¿Cómo alguien en sus cinco sentidos acaba escribiendo? Seguir blog

nownfooterre Nown Footerre En este apartado de blogs describo partes del proceso escritural desde mi experiencia propia y cómo las formulo de modo autobiográfico para construir un imaginario propio que, a su vez, alude a puntos clave que solo quienes sufren el gustoso mal de las escritura entienden. 0 reseñas
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Soñar con zombies

Dellamorte Dellamore (1994), de Tilde Corsi, es una adaptación cinematográfica de la novela homónima de Tiziano Sclavi, cuya trama se centra en Francesco Dellamorte, quien es el sepulturero del cementerio de Buffalora, un pequeño pueblo italiano. Lo especial de este cementerio radica en que toda persona que allí es enterrada resucita como un zombie[1] hambriento de carne, y solo Francesco, junto a su fiel compañero Gnaghi, son capaces de hacerle frente al problema de los muertos vivientes. Esta película posee diferentes capas de análisis, en las cuales, puede ser tomada de forma literal o entendida desde los significados metafóricos ocultos de los que está cargada. Estos se configuran a través de los nombres de los personajes, locaciones, frases particulares y situaciones que pueden ser tildadas de surreales. El recurso principal del que se vale la cinta es reiteración de personajes que siguen apareciendo después de muertos como es el caso de Anna, mujer de la cual se nota enamorado.


Para ejemplificar los matices oníricos en que se construye, cito la relación que Francesco mantiene con Franco, uno de los pocos amigos que tiene y de quien afirma que es su única conexión con el mundo exterior, esto, entendiendo “lo exterior” en un primer momento como lo geográficamente fuera de Buffalora. En determinado punto del filme, Francesco pierde los estribos y comete una serie de asesinatos que, de forma más que obvia, deberían llevar a las autoridades a su autoría en el crimen. De manera sorpresiva, esa misma noche, Franco asesina a su esposa e hijos e intenta suicidarse y le son añadidos los crímenes cometidos por Francesco. Iracundo, el sepulturero de Buffalora se acerca a la camilla donde su amigo se encuentra en estado de coma y le reclama “¡esos eran mis crímenes!”. Francesco lo desconoce, pero es él quien está en la camilla y esto es inferible a través de las interacciones entre los personajes y sus nombres que hacen juego[2].


Ahora bien ¿qué rol cumplen los zombies en esta cinta de narración ambigua? ¿por qué no construir el entramado en torno a un eje simbólico diferente? La respuesta va encaminada al origen del concepto del zombie moderno tal George A. Romero (1940), creador de los muertos vivientes y su representación fuera del vudú y de la magia, lo planteó. Distingo que Romero encaminó su significado más hacia la crítica social del consumismo, sin embargo, el principio es aplicable igualmente para esta película: los zombies son memorias, vestigios propios y de los demás, de acciones pasadas que no mueren y siempre regresan para atormentar, son la pérdida de la conciencia, situación que claramente se entiende en la película. Los zombies son seres de instinto y de recuerdo.


Me atrevo a calificar como “el mejor trauma que he tenido” a la sensación que me generó la primera vez que conocí una película de este subgénero del terror. Para el año 2007 yo vivía en Bogotá y tenía siete años. Un día, mis papás decidieron ir conmigo al centro de la ciudad a comprar de esas películas que vienen en sobres de plástico transparente, son resellables y las carátulas están impresas en papel de oficina con “corridas” en la tinta de lo más de descaradas. Mientras mi papá escogía películas de tiros y mi mamá de amores frustrados y misterios, yo me quedé observando aquel túnel de mala muerte y reparé un puesto aledaño donde había un muchacho de cabello largo y chaqueta negra con suéter de calaveras; ahora viejo viene a entender que era un metalero. Él se acercó al mostrador y recuerdo con nitidez que le preguntó “¿tienes esa película donde van en un camión matando zombies?”, entonces, el hombre del mostrador sacó una caja y después de rebuscar un rato sacó La tierra de los muertos vivientes (2005), de George A. Romero –reconozco, estimado George, que en paz descanses, que no es tu mejor trabajo-.

