C
Cesáreo Rodríguez


El descubrimiento de un científico hace vibrar a todo el planeta. Por primera vez en la historia toda la humanidad está pendiente de lo que sucederá en tan solo dos minutos.


Fantasy Epic All public.

#intriga #120-segundos #descubrimiento
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LA SONRISA DE LA GIOCONDA

UNO

Estaba a punto de amanecer. El profesor Ardverth revisaba sus notas embargado de emoción: ¡Lo había logrado! (¿Lo había logrado?).

Hacía casi dos días que no comía ni dormía, que, exceptuando litros de café, casi no bebía. Se había abstraído tanto en sus investigaciones que no había advertido el paso del tiempo.

La fe en sus conocimientos le decía que todo había salido como lo soñó; su sentido común, obnubilado por tanto agobio, le hacía dudar.

Ya no podía más ni con su cuerpo ni con su cerebro, garabateó una hoja de papel con un casi ilegible “QUE NADIE ME MOLESTE”, lo pegó en la puerta de su oficina-dormitorio, se tragó una tableta de diez miligramos de diazepán con el café frío que quedó en la taza, se quitó los zapatos, y vestido como estaba se desplomó en la cama.

Se despertó a las seis de la tarde con las últimas imágenes de una pesadilla: una enorme bola negra que lo aplastaba.

Le dolía espantosamente la cabeza, como luego de una borrachera (ya no estaba en edad de pasar cuarenta y ocho horas sin dormir). Se metió en el baño tambaleando, vació su vejiga que sentía a punto de estallar, lavó su cara con agua fría, pasó sus manos húmedas por el poco pelo que aún le quedaba, y bajó al comedor.

La señora Masbruja (en realidad se llamaba Maruja, pero él, según su inveterada costumbre de jugar con los nombres, la llamaba así desde el primer día en que comenzó a desempeñarse como su ama de llaves) le llenó una enorme taza con café negro y le puso delante una colmada fuente de tostadas ya enmantecadas, mientras le protestaba airadamente sobre su ausencia a dos cenas y dos almuerzos. Entonces le pareció que su pesadilla había sido premonitoria: una bola negra, igual al círculo que le mostraba su taza de café y que lo aplastaba, igual a las admoniciones de la señora Masbruja.

Mientras devoraba las tostadas -sentía un hambre atroz- pensaba que lo correcto sería dejar todo para mañana a la mañana. ¡Sí señor, a no pensar en nada más hasta el nuevo día!


Subió a su “cubil”, como él lo llamaba, pisando los escalones de dos en dos, y masticando el último bocado de la última tostada. Cerró la puerta sin quitar el cartel de no molestar y se sentó a su escritorio (¡Qué mañana ni mañana!).

Allí todo era un caos: libros abiertos sobre libros abiertos, papeles manuscritos sobre papeles manuscritos y sobre libros abiertos, bolígrafos de todos colores por todos lados, una computadora, llena de polvo, oscurecida por el protector, y con los lets encendidos desde Dios sabe cuándo. Ni espacio para apoyar los codos había.

Se sentó en una de las tres sillas giratorias del frente de su escritorio. Buscó febrilmente una página. Debajo de algunos papeles encontró una hoja bastante prolijamente escrita con tintas negra, verde y roja, llena de fórmulas ordenadamente alineadas y dibujos de muy mala calidad, a causa del nerviosismo conque fueron trazados y a la impericia del dibujante. Se quedó varios minutos mirándola, tan abstraído como si en el mundo no hubiese nada más.

¡Dios mío… No caben dudas… es realmente posible…! Esta opinión era ahora muy sólida gracias a las doce horas de sueño y al par de tazas del fuerte café de la señora Masbruja.

Se recostó en el respaldo de la silla, la hizo girar noventa grados hacia su derecha y apoyó su brazo izquierdo sobre los papeles del escritorio, la otra mano cayó, sin soltar el papel tan valioso, sobre su falda y se quedó mirando por el enorme ventanal el hermoso cielo crepuscular de un apacible sábado de abril al que ni siquiera tomaba en cuenta.

Estaba tan tieso como un muñeco de cera, pero su cerebro era un pandemonium. Si lograba hacerse entender conseguiría la ayuda para realizar la experiencia, el primer paso hacia lo más trascendente conque pudiera soñar la humanidad; si no lo lograba todos lo tomarían como un charlatán, otro más para envilecer a la ciencia. A él, justamente a él, que pasó la mitad de su vida combatiéndolos.

DOS

—¡Te amooooo!— gritó Clarita al abrir la puerta, mientras lo estrujaba entre sus brazos y le estampaba un sonoro beso en la mejilla.

—No tengo tiempo para esas niñerías.

Esta escena se repetía estereotipadamente en cada rara ocasión en que se veían.

—No me hagáis eso, no lo merezco, soy un buen tío —Exclamaba quien también salía a recibirlo: Salvador, el esposo de Clara, el amigo del alma, el de toda la vida, remedando un acento español y completando el estereotipo.

Salvador Foureu, doctor en física, como Timoteo Ardverth, era realmente el amigo “clase diez” (la más alta calificación que concedía a la amistad el doctor Ardverth; “todos los amigos se califican con un número, del uno al diez, de acuerdo a la trascendencia que tienen en nuestras vidas, y van mudando de una categoría a otra según pasan los años y las circunstancias”, sostenía en su teoría).

Tenían casi la misma edad, Timoteo era tres meses y medio mayor. Salvador había encontrado su amor en la formidable Clara, Tim jamás se había topado con ninguna que le convenciese, a pesar de que un par de veces estuvo a punto. Habían sido compañeros de estudio desde el pre-escolar hasta el doctorado, y compartían la cátedra de Física III en la misma universidad en donde se habían graduado hacía más de treinta años. Compartieron cuanto congreso o conferencia a los que hubiesen podido concurrir o dictar, y casi una centena de ensayos y colaboraciones en libros y revistas sobre física cuántica.

Ardverth era el Profesor titular, Salvador su adjunto.

TRES

—Siento que te he traicionado.

—¿Por qué?

—A un amigo clase diez no se le guardan secretos.

—¿Qué secretos?

—………………Salvi, tenemos mucho de qué hablar. Quizá hoy comencemos a vivir la etapa más importante de nuestras vidas.

—¿Tengo que asustarme o con estar expectante alcanza?

—Un poco de cada cosa. Necesito seis horas de tu tiempo.

—Mañana, domingo, tendremos toda la tarde.

—¡No, tiene que ser hoy, ahora!

—Pero… Clarita se estaba preparando para ir al teatro esta noche, en el momento en que llegaste.

—¿Qué teatro? Ayer cuando hablamos me dijiste que pasarían la noche viendo cine en casa.

—No sabía que ella había conseguido dos localidades, se supone que quiso darme una sorpresa.

—¿Para qué obra?

—Para Siete veces siete.

—Hace una semana que se estrenó, y estará en cartel varios meses, podrán verla más adelante… Si es que hay tiempo. Le diremos que estoy atravesando un gran barullo económico, y que necesito una larga charla. Lo comprenderá.

—Sí, te quiere demasiado como para poner objeciones.

—Supongo que me invitarán a cenar.

—¡Bobo! Pero… ¿De qué se trata todo este misterio?

—Primero avisemos de los cambios de planes a Clara, luego nos vamos a tu “antro subterráneo”, y en las dos horas que faltan para la cena podré iniciarte en todo, para que la charla de después de cenar sea más simple.

