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El príncipe Rem despierta en su lecho de tres cuerpos, entre seda y algodón perfumado con lavanda. El sol del amanecer ilumina su rostro desde la ventana, a diez pasos de distancia. Las cortinas están abiertas de par en par. Y junto a la ventana un monstruo de metal le aguarda.


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«Cuento de Fantasía»

El príncipe Rem despierta en su lecho de tres cuerpos, entre seda y algodón perfumado con lavanda. El sol del amanecer ilumina su rostro desde la ventana, a diez pasos de distancia. Las cortinas están abiertas de par en par. Y junto a la ventana un monstruo de metal le aguarda.


—¡Sórem! —clama el príncipe Rem. Se sienta en el borde del camastro a la espera que su sirviente aparezca al trote. Pero este sólo asoma el rostro desde la lejana puerta de la habitación a su derecha.


El monstruo plateado cobra vida. En solo dos pasos llega a la entrada y el sirviente desaparece de inmediato.


—No podemos entrar, príncipe Rem —dice Sórem desde el exterior—. El autómata no lo permite.


—¿Y quién me ayudará a vestir entonces? —dice Rem.


El monstruo retrocede hasta quedar a los pies de la cama, mirando a Rem. Es alto como todo autómata guerrero. Cubierto con púas afiladas y lustrosas sobre sus hombros y casco. Y huele a animal mojado.


—El rey ordenó que nadie se acerque a usted —dice la voz de Sórem desde el exterior—. No mientras el autómata esté a su lado, su majestad.


«Absurdo», piensa Rem. Dedica algunos segundos extra para contemplar el suave balanceo del monstruo. Y este parece mirarle desde detrás de la máscara inexpresiva. «Si son órdenes del rey», piensa Rem, «entonces se trata de otra prueba de ética o de coraje. Completamente innecesario».


Pasan los minutos y nadie entra para atenderle. Rem tiene hambre y el autómata no se marcha. Recuerda las anteriores pruebas que impuso su padre. Algunas tan ridículas como esta. Atrapar al conejo con cascabel o no habrá cena. Mirar dentro de la habitación y dibujar a toda la gente de memoria, antes de almorzar. Y otras obvias, como el cuidado de un cachorro imperial.


Rem mira en todas direcciones con un nudo formándose en su garganta.


—¿Dónde está Fifo? —dice y no recibe respuesta—. ¡Dónde está mi huargo!


Sólo obtiene silencio y la sospecha se asienta en la base de su estómago. Siente un malestar que no conocía pero que reconoce de inmediato. Miedo.


Desciende de la cama y recorre la habitación hasta el armario de tres puertas. El suelo de mármol está frío y la puerta del armario es pesada. Revuelve los colgadores pero solo ve tenidas formales. Se pasa varios minutos decidiendo. Entre el traje blanco con cordeles de oro o el traje azul con hebillas de plata. Mientras el autómata se balancea suavemente a pocos metros detrás de él.


Al fondo del armario hay una caja de madera conocida. En ella Rem encuentra un traje liviano de verano, cocido a mano con la tela blanca de un antiguo vestido de caza. Y sandalias rústicas de hilo. Rem huele el conjunto. Siente el perfume de las rosas que traía su madre en un tocado de tonos rojos y amarillos. Para esconder la pérdida de cabello.


Rem se viste. Se mira al espejo y sabe que la tenida no se ajusta a la dignidad de un heredero de la corona. Pero se siente bien y podría pasar horas en el recuerdo de esta misma imagen con su madre de pie a su lado. Ella le abrazaba y él se dejaba abrazar.


Rem avanza hacia la puerta. El autómata le sigue de cerca con pisadas estruendosas.


—Vamos —dice Rem. El ser de metal corre hasta la puerta. La abre sin delicadeza y sale de la habitación. Desde afuera se oyen los gritos aterrados de los sirvientes.


Rem sale de su habitación sin la ayuda de un sirviente. El largo pasillo hasta el gran salón está vacío y silencioso. Sólo el monstruo de metal espera erguido a un lado de la puerta. Una máquina de guerra capaz de convertir un cuerpo humano en papilla sólo con sus manos.


