unacaracolamas Andrea Correa

"(Ana)rexia" es una historia muy personal mía, ya que está contada según mis vivencias. La anorexia, también conocida con el seudónimo de Ana; tanto como la bulimia, conocida con el seudónimo de mia, son unos de los trastornos alimentarios más conocidos en el mundo; donde las personas que lo padecen buscan el cuerpo perfecto, pero ¿qué es el cuerpo perfecto y dónde lo puedes encontrar?


Historias de vida No para niños menores de 13.

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(Ana)rexia

Cuando cumplí once años, recuerdo haber estado contemplando la ciudad a través de mi ventana. La puesta de sol alertaba de la inminente noche, pero los niños seguían jugando al fútbol en la plaza y gritaban exaltados cada vez que marcaban un gol. Para ellos todo era un juego, simulaban ser los próximos futbolistas profesionales que salían en la televisión y disfrutaban con ello.

La noche apareció como la lluvia en un día de tormenta, tan previsible y tan hermosa. La luna danzaba al son de las estrellas y parecía tan joven vestida con su mejor gala, que terminé admirándola en mi propia soledad. Recuerdo limpiarme las lágrimas e imaginarme que yo era aquella luna; por más solitaria que me sintiera, siempre tenía a las estrellas bailando a mi alrededor. Qué necia fui al creérmelo.

Mi teléfono vibró en la mesa y las notificaciones gritaron ansiosas porque las leyeran. Lo cogí como mi más precioso tesoro y las observé en silencio. Un pedazo de mi corazón se desprendió de mí de inmediato. Volvían a ser los mismos mensajes que herían a mi orgullo y a arrancaban, salvajemente, cada sensación de paz y tranquilidad. Apagué la pantalla y me recosté sobre la cama. La sábana se había ahogado entre mis lágrimas, mi mente gritaba por auxilio; pero me mantuve callada.

Me metí en la cama, completamente rota, y me dormí entre historias de fantasía, dónde yo era la princesa y alguien venía a rescatarme.

El tiempo siguió pasando y el dolor aumentó con creces. Las notificaciones se volvieron más mortíferas, algunas me deseaban cosas que ni siquiera la persona más rota podría imaginarse. Mi corazón ya había dejado de latir, pero yo seguía luchando por mantenerme a flote. El naufragio de mi mente había ocasionado estragos en mi percepción de la vida; a penas sostenía la coherencia de mis acciones. Ya no importaba el dónde ni el cuándo, sólo quería desaparecer.

Recuerdo haberme alejado de mi familia hasta, tal punto, de no salir de mi habitación. El dolor que sentía dentro del pecho no me permitía respirar, el tiempo era mi peor enemigo y la habitación era mi fiel compañera, quién escuchaba mis llantos por la noche y quien me cubría de todo aquello que me perjudicaba.

Cuando cumplí trece años y, cuándo más sola me sentía, Ana apareció en mi vida con una gran sonrisa. No hablaba en aquel entonces, pero la permití abrazarme. Sentir su piel contra la mía hizo que saltaran chispas en mi interior, me sentí querida. Si tan sólo Ana pudiera salir de aquel cristal.

Con el paso del tiempo, Ana me hizo ser más fuerte y, a su vez, ella se hizo más fuerte. Ya no se quedaba callada cuando más sola me sentía, me decía que todo estaría bien, que confiara en ella. Siempre me aconsejaba de lo que tenía que hacer.

—Tienes que ir al gimnasio y perder esa grasa que tienes,—me dijo una vez. —así la gente te querrá.

La hice caso, sentí que por fin alguien me ayudaría a tener amistades. A reforzar mis relaciones sociales y que, al fin, no fuera esa chica marginada que cambiaba para ser alguien en el instituto.

Los días en el gimnasio fueron olas de paz en mi cabeza. Ana seguía hablándome en cada cristal, me decía que al día siguiente hiciera más esfuerzo y que ya pronto estaría rodeada de personas que me querrían de verdad. Cada día que pasaba, Ana se estaba haciendo más fuerte y apenas distinguía su voz de la mía. Ella ya estaba hablando por mí, pero no me importaba.