CUATRO

El sótano de la casa de Salvador era enorme, decorado por Clarita y él tan bien como si lo hubiese hecho el mejor arquitecto. Iluminado como de día, se usaba para los grandes acontecimientos; oscuro como un cine, para ver, generalmente los sábados por la noche, películas en una gran pantalla proyectadas por el cañón de video que Clara le regaló para su cumpleaños número cincuenta.

El rincón noreste se había compartimentado con dos soberbias bibliotecas que cerraban un espacio cuadrangular de unos cinco metros de lado, al que se entraba por el espacio que dejaban ambos muebles que no llegaban a interceptarse. Era “la oficina” de Salvador.

En la pared Norte, una enorme pizarra. Delante de él un imponente escritorio estilo inglés con un cómodo sillón detrás y dos sillones giratorios en su frente. En la pared Este, un gran diván completaba, junto con una coqueta mesa ratona y dos cómodos sillones, un práctico living.

Sobre el escritorio, en perfecto y obsesivo orden, una pilita de libros, una notebook cerrada, un teléfono inalámbrico, una lámpara que imitaba ser antigua, un porta lápices con una docena de bolígrafo de varios colores, un bloc de hojas tamaño A4 en blanco, y un primoroso florerito en donde lucía un ramillete de coloridas flores que Clarita se encargaba de cambiar cada dos días.

CINCO

Ardverth bajó primero y se sentó en uno de los dos sillones del juego de living. Rato después bajó Salvador con una bandeja en la que traía una botella de cerveza, dos grandes copas y un bowl lleno de maníes salados.

-Dentro de un par de horas Clarita nos llamará a comer, es el tiempo que necesitabas, ¿no?

-Quiero iniciarte en lo fundamental de la idea, luego de la cena entraremos a discutir el tema en lo más fino.

SEIS

—¿Dios mío? ¿Te has vuelto loco? Aunque estés en lo correcto, es materialmente impracticable.

—Estoy en lo correcto, y todo está previsto y revisado mil veces, hombre de poca fe ¡Y no es impracticable! Te lo demostraré.

Salvador se quedó mirando a la nada. Timoteo no dejaba de mirarlo, quería adivinar en él algún gesto especial.

Estuvieron en silencio durante largos diez minutos, hasta que la voz pequeñita de Clara los llamó a comer.

—No llenemos mucho nuestro estómago, y no tomemos mucho vino. Nos quitaría lucidez, y nos hace mucha falta. La noche es muy larga— aconsejó Timoteo en voz baja, mientras subían las escaleras, uno con la bandeja y las dos copas, y el otro con la botella y el bowl vacíos.

Clara se asombró de la falta de apetito de ambos, pero lo que más le llamó la atención fue el poco interés por el vino. Pensó que el problema de Ardverth debería ser muy grave.

La excusa de irse a dormir temprano porque mañana tendría que ir a buscar a Candela a la estación de colectivos, al regreso de su viaje de estudios, tranquilizó a los tres.

Preparó una cafetera entera y dos tazas, las puso en una bandeja, y se despidió de ambos.

SIETE

Timoteo terminó su discurso, sus explicaciones, alrededor de las cuatro de la mañana y con las dos palabras que eran la fórmula con las que terminaba todas sus disertaciones: —“Escucho opiniones”.

—…………………………………………………………………………………………………. —Salvador se había quedado sin palabras.

—¡Iuuhu, Salvi, estoy aquí…!

—………………..¿De dónde sacarás semejante cantidad de energía?

—Todo está calculado.

—¿Y el apoyo?

—El viejo Soud será nuestro primer paso.

Víctor Soud había sido profesor de ambos en Física III, la misma cátedra en donde ellos ahora eran titulares.

Quería entrañablemente a Timoteo. Para él, Tim era el hijo que reemplazaba a su Matías, el muchacho muerto hacía doce años en aquel terrible accidente del que todo el mundo habló durante meses. Además de eso era el adorado suegro del Secretario de Nuevas Tecnologías del Ministerio de Asuntos Científicos.

El viejo Soud reconocía en Ardverth a una mente brillante, a un inventor nato, a un orador al que se le puede envidiar sin sentir ninguna vergüenza. El servirle en algo, más que un gusto, sería un orgullo para él.

Siempre le había asombrado que a sus clases, aparte de sus alumnos, concurrieran casi todos los otros profesores de la facultad. Inclusive sabía de muchos que habían modificado los horarios de las suyas para poder asistir a las de Timoteo. Realmente eran magistrales, y su sentido del humor las hacía bellas.

—Víctor, vengo a pedirle un enorme favor.

—Lo que esté a mi alcance, Tim.

—Necesito una entrevista urgente con Otto.

—¿Con Octavio?.. ¿Se puede saber para qué?

—Claro que se puede, aunque no ahora, Víctor. Pero lo sabrá, es más: usted será una parte importante de lo que ahora ignora.

—Si usted lo necesita, seguro que será de mucha trascendencia.

—Disculpe que lo diga así: …usted ni lo imagina.

—Al diablo… lo pone de tal manera que me siento en la necesidad de decirle que antes de que se vaya a dormir tendrá noticias mías.

OCHO

—Hola, ¿Tim?

—Hola Víctor.

—¿Está cenando?

—¡Noooo! Esperaba su llamado. Ni se me ocurrió cenar, y la señora Masbruja debe haber intuido que algo pasa, porque ni siquiera me lo ha ofrecido.

—Mañana a las nueve lo espera Otto.

—Gracias, Víctor, gracias.

—Con eso de que seré una parte importante me ha enganchado, y con lo de que ni siquiera lo imagino consiguió lo que quería.

—Otra vez ¡Mil gracias!

NUEVE

—Soy el doctor Timoteo Ardverth, el doctor Levenne me está esperando.

—Sí, profesor. Tengo orden de hacerlo pasar ni bien se presentara…

Hola, doctor Levenne, el profesor Ardverth está aquí…

Por aquí, profesor.

—Muchísimo gusto, profesor. Es un verdadero placer recibirlo.

—Encantado, doctor.

—Víctor habla maravillas de usted.

—No le haga caso, me quiere mucho.

—¿En qué puedo servirlo?

—Necesito de no menos de diez horas de su tiempo.

—¿Perdón?

—Diez horas, no creo que sean menos.

—Profesor… Yo no dispongo de ese tiempo ni para mi familia.

—Pero lo dispondrá para escucharme. Cuando lo haga, le aseguro que le parecerá que me ha dedicado aún poco.

—Pero… ¿De qué se trata?

—No puedo adelantarle nada, absolutamente nada, hasta que tenga la seguridad de que me escuchará el tiempo necesario.

—Le ruego me entienda, Ardverth, sin alguna noción de lo que podríamos tratar, no puedo contestarle.

—Sí que lo entiendo y, obviamente, esperaba esa respuesta; es por eso que recurrí a la intermediación del profesor Soud, y a poner en juego toda la reputación que he ganado luego de tantos años de investigación.

Tan solo una cosa puedo decirle: luego que me escuche, le aseguro que pensará que el haber puesto pie en la luna ha sido una niñería.

El Dr. Levenne quedó mirándolo extremadamente turbado.

—Bueno —contestó con un hilo de voz —Deme unas horas, necesito acomodar mi agenda. ¿Cómo me comunico con usted?