Intentando ser cool, porque cuando veo algo cool lo reconozco, después de que aquel muchacho se fuera, me acerqué al mismo vendedor y le dije “¿tienes esa película donde van en un camión matando zombies?”. El hombre me miró extrañado y sacó la misma caja, donde me aseguré que era la misma película y le dije a mis padres “quiero esa” – agradezco que sí hayan estado hablando de películas y no fuese una clave para pedir una papeleta de bazuco-. Mis padres me miraron igual de extrañados que el vendedor y me ofrecieron más películas, pero yo quería a mis muertos vivientes que no sabía qué eran. Hoy, pasados trece años, creo que aquello de intentar ser cool se me fue algo de las manos, pues soy metalero y ya se sabe cuál es mi género predilecto. Ese tipo que nunca supe quién era, sin saberlo, me legó su antorcha.


Cuando regresé a casa, vi que mi mamá había comprado Resident Evil: Extinction (2007), de Paul W.S. Anderson –tú tampoco te salvas, Paul, pero en su momento la disfruté-, y todo se amoldaba para hacer una maratón de películas en aquel apartamento tan solitario con nosotros tan solitarios en aquella ciudad tan solitaria. Empezamos con Resident Evil, y reconozco que es una película que, para ser de horror es demasiado “florida”. El ánimo nos alcanzó para ver la otra película que ellos pensaron que sería igual. Recuerdo de aquella primera vez el aire denso, los colores muertos, el aire putrefacto y pesado que emanaba aquella noche. Aunque no había neblina, algo en mí percibía el frío que te sube por el espinazo, todos lo sentíamos. Aquel día, a mis siete años, le volví a pedir a mis padres con mucha vergüenza que me dejaran dormir con ellos una vez más. Ya había intentado dormir solo esa misma noche, pero no podía dejar de ver la ventana y asomarme con temor esperando el momento de correr. Sin embargo, a algo en mí le gustó esa sensación, de que se jodiera todo, ya yo me sentía bastante jodido lejos de mi casa.


Yo suelo soñar frecuentemente con zombies, de hecho, son los sueños que más me gustan. Están llenos de emociones fuertes y hay veces en que despierto sudando y con la respiración agitada entre sábanas. Cuando sueño con zombies siento que no descanso ¿quién va a descansar después de sentir que corre toda la noche? He pasado por todo tipo de situaciones: he soñado que me persiguen y que soy yo quien persigue, he sido apaleado por gente normal, mutilado, desmembrado, he conocido los secretos de los laboratorios más perversos de mi imaginación donde entro limpio y salgo bañado en sangre y me deprimo porque la entrada sigue igual. Recuerdo, en especial, una vez en que aparecí en una isla tropical donde todo era blanco y negro y lleno de estática como en los canales que no tienen señal. Dentro de ese sueño me desmayé y desperté con mucha hambre, luego de avanzar mucho tiempo encontré una choza con un bebé que destrocé y devoré entre lamentos suyos y míos. Tengo tiempo sin ser el perseguidor.


Llevo un año estancado en un sueño que no puedo cambiar y siempre parte de lo mismo: el cielo es morado, lo rojo se ve más rojo, estoy con mis amigos y hay un mal presentimiento en el aire. Hay veces en que logro salir de la ciudad, no me importa si solo. Yo lo sé, sé que vienen y sé dónde esconderme y nadie me hace caso. Me duele ver cómo devoran a todos, adiós Andre –velas por la igualdad de los no muertos -, adiós Katy –una zombie serena-, adiós Nico –la zombie más chic de la horda-, adiós Yoli –algún día iremos a una caleta de cerebros-, adiós Yami –vamos a arrancarle los putos brazos a esos tombos -, adiós Jose - ¿le pegarías puñalada a Lana Del Rey después de muerta?-, adiós Cami –sé que igual me vas a cobrar aquel crepe-, adiós Mario –puñetazos mejor que mordidas-, adiós Carlitos –men, tu franela te la devuelvo así sea en la otra vida-, adiós Carlos Mario –el Harvard del apocalipsis-, adiós Caro –un feto zombie -, adiós Bely –tú siempre vas a la cabeza de la horda -, adiós Fabi – un zombie ordenado-, a veces veo cómo se comen a Tokyo -un zombie que niega que sabe sintetizar drogas y no me quiere decir- y, recientemente, a Vid –apocalipsis o no, el parche en Caste va-. En estos sueños siempre hay una trampilla en el suelo que me permite escapar, pero me preocupa que en los últimos sueños no ha aparecido o está bloqueada. Algo en mí me lo dice antes de dormir, ellos me están esperando, ¡y voy de lleno contra la puta almohada!

