Valentino Valentino -

Un empresario americano decide que sus empleados no guarden la cuarentena, lo que resulta en el peor de sus errores.


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Cuarentena

El señor John Thompson había decidido que no cerraría su fábrica de pantalones por la cuarentena ni sus otras quince fábricas de camisetas ubicadas en la ciudad de Choloma, en Honduras. El Gobierno había emitido un “Toque de Queda” y obligaba a la gente a permanecer en sus casas. Para Mr. Thompson, todo aquel escándalo del “virus chino” le olía a patrañas y lo tenía muy molesto. “¡Cómo era posible! ¡Ah, estos chinos afeminados y sus noticias falsas!, gritaba mientras se vestía con su bata de piel de tigre, la favorita; su sirvienta Rutilia, la vieja hondureña que había mandado a traer de “ese agujero de mierda”, se ponía nerviosa al escuchar sus rabietas; él siempre acostumbraba a gritarle enfrente de sus amigos golfistas e inversores, para lucirse y darse a conocer como legítimo descendiente de los antiguos patricios de la aristocracia romana; tenía, por tanto, derecho a todo, no por consentimiento ajeno sino por derecho divino, a insultar, a discriminar, y hasta de matar, a sus esclavos las tantas veces como a él le diera la santa gana. Era un acervo conservador del partido Republicano norteamericano, fiel contribuyente de Trump, “ese gran estadista”, y gran promotor del “enjaulamiento de niños” en la frontera.

“Solo así aprenden estos indios a respetar la Sagrada Ley”, decía. “Ya que les vale un comino lo económico, vamos a ver qué hacen cuando les toquemos a sus hijos. No aprenden que están destinados a ser lo que son: unos pobres miserables, los últimos de la cadena alimenticia, sin derecho a nada. ¡Quédense en sus agujeros, ¡entiéndanlo, you fucking shitties!”.

Incluso financiaba a grupos de hombres armados que, irónicamente, se hacían llamar “vigilantes”; uno de ellos, los “God’s Punishers”, se dedicaba únicamente a cazar niños y adolescentes; donó millones de dólares para la construcción de las jaulas, aunque se los cobró (por miles de millones) con el Contrato que recibió para su compañía “Shalom Blue Security” que daba seguridad y asesoría a los centros de detención.

Mientras comía del caviar ruso que Rutilia le ofrecía, comenzaba a dar órdenes desde su mansión en Malibú Hills, sentado al lado de la piscina, bebiendo jaiboles. A lo lejos, en las playas, veía a cientos de jóvenes jugar al voleibol y correr con libertad, despreocupados y sin obligaciones. Para Míster Thompson, aquella visión de su raza era lo más cercano a la perfección y pureza. También significaba dinero. En consonancia con su cabal juicio, tomó el teléfono celular y le marcó a su primo en Honduras, que era el Ministro de Trabajo y le explicó las sesudas razones por las que no acataría la cuarentena.

–Qué se jodan –le dijo–. No perderé un tan solo centavo por una gripita; estos tontos desconocen que luego del contagio la gente quedará inmune para siempre. Corren como maricas de un lado a otro, presos del pánico.

–Mirá, John –le respondió el ministro–, yo pienso lo mismo que vos. Si fuera por mí, vos sabés que no habría problema. Muertos siempre van a haber en este Mundo. Igual, los reportes que he recibido es que los muertos por el virus resultaron ser todos casos con patologías previas, es decir, es gente que siempre se iba a morir.

–Es lo que siempre he sospechado –le contestó John–. “Cuando toca, toca”. ¿Vos entendés que la economía es primero, va’?

–Pero la población está reacia. La Comunidad internacional y alguna gente de la oposición se ha tomado las calles pidiendo una acción del gobierno. Al presidente no le quedó más opción que emitir el “Toque de Queda”. La cagó.

–Y una gran cagada.

–Pero no te preocupés. Yo te consigo el salvoconducto con la Comisión de Emergencia –siguió el ministro del trabajo–. Lo más seguro es que lo tendrás para esta misma tarde y tu gente va a trabajar con normalidad.

–Mi primo querido –dijo edulcoradamente el señor Thompson– ¿Qué querés que te lleve a Honduras cuando llegue en Junio?

–Para mí nada -dijo con modestia el ministro–. Aunque fijáte que tu ahijado necesita que lo apoyes con lo de la campaña para diputado.

–Ok –dijo colgando el teléfono, mientras chasqueaba los dedos–. ¡Rutilia!

Rutilia vivía en el centro de Los Ángeles, en un apartamento deslucido y de poca plusvalía. Era pobre. Cuidaba de sus dos hijos, de su madre y de su abuelo. Cuando el alcalde demócrata lanzó la cuarentena, casi la mitad de sus amigos que laboraban a destajo y en los restaurantes quedaron sin empleo, pero ella no, porque Mister Thompson la había obligado a trabajar. Estaba medio feliz por ello. Pero le resultaba extraño que saliera a trabajar en estos días de alarma y encontrara a la gente inundando las playas y corriendo con sus Ipods en los oídos, ejercitándose en las calles. Incluso llegó a creer que lo que Mr. Thompson decía era cierto. Nunca se dio cuenta de las noticias que aseguraban que en Italia y en España los adultos mayores caían muertos como si fueran granos de arroz, uno tras otro, sobre el cementerio.