En mi tarjeta está el número de mi celular, lo llevo siempre conmigo. No importa la hora, estaré esperando su llamado.

DIEZ

—¡Señora Masbruujaa! ¡Maruujaa! ¿Dónde se ha metido?

—Aquí, señor, en el lavadero. Ya subo…

¿Señor?

—Muchacha, necesito un enorme favor. Subiré a mi habitación a acomodar todos mis papeles, dentro de una hora usted pondrá manos a la obra y la dejará tan ordenada y reluciente como si nunca nadie la hubiese habitado.

Mañana vendrá a visitarme un importante caballero. Lo invitaré a cenar. Le ruego que planee una comida muy especial… Lo mejor que se le ocurra.

Yo me voy… Ya… A la facultad… Cenaré en “La Donna”, y luego iré a dormir a mi cátedra, tengo mucho que hacer esta noche.

—¿Cenará?

—Se lo prometo.

—¿Dormirá?

—Debo hacerlo… Necesito de toda mi lucidez mañana.

—Despreocúpese de todo, entonces.

ONCE

A las ocho de la mañana el sonido de llamada de su celular lo despertó.

Estaba acostado, totalmente vestido, en el sofá de su oficina de la cátedra de Física III.

—Hola, diga.

—Hola, profesor Ardverth, le habla Levenne.

—¡Hola doctor… Buen día!

—¿Le parece esta tarde después del almuerzo? Digamos… ¿A las dos?

—¡Sí, sí, claro! A las dos está bien.

—¿En mi despacho o…

—En mi casa… Si no le parece mal. Ya tengo todo dispuesto, y sería muy engorroso trasladar todo allí. Además no quiero que algunas cosas salgan a la calle.

—Bueno… De acuerdo. Hasta después.

DOCE

—Señora Masbruja, hoy no almorzaré. Le ruego me prepare una cafetera llena. A las dos vendrá a verme el señor del que le hablé anoche, es del gobierno, debe tratarlo con la mayor cortesía y recibirlo con la mejor de sus sonrisas… Y recuerde lo especial de la cena. Yo estaré atento al timbre, no debe preocuparse por llamarme.

—¿Cenó?... ¿Durmió?

—Sí, sí, sí… Prepáreme el café, por favor.

Su oficina-habitación ahora era un encanto. No recordaba haberla visto tan ordenada en los últimos años. Y por sobre todo, olía muy bien.

Era muy amplia y luminosa, estaba alfombrada y amueblada con un gusto exquisito. El rincón de dormir estaba oculto por un enorme mueble que hacía las veces de biblioteca, y de ropero en el envés.

El lugar de trabajo era acogedor: un enorme escritorio en el que descansaba una computadora de última generación e implementos de escritura dispuestos en forma tan elegante que podrían competir con la prolijidad del escritorio de Salvador; un cómodo sillón, tres confortables sillas giratorias, un juego de sillones que rodeaban a una mesita ratona, y bibliotecas de piso a techo en cuanto lugar cupiesen, repletas de libros colocados en perfecto orden; una enorme y reluciente pantalla de televisión de leds conectada a la computadora, en un nicho de la biblioteca que estaba enfrente del escritorio y por debajo un buen equipo de audio.

La señora Masbruja había realizado un trabajo excelente.

En el momento en que las campanadas del reloj de pie del comedor daban las dos de la tarde se escuchó el timbre llamador de la puerta de calle.

Timoteo tironeó de su pulóver para mostrarse más prolijo, y bajó la escalera al mismo tiempo en que Maruja abría la puerta y recibía, con un algo exagerado gesto de cortesía, al doctor Octavio Levenne.

Tim lo guió cortésmente a "su cubil".

—Siéntese, doctor, la señora Masbr… Maruja nos traerá café.

—Le confieso que estoy tan intrigado como no recuerdo haberlo estado nunca.

—Lo entiendo… Y no esperaba otra cosa.

Hablaron de vaguedades hasta terminar el riquísimo café que la señora les trajo en la mejor vajilla de la casa. Ninguno de los dos probó los bollitos que ella horneó con tanta diligencia (—Pues se los comerán con el té— Pensó Maruja).

—Dividiremos nuestro tiempo en dos etapas. La primera, que durará entre dos o tres horas, será para iniciarlo en lo que, luego de tomar el té, será la explicación total de lo que he planeado. ¿Se siente cómodo?

—Muy cómodo. Este ambiente es muy agradable.

—Es que si no lo fuese, sería imposible pasar tantas horas aquí dentro con la mente fresca todo el tiempo.

TRECE

—……………………………………………………………………………...

Octavio estaba inmóvil, con la boca semiabierta, y casi no parpadeaba.

—Escucho opiniones.

—¿Está usted absolutamente seguro de la factibilidad de semejante proyecto?

—Absolutamente. Y lo estará usted igual luego de la medianoche cuando termine de explicarle hasta los detalles más pequeños.

—¿Y de dónde sacará semejante cantidad de energía?

—A su tiempo, Levenne. A su tiempo lo entenderá.

CATORCE

Después del té, comenzó la explicación más fina y definitiva.

Tan solo hicieron un descanso de unos cuarenta minutos cuando a las diez de la noche la señora Masbruja los invitó a cenar.

En el momento en que el reloj de la sala daba dos campanadas, Ardverth terminaba su exposición.

Ambos quedaron estáticos mirando la enorme pantalla de televisión que funcionaba como un gigantesco monitor, y en donde se habían expuesto todas las fórmulas que sostenían la factibilidad del proyecto y los planos del complejo aparato que lo llevaría a cabo. Obviamente, las dos palabras con las que Timoteo remataba cada exposición no se dejaron de pronunciar:

—Escucho opiniones.

—…Sí, esta misma tarde me entrevistaré con el Ministro, él tendrá que lograr que el Primer Ministro nos reciba. Dejar a la ciudad sin luz durante cincuenta y dos segundos para transferir toda esa energía a la máquina no traerá ninguna consecuencia, especialmente si se la concientiza, mediante una campaña de varios meses, de la importancia que traerá para la ciencia, y el prestigio para nuestro país, esa corta carencia.

El grave problema es que el Primer Ministro es doctor en ciencias económicas, y su manera de razonar no es científica en lo absoluto.

—Eso también está calculado. Creo sumamente conveniente que no vayamos solos a verlo, el profesor Foureu y Víctor nos acompañarán.

—Pero Víctor no sabe nada… ¿No?

—Sí, a esta hora ya lo sabe, Salvador se encargaba de explicarle todo mientras yo lo hice con usted.

—Pero… ¿Cómo lograremos que el Ministro lo entienda?

—No harán falta demasiados argumentos. Tengo absoluta confianza que nuestra presencia, avalada por nuestro prestigio, nos eximirá de una larga disputa con el fin de convencerlo. Aparte, es extremadamente inteligente, y eso está a nuestro favor.

QUINCE

Exactamente a las cinco de la tarde entraban los cuatro a las oficinas del ministro (no hace falta decir que los cuatro estaban muy nerviosos).

Los recibió con una luminosa sonrisa.

Luego de los saludos de costumbre, ordenó té para todos y los invitó a sentarse a la mesa de situación.

El doctor Damián Roda era un hombre de unos sesenta años, elegantemente vestido y de porte arrogante, de hablar pausado y rostro bonachón.

