innatoo Innatoo aka Sísifo

Tras caminar por las calles de París, llego al Louvre donde en sus galerías realizo un justo trato con El Diablo.


Paranormal Lucid All public.

#parís #trato-con-el-diablo #pacto-con-demonios #Louvre #arte
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París.

Camino bajo una nube de gases tóxicos por las calles de una París contaminada. Hoy la Ciudad de la Luz se encuentra sucia y opaca. La niebla color ocre ha vuelto tocándolo todo por tercer día consecutivo. Casi puedo sentir como roza mi piel, como se adentra en mis pulmones. Cuesta respirar este aire ponzoñoso. Me ahogo. No puedo distinguir los edificios tras la espesa niebla, se que esa sombra oscura que puedo ver desde el Campo de Marte es la Torre Eiffel, pero su figura está tan difuminada que apenas puedo distinguirla de otro edificio cualquiera, también se que esas torres las cuales puedo apreciar a las horillas del río Senna, en la Isla de la Cité, pertenecen a la catedral de Notre Dame, pero bien podría yo equivocarme y que en realidad estas perteneciesen a cualquier otra construcción. ¿Cómo han podido dejar que mancharan París de esta forma? A esta niebla ocre la cual siempre regresa le han puesto nombre, la llaman Smog, se trata de una forma de contaminación atmosférica, se trata de aire contaminado, estancado durante largo tiempo debido a periodos de altas presiones. Esto no es natural, ni un accidente, esto es un asesinato. Tal vez mañana, con un poco de suerte, la ciudad amanezca rejuvenecida, ojalá despierte pronto de nuevo pura, aunque no importa, pues la niebla ocre volverá, el Smog, volverá una y otra vez si nadie hace algo para impedirlo.

*

La contaminación me ha tomado por sorpresa, jamás pude pensar que una ciudad como París pudiese estar tan sucia, aunque, por otra parte, pensándolo bien, era obvio. Aun así, esto hace que me sienta algo desengañado con la ciudad, pues no se trata de ese lugar maravilloso que en mi mente imaginaba, lo cual por supuesto no quita que París sea magnífica. La fama de cultura y arte en la que París se regodea ha sido ganada por méritos propios. Concretamente, a mi parecer, la arquitectura parisina está llena de encanto, da gusto pasear por la ciudad aun sin visitar ningún monumento en concreto, de todas formas, caminando tarde o temprano te encontrarás con alguno. Cada edificio, cada construcción parece formar parte de una obra de arte mayor. Aquí los bloques de pisos, donde habitan las personas, poseen una fachada amarillenta, se elevan sobre siete plantas y son siempre rematados con una buhardilla de un color azulado casi gris. Los materiales por los cuales están construidos estos edificios me son desconocidos, supongo que variaran de uno a otro, pero el caso es que se entrelazan entre si con suma gracilidad. En su interior sin duda han de ser viviendas hermosas, apostaría a que por dentro son todas doradas. Pero sin duda lo que tanto llama mi atención sobre estos domicilios, son sus fachadas amarillentas en las que se dibujan balcones, vidrieras y formas geométricas que la decoran así como falsas columnas con volutas. Todos ellos son elementos que en su conjunto hacen de la contemplación del exterior del edificio un verdadero placer, más aún cuando estos domicilios son colocados en fila, uno tras de otro, conformando manzana tras manzana. En esta ciudad incluso algo tan vulgar como lo es un bloque de pisos posee aire glamuroso y sublime. Es una lástima que ni tan siquiera un lugar tan bello como París pueda librarse de la Suciedad, aunque, de nuevo, esto no debería extrañarme, los seres humanos somos seres sucios.

Fueron la Suciedad y la Mugre la primera decepción que me causó París la primera vez que la visité, la segunda fueron los Campos Elíseos. Para seros sinceros, creo que poseo concepciones muy infantiles en mi mente. El mundo nunca fue un lugar maravilloso, la realidad es terrible y cruel. El arte nos ha engañado presentándonos siempre un mundo hermoso. Y es que no importan que tan grande sea el afán del artista por mostrar lo horrendo de la existencia, pues cuando la obra alcanza ciertos estándares de calidad, la belleza es inevitable, y al final siempre sale a relucir lo bello que hay en el dolor, en la muerte, en la destrucción y el caos. Incluso hay belleza en el estertor terrible del Laoconte. Es la belleza de lo terrible. La realidad nunca es tan bella como nos la presenta el artista, al contrario, siempre resulta mucho más sobria y carente de significado.