Empecé a tener amigos que me hacían reír y pude saber lo que era salir a la calle sin tener miedo de no ser nadie. Ni siquiera ellos se dieron cuenta de mi capa falsa, de que Ana estaba tomando el control de mi cabeza y de mi pérdida de peso; disfrutaba cada segundo y yo lo hacía con ellos.

Los días seguían pasando, Ana me seguía abrazando en la intimidad y me daba consejos que nunca podría conseguir yo sola.

—Ten cuidado, estás descuidando tus días de gimnasio por quedar con ellos. — Su voz hizo eco en mi cabeza. —Al final van a volver a dejarte de lado y no queremos eso, y lo sabes.

Asentí a mis pensamientos y, al día siguiente, volví al gimnasio con muchas ganas. La felicidad escondía el dolor físico y la presión en el pecho; pero no me importaba, porque, en el fondo, sabía que Ana tenía razón. Tendría que sufrir para volver a ser feliz.

Un día de junio, el curso ya había terminado y las notas ya habían llegado a casa. Me sentía feliz por mis logros por lo que, y sin pensarlo, me fui a celebrarlo con mis amigos yendo a comer a un establecimiento de comida rápida. Que estúpida fui.

Nada más terminar de comer, Ana gritó en mi interior. Mi cuerpo comenzó a temblar, mi estómago se revolvió como el mar en medio de una tormenta. Las olas de náuseas azotaron mi estómago y tuve que irme de la celebración. Al llegar a casa, mis padres me esperaban con una sonrisa y múltiples abrazos. Ana fingió alegría en aquel momento, no quería que nadie se diese cuenta de su presencia porque, si lo hacían, nos separarían.

—Oye, Ana,—dije—¿por qué no puedo presentarte a mis padres? Seguro que les caes bien.

—Ya sabes lo que pasará si me los presentas.—me respondió con tristeza. —Nos separarán y ya no podremos hablarnos. Me alejarán de ti de una forma horrible y eso, a la larga, será un detonante para ti. No quiero que sufras, quiero que te quieras y te veas tal como yo lo hago.

—Lo sé, pero...

—Pero una cosa te digo,—su voz cambió drásticamente—si quieres que la gente te vea como yo lo hago, tendrás que dejar de comer esas porquerías que hacen sufrir a tu cuerpo. No me gusta y a ti tampoco debería gustarte.

Asentí con tristeza. Sabía que Ana tenía razón, no podía comer aquello que me destruía lentamente. Y una vez más, Ana ganó otra batalla.

Los días seguían pasando, ya tenía catorce años y mi cuerpo se había destruido por completo. Mis huesos gritaban por sustento, mi estómago rugía por cada olor de comida recién preparada y los mareos eran mi pan de cada día. Las clases se me hacían eternas, la anemia comenzó a afectarme pero nadie se dio cuenta de lo que me sucedía. Para ellos, todo estaba bien.

Los profesores mantenían la distancia, querían hablar conmigo pero nunca se lo permitía. Cada vez que hacían preguntas, Ana respondía que todo estaba bien, que era su imaginación. Que yo estaba bien. Ana fue tan convincente, que hasta ellos se creyeron el falso testimonio de Ana.

—Cariño,—Ana ya respondía con mis labios. Me convencía de todo. —Creo que es hora ya de que dejes de comer. Has engordado y no me gusta como te estoy viendo. No pienso permitir que tengas ese aspecto.

Los quince habían entrado demasiado rápido. Cuarto de la E.S.O se hizo demasiado duro para mí, apenas me podía mantener en pie. Mi dieta se basaba en agua y en alimentos casi nulos. Las tardes de gimnasio me ayudaban a despejar la mente y a callar las voces de Ana. Ya me dolía escuchar sus enfados y sus protestas, hacía las cosas que ella me decía para no volverla a escuchar. Mi cabeza gritaba auxilio pero nadie le hacía caso.

Mi rostro estaba empapado de lágrimas, ni el maquillaje podía ocultar el dolor que intentaba esconder. Mi delgadez se hizo notar en las clases, los cuchicheos se hicieron eco en el instituto y Ana se volvió mucho más agresiva.