Se sentó en la cabecera; a su derecha Timoteo y Víctor, a su izquierda Octavio Levenne y Salvador.

Fue Octavio quien tomó la palabra, y comenzó con un dubitativo y bastante ampuloso preámbulo.

El doctor Roda, aunque mostraba sumo interés, daba la impresión de no entender muy bien de qué se trataba.

Timoteo se dio cuenta de la situación y robó la palabra. Debería aprovecharse de todas sus dotes de orador y de toda su carismática simpatía.

En un par de horas terminó su discurso. Y como pasó siempre, su interlocutor se quedó sin palabras.

—¿Es que esto es posible?- Preguntó mirando a todos.

Los cuatro asintieron gravemente.

—¡Dios mío, siempre pensé que eso no era nada más que algo de la ciencia ficción!… ¡Pero de mucha ficción!

—Nuestra imaginación no alcanza para poder calcular todos los misterios que podrían develarse- Retrucó Timoteo para dar un golpe de gracia.

—El presupuesto ha de ser muy abultado ¿No?

—Sí —respondió cortante y secamente Timoteo.

—¿Lo tiene calculado?

—Sí.

El Primer Ministro, con el presupuesto en su mano, se puso de pie instantáneamente. Palideció y comenzó a transpirar copiosamente.

—Esto escapa a mis posibilidades. Es el congreso quien deberá tomar las decisiones- comentó sin disimular su turbación.

—Sí —volvió a asentir el profesor Ardverth —Eso también estaba previsto.

DIECISÉIS

En el congreso el asunto pasó a comisiones.

En ellas se discutió durante muchísimos días el problema.

Obviamente asesorados por Timoteo, Salvador, Víctor y Octavio.

Aunque los tres últimos hablaron bastante, la voz cantante la llevó el profesor Ardverth.

Sedujo a todos. Se mostraron realmente convencidos.

En la próxima sesión pedirían presupuesto, y le aseguraron que sería votado a favor y por unanimidad.

En la sesión, once oradores se deshicieron en argumentos para justificar su adhesión al proyecto. Todos con discurso distintos, pero que solo se diferenciaban en el orden de las frases y en la entonación de las justificaciones a su apoyo.

Discursos políticos, que le dicen.

Pero el duodécimo, mucho más aplomado que todos los demás, luego de una brillante perorata sobre el avance de las ciencias y esas cosas, propuso algo muy interesante: que se pidiera a todos los gobiernos del planeta, en vista de la enorme trascendencia que podría tener para el mundo la experiencia de la que se trataba, que designaran a dos o tres de las mentes más brillantes, para que en un congreso, que se vería cuándo y dónde se fuese a realizar, trataran el tema. De esa forma, afirmaba, si todos están de acuerdo, no habría problemas en aceptar la moción de presupuesto para llevar adelante la empresa. Inclusive, si hiciera falta, se podría pedir ayuda económica a los países más avanzados.

El razonamiento pareció muy sensato a todos, y se aprobó por unanimidad.

DIECISIETE

En los seis meses siguientes, los diarios, radios y televisoras de todo el Mundo, no hablaban de otra cosa.

Miles de programas radiales y televisivos se pusieron al aire, en todo el orbe, con un mismo esquema: paneles de notables discutiendo los alcances y las posibilidades casi infinitas de semejante emprendimiento (ya nadie dudaba de su factibilidad).

El pedido a los países del mundo es que aportaran, cada uno, no más de tres ni menos de dos científicos al gran congreso que, quedó fijado a los pocos días de lanzado el pedido, se realizaría en la sede de la ONU, y comenzaría a sesionar el lunes 2 de noviembre.

Muchos estados tuvieron dificultades enormes para elegir tan solo a tres de sus notables. Algunos tuvieron problemas para encontrar a dos.

El lunes 2 de noviembre, a las diez de la mañana, con un discurso que duró exactamente tres horas, y que como no podía ser de otra forma dio el profesor Timoteo Ardverth, el Congreso Internacional quedó inaugurado.

Lo integraban setecientos ochenta y seis expertos en casi todas las ramas de las ciencias y del arte. La asistencia era perfecta, no se constató ninguna ausencia.

La exposición fue brillante. Todos los habitantes del planeta la siguieron por radio o televisión. Podría decirse que, literalmente, el mundo se detuvo, y en los países de las antípodas todos se fueron a dormir de madrugada (cientos de miles ni siquiera pudieron conciliar el sueño, imaginando los alcances de semejante emprendimiento). Seguramente fue el único día en la historia de la humanidad en que todos los habitantes de La Tierra estaban felices.

Fueron tres horas de introducción, parecidas a las que usó con Salvador, con Otto y con los doctores Levenne y Roda.

La sesión pasó a un cuarto intermedio para almorzar. A las tres de la tarde volverían a reunirse para la charla final que daría comienzo a la discusión.

El noventa por ciento de los asistentes solo se movió de su asiento para ir al baño. Nadie sentía hambre. La excitación era enorme. Todos comentaban en grupos el impacto que sintieron en la conferencia. Nadie podía creer que se encontraba allí. Todos pensaban que vivían el momento más importante de su vida. La gente de las antípodas sabía que nadie iría a trabajar a la mañana siguiente.

DIECIOCHO

El clásico “escucho opiniones” remató la larga exposición del profesor Timoteo Ardverth.

Durante larguísimo rato ninguna se hizo oír. El silencio era sobrecogedor.

Una voz femenina tradujo las palabras del físico alemán Hernst Cammer.

—¿Y de donde saldrá tanta energía para hacer funcionar ese mecanismo?

—Nuestro gobierno estará dispuesto a que durante cincuenta y tres segundos toda la energía eléctrica de mi ciudad sea derivada al aparato. Con eso conseguiremos una hora de actividad, y eso será el principio. Andando el tiempo, estoy seguro que recurriendo a una fuente más económica obtendremos aún mejores resultados. ¿Se imaginan lo que podríamos conseguir si lográsemos estar, adonde fuésemos, medio día… O, quizá, un día entero?

Estoy absolutamente convencido de que conseguiremos eso antes de un par de generaciones. Nuestros nietos gozarán de ese poderoso beneficio.

Un estruendoso aplauso que duró más de media hora rubricó esta última sentencia.

Timoteo también aplaudía.

Se sentía abochornado, conmovido.

DIECINUEVE

La idea del congreso mundial fue todo un éxito. El cálculo inicial del dinero necesario para semejan emprendimiento fue muy erróneo, y si no hubiese sido por el aporte de muchos de los países ricos, y de un millar de poderosas empresas internacionales, no hubiera sido suficiente.

Se contrataron a más de cien ingenieros de todo el mundo para que realicen los planos definitivos del proyecto. Se licitaron más de sesenta emprendimientos técnicos para la construcción del artefacto. Si todo salía según lo planeado, en cinco meses se podrían poner manos a la obra.

Los cinco meses pasaron muy lentamente, para el gusto de Timoteo. Pero pasaron. Ya estaban en mayo.

Entonces: ¡Manos a la obra!

VEINTE

Todo estaba listo. O casi listo, solo faltaban detalles de últimas semanas.

Es por eso que la noticia cayó como una bomba: el físico y matemático hindú Ranjiv Mahan, y su colega japonés, Ayumi Takhashi, encontraron un gravísimo error en los cálculos.