Perdón, esta ciudad me confunde. Caminar a lo largo de sus calles siempre hace que me asalten profundas reflexiones. Quería hablarles ahora sobre los Campos Elíseos de París y la razón por la cual considero que poseo concepciones infantiles o demasiado ingenuas con respecto a ciertos aspectos de la vida. La primera vez que escuché sobre los Campos Elíseos su nombre resonó con fuerza en mis oídos. Era todavía un adolescente de quizás quince o dieciséis años y en mi cabeza los imaginé como una reserva ecológica a las afueras de la ciudad, un extenso paraje natural lleno de vida. Enormes extensiones de césped resplandeciente que se extendían bajo un cielo azul infinito hasta más allá que la vista alcanza. Pueden llamarme ignorante si así lo desean, no errarían en su afirmación, pero en mi mente los Campos Elíseos se dibujaban con esta gloriosa imagen natural. Gran desasosiego me causó el percatarme de como aquellas gloriosas extensiones de césped resplandeciente en realidad eran un amasijo de tiendas de lujo bajo una nube tóxica. Ahora no puedo hacer otra cosa que reírme de mi propia ingenuidad. Recuerdo como la primera vez que caminé por aquel lugar, tras visitar el arco del triunfo más famoso del mundo, casi no logré contener el vómito, y hoy, años después, todavía cuando a él regreso una náusea casi irreprimible me asalta.

Tras este ataque irreverente siento la necesidad de romper una lanza a favor de esta parte de la ciudad, pues se trata de la mayor avenida de París la cual actúa como eje histórico de la ciudad conectando en una larga línea desde su desembocadura en la plaza de la Concordia, el Arco del Triunfo con el Museo del Louvre a través del jardín de la Tullerías. En mi opinión, de no ser por el hacinamiento, la contaminación y las tiendas de lujo, los Campos Elíseos serían por completo merecedores de tan evocador nombre.

*

De cualquier modo, yo sigo con mi camino a lo largo de las aceras parisinas. Ando por las calles parisinas extasiado, completamente absorto en la contemplación de las cosas. En París la luz es diferente, no me atrevería a decir que es más bella, pero si que diferente. No sabría describirlo con certeza, y quiero dejar claro que esto tan solo es una apreciación subjetiva, pero de algún modo siento que esta ciudad refulge, lanza destellos por doquier incluso en un día tan nefasto como lo el día de hoy en el que la niebla ocre invade las calles y los cielos. Esta nube tóxica que a penas deja ver impide el libre paso de los rayos del sol, y sin embargo, aunque opacada, París sigue brillando. Esto se trata tan solo de una impresión mía la cual no sé si comparto con alguien más, pero durante la noche este efecto se acentúa. En las noches las luces de la ciudad se alzan y bailan creando un juego de sombras que parecer ser arte de magia. Allá donde dirijas tu mirada, esta será asaltada por destellos luminosos provenientes de todas direcciones. No resultan molestos estos destellos, sino que muy al contrario resultan maravillosos, son fuegos fatuos que danzan flotando en el aire.

