdrobal—: no bien había vuelto las espaldas al claustro, cuando sin saber adónde iba, eché a correr por los campos, y no paré hasta que, fatigado de andar, y no viendo donde recogerme por ser ya entrada la noche, empecé a afligirme, me recosté contra un árbol y me eché a llorar. Ya estaba yo pesaroso y arrepentido de lo que había hecho, y no sabía si volver al convento y pedir por caridad que me recogiesen, o qué hacer de mí, sin conocer el mundo, muerto de hambre, solo, y en medio de un monte; pero el temor de ser desollado vivió por mis hazañas, y la imagen de los cuatro legos se me representó tan al vivo, que deseché al momento esta idea como un mal pensamiento, y resolví morir primero que verme otra vez objeto triste de su injusto resentimiento. Aunque no había dormido casi nada la noche antes ocupado en mis venganzas, y había caminado sin descansar todo el día, el hambre había desterrado el sueño de mis ojos de tal manera que los tenía más abiertos que una liebre, y todo era acordarme de la buena mesa que había perdido, y de la imposibilidad en que me hallaba de cenar por entonces, y aun de comer en mucho tiempo, a lo que yo no sin pesadumbre me imaginaba, estando en estos melancólicos pensamientos, y registrando a un lado y otro por si veía alguna luz que me encaminara, vi venir por la falda del monte dos luces hacia donde yo estaba, y que a pesar del deseo que tenía de hallar alguna que me sirviese de guía, no dejaron de imponerme un poco, de hacer pensar a mi sobresaltada conciencia si sería cosa del otro mundo. Púseme en pie, al instante, y poco después vi dos hombres cada uno con un hacha encendida y armados de punta en blanco que acompañaban unas andas, que traían suspendidas otros dos marchando con mucha lentitud por no incomodar al caballero herido que venía en ellas; detrás venía otro soldado a caballo con uno del diestro, que era del caballero, según supe después, y que iba todo encaparazonado de hierro; llegaron adonde yo estaba, y uno de los soldados dijo en viéndome: “Aquí está justamente un chico que podrá ir a avisar al castillo para que todo esté dispuesto a la llegada de nuestro amo”. Y habiendo convenido todos en mi utilidad, me dieron las señas del castillo, y me enviaron de mensajero. Llegué al castillo, y después de haber desempeñado mi comisión, aguardé la venida del dueño de la fortaleza, que aquel día no sé con qué intención había tratado de saltar con su caballo de más alto que lo que es permitido saltar sin hacerse daño, y se había quebrantado cuantos huesos tenía en su cuerpo. Todo estaba ya arreglado, y sus gentes en movimiento cuando él llegó; entraron sus soldados, acostáronle en su cama, y nadie se volvió a acordar de mí, ni yo me atreví a preguntar nada a nadie. Llegó la hora de cenar, sentáronse todos a la redonda, y empezaron a dar del diente con tanta gana que se redoblaron las mías. Nadie me había convidado, ni aun me habían echado de ver, lo cual, visto por mí, deliberé sentarme también, y empecé a comer con ellos con el mayor desembarazo del mundo. Miráronme todos y algunos se sonrieron, pero uno de muy mala cara y muy serio, después de haberme mirado de hito en hito largo rato sin pestañear, preguntó si yo era espía, para en ese caso colgarme de una almena en menos tiempo que había tardado en decirlo. Respondí al momento que no, y casi me quitó las ganas de cenar la preguntar de aquel buen hombre; pero habiendo explicado el motivo de hallarme en la fortaleza, y viendo alguien allí de los que me habían enviado, atestigüé con ellos, conté mi historia y quedaron muy complacidos. Diéronme ocupación al momento, y me recibieron todos por su criado; procuraba yo servirles en un principio lo mejor que podía, pero como eran tantos y yo uno solo, el servicio iba siempre atrasado; ellos me maltrataban, y yo, que empezaba a disgustarme de servirles de dominguillo, dejé rodar la bola, y propuse hacerme hombre de armas para darles a entender que no sufría más pulgas que las que no me podía echar de encima. Habían ya pasado dos años, y tenía yo diecisiete: no había cosa buena ni malo que no supiera; manejaba la espada, el arco y el caballo tan diestramente como el mejor veterano, me habían dicho algunas mozas que tenía aire de caballero, y no deseaba más que una ocasión de señalarme. La primera que se me presentó fue justamente con el que me quiso colgar de espía la primera noche. No se me había olvidado su buen deseo, y hacía mucho tiempo que así por esto, como por algunos malos tratos que había experimentado de él, le andaba buscando quimera, un día se me proporcionó su caballo. Era uno de los mejores que había en el castillo, y él lo quería como a las niñas de sus ojos; uno de los que yo cuidaba riñó con él y le acertó un par de coces tal que le dejó cojo. El veterano que lo vio, echándome a mí la culpa, tiró de la espada, y se vino a mí decidido a probar el temple de mis costillas. Tiróme una cuchillada que le paré con un palo que hallé a la mano, y a tiempo que levantaba el brazo para segundarme con otra levanté el palo y le acerté un garrotazo en la sien tan de lleno, y aplicado con tanta fuerza, que cayó en el suelo cuan largo era. No me entretuve en ver si estaba muerto o aturdido del golpe, sino ensillando un caballo monté en él, y fingiéndome portador de un aviso de mucha importancia pasé el puente levadizo, y en llegando al campo dejé al animal la rienda libre, y hui por donde quiso llevarme. Anduve dos días, y al tercero caí en una emboscada de moros, que después de haberme quitado el caballo y cuanto llevaba, me dieron cien palos, y me dejaron por muerto. Recogióme un pobre pastor que se compadeció de mi juventud, y luego que estuve curado dispuse mi viaje a Cuéllar, donde pienso entrar en el cuerpo de aventureros que mantiene el dueño de aquel castillo.