—Llévame con mi padre —dice Rem—. Llévame con el rey.


Mira hacia arriba a la máscara del monstruo. Está tan alta que no podría alcanzarla con sus brazos extendidos.


El autómata ahora avanza con paso firme y Rem le sigue con paso lento y obstinado. Un príncipe jamás corre. A ratos la criatura de metal se detiene a esperar. Avanzan por el castillo frío y silencioso. A esta hora de la mañana debería bullir de sirvientes preparándose para un nuevo día.


Descienden por la escalera circular que accede a los calabozos. Siguen descendiendo hacia territorios prohibidos. Llegan a una caverna de paredes húmedas y olores pestilentes en la parte más baja del castillo. Es tan antigua como los primeros asentamientos de hace miles de años. Llegan a una puerta custodiada por dos autómatas oxidados. Se apartan apenas les ven llegar.


La puerta está abierta. Desde el interior en tinieblas emergen olores y sonidos que ponen la piel de gallina. Sangre y gemidos mezclados como un mismo horror.


Rem está aterrado. Siente que el frío se apodera de sus piernas y manos y ya no quiere entrar. Pero el monstruo parece invitarle con un balanceo de sus brazos metálicos.


—Adelante —dice una voz en el interior de la bóveda. Rem la reconoce de inmediato. Es el rey.


El príncipe avanza y el monstruo no le sigue. Permanece de pie. Custodia la entrada con los brazos abiertos y las piernas separadas.


La bóveda lentamente se ilumina con lámparas de gas. Rem ahoga un grito, exhalando vapor en este ambiente gélido. En los muros aguardan decenas de huargos encerrados en jaulas. Gimen y se debaten sin esperanza, apilados unos sobre otros. En el centro de la habitación hay una gran piscina de líquido verde pálido. Y en ella flotan las cabezas de huargos decapitados. Rem se acerca a mirarlas, son cientos de cabezas cortadas de tajo. Y todas ellas están aún vivas.


—Así es, hijo —dice el rey desde el fondo de la habitación. Es una sombra encapada, de pie entre otras sombras.


Junto al rey está el brujo imperial, cubierto con harapos hasta la cabeza. El brujo encorvado da un fuerte machetazo a un animal sobre una altar de roca y luego arroja la cabeza a la piscina. Rem sabía de su existencia, pero hoy es primera vez que lo ve.


—Al principio usábamos a nuestros hombres caídos en batalla —dice el rey—. Y nos servían bien. Pero con el paso de los años se volvían rebeldes. Regresaban a sus hogares y algunos descubrían que sus familias los daban por muertos. Y vivían felices sin ellos. Entonces los autómatas cometían horribles crímenes.


—¿Por qué Fifo? —dice Rem y el llanto asoma en su garganta. Avanza hacia el rey y se queda a un paso de distancia, mirándolo hacia arriba con sus ojos llenos de lágrimas.


—¡No soy tu madre! —dice el rey con la frialdad necesaria de un monarca—. No esperes un abrazo de compasión.


Pero Rem nota en su rostro algo distinto. Un dolor antiguo que se filtra en su gesto de piedra.


Rem retrocede y se queda mirando al brujo. Este carga el cuerpo tembloroso de otro animal hasta la mesa. Un cachorro con las orejas pegadas al cráneo y que mueve la cola, sumiso y tal vez con algo de esperanza.


—¡Detente, esto es cruel! —grita Rem y se arroja contra el brujo. Siente el metal debajo de los harapos. Retrocede y grita fuerte, expulsando toda su rabia y pena en forma de una nube de vapor espeso.


El monstruo que esperaba en la puerta se acerca corriendo hasta su lado. El brujo continúa con su trabajo y corta la cabeza del animal, que no alcanza a gemir. Un golpe firme y certero. La cabeza es lanzada a la piscina. El cuerpo con espasmos cae fuera de la mesa, sobre un lote de animales inertes aún tibios.