Esa mañana había salido a comprar al mercado chino junto a su madre y el abuelo. No había de qué preocuparse. En el barrio los mareros no molestaban a los vecinos, solo a los extraños, así que salió sin problemas al viejo suburbio del Chinatown. Compró frijoles, azúcar, spaguettis, harina de maíz, de trigo y lácteos para dos semanas, por si las dudas, en el mercadito de siempre. Ninguno de los que la atendieron usaba mascarillas ni guantes. Entre tanta gente del lugar, turistas europeos y de todo el mundo, a nadie le preocupó que una muchacha rubia, con una piel naranja y tostada, quizá de los mares mediterráneos, haya estornudado sin desparpajo en medio del grupo. A ella tampoco le preocupó; todo parecía tan normal, tan idílico, con su mañana fresca y el olor terruño de las verduras, que, incluso, dejó que la muchacha rubia se atendiera primero. Parecía ser de un tipo especial, de las que le gustaban a Mr. Thompson, pensó ligeramente sonriendo, pero pronto borró esa imagen burda de sus pensamientos. Incluso se encontró con un grupo de vecinas del barrio a quienes besó y abrazó de la emoción. Esto la motivó para que hiciera las compras de la casa de Mr. Thompson allí mismo, tal vez algo exótico y nuevo, unas naranjas, mangos y mandarinas para el desayuno, servidas con un chorro de miel encima.

Lo mejor de aquella mañana había ocurrido tras salir del parque: un pequeño restaurante callejero local, “El Pollo Loco de Estefany”, estaba regalando pollos enteros para las personas de la tercera edad como respuesta a la pérdida de empleos en aquella semana.

–Te tocó uno enorme, abuelo –reía con desenfado Rutilia, lo que el abuelo encontró muy gracioso y se lo comentó a su hija: “Nunca olvidaré la risa de Rutilia”.

Mr. Thompson iniciaba otra luenga mañana, nuevamente la mesita y la silla al lado de la piscina, su laptop encendida con una sesión de Skype en curso y el celular en la mano. Rutilia se acercó con el desayuno de frutas y un jugo de naranja espeso; lo puso enfrente de Mr. Thompson, quien la vio de mala gana.

–¿Y mi café? –preguntó enseguida, menospreciándolo.

–Es jugo de naranja, señor, acompañado de rebanadas de mango y mandarinas en miel. Pensé que con esta mañana tan soleada se le apetecería algo fresco.

–¿Pensar? –le dijo Mr. Thompson fastidiado–. Vos no sabés lo que es eso. ¡Dame mi maldito café! ¡Rápido!

Rutilia arrugó la cara y con temor empezó a retirar el desayuno. Esto era así, Mr. Thompson siempre tenía la razón. Era él y los de su clase o nada. Así era como un hombre triunfaba y sobrevivía en la selva salvaje. Había que ser listo, no dejarse engañar por otros menos inteligentes; en cambio había que discriminar a los idiotas, ya que en estos días no era posible matarlos. Si un hombre o una mujer eran lo suficientemente fuertes e inteligentes en la vida, entonces tenían el derecho a la mayor tajada, a dictar lo que era bueno y lo que era justo, a corporizar sus privilegios, a mentir diciéndoles que uno llega a la cima por medio del mérito y el esfuerzo propio, cuidándose de no hacer referencia a que en realidad sus fortunas y altos puestos jerárquicos son el producto de la doble moral, el crimen, la estafa y el asesinato. Estaba escrito en la Ley de la Evolución, no en la de Darwin sino en la de Maquiavelo.

–Dejálo –dijo finalmente Mr. Thompson sin poder resistirse al olor de las rebanadas de mango–. Ahora largáte.

Quince días después Mr. Thompson, entubado y abatido por la falta de respiración, recibía un mensaje que le hizo convulsionar todo el cuerpo: en Honduras, el gobierno se había visto obligado a cerrar sus fábricas, y las diez mil personas que empleaban habían caído enfermas y cientos yacían ahora muertas. Muchos de los familiares de aquellos desgraciados, enfurecidos, habían incendiado cada una de sus fábricas y se quedaron a ver hasta que quedaron hechas cenizas. Y, lo peor, como sacado de aquel cuento indio donde el drávida vellalar de Sessa hacía ostentación del poder incontrolable de la progresión matemática, aquel maldito virus no solo se reproducía exponencialmente sino que mutaba de forma más agresiva. En un mes, del barrio obrero de Choloma, habían salido miles de contagiados que infectaron sin saber al menos a cinco millones de personas que caerían enfermas y otras doscientas mil muertas.

En Los Ángeles, Rutilia, sus hijos, su madre y su abuelo cayeron enfermos, y aún no lo sabían. El barrio completo estaba enfermo. También cayeron enfermos Little Armenia, Silver Lake, Vernon, Central Alameda, Anaheim, Compton, Long Beach, Santa Mónica, Pasadena, y las ciudades vecinas. Se había infectado dos millones de personas y ochenta mil ya muertas.

Sessa el vellalar tenía razón: haberle desafiado significaba adquirir una deuda impagable. No siempre se era lo suficientemente inteligente para pasar por humilde e idiota. Y mientras Mr. Thompson agonizaba enfurecido por la destrucción de su patrimonio, el abuelo de Rutilia moría recordando la limpia risa de su querida nieta.

"Esto es así", dijo Rutilia, cerrando lentamente los ojos, mientras era devorada por la más grande, ordinaria y horrífica resignación.

May 4, 2020, 2:02 a.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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Valentino - Al principio fue el Verbo.

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