Las personas hablaban de mí a mis espaldas, los profesores comenzaron a hacer más preguntas de las que me gustaría. Mi madre comenzó a hablar con ellos, buscaban cualquier tipo de ayuda y Ana me agredía mentalmente. Comenzaron los insultos de su parte, las voces comenzaron a hacer presencia en mi cabeza, me gritaban que acabara con todo aquel sufrimiento, que ya no aguantaba más.

—Te dije que todo acabaría mal, te dije que no podían conocerme. —Exclamó en mi cabeza. —¡Todo esto es por tu culpa! Ahora van a separarme de ti y me quedaré sola. ¡Es tu jodida culpa!

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos, el baño del instituto comenzó a ser mi aliado en los descansos. Mi media mañana siempre acababa en el cubo de la basura, tan solo quería hacer feliz a Ana; pero ella parecía empezar a odiarme. Las personas que creí que eran mis amigos comenzaron a alejarse de mí, las reprimendas de Ana juzgaron a mi cuerpo y el dolor se volvió inhumano. El pecho me dolía, no podía respirar y sentía que me ahogaba en un mar infinito. El primer ataque de ansiedad apareció.

Ese día desperté con una ambulancia afuera del centro y cuatro enfermeros buscando síntomas que pudieran ayudar a su diagnóstico.

—Esta chica está sufriendo apnea ahora mismo. —dijo uno de los enfermos.

—Escúchame, niña,—dijo otro—tienes que inspirar y exhalar. Tranquila, puedes respirar bien.

Pero Ana volvió a aparecer. Me dijo que no tenía que respirar, que así acabaría con todo mi sufrimiento. Me dijo que todo estaría bien, que si dejaba de respirar siempre iba a estar con ella. Las voces se unieron a su plegaria.

Los días siguieron pasando en el calendario, el verano se aproximaba y los médicos no decían nada. Siempre afirmaban que sufría de depresión y Ana, felizmente, se alegraba de aquel diagnóstico. No la habían descubierto, a pesar de mis llamadas de auxilio. Quería que desapareciera, ya no quería que fuera dueña de mi cabeza. Quería volver a ser yo, no quería ser la marioneta de ella. Pero siempre supe que no iba a tener un final feliz.

El verano pasó con sufrimiento, agosto entró aún con más dolor. Mis brazos se habían llenado de tatuajes que no quería que descubrieran, Ana era aún más fuerte que nunca. Manejaba mi cuerpo tal y como ella quería. Aparentaba que volviera a la normalidad, pero, después, me obligaba a hacer mucho más ejercicio. Convenció a mi madre de volver al gimnasio, me mataban las horas y las agujetas eran insoportables.

Los huesos se pronunciaban en mis caderas, cintura y costillas. Apenas podía ir en bikini sin sentir vergüenza por mi cuerpo, el espejo me devolvía la imagen equivocada. Quería ir al gimnasio, quería silenciar a Ana durante unos minutos, quería despejar la mente y volver a casa para seguir haciendo ejercicio. Era la única manera, no había otra manera.

Ana se había vuelto agresiva, sus insultos hacían mella en mi cabeza, ya no quería escucharla. Gritaba por auxilio, pero mi boca parecía estar sellada; Ana no me lo permitía.

Bachillerato entró con fuerza, las personas se distanciaron de mí. Ya no quería relacionarme, solo quería estar en casa silenciando a Ana. Mis estudios decayeron demasiado, mis notas ya no eran las de antes. Los suspensos enloquecieron a Ana, seguía gritando por ayuda de cualquier manera pero nadie parecía darse cuenta.

El calendario seguía pasando las hojas, los horarios descolocan a mi cabeza y apenas podía centrarme en nada.

Hasta que un día mis súplicas hicieron eco en el instituto. Recuerdo estar en clase de matemáticas, mi profesora daba las clases alegremente y convencida del aprobado; mi compañera comenzó a marearse. Me presenté voluntaria a acompañarla fuera sin saber de lo que el futuro me depararía.

Senté a mi compañera en el suelo, yo me senté junto a ella. Intentaba mantenerla despierta, hablaba con ella de las cosas de la vida. Me sentía feliz porque yo la escuchaba y ella me escuchaba a mí. Nos reímos y sentí que se estaba mejorando.