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[1] La castellanización correcta de este término es “zombi”, sin embargo, prefiero utilizar la expresión anglosajona debido a que con ella crecí y la parte romántica en mí se rehúsa a cambiarla.


[2] Recordemos que una de las reglas principales de la narratividad es no servir nada al espectador de forma arbitraria y la forma en que se desarrolla la trama Francesco-Franco da entenderlos como equivalentes.

27 de Marzo de 2020 a las 02:59 0 Reporte Insertar 1
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El "yo" como herramienta

En el título que engloba esta entrada del blog están contenidos dos conceptos, a los cuales, considero importantes de bosquejar antes que la idea principal. Estos conceptos son “yo” y “herramienta”. Considero que, si somos los herederos de la muy ambigua modernidad y, como resultado de ello, gozamos de la cualidad de desprender nociones propias de un colectivo; tenemos por legítimo derecho la potestad de acuñar nuevos términos o deformarlos según nuestra necesidad creativa requiera. Quien no comparta esta idea es un nazi de la individualidad y tal vez piense que hay individualidades más bellas o, peor, más correctas que otras. Más de una vez me he topado con algún texto académico que reafirma e incita a esta libertad creadora que se desprende del paraíso perdido del artista, sin embargo, no comprendo la doble moral docente y su fetichismo prescriptivo. Reconozco que mi planteamiento suena como una apología a aquella mediocridad de “cualquier cosa puede ser arte”, a lo cual respondo, “no hay arte sin disciplina ni técnica”. Ahora soy yo quien suena fetichista. Hoy quisiera disponer de un poco de aquella libertad culposa.


Las implicaciones del concepto “yo” y sus usos deben ser comprendidas literalmente, es decir, debe entenderse como la voz exacta de su autor: yo. Te estoy incitando, mi estimado lector, a romper la regla dorada de todo novicio de la literatura; aquella que pregona que el narrador de la obra nunca es el autor. La libertad creadora mencionada en el párrafo anterior ampara mi deseo y quiero que sea entendido de esa manera. La voz que impregna estos grafos ordenados de forma tan arbitraria es la mía, la de Footerre.


Ahora bien, ¿por qué en el título de la entrada lo menciono como “el yo”, si en la limitación que yo mismo tracé está más que claro que alude únicamente a mi voz como autor? No es un descuido en la redacción el hecho de que semánticamente implique exterioridad. Lo que más deseo recalcar es que inicia y termina en mí como suerte de pseudo concepto hermenéutico. Sin embargo, no puedo desligarme de mi condición de ser humano y, dentro de ella, comparto similaridades físicas y psíquicas con mis compañeros de especie. Lo anterior quiere decir que, así como tengo mi “yo”, cualquiera lo puede tener. En ese sentido, “el yo” es un concepto tan individual como colectivo; es un patrimonio humano.


Luego de haber reducido a lo personal un concepto de tantas implicaciones como el “yo”, creo resulta más sencillo explicar - y espero que de leer - la noción con la que he asociado la “herramienta” y “lo útil” en mi vida.


Desde muy niño siempre he conservado la esperanza de que algún día, y con algo de suerte, sienta que algo me llega a gustar en verdad. Me resulta preocupante y desesperanzador cada vez que veo a alguien, que luce como yo, enseñar su pasión desmedida por cualquier cosa. Me vine a preocupar después de viejo por el hecho de que después de cierto tiempo cualquier pasión me parezca desdeñable. Considero que esto me ha relegado a un plano infravalorado del disfrute del cual no se tiene buena imagen. Basado en lo anterior, considero que aquellos que poseen pasiones errantes como yo estamos dispuestos como herramientas en pos de aquellos que creen que saben lo que quieren.


¿Qué es lo que resta para alguien que no encuentra qué querer por sí mismo? Le queda servir y encontrar placer en el goce ajeno. No quiero que por esto se me entienda como un altruista. Considero, más bien, que esta práctica obedece a mi heredado altruismo egoísta y que aquel que disfruta del goce ajeno puede llegar a pensar más por sí mismo de lo que se cree. Ser un pez abisal que se nutre de lo poco que llega al fondo oceánico es una forma de sobrevivir que la vida misma ha ingeniado y no hay nada de malo en ello. Las criaturas marinas del fondo, aquellas que no se dejan ver, siempre me han resultado las más hermosas. Ser una herramienta de los demás es un pacto de escapar de uno mismo y, de paso, hacer las cosas bien mientras parece que uno es bueno.


