Gusteau solo sentía el retumbar de su corazón en las sienes, la entrecortada respiración se le agitaba con cada paso indeciso que daba entre aquella húmeda vegetación alta y espesa. Se hallaba rodeado de palmeras milenarias; de troncos gruesos y alargados. No había un camino a seguir. Su brújula no funcionaba. Estaba perdido. En su búsqueda de una ruta, las ramas de los helechos espinosos le desgarraban la piel de su delgado rostro. De sus rasguños comenzaba a emanar pequeñas gotitas de sangre y le escocían al exhausto sexagenario.
La vida salvaje estaba alborotada, pronto iba a anochecer. Ruidos diversos escuchaba Gusteau a su alrededor procedentes de multitudes de insectos nocturnos que emitían sus chillones sonidos al despertar. Una que otra repugnante rata peluda y mojada salía corriendo por entre las matas sin rumbo definido lográndose camuflar más allá.
Desorientado, sentía como frías gotas de sudor le rodaban por la nuca y le recorrían la espalda; tenía su ropa empapada. Gustau no sabía qué sucedió con exactitud en el campamento, pero sí tenía la certeza que debía seguir avanzando, haciéndose camino para pedir ayuda y escapar de aquella zona salvaje antes del anochecer, ya que su hijo LeBron; joven aprendiz de taxidermia que tenía bajo su instrucción, había desaparecido. Los únicos rastros que encontró Gusteau en lo que fue su campamento fueron manchas de sangre dejadas por todo el suelo junto a la carpa que estaba hecha jirones. ¿Qué había sucedido ahí?, ¿Quién atacó a su hijo LeBron?, ¿Seguiría con vida? Eran interrogantes que le invaden la mente a Gusteau; un desesperado padre.
Tras él, el taxidermista escuchó como los helechos se sacudieron a su espalda, se detuvo y volteó. Observando de un lado a otro a su alrededor no logró ver nada a parte de la espesa vegetación que quedaba a su paso. Pensó que debía ser algún animalillo salvaje que se acababa de escabullir. El pecho se le expande y contrae de manera enérgica, estaba asustado. En la lejanía el canto de un búho rompió el silencio de los aires.
Decidió echar un vistazo a su brújula, pero esta seguía dando vueltas sin parar. La metió en uno de los bolsillos de su chaqueta exploradora y continuó avanzando. Comenzó a dar zancadas más amplias con la intención de apresurar su marcha. El terreno de pronto se volvió más húmedo, uno de sus pies quedó enterrado en espeso barro negro y putrefacto. Se tambaleó al querer zafar y fue a dar con sus huesudas manos contra los matorrales y el barro. Este salpicó en su rostro, manchándole el cristal de sus lentes. Raudo y sin perder tiempo se puso de pie, limpiando sus manos en toda su chaqueta intentando sacar un poco del barro negro que se le adhería como una especie de pegamento a la piel, continuó su marcha hacia adelante. Mientras con sus temblorosos dedos limpiaba el cristal de sus lentes para poder ver.
La pestilencia era horrible y los mosquitos no le dejaban tranquilo. Se tornaba más pesado avanzar a través de ese lodazal fangoso lleno de arbustos que le dificultan la visión. Sabía que no podía retroceder, una corazonada así se lo indicaba. Con sus manos comenzó a apartar las ramas a su paso, entrecerró los ojos para enfocar mejor, aunque de nada le servía; sólo veía sombras y siluetas que se agrupaban en su camino. La noche había llegado y con ella sus esperanzas de volver a ver a su hijo LeBron, se hacían cada vez más escasas.
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