—No tienes buena cara, eh. —Me dijo. Sonreí ante su comentario, pero lo negué rápidamente. No me di cuenta hasta que comenzó la pesadilla. Mi vista se había nublado nada más salir de la clase, mi cuerpo comenzó a sentirse pesado. Mi estómago rugía de hambre, mi corazón latía demasiado lento. Intenté levantarme, me apoyé en la pared y comencé a andar hasta la puerta cerrada de la clase. A medio camino, mis piernas fallaron y caí al suelo.

Recuerdo escuchar a mi compañera levantarse del suelo y gritar. Escuché a la puerta abrirse y a la profesora, alarmada, preguntar qué había pasado. Y ahí, mis sentidos dejaron de funcionar. La oscuridad comenzó a reinar todo mi cuerpo y Ana se reía en el fondo.

Desperté en enfermería, me dolía la cabeza. Mi cuerpo se sentía demasiado pesado, pero pude sentir una máquina conectada a mi dedo. El sonido de las pulsaciones alarmaron a la enfermera, me dijo que mi corazón latía lento. Me hicieron la prueba del azúcar y, ¡qué gran misterio! Dio baja.

Mis compañeros corrieron a comprarme un bocadillo. Avisaron a la enfermera de que llevaba varios días tirando la comida y que, posiblemente, por eso estuviera así. Llamaron a la orientadora, me hicieron demasiadas preguntas. Mi cabeza seguía doliendo, Ana volvió a estar agresiva. Me habían obligado a comer y, por el hambre, devoré el bocadillo en cuestión de segundos. Ana me reprimió por mi acción, me hizo sentir basura.

—¡Nos han pillado, joder!—Gritó Ana. —¿Has visto lo que has hecho? Nos van a separar, ahora sí que nos van a separar. ¡Y todo esto por tu jodida culpa! Ahora voy a tomar el mando yo, se acabaron las tonterías. No pienso que jodas todo esto, no me quiero ir de tu lado. Te quiero tanto que no quiero que te hagan daño. Y esas personas de bata blanca te lo van a hacer, te van a hacer mucho daño.

El año del curso ya había terminado, se avecinaban las recuperaciones. Los psicólogos no decían nada pero mi madre ya estaba asustada. Había estado observando mi comportamiento en la distancia, sabía que algo malo estaba pasando y no pudo hacer nada. Se sentía culpable de que su hija estuviera sufriendo como lo estaba sufriendo. Ella ya sabía de las noches escondida en mi cama, llorando como nunca e intentando silenciar a Ana de cualquier forma. Ella se había dado cuenta de mis llamadas de auxilio, pero los médicos nunca solucionaron nada.

Un día, mi madre mintió a Ana. Nos dijo que íbamos a ir de compras, que todo estaría bien, que me quería. Pero aparecimos en un hospital de Madrid. Ana se alarmó y se puso demasiado violenta, me insultaba, me decía que me iban a hacer daño; pero yo dejé de escucharla. Necesitaba esa ayuda. Necesitaba a los médicos.

Pasé a la consulta de psiquiatría. Un doctor de bata blanca me esperaba con las manos entrelazadas. Sus ojos azules me observaron y sentí, en cierta manera, que estaba observando mi alma y a mi extraña compañera. Las preguntas se tornan incómodas, Ana respondió alguna que otra; otras, me quedaba, simplemente, callada. No sabía qué responder, no sabía cómo alertar de lo que me pasaba sin que Ana no tomara represalias.

El doctor me dijo que pasara a enfermería, que me iban a hacer pruebas. Yo no dudé en ningún segundo, pero Ana sí. Ana se quedó callada, supo que la habían pillado y que ahora todo iría en otra dirección.

Las pruebas fueron simples, pero localizaron muchas cosas. La alerta de los latidos de mi corazón advirtieron de la pérdida de alimento y, por ende, de la disminución de su tamaño. Notaron cuando hablaba Ana a cuando hablaba yo.

La terapia culminó con palabras que nos dolieron a ambas.

—Hay cola de espera para ingresar, pero vamos a ponerla de urgencia para que ingrese cuanto antes.