—Ellos nos aman —dice el rey, acercándose al monstruo de pie junto al príncipe—. Ellos jamás nos traicionarán. Ellos darán todo por obedecernos. Los criamos con este propósito y no existe otra razón para su existencia.


—Jura que no sienten dolor —dice Rem en un susurro enfurecido—. Júralo padre, y no objetaré nada más.


El rey no responde de inmediato. Mira a su hijo y la misma expresión de antes, tensa y culposa, asoma en sus ojos negros.


—El dolor es lo que les mantiene con vida —dice el monarca desviando la mirada—. Lo que queda es dolor y obediencia. Y al cabo de un año les damos paz. No soy insensible a su dolor, hijo. Siento más compasión por ellos que por nuestros súbditos y sus familias. ¿Qué clase de rey puede desear la felicidad de su huargo por sobre la seguridad del reino y su gente?


Rem oculta el rostro entre sus manos entumecidas por el frío. Un nuevo animal es depositado sobre la mesa de piedra. Su cabeza es separada del cuerpo. El rey camina fuera de la habitación y se detiene en la puerta.


—Un día tú reinarás—dice el rey—. Un día tomarás decisiones espantosas. Como esta que debí tomar muchos años antes de conocer el amor de tu madre. Un día despertarás en tu lecho sabiendo que tu alma y tu culpa se han fundido en una sola. Y sentirás que no mereces ser feliz.


»Ese soy yo, hijo. Ese serás tú. Este… es el precio de ser rey en nuestro mundo. Las guerras no terminan jamás. No terminan cuando hay paz, ni cuando ganamos y conquistamos. Siempre hay guerra. Y este precio que pago es la razón por la que nuestro reino todavía existe.


El rey se marcha. Rem se queda solo en la habitación. Mira al brujo imperial, otro autómata movido por la conciencia de una cabeza humana. La cabeza del que alguna vez fuera un sabio y poderoso rey.


Rem llora sin consuelo por algunos minutos. Los príncipes no lloran, dijo alguna vez el rey con su voz severa. Pero Rem sabe que eso es una mentira. Cuando su madre murió, el rey no paró de llorar por varios días. El reino estuvo cerca de desplomarse por el dolor de un solo hombre.


Rem acerca una caja de metal al autómata reluciente que le hace compañía. Queda a la altura de su máscara inexpresiva. La desprende sin esfuerzo. Las piezas que deben mantenerla en su lugar aún no han sido instaladas. Dentro del casco encuentra la cabeza mutilada de Fifo, su huargo guardián. El que ahuyentaba a sus sirvientes cada mañana. El que dormía a los pies de su cama. Ahora sin mandíbula ni nariz, sujetado por una estaca que penetra el cráneo hasta su cerebro. Sus ojos tienen el mismo brillo verde de la piscina. Aún expresan el cariño que le profesaba todos los días desde que era un cachorro.


Rem acaricia las orejas del animal con sus dos manos. El monstruo de metal mueve sus brazos en un balanceo involuntario. Y cierra los ojos vidriosos.


—Mi Fifo. Mi pobre Fifo.


Arranca la cabeza de su soporte con un fuerte tirón. El monstruo de metal cae de espaldas con un estruendo. La cabeza de Fifo en sus manos parpadea y mira en todas direcciones. Rem se sienta en la caja fría y aguarda hasta que esos ojos dejan de brillar. Lo acaricia y canturrea una melodía infantil. Sigue allí por largos minutos sin que nadie vaya a buscarle. Ahora no tiene duda que su mascota está realmente muerta.


Deja la cabeza inerte de Fifo junto con el resto de los cadáveres detrás de la mesa. Seca sus lágrimas por última vez. Y se marcha de regreso al castillo.


En todo el tiempo que estuvo allí, cayeron veinte nuevas cabezas en la piscina.

9 de Agosto de 2020 a las 20:28 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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Dan Guajars Escribo fantasía urbana, terror cotidiano y cf distópica #hopepunk, un texto a la vez, diez en paralelo. Amo a Lucía, Amanda y Margarita.

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