—Amo muy sombrío y melancólico te ibas a echar sino me hubieses hallado aquí —dijo entonces el de las barbas—, porque Sancho Saldaña es más oscuro que la más oscura noche de invierno.

—Si, eso dicen, y…

—Y si fuera eso solo, pero no me toca a mí hablar mal del que me ha proporcionado más de una ocasión de lucirme en mi facultar. Ya le conocerás si sigues conmigo algún tiempo.

—¿Con que tenéis relaciones con él? —preguntó el mozo.

—Y tantas —replicó el del hacha—, que puedo decir no hace cosa alguna sin consultarme, y aun sin valerse de mí en la mayor parte de las que emprende. Pero no preguntes más, que has ver maravillas si te enganchas en mi servicio. Solo te aconsejo si entras en él, que hables poco y hagas mucho, porque entre mis gentes una palabra suele costar la vida, y la acción más reprensible del mundo no vale la pena de que piensen un momento en ella.

—Pues señor —exclamó Usdrobal—, dicho y hecho: aunque no os conozco soy vuestro, no sé qué tenéis que parecéis digno de mandar hombres de mi disposición: manos a la obra, y ya veréis que no os dejaré mal en ningún peligro, que aunque nada habéis dicho presume que sobrarán.

—Sobrarán —respondió el del hacha—, en donde alcances la estimación de tus compañeros, y adelantes en tu carrera. Ahora…

Apenas había dicho esto, cuando dos silbidos que venían del otro lado del río interrumpieron su conversación y el de la barba negra se levantó, y mirando hacia donde se oía, vio venir a Sagaz, que se había alejado mientras hablaban, corriendo hacia él y ladrando con la intención de avisarle.

—Vamos —dijo su amo a Usdrobal—, ven conmigo, y no te extrañes de lo que veas, por raro, malo o bueno que te parezca.

—Vamos —repuso Usdrobal—, que ya te he dicho que tuyo soy.

Y así diciendo siguió los pasos de su nuevo amo, vadearon el río, y de allí a poco se perdieron de vista entre los pinares de la otra orilla.

18 de Septiembre de 2020 a las 16:45 0 Reporte Insertar Seguir historia
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