Le preguntamos si podía ir a los exámenes de recuperación, quería terminar el curso con, al menos, buenas notas. Pero lo negaron de inmediato.

—Si esta niña, ahora mismo, va al instituto andando nos arriesgamos a que sufra un paro cardíaco en cualquier momento. Lo mejor es que se quede en casa con reposo absoluto. Obligadla a comer si es necesario, pero nos pondremos pronto en contacto.

El doctor me ofreció un batido con nutrientes suficientes para aguantar la noche, el cual, por obligación, tuve que tomarlo con asco. Ana se enfureció aquella noche y me obligó a volver a hacer ejercicio. Mi cuerpo se sentía mucho más pesado de lo habitual. Aquel día, no dormí. Tenía miedo de lo que pudiera pasar. Sentí a mi madre estar pendiente de mí, tenía miedo de que aquella noche fuera la última.

Al día siguiente, recibimos una llamada telefónica. Había una cama libre y me la habían asignado.

El reloj marcó las ocho en punto cuando el coche aparcó en el parking del hospital. Ingresé por la puerta de urgencias, todo el mundo me observaba. La mochila que cargaba llevaba todas mis pertenencias, no sabía cuánto tiempo iba a pasar allí.

Estuvieron explicando a mis padres el funcionamiento y las normas de la hospitalización. Sentí miedo, no quería quedarme sola.

El doctor me miró y me dijo, —Tranquila, tus padres pueden estar contigo todo el día durante la próxima semana. Sé que va a ser duro pero acabaremos con ella, aquí todos estamos luchando contra ella.

En el recorrido de la habitación, observé a mis futuras compañeras. Todas estaban igual, o peor que yo. Ellas me miraban con una sonrisa, se alegraban de que estuviera luchando contra Ana. De que una más se enfrentara al bicho, a la extraña de nuestro cuerpo.

La semana pasó demasiado rápido. Las comidas y las cenas eran duras, me obligaban a luchar contra mi compañera de aventuras, a quién me había estado protegiendo y destruyendo durante años. Sabían que no era fácil, pero había que hacerlo con mano dura. Después de todo, en un microsegundo de redención, Ana resurgirá de sus cenizas y ya me habían avisado.

Llegó el día en el que mis padres tenían que abandonar la habitación y dejarme sola contra Ana. Mi compañera me animó a seguir hacia delante, pero era demasiado duro. No quería alejarme de mis padres, no quería quedarme sola en aquel hospital. No quería sentir, de nuevo, el vacío de saber que estaba sola contra todo; porque sabía que no ganaría la batalla.

Las enfermeras avistaron mi dolor en la distancia. Se acercaron a mi habitación, se sentaron en la silla de al lado y entablaron una conversación conmigo. Yo les conté lo que me pasaba, ellas apretaron mi mano y comprobaron que todo estuviera normal. La vía con la medicación dolía, pero aliviaba sentir una piel ajena apoyándome.

—Sabemos que todo esto es duro, afrontar un problema mayor sin el apoyo de aquellos a los que amas. Pero así, duramente, aprendemos a enfrentarlos en un futuro donde ellos no estén. Este problema lo tienes que enfrentar tú, deshacerte de esa prisión en la que has estado enjaulada y enfrentarte al dragón de la historia. Créeme que ella no es más fuerte si tú no la haces sentir fuerte. Tienes que sentirte poderosa, sentir que tienes todo controlado y que tu poder puede poner un punto y final en la historia.

Aquel día sonreí, por primera vez, de verdad. Ana se había debilitado durante aquella semana, sentía que todo estaba bajo control. ¡Cuán equivocada estaba! Ana nunca se había ido, estaba escondida entre la oscuridad para resurgir de sus cenizas en cualquier momento. Y no bastó ni un solo segundo para aquella redención.

Tan sólo bastó una palabra procedente de mi compañera.

Miró a mi cuerpo, lo observó con detenimiento y dijo —menuda barriga tienes, ¿no? Mira la mía.

Y, en aquel entonces, Ana apareció de nuevo. Me gritó, arañó mis entrañas y me hizo sentir como si fuera basura tirada en un cubo de basura alejado de la vida. Me hizo sentir mierda, me hizo creer que no saldría nunca de allí.