Con la energía que se había planeado, solo se conseguirían dieciséis milésimas de segundo de estadía (apenas un poco más de lo que dura el destello de un flash fotográfico). Eso no sería de ninguna utilidad. Pero ya se había gastado una fortuna en la empresa, por lo que la única solución era aumentar enormemente la fuente, no existía ningún otro plan alternativo.

Se hicieron febriles consultas con todos los físicos y matemáticos, y con muchos de los más reconocidos ingenieros electricistas.


Viendo las cosas tal como lo habían planteado Takhashi y Mahan, el asunto parecía mucho más complejo. Se llegó a la conclusión que sería necesaria la energía eléctrica de todo el país durante cuarentaitrés minutos y nueve segundos para que la estadía fuese de dos minutos.

El noventa por ciento del presupuesto ya se había invertido. Renunciar a todo en este momento significaría, literalmente, la bancarrota. Y en dos minutos algo valioso se podría hacer. Por lo menos se conseguiría convencer al mundo de que la empresa era factible, y eso sería de una trascendencia monumental: una vez instalada la idea, solo quedaría hacerse de fuentes de energía más poderosas y económicas. El uso sería infinito


VEINTIUNO

La situación puesta, como quien dice, sobre la mesa era muy clara y simple: se podía viajar al pasado, de eso no había ninguna duda. Y también se podía retornar de él, tampoco había dudas al respecto.

El problema era que en esta primera ocasión, esta primera vez, tan solo podía contarse con dos minutos. Sería una prueba, tan solo una prueba, de que la empresa era factible. Pero el primer paso para que la humanidad toda comenzara a soñar con las posibilidades que dejaba semejante descubrimiento.

Sobre las dudas que podría desvelar la humanidad nadie tenía acabada conciencia de la magnitud.

Todos estaban de acuerdo: esto era tan solo un ensayo, una muestra, tan solo una muestra de lo que podría alcanzarse en un futuro para nada lejano.

Todo el mundo discutía ¿En qué consistiría esa muestra? ¿A dónde debería irse, a quién entrevistar, para que esos dos minutos dieran frutos tales que hicieran que toda la civilización quisiera más?

Y comenzó la polémica.

VEINTIDOS

La ONU fue escenario del, quizá, más cruento debate sucedido desde su creación.

Más de dos meses duraron las discusiones. Cientos y cientos de discursos defendieron posturas variopintas. Desde propuestas risueñas e inocentes, hasta empresas para las que se hubiese necesitado más de un año de estadía, como la que propuso un enviado francés, que defendió la idea de enviar a psicólogos y psiquiatras disfrazados, para bucear en el inconsciente de Napoleón Bonaparte.

Las religiones se pusieron de acuerdo rápida e inteligentemente: dos minutos era un tiempo totalmente insuficiente como para entrevistar a Jesús y lograr de Él algo positivo que no estuviese ya dicho en La Biblia.

Los egiptólogos también concordaron en un santiamén: ¿Qué podrían lograr, en tan corto tiempo, que les desvelara algunos de los profundos misterios de su ciencia, por ejemplo?

Igual los matemáticos y los físicos. Los médicos prontamente decidieron que una entrevista tan corta con Hipócrates de Cos no daría ningún fruto.

Así, cada rama de la ciencia fue dejando su lugar para que a otros se les ocurriera en qué poder usar con provecho semejante posibilidad.

En la novena semana de discusiones al parecer no había asunto que pudiera aprovechar los famosos ciento veinte segundos.

VEINTITRÉS

—¡Lo tengo!- gritó entusiasmado Giovanni Ciaro, un experto en arte pictórico italiano del siglo XVI —¡La sonrisa de la Gioconda!

—¿Qué cosa es lo que tiene en claro? Preguntó uno de los representantes de Canadá.

—¡Y muy claro! …La sonrisa más enigmática, en la pintura más famosa de toda la historia del arte... La de Mona Lisa. Litros y litros de tinta se han usado pretendiendo explicarla. Miles de teorías se han elucubrado entorno a ella. Y como va la cosa, jamás encontraremos una explicación que conforme a todos. Creo que dos minutos es tiempo suficiente para pararnos delante de Leonardo y preguntarle qué significa. Como ejemplo de lo que podría conseguirse en el futuro con esta empresa, me parece lo más adecuado.

Un tímido aplauso comenzó a escucharse en el fondo del auditorio, luego otro comenzó a acompañarlo. En algunos segundos todos los concurrentes aplaudían a rabiar, incluso se escucharon muchos “¡Bravoooo!”.

No hubo necesidad de ninguna votación. La aclamación por unanimidad la obvió.

VEINTICUATRO

Todo estaba decidido: dos personas irían el 11 de febrero del año próximo a Florencia. Se fijaría su destino ese día a la hora 05:15:09 PM, pero del año 1518.

La elección no fue caprichosa. Llevó más de cincuenta días de discusión entre historiadores de varias ramas, hasta que se llegó a la conclusión de que ese día, y a esa hora, existía un 97 % de posibilidad de que Da Vinci se encontrara en su estudio. Si por un pequeñísimo porcentaje de probabilidades no se encontraba en él, el resultado también sería positivo, pero se perdería una oportunidad única de estar cara a cara con, quizá, el hombre más polifacético y uno de los más prolíficos y más inteligentes de toda la historia humana. Una maravillosa manera de estrenar la herramienta más poderosa que se hubiese inventado jamás.

Una de las personas, elegida por unanimidad, fue, por supuesto Timoteo Ardverth. El problema fue la elección de quien lo acompañaría.

Luego de muchos días y noches de discusión se llegó a la conclusión, por mayoría de votos, de que sería el profesor de Historia del Arte Carlo Paulo Issola, el hombre que más sabía sobre Leonardo y su obra.

La comisión que se formo ad hoc para preparar el “viaje” de los dos crononautas no debía dejar nada librado al azar. Lo primero que se tuvo en cuenta fue el aprovechamiento al máximo de los ciento veinte segundos disponibles. Para eso debía eliminarse el tiempo que se perdería para recuperarse del shock que inevitablemente sufrirían al encontrarse frente a frente con semejante personaje.

Se decidió que el entrenamiento consistiría en enfrentarse con distintas personalidades del mundo actual, lo que serviría para acostumbrarse a ese tipo de emociones. El Papa, los presidentes de Estados Unidos, Francia, España, Alemania, Rusia e Israel; los primeros ministros de Italia e Inglaterra, incluyendo a la mismísima reina. Dos o tres cantantes líricos de los de más renombre, así como cinco o seis artistas de cine de iguales características, y seis premios Nobel.

El resultado del entrenamiento no pudo ser mejor. Se dejó para el final al Santo Padre. Cuando se enfrentaron a él, la única emoción que declararon ambos fue alegría, ninguna otra cosa (Muy diferente a lo que sintieron en su primera experiencia, con el presidente de E.E.U.U. Los dos sintieron que las piernas no los sostendrían, y que les faltaba el aire).

También se los entrenó en el italiano que se hablaba en esa época. No eran muchas las palabras que iban a cruzar, pero debían ser articuladas sin ningún acento que delatara que no vivían en la Florencia de 1518. Había que evitar el tiempo que se perdería en explicaciones.

Se hizo gran hincapié en el vestuario que los dos usarían, y en el aspecto que tendrían llegada la hora. Una docena de modistos crearon ropas que tuvieron que usar todo el tiempo, desde un mes antes de iniciar el viaje (inclusive día por medio debían dormir vestidos). Y, lo fundamental: no debían bañarse, cambiar de ropa interior, ni acicalarse, cepillar sus dientes ni perfumarse en todo ese tiempo.