Siempre he sabido que soy una herramienta porque me gusta que me alaben cuando sirvo. Me gusta ser el lacayo más devoto y entregado, de eso me di cuenta cuando supe que no pude abandonar mi religiosidad y que solo estaba mal orientada. El día del juicio final sé correctamente de qué lado me enlistaré - Satán, solo te sirvo porque es la mejor forma de servirme a mí mismo y eso me has enseñado-. Seré la mejor herramienta para quien me pida, seré fiel a pasiones ajenas siempre y cuando me honren, porque toda herramienta debe afilarse y pulirse, porque toda espada debe ser tratada con respeto si su dueño no quiere salir herido. Sufro de un ego que le gusta ser alabado, esas son las migajas que recolecta todo el día y yo solo soy su canasta. Se siente perdido y los halagos quieren decir que algo hace bien, eso lo tranquiliza. Siento que cada vez lo controlo menos y he aprendido que no tengo por qué hacerlo. Soy un demonio con el que puedes pactar, pero puede volverse en tu contra sin el tributo necesario: eso es ser la mejor herramienta.

22 de Marzo de 2020 a las 00:46 0 Reporte Insertar 0
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Papi, mami ¡quiero ser artista!

El malestar inesperado tiene la capacidad de regarse más allá de la persona donde ha sentado raíces, sin embargo, fuera de su portador nunca será tan placentero como únicamente puede llegar a ser para quien lo padece. Una de las primeras esferas de la vida del “contagiado” en saber que estás enfermo de arte es la familiar. Ellos ya se lo esperan: escuchas música rara, dices palabras raras, empiezas a citar nombres de gente muerta y, peor, basas tu vida disparates que alguna vez dijeron en vida. Insisto, ellos ya saben que en algún punto de lo último de la secundaria dirás “papi, mami, ¡quiero ser artista!"[1]


A diferencia del malestar inesperado, ellos ya le tienen un nombre a su propia incomodidad y quizá no te lo quieren decir. Yo desconozco ese nombre, tal vez, porque aún porque no soy padre. Aquí lo escribiré cuando quiera truncar las ilusiones de mis hijos y por fin lo sepa. Me comprometo a ello.


Entonces, ¿Qué hay de aquellos padres que afirman defender a capa y espada el deseo de que su prole se haga su propio camino? Sería muy grave opinar sobre algo tan sensible sin tener algo para contar desde mi experiencia (y claro que lo tengo). Después de verme con temor reflejado en mi propio padre y entenderme como prisma de su crianza, he concluido que obedezco bilateralmente al “altruismo egoísta”[2], es decir, soy víctima a la vez que reproduzco esa maldita práctica. El hecho de que le haya puesto nombre a este demonio no es para satanizar a mi fuente paterna, ni menos. En verdad le agradezco que se haya tomado tantas molestias en intentar hacerme a su medida; alguna vez habrá intentado que juegue béisbol, que aprenda idiomas, que vea al arte mismo desde la visión eurocéntrica que le fue impartida a su generación. Padre, eres muy altruista ¿pero no te diste cuenta nunca de que todo eso siempre fue lo que tú quisiste? Y, pese a que dominé con maestría todo aquello que me propusiste, porque heredé tu talento de ser bueno en cosas que no me gustan (sí, sé que eso hiciste cuando estudiaste derecho. Te calaste mierda que no te gusta) mi misma forma ser (la que saqué de ti) me hizo desistir.


Sé que eres un altruista egoísta porque crees que me dejaste estudiar letras porque es “lo que quiero”. Lo que no sabes es que muchas veces quise desistir y para no decepcionarte de una decisión que yo mismo tomé, solo seguí. Ahora estoy perdidamente enamorado de mis propias letras[3] y sé que, en algún punto, no quisiste que las amara como me gusta. Recuerdo con detalle lo que me dijiste cuando te dije de qué quería hacer mi trabajo de grado, o la vez en que mi madre me tiró con odio el manuscrito de mi primera novela en el rostro porque, irónicamente, había perdido un examen de lengua castellana. Si voy a ser “artista”, debo serlo como ellos quieren. Debo transgredir como ellos quieren. Qué puta basura.