Y, de nuevo, me encontré en medio de la tormenta. Los médicos me observaban, mi corazón mantenía un latido normal pero, desde aquel día, mi corazón se paró en seco y comenzó a llorar de dolor. Las comidas ya no servían para aliviar la calma de mi cabeza, la tormenta se hizo más poderosa.

El reloj de las comidas gritaba exaltado que el tiempo había terminado, pero yo aún seguía con el primer plato. Removía la comida entre las miradas frías de las enfermeras. Me avisaron de que cómo todo siguiera igual, tendrían que tomar medidas serias. Sentí miedo, pero Ana redirigió toda la situación.

Aquella tarde me pusieron una sonda. El tubo atravesó toda mi garganta y el alimento comenzó a fluir por mi estómago. Sentí a mi estómago relajarse, agradecer aquel alimento pero mi cabeza lo negó todo. El alimento volvió a la boca y acabé desechando el dolor y la presión a la que me habían sometido.

Me castigaron sin ver a mis padres, había vuelto a mis orígenes y tendría que luchar, de nuevo, para conseguir mis recompensas. Observé, a través de la ventana, como los padres aparecían por el pasillo en busca de sus hijos; pero los míos nunca aparecieron. Fue en aquel entonces cuando supe que tendría que luchar contra viento y marea para deshacerme de aquella intrusa que me estaba destruyendo.

Al día siguiente, me prometí terminar las comidas a tiempo. Resurgir de mis cenizas y consumir a Ana en una jaula, prisionera de sus propias palabras.

Con el tiempo fui consiguiendo recompensas, mi cuerpo ya no me importaba. Sólo quería la calma en mi cabeza y mi bienestar completo. Me desconectaron de la mayoría de las máquinas, mi sonrisa volvió a aparecer de nuevo y las enfermeras comenzaron a felicitarme por mi gran avance. El doctor me animó a seguir así, hasta me ofreció otro diario.

En medio de una tormenta, comencé a aprender a escupir las palabras malignas en un cuaderno. Pude desahogarme y contar mi historia sin miedo a represalias. Contaba como Ana iba apagándose, poco a poco. Cómo iba muriendo en mi interior y cómo sus súplicas de no morir no me importaban.

En la tercera semana de ingreso, y en pleno verano, conseguí salir a la calle. Sentir la brisa del aire contra mi pelo, el sol embriagar a mi cuerpo en una calma absoluta y ver a mis padres y a mi hermano en la salida me hicieron reírme. La gente me miraba bailar en la calle, pero no me importaba. Había conseguido un gran progreso en mi trayectoria.

Mi madre, aquel día, me dijo que todos mis compañeros la habían estado escribiendo para saber de mí, que estaban preocupados por mi salud y que si podían venir a verme. Supe que nunca tuve amigos por culpa de Ana, porque me hizo creer que todos se alejaban de mí por mi completa culpa.

La cuarta semana llegó despacio pero ansiosa. El médico entró en la habitación, una sonrisa inundó la habitación. Aquel día me iban a dar el alta, podría volver a casa. Me dieron normas e instrucciones, pero me daba igual. ¡Iba a volver a casa!

Por fin podría abrazar a mi mascota, a mi familia, a mis amigos. ¡Por fin se me dio la oportunidad de ser feliz!

Pero todo no fue como esperaba.

Los días pasaban lentos, cada día se me hacía más duro comer. Había días que dejaba comida en el plato; otros, en los que no dejaba nada.

Mi madre comenzó a preocuparse de nuevo, todo se estaba saliendo de descontrol. No había terapias, el médico estaba de vacaciones y Ana aprovechó mi debilidad para volver a salir. Estaba devastada por la última vez, pero consiguió comerme la cabeza.

Volví a caer en depresión.

Agosto pasó rápido, Septiembre llegó con fuerza y la vuelta al instituto me recordó que tendría que volver a luchar yo sola.

Segundo de bachillerato me dio la entrada con las sonrisas de mis profesores. Todos me preguntaban que qué tal estaba, que la última vez que me vieron me vieron dejar el instituto en una ambulancia. Yo no sabía qué responder, pues Ana estaba volviendo a atacar de nuevo.