*

Noto que, perdido en mis pensamientos, he aminorado mi paso. Y no puedo evitarlo, cualquiera que sea la cosa que ante mis ojos se topa me distrae y me insufla reflexiones y ante mis ojos ahora mismo se están cruzando cientos de personas, tal vez miles. Me resulta imposible diferenciar entre quienes son parisinos y entre quienes solo turistas. Veo negros, blancos, asiáticos, judíos, musulmanes, cristianos, ricos, pobres, de izquierda, de derechas... En Paris no tiene sentido hablar de razas, religión o ideologías, en esta ciudad confluyen personas tan diferentes y al mismo tiempo tan iguales que no tiene sentido, la ciudad los acepta a todos por igual. Los puedo ver a todos caminando, encorvados hacia las pantallas de sus teléfonos móviles o hacia las páginas de un periódico, o hacia los adoquines de la acera o hacia el cielo nublado y putrefacto. Miran hacia los dos lados de la calle antes de cruzar, pero no se miran los unos a los otros. Cada cual parece vivir preso en su propio mundo, pequeño y seguro. Miran a su pareja, a sus padres, a sus amigos, a sus abuelos o a sus primos, pero no miran a nadie más. Tampoco miran los monumentos, pasan ante ellos sin inmutarse, esto me sorprende, supongo que ya están acostumbrados a verlos, a tenerlos siempre ahí delante, a un parisino ver la basílica del Sagrado Corazón de Montmartre le causa una sensación similar a la que yo siento cuando veo la pequeña iglesia de mi pueblo. Están todos muy calladitos ocupados en lo suyo, como si nada ajeno a ellos pudiese afectarles. Estoy seguro de que si ahora mismo ocurriese un atropello todos lo ignorarían, sencillamente pasarían de largo esperando que alguien llamase a una ambulancia. Ignoran a todo aquel que sufre, caminan entre las victimas como si no existieran, ¡bastante tienen ellos con sus propios problemas!

Veo también a muchos vagabundos tirados por las calles. Los vagabundos son parte de esas víctimas que ignoran. Todos saben que se encuentran allí, tirados entre cartones en el portal de un bloque de pisos, en un cajero o en cualquier lugar donde puedan caerse muertos. Todos saben que allí se encuentran, pero nadie quiere verlos, les molesta su presencia y si de un día a otro desaparecieran, mejor para todos y para la ciudad. Ataviados con harapos negruzcos que son poco más que girones de ropa sucia suplican por la caridad y la misericordia de los viandantes. Muchos ya ni siquiera suplican, se dan la vuelta contra la acera y tratan de conciliar el sueño. Están sucios y les faltan dientes. En sus rostros se configuran complejos surcos de arrugas, de ojeras y de patas de gallo. Por todo su cuerpo manchas. Barbas largas y pelos enmarañados. No poseen más que aquello que portan consigo. París los ha rechazado, si alguien los retratase seguro que pintaría un bonito cuadro.

De repente la mirada de uno de ellos tropieza con la mía y me roza el alma. Está tirada contra la fachada de un edificio sobre un cartón mugriento. Sus ojos son grises. Su rostro no se diferencia mucho del de los demás vagabundos de la ciudad. Tiende hacia mí su mano cóncava seguida de una mirada que ha perdido la fe, pero que grita, que suplica que la liberen. Yo no puedo hacer mucho por ella. Me acerco con cautela, como quien se acerca a un animal herido, y lee doy una pequeña limosna, no debe ser mucho, poco más de un euro. Dejo caer el puñado de monedas de escaso valor sobre su mano temblorosa. Espero que ese dinero le ayude en algo. Inmediatamente comienza a agradecerme mi caridad con una efusividad inmerecida. Se levanta del cartón sobre el cual está sentada y comienza a acercarse a mí hablando en un francés mal pronunciado del cual no entiendo nada. Condescendiente yo me aparto de ella. La dejo atrás pronunciado palabras ininteligibles. Me pregunto cual será su historia, me pregunto como en París puede acabar así una persona. Me parece imposible que en una ciudad como París las personas puedan acabar convertidas en despojos humanos, estas cosas no deberían ocurrir en una ciudad tan bella. Pero ocurren. Sobre todo, en París ocurren. Miseria humana. Ningún lugar se libra.