Por fin, los expertos en electrónica los proveyeron de cámaras de televisión y grabadores tan pequeños que podían ocultarse cómodamente entre los crecidos y sucios cabellos de las sienes. Eran aparatos de última generación, con una definición increíble, una sensibilidad incomparable y un sonido perfecto.

Los arquitectos habían construido una casa, seguramente muy parecida a donde se encontraría a Leonardo, siguiendo rigurosamente las instrucciones que les daban los historiadores.

Constaba de una planta baja en donde había un comedor amueblado con una gruesa mesa de madera rodeada de bancos, y dos grandes bargueños en las paredes Norte y Oeste. En la pared Este, una imponente escalera de piedra, sin barandal, de veintisiete escalones llevaba al estudio de Da Vinci. Cien veces se ensayó todo. Se cronometró cada acción.

Los crononautas serían depositados dentro de la planta baja, a unos siete metros del primer escalón. Deberían subir lo más rápido posible hasta el escalón veinte, luego seguir subiendo lentamente hasta entrar en la habitación del artista con la mayor naturalidad. Eso les llevaría trece segundos.

Allí se encontrarían con un estudio iluminado por un enorme ventanal en la pared Norte, con una hermosa vista de Florencia, y dos ventanas más pequeñas en las paredes Oeste y Este.

En el lado Este del estudio un escritorio o algo parecido, detrás, quizá, una biblioteca o mueble semejante. En el medio un caballete que sostendría una madera de álamo de 53 por 77 centímetros, en donde, era muy probable, estaría trabajando el maestro.

Allí había una persona que hacía las veces de Leonardo. Como estaba de espaldas al gran ventanal, el contraluz ocultaba su cara (aún para cámaras tan sofisticadas). Es por eso que ambos debían ponerse a cada uno de sus lados, para “casualmente” mirar la pintura, y luego grabar, también, la cara de él en primerísimo plano. Entonces hacer la pregunta del trillón: ¿Quién es la modelo y por qué esa sonrisa?

Se ensayaron docenas de posibles diálogos, todos rigurosamente cronometrados. Ninguno debería durar más de ochenta segundos, a los que sumados los trece para subir la escalera, más los seis para ponerse a su lado, les dejaba tan solo veintiuno para una corta despedida y bajar a colocarse en el lugar en donde se iniciaría el retorno.

La excusa de su llegada era pedirle que les dictara clases de pintura. Debería suponerse que subieron porque encontraron la puerta abierta y nadie respondió a su llamado a viva voz. Algo así como -¡Leonardo… Maestro…Señor Da Vinci!- Por lo que pensaron que podría haberle pasado algo, ya que ”sabían que estaba en casa, lo habían visto entrar”.

VEINTICINCO

El 11 de febrero a las seis de la mañana la actividad ya era febril. Todos parecían apurados, aunque ya todo estaba en condiciones. La Cámara de Traslación estaba montada en una plataforma de veinte centímetros de altura. Tenía una forma cuboides muy sencilla, era totalmente negra, y en la amplia puerta una enorme ventana de cristal blindado de veinte centímetros de espesor dejaba ver el interior profusamente iluminado. Era un recinto de dos metros y medio por dos metros y medio que tan solo estaba ocupado por dos placas verticales de dos metros de alto por ochenta centímetros de ancho, separadas por cuarenta centímetros. Al pie de cada una un semicírculo pintado de verde de cuarenta centímetros de radio. Ninguno podría sacar los pies de esa zona.

De su cara lateral izquierda partía una enorme manga de grueso plástico de color amarillo, de unos veinte metros de largo, y que terminaba en la pared lateral de un recinto prefabricado. Era el paso que los llevaría a la "habitación de cuarentena".

El profesor Ardverth y Carlo Issola comenzaron su frugal almuerzo a la 01:00 PM. Mientras comían, el profesor de italiano antiguo les repetía las docenas de posibles situaciones conversacionales que ya habían ensayado tanto, dando los últimos retoques a la pronunciación. Sentían gran vergüenza por el fuerte olor que despedía cada uno de sus cuerpos, pero todo era parte fundamental en la experiencia.

A las 02:00 PM comenzó el último examen médico. Todo estaba perfecto, por lo que se los medicó con 10 miligramos de clobazán a cada uno. No debían demostrar ningún tipo de ansiedad, pero tampoco de sedación. El clobazán era el medicamento ideal.

Como los registros de Florencia del 11 de febrero de 1518 decían que entre las 04:30 y las 05:50PM había llovido, se los mojó en una ducha para que fuera más creíble que venían de fuera. Si secos despedían mal olor, mojados no se podía estar a su lado. Pero todos sabían de la magnitud de la experiencia y ninguno hizo ningún gesto que delatara la más mínima incomodidad. Por ningún motivo debía aumentarse su grado de nerviosismo, a pesar del eficaz ansiolítico.

VEINTISEIS

A las 04:30 PM la electricidad de todo el país comenzó a derivarse al sitio de la experiencia. Como se había anunciado por todos los medios de comunicación, todas las sirenas de todos los cuerpos de bomberos de cada lugar del territorio comenzaron a sonar durante cinco minutos cada cinco minutos desde veinticinco antes del corte total de energía. A las 05:20 PM la corriente eléctrica comenzaría a retornar a todos los lugares. Ya todo habría terminado.

A las 04:45 ambos fueron introducidos en la Cámara de Traslación, previamente se realizó un último chequeo a los aparatos de grabación de video que cada uno llevaba escondido en su melena. Los dos se pararon frente a cada una de las dos placas verticales, con toda la región dorsal apoyada en ellas, y los pies dentro del semicírculo verde.

Antes del momento crucial oirían diez pitidos, uno cada dos segundos. Luego se supone que sentirían una especie de mareo que duraría no más de, también, dos segundos. Inmediatamente se encontrarían en la planta baja de la casa de Leonardo Da Vinci. Lo que seguiría después lo habían ensayado docenas de veces. Dos minutos después volverían a estar parados en el lugar en donde arribaron, al que marcarían con un semicírculo hecho con un trazo de tiza que cada uno llevaba en su bolsillo ni bien llegasen. .

Un minuto antes del primer pitido se les mostraría un cartel con la leyenda “ENCIENDAN SUS GRABADORAS DE TV”. Luego a ponerse en tiesa posición de firmes hasta escuchar el último Pip.

VEINTISIETE

A las 05:15:09, la Cámara de Traslación quedó vacía. Las computadoras realizaron un trabajo perfecto.

Ahora había que soportar la espera. Todos quedaron inmóviles. La mirada fija en las dos placas ahora vacías. Nadie respiraba. Nadie parpadeaba.

VEINTIOCHO

Timoteo y Carlo vieron cambiar su entorno en un tris, ninguno de los dos sintió el esperado mareo.

Estaban en Florencia, en la casa de Da Vinci, pronto conversarían con él. El corazón se les salía del pecho a ambos. El olor del ambiente era insoportable.