Retomando el tema de querer ser artista, está más que claro que si tus padres están “vacunados” por la vida y quieren que tú elijas lo que quieres hacer, “porque ellos no tuvieron la oportunidad de elegir”, repara en cuánto puedes elegir dentro de lo que elegiste. En mi caso, mi destino siempre fue seguir reproduciendo ideales clásicos familiares y, si tengo suerte, volverme la pieza que más resplandece en el estante de los orgullos de mi papá. Ya coleccionamos doctores e ingenieros en esta familia ¿por qué no tener un trasto tan distintivo como un artista? Creo que eso pensó algo en sus adentros cuando le pasé la propuesta.


Todo esto lo escribo mientras mi padre trabaja de espaldas a mí. Desconozco lo que lee. Espero que, con el tiempo, cuando me toque a mí ser quien esté sentado ahí y sean mis hijos quienes hablen mierda de mí, me den lo que me merezco. Algo bueno, ojalá.

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[1] Pese a estar más que claro que el énfasis que esta serie de textos es el literario, digo “artista” porque desde mi experiencia cercana con demás contagiados he concluido que son patrones casi similares. Distingo que, por formaciones familiares previas y demás factores externos, quizá haya disciplinas mejor vistas que otras. Sin embargo, dentro de la psique utilitarista paterna, siempre estará presente el “mejor estudia derecho”.


[2] Propongo el uso de este término para designar aquella práctica en pos del buen obrar por el otro que, de forma consciente o no, está revestida de una muy subliminal capa de egoísmo e interés personal. Dicho de otra manera: es hacer lo correcto, pero no por las razones correctas.


[3] Hago énfasis en “propias”, puesto que mi formación literaria no está completa y reconozco que no tengo la devoción por la letra ajena que he visto en muchos de mis colegas. Soy un infiel literario, tanto, que amo más mis letras que cualquiera que pueda brotar de una mente distinta.

20 de Marzo de 2020 a las 01:02 0 Reporte Insertar 0
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Un malestar inesperado

Ser humano duele y ¡mierda, cómo duele! hay tanta sensación disponible por ahí, que considero atrevido llamar "dolor" únicamente al estándar de la bofetada en la mejilla, la dejada de la novia y de la puñalada en el estómago. Existe un amplio catálogo de dolores para los cinco sentidos que la naturaleza se ha tomado millones de años en perfeccionar. Claro ejemplo es el énfasis que hizo en los insectos y cómo un entomólogo de apellido Schmidt (1947) tuvo la valía de clasificar el dolor de las picaduras de casi un centenar de insectos. Schmidt el masoquista empleó un modelo jerarquizante que, personalmente, es de mis favoritos. Dicho modelo se basa en catalogar "del 1 al 10" la subjetividad frente a un estímulo, en este caso, las picaduras de insecto. Más allá del afán investigativo, me gustaría creer que este investigador, letrado en el dolor, conoce "el malestar inesperado" y quisiera saber en qué nivel de su lista lo pondría.

Existe una frase de la película In Time (2011), de Andrew Niccol, que creo que sintetiza la emoción y, a su vez, el temor con el que el cuerpo abraza y se acopla a la sensación inesperada: "Me despertó. Me miré al espejo, supongo que todos lo hacen, así es como te verás el resto de tu vida". Creo que uno hace lo mismo el día en que se da cuenta que está "rayado". Te toma desprevenido y, cuando te das cuenta, no encuentras cómo vivir de otra manera. Buena parte de los males que aquejan al ser humano ya tienen solución, pero el dolor inesperado no tiene cura en la medicina occidental, ni oriental, ni central, ni debajo del mar. Para Stalin (1878) había una solución universal que, por efectos de añadidura, es aplicable para el malestar inesperado: "la muerte soluciona todos los problemas: no hay hombre, no hay problema". Por su condición irreversible, considero esta solución al malestar inesperado como demasiado exagerada, pero desgraciadamente eficaz.


¿Con qué, entonces, es posible tratar al malestar inesperado? si no estuviese adscrito a una corriente de tratamiento, quizá las letras aquí presentes estarían en clave de apología al suicidio, pero todavía no avanza hasta donde debe y aún me siento real. Más adelante trataré "el precio a pagar" e ideas respecto al "suicidio como carta trampa". Retomando la idea, considero que el cuerpo, de la misma manera en que genera leucocitos, posee redes inmateriales de protección donde, en vez de células, son letras en mi caso quienes me recorren y mantienen tranquilo al malestar. Un cliché para los que les gusta leer: el malestar se cura con arte.



17 de Marzo de 2020 a las 19:08 0 Reporte Insertar 3
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