*

Paro en un restaurante a comer algo. En realidad, no tengo demasiada hambre, pero eventualmente el hambre llegará y luego, durante la tarde, no tendré tiempo para comer. Me siento en una mesa de la terraza. Estoy solo en un restaurante el cual aparenta ser un lugar muy refinado. Todo en París aparenta ser muy refinado, muy suntuoso y elegante, incluso el peor de los restaurantes de la ciudad pretende serlo. En este restaurante las mesas lucen níveos manteles con intrincados bordados florales color dorado. En la terraza hay estufas que combaten el frío del otoño, hay enredaderas que ascienden por los pilares del porche y parterres repletos de rosas marchitas. Desde acá afuera puedo contemplar el interior del restaurante a través de un enorme ventanal de cristal. Las mesas y las sillas son semejantes a las de la terraza, las paredes poseen un empapelado color beis y en ellas hay cuadros colgados de cualquier manera los cuales representan parajes naturales y cuya autoría se debe a artistas locales, e incluso hay un par de estatuas de ninfas muy alegóricas desperdigas por el lugar. Todo desprende cierta aura de elegancia y de falsedad. Todo es muy elegante, muy refinado y muy jodidamente falso. Apuesto a que la cocina es un lugar putrefacto, no me es difícil imaginar manchas de grasa por todas partes, todo mugriento y a los cocineros peleando y gritándose entre ellos.

Uno de los camareros rápidamente se percata de mi presencia y no se demora ni un minuto en llegar a atenderme. Es un chico joven de aspecto algo andrógino y muy amanerado. Al hablar gesticula en exceso, también mueve mucho los labios, abriendo mucho la boca de manera que deja ver una dentadura descuidada. Respondo a su saludo en francés, "Bonjour", le digo con mi acento nefasto, pero pido mi comida en inglés. Con mucha educación me toma nota y se marcha. Miro como se aleja hacia la cocina con andares de pato y quedo a la espera de mi comida.

Mientras espero me pierdo durante un rato en mis pensamientos. Frente a la terraza del restaurante hay un enorme cartel luminoso el cual cubre la fachada de un edificio. El cartel anuncia un viaje a las Bahamas y demás lugares exóticos como Tailandia y las Islas Fiji. Dice algo así como, "visite con nosotros los lugares más paradisíacos del planeta". Me suena un poco mal esta frase. "Los lugares más paradisíacos." no sé, supongo que no hay nada mal en ella, pero no deja de sonarme extraña. Me gustaría aprender francés, no tanto para hablarlo, sino como para leerlo con fluidez. Me gustaría leer a todos los literatos franceses en el idioma que concibieron sus textos y por supuesto también me gustaría poder leer este enorme anuncio que ante mi se encuentra. Debe ser grandioso poder leer a Baudelaire, a Flaubert y a tantos otros sin tener que recurrir a una traducción de su obra.

Continúo mirando a mi alrededor, muchas cosas aparecen ante mis ojos, pero me cuesta poder sacar algo en claro de todas ellas, me cuesta sacar algo en claro de todo lo que estoy viviendo. De todos modos no me da tiempo a reflexionar mucho más, pues el camarero me sirve raudo, tal es su presteza que incluso me llega a resultar molesta, esperaba que se demoraría más en servirme, me hubiese gustado haber seguido durante un rato más perdido en mis pensamientos. En fin, yo sigo a la perfección el guion del teatrillo cutre que es el restaurante, comparto unas cuantas palabras amables, pero incómodas, con el camarero mientras me sirve. Una vez me deja solo en la mesa devoro con avidez la comida. Como dije, no tengo mucha hambre, pero tampoco tengo la intención de parar en este lugar más tiempo del necesario. Intercalo cada cucharada con un trago de agua que ayuda a bajar la comida. Hoy el aire que respiro se siente envenenado, hoy el agua que bebo se siente envenenada, hoy la comida que como se siente envenenada. Termino mi plato y apuro mi vaso de agua. Llamo al camarero para que me traiga la cuenta y así poner fin de una vez por todas a este teatrillo deprimente. Por supuesto el camarero no falla y me trae la cuenta al instante. Me parece increíble que me hayan cobrado por un triste vaso de agua, pero no importa, pago la cuenta en el acto y me marcho del restaurante tan rápido como puedo sin soltar ni una palabra y sin dejar propina al camarero. Me siento intoxicado, todo el mundo a mi alrededor se siente intoxicado. Este es el verdadero precio a pagar.

May 1, 2020, 2:01 a.m. 0 Report Embed Follow story
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