Marcaron el piso con la tiza y subieron corriendo hasta el escalón número veinte. Desde allí siguieron subiendo parsimoniosamente. Sintieron una violenta tos quintosa. Entraron en la sala (habían pasado, exactamente, trece segundos). En el lado Este no había ningún escritorio. El caballete estaba más o menos en el lugar de los ensayos, pero no había ninguna tabla encima (ya iban veinte segundos). Otra vez la tos quintosa. Volvieron la cabeza a su izquierda. En el lado Oeste de la sala un viejo escritorio, y dibujando en él, frenéticamente, Leonardo.

—Si no quieren estar como yo, sáquense esa ropa mojada —les recomendó con una gran disfonía. —Antes de ayer me mojé como ustedes y quedé así, mojado. Miren como estoy —Volvió a toser secamente (ya habían pasado treinta y dos segundos). —¿Quiénes son ustedes, y qué hacen aquí? —les preguntó sin siquiera levantar la vista de su dibujo. —So… somos del sur de Florencia —murmuró Issola. —Queremos tomar clases de pintura con usted —Timoteo le toco el hombro y le señaló el piso. Al lado de la puerta de entrada, estaba en él, y apoyado en la pared, el retrato de Mona Lisa. A pesar del intenso frio del aposento ambos sintieron su frente empapada de sudor (cuarenta segundos)...

VEINTINUEVE

Todos en la gran sala, Salvador, Víctor y el ministro Roda en primera fila, pegados al grueso cristal, seguían sin respirar, ahora miraban desesperados el reloj digital que estaba sobre la puerta de la Cámara. Cuando vieron que tan solo faltaban seis segundos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos, absolutamente todos, comenzaron a contar en voz alta: -cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero- ¡Y allí estaban! Como si nunca hubiesen ido a ninguna parte, Timoteo y Carlo Issola. Ambos con el rostro sin ninguna expresión. La mente fija mirando a ningún lado. Carlo extendió tímidamente su brazo derecho, con el puño cerrado y el dedo pulgar hacia arriba. Todos estallaron en hurras y vítores. Los crononautas, mecánicamente, se despojaron de sus aparatos de videograbación, a los que previamente desactivaron, y los depositaron en la cubeta plástica, en donde serían expuestos a los rayos ultravioleta. Luego dieron media vuelta, y sin ningún tipo de demostración, abrieron la puertecilla lateral y se metieron en la manga que los llevaba a la cabina de cuarentena.

TREINTA

A los encargados de rescatar los aparatos de grabación se les hicieron interminables los treinta minutos en los que tenían que estar sometidos a luz ultravioleta para que fuesen esterilizados. La Cámara se llenó de un humo blanco y compacto, producto que los químicos habían diseñado para que todo, en un par de horas, quedase totalmente estéril.

Salvador Foureu apretó el botón que hizo levantar la compuerta del receptáculo de luz UV. Los dos equipos de video ya podían manipularse con gran confiabilidad. Con uno en cada mano se dirigió velozmente al improvisado cine que se había acondicionado a unos sesenta metros de la gran sala, seguido por Víctor, Octavio, Damián y seis o siete técnicos más.

Cuando entraron, toda la concurrencia se puso de pie en un silencio tan uniforme que solo permitió escuchar el crujido de las ropas y el de algunas articulaciones.

—Aquí está todo, y Dios quiera que en el más perfecto orden —exclamó Soud, visiblemente emocionado, levantando ambos brazos y mostrando los dos equipos de grabación.

Dos técnicos tomaron los aparatos y se dirigieron al fondo de la sala para conectarlos a dos enormes proyectores de video.

Los que fueron honrados con la invitación a tan trascendente evento, entre los que se encontraban los presidentes de más de sesenta países, los primeros ministros de otros tantos, y la flor y nata de la ciencia mundial, estaban inmóviles con las miradas fijas en las dos enormes pantallas del frente.
En cuatro butacas desocupadas ex profeso en la mitad de la primera fila se sentaron los cuatro ya grandes amigos.

Veinte minutos después la luz de la sala de cine se empezó a atenuar, y las pantallas comenzaron a mostrar imágenes desarticuladas y sin sonido, que a los pocos segundos fueron reemplazadas por otras, increíblemente nítidas, de una sala poco iluminada que mostraba un rústico juego de comedor y una escalera de piedra a la derecha. El sonido ambiente también tenía una calidad extraordinaria. Se escuchaban voces de niños jugando en la calle, ruido de lluvia y de carros, relincho de caballos, voces de vendedores ambulantes anunciando su mercancía. La respiración de ambos se percibía distintamente.

—¡Que olor horrible! —comento Ardverth.

—Como a podrido ¿No?

Hablaban en voz muy baja, pero la calidad del sonido era perfecta.

Inmediatamente ambas cámaras se dirigieron hacia el suelo, y en ambas pantallas se vio la mano derecha de cada uno marcando un semicírculo con tiza, según lo planeado.

Las imágenes se concentraron en la escalera que ambos comenzaron a subir muy rápidamente (se sentían sus jadeos). Casi al final, la velocidad de subida se desaceleró rápidamente, y se escucho nítidamente una cavernosa tos muy seca. En unos segundo más entraron a la sala. Las imágenes ahora eran las de un inmenso ventanal con los vidrios muy sucios, pero que dejaban ver los techos de las casas vecinas y algunas ramas de árboles con, todavía, algunas hojas secas; delante de la ventana un caballete, pero sin nada encima. El cronómetro que estaba debajo y a la derecha de ambas pantallas marcaba trece segundos.

Las imágenes se dirigieron hacia la derecha. Allí no había ningún escritorio, tan solo una alta y estrecha ventana, un montón desordenado de cajones de madera, algunos marcos vacíos, muchos trapos viejos y varios cuadros descuidadamente apoyados unos en otros, pero todos del revés. La ventana Este estaba tapada hasta la mitad con esos trastos, y solo mostraba un cielo gris y lluvioso (cronómetros: 16 segundos). Volvió a escucharse la tos quintosa, y ambas cámaras, al unísono, se dirigieron a la izquierda. Entonces el asombro: un hombre barbado desprolijamente, con su cabello sucio muy largo, vestido con ropa muy gruesa y muy usada, dibujaba febrilmente. Levantó un instante la cabeza.

En ese momento una voz tronó en la sala.

—¡Congelen esa imagen! —La imagen se detuvo manteniendo una nitidez asombrosa. Todos quedaron petrificados. Estaban viendo, por primera vez en la historia, una fotografía digital de Leonardo di Ser Piero da Vinci, y habían escuchado su tos en dos oportunidades. Ninguno de los que estaban en la sala se sentía dueño de sus propios actos. Ninguno pudo explicar coherentemente qué cosas sintió en ese momento. Quizá no hubiese palabra en los diccionarios de cualquiera de los idiomas que pudiera usarse para graficar esas sensaciones. Después de casi diez minutos de silencio total, la misma voz que había ordenado congelar la imagen (era la del Primer Ministro Damián Roda) pidió, lastimeramente, —Continuemos.

