¡Muerte, muerte! Rugía la población sedienta, incesante. ¡Muerte, muerte! Y en entre el gentío una mujer lloraba. ¡Muerte, muerte! El acusado miraba tristemente a su alrededor, no había escenario más triste que aquel llanto. El veredicto se dio, una voz sorda, aguda se escuchó como un megáfono entre las miles de voces que invadían la atmósfera. Antes de tirar de la cuerda, antes del severo castigo de la hoja. ¡PIEDAD! Su cabeza rodaba hacia la canasta. El juicio había concluido.

El niño vino al mundo en épocas torrentes, creció entre afluentes cristalinos. El niño se volvió joven, descubriendo praderas de pasto fuego. El joven surcó horizontes sombríos, dejando migajas por todo el camino. El joven creció, se hizo un adulto, olvidó la magia, olvidó al niño. El adulto cultivó arrugas y rabietas, se volvió viejo. Al viejo un pájaro le cantaba, fuerte brisa lo agitaba, los sauces lo acariciaban, hojas verdes y marrones, peces rojos y amarillos. El viejo volvía a ser niño.

-No hagas esto, porfavor... -Se acabó Herbie, no puedo más. -Escucha, cambiaré, lo dejaré. Tiraré las botellas. Todo será diferente, por ti... -Siempre lo mismo Herbie, siempre lo mismo... -Créeme esta vez será diferente. Te amo... Linda dejó sus pendientes en la mesa. No respondió. Esquivó todas las botellas vacías como si fueran cuerpos mutilados, dejando la puerta cerrada. - Te amo... te amo, todo será diferente esta vez, te amo, te amo... Herbie siguió bebiendo vino. Linda nunca regresaría.

Al fin volvió de buscar comida, pero no encontró a sus polluelos ni a la madre; en su lugar, cierta porción de plumas que pertenecían a su familia, un nido con pequeñas partículas de sangre. El cantor descuartizó a las lombrices y comenzó a llamar desgarradoramente al viento. Cerca de allí, un cazador regresaba contento a casa, su familia no moriría de hambre. Sarandeó sus pasos alegremente por el camino, al ritmo que le regalaba el llanto del cantor.

¡Atención! Dijo el viejo general, la guerra ha terminado, ¡vencimos! El escuadrón, asombrado por la noticia, cantó, aulló, saltó sin ver al suelo que hería, nada le faltaba. A un lado, un raso observó un gran río de sangre a su alrededor, pálidas siluetas que intentaron aferrarse a la vida. Todo estaba tan marchito. El raso soltó el arma, se alejó de la escuadra y caminó, nadie supo a dónde ni por qué lo hizo, se le vio perderse en el horizonte, donde el sol era tragado por miles de cadáveres.

Al fin sonreían, estaban allí como espectadores de un concierto, no gritaban, no aplaudían. Aferrados a dos únicos pies cansados, el gentío sólo esbozaba una leve sonrisa, sin palabras, ni ningún otro gesto. Las bromas del triste payaso al fin cobraban sentido, sólo tuvo que atar una cuerda a su cuello frente a todas las miradas, y saltar al vacio para cesar su llanto. Nadie dio un sólo paso. La tristeza del payaso se acabó, y las personas dibujaron sus propias sonrisas.