Octubre llegó con la tormenta, Ana ya me había hecho prisionera de sus palabras. Y en octubre, también llegó otra hospitalización. El instituto habló con el hospital, me mandaban la tarea y muchos ánimos; pero todo no fue como la primera vez.

Pasé tres semanas encerrada en la habitación, no me permitían salir ni ver a nadie. Ana había vuelto con fuerza y me hacía desechar toda la comida que me obligaban a comer. Las sondas se hicieron mis amigas en cada comida, los castigos eran previsibles al finalizar el día. Los padres iban y venían, pero yo nunca veía a los míos.

Noviembre acechó mi cabeza, mi cumpleaños estaba a la vista pero yo seguía castigada en la habitación. Los tatuajes estaban siendo dolorosos en mis brazos, las enfermeras no me dejaban ni un segundo sola. En el baño, en la habitación, en el comedor. Siempre estaban conmigo.

Incluso, me obligaron a comer sola en mi habitación mientras todas cantaban en la comida y reían de sus anécdotas. Yo lloraba sola en la habitación, era testigo de las represalias que me estaba haciendo Ana. La odié, en aquel momento, la odié como nunca. Fui sincera con mis pensamientos, sabía que nunca iba a salir de ese bucle.

Mi diario se llenó de palabras de esperanza. Sabía que la guerrera tenía que ser yo, que la que tenía que salir de aquella jaula era yo; que estaba sola contra el mundo. Podría tener una mano que me ayudara, pero no conseguiría nada si yo no ponía de mi parte.

El ocho de noviembre me dejaron salir. Me permitieron ir a casa, visitar el instituto y abandonarlo a la una de la tarde para volver al hospital. El doctor preguntó mi estancia en casa y mi madre respondió con sinceridad. Dijo que todo había ido bien, pero que todavía habían cosas que fallaban.

El doctor me miró, me pasó unos papeles y me susurró —feliz cumpleaños, Andrea.

Eran los papeles de mi alta, volvía a casa. Me dijo que tendría que ir al hospital de día para no repetir lo de la primera vez, pero yo, alegremente, asentí. Esas palabras que había tenido conmigo misma me habían hecho ser más fuerte. La auto-reflexión me ayudó a conocerme a mí misma. A reconocer mis problemas y afrontarlos con la cabeza bien alta.

Los meses fueron pasando, el diario siguió llenándose de palabras que me auto-convencía de que todo iba a salir bien; y realmente salió bien. Volví a ser feliz.

Del hospital de día, durante meses, pasé a terapia grupal. De la terapia grupal, pasé a terapia solitaria; y así hasta llegar a donde estoy hoy.

Luchando contra las adversidades yo sola, siendo testigo de la crueldad a la que nos somete el mundo. Viendo a chicas que sufren lo que sufrí yo.

Observo a chicas buscando el cuerpo perfecto, pero ¿qué define un cuerpo perfecto? ¿Dónde se encuentra la perfección?

El exterior es el envoltorio de aquel regalo que siempre acaba en la basura. Lo importante es el interior, el regalo en sí. ¿Qué importa si tu cuerpo es bonito por fuera si por dentro se refleja la crueldad y maldad? ¿Qué importa un cuerpo si dentro de unos años se arrugará en las vivencias y experiencias y acabará siendo cenizas del pasado?

Un cuerpo no define lo que eres, lo defines tú. Somos guerreros de nuestra propia lucha. No importa el qué, por qué o cuándo. Importas tú en tu pasado, presente y futuro.

Quiérete tal y como te quiero yo. Tan bonita/bonito, tan vivo/viva, tan tú.


25 de Agosto de 2020 a las 11:49 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

Conoce al autor

Andrea Correa Me llamo Andrea y tengo 21 otoños bajo mi piel. Nací en Madrid, aunque ahora vivo inmersa entre papel y bolígrafos desgastados de ideas y palabras. Llevo escribiendo desde que tengo uso de razón y, de vez en cuando, subo fragmentos de poesía en mi Instagram. ¿Os gustaría leerme desde más de cerca? Recito poesía en IG: @unacaracolamas_ ¡Espero leeros pronto!

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