La cabeza de Leonardo volvió a bajar mirando el dibujo que confeccionaba, y, nítidamente, se escuchó su voz disfónica —Si no quieren estar como yo, sáquense esa ropa mojada. Antes de ayer me mojé como ustedes, y me quedé así, mojado. Miren como estoy —y volvió a toser secamente. —¿Quiénes son ustedes, y que hacen aquí? —preguntó mientras seguía dibujando (cronómetros: 30 segundos). —So… somos del sur de Florencia, queremos tomar clases de pintura con usted —era la voz de Carlo Issola, que no podía disimular su emoción.
En ese momento, la pantalla de la derecha, la que mostraba la grabación de la cámara que llevaba Timoteo, giró hacia la izquierda y abajo. Se detuvo en la imagen de una pintura que estaba apoyada en el suelo y en la pared Sur, al lado de la puerta de entrada. Dos segundos después la pantalla de la izquierda hizo el mismo paneo, y se detuvo en la misma imagen.
—¡Congelen!— volvió a gritar, a voz en cuello, el ministro Roda. Todo el auditorio volvió a quedar petrificado. Seis de los concurrentes, a los que no se les nombrará por cuestiones de decoro, mojaron sus pantalones. ¡Era el cuadro de Mona Lisa!

—¡Hagan zoom! —volvió a gritar Roda. Las dos imágenes idénticas se agrandaron, sin perder su nitidez, hasta ocupar toda la pantalla. Estaban oportunamente iluminadas por la luz del ventanal del Norte. Docenas de exclamaciones llenaron el espacio de la sala: ¡Mi Dios! ¡Ooohhhh! ¡No puedo creerlo! ¡Gracias Dios mío! ¡Esto no es real, no me puede estar ocurriendo!... De los que mojaron sus pantalones no se escuchó una sola palabra, aún seguían anonadados.

Otra vez, el lastimero “Continuemos” del ministro hizo proseguir con la proyección (cronómetros: 38 segundos). —Hermosa mujer— Se escuchó nítidamente la voz de Timoteo.

—¿Qué mujer?

—Esa señorita, la que está pintada en ese cuadro que está en el piso al lado de la puerta.

Leonardo se apoyo con ambas manos en su escritorio, y se levantó levemente de su sillón para poder espiar el cuadro del que se hablaba —Esa señorita es una señora. Es Lisa Gherardini, la esposa de Francesco del Giocondo.

—Es una mujer muy bella, y esa sonrisa la hace muy sensual.

—¿Qué sonrisa?

—Esa, la que sugieren sus labios… ¿Cómo lo logró?

—Yo no pretendí lograr ninguna sonrisa… Qué sé yo, me salió así— (cronómetro: 82 segundos).

EPÍLOGO:

DESPUES DE LA CUARENTENA.

“Cuarentena” es un antiguo término médico usado para designar un período de aislamiento de personas que pueden ser sospechadas de ser portadoras de alguna enfermedad contagiosa latente que aún no se ha manifestado. Viene de la costumbre antigua de no dejar descender de los barcos, hasta pasados cuarenta días, a los viajeros que llegaban a algún puerto desde alguna zona dudosa. Se suponía que si en cuarenta días no se había desarrollado ninguna enfermedad en ellos es porque no traían ninguna que hiciera peligrar la salud de los huéspedes.

Carlo y Timoteo habían sido confinados a una sala de aislamiento durante un tiempo prudencial (ya no más los cuarenta días de antaño, aunque aún se usa el vocablo para designar cualquier lapso de aislamiento).

Se les realizaban telemetrías varias veces en el día para ver si se detectaba algún cambio en su salud. Se temía que podrían haber sido contaminados con algún virus, bacteria u hongo para los cuales nuestros organismos no estuviesen inmunizados.
Al cuarto día Tim se sintió agotado y su temperatura corporal subió a 38º centígrados. Le dolía la garganta y se puso disfónico. Los médicos que herméticamente aislados entraron a revisarlo solo encontraron sus fauces rojas. El cultivo de hisopado que se le realizó fue negativo, así como el completo análisis de sangre. Era, evidentemente, presa de una virosis que, muy posible y honrosamente, le hubiese contagiado Leonardo da Vinci (esa idea le parecía surrealista, pero le hacía sentir un orgullo que, estaba seguro, jamás ningún otro hombre había sentido).
Se lo medicó con tabletas de ibuprofeno cada seis u ocho horas, y toda la sintomatología desapareció al tercer día.
Carlo se mostró saludable todo el tiempo.

Estuvieron dentro de la Cámara de Cuarentena diecinueve días. Contaron allí con todas las comodidades que se puedan ofrecer, pero solamente no quisieron gozar de una: ninguno de los dos quiso ver las imágenes que registraron durante su “viaje”. Aún seguían anonadados por la pobre y descorazonadora respuesta de Leonardo (“desilusionados”, sería la expresión correcta).


El 23 de febrero fue el día designado para la conferencia de prensa.
Los periodistas, fotógrafos y camarógrafos iban a ser tantos que se decidió volver a utilizar el gran salón de la ONU para el colosal evento.

A las nueve en punto de la mañana ya todo estaba dispuesto. El mundo entero estaba conectado y atento.

En el centro del gran estrado Timoteo Ardverth junto a Carlo Paulo Issola. A sus lados Salvador, Víctor, Octavio, Damián Roda, Giovanni Ciaro y el presidente Pro Témpore de la Organización de las Naciones Unidas.

Veinte dispuestas muchachas, cada una con un micrófono inalámbrico en la mano, lo iban ofreciendo al periodista que en ese momento hacía alguna pregunta y estaba más cerca.

La primera fue de un reportero de una cadena de televisión norteamericana.
Luego de darse a conocer hizo la pregunta que hubiesen querido hacer todos:
—Cuando planearon semejante aventura ¿Tuvieron en consideración la posibilidad de un efecto paradójico temporal?

—¿A qué llama usted “efecto paradójico temporal”, mi amigo? —Replicó con otra pregunta el profesor Ardverth.

—Bueno… Todos lo saben… Ustedes podrían, con su presencia en el pasado, aunque fuese por breve tiempo, haber desencadenado una serie de eventos que podrían traer consecuencias en la actualidad. El clásico ejemplo es la paradoja del supuesto viajero al pasado que provoca la muerte de uno de sus antepasados, por lo que, luego, el no hubiese nacido…

Timoteo sonrió indisimuladamente, el resto del panel también.
—Por lo que se ve el joven es muy afecto a la ciencia ficción… ¿Nunca se preguntó que hubiese pasado si quien ha sido su bisabuelo hubiese muerto a los cuatro años a causa, digamos, de la difteria?

—Pues ni mi abuelo, ni mi padre ni yo hubiésemos nacido.

—O sea que en el lugar que usted ocupa ahora habría otro periodista, ¿No?

—Obviamente.

—¿Y cree que alguien hubiese notado su ausencia en este recinto?

—Por supuesto que no.

—Mi amigo, el mundo es como es porque pasaron las cosas que pasaron. Carlo y yo tuvimos una corta participación en el pasado. De alguna manera, aunque sea en una infinitesimal proporción, somos responsables de cómo es el mundo hoy.
Es una vieja y estúpida patraña eso de la “paradoja temporal”. Las generaciones que nos sucederán harán viajes al pasado mucho más importantes y trascendentes que el que hemos hecho nosotros. Los gobiernos y los científicos del mundo entero deberán ponerse de acuerdo en elegir y, quizá, hasta limitar ese tipo de intervenciones.
Es muy probable que en algún viaje haya sucedido algo que desencadenó un cambio en el futuro, lo que ha hecho que nuestro presente sea como es. Seguramente este presente es así, aunque sea en una pequeña proporción, por alguna intervención de algún crononauta del porvenir.
Suponga que en uno de esos viajes ocurre un desgraciado accidente, y fallece una ascendiente directa del que ahora es su presidente, antes de concebir a su primer hijo. ¿Cree que su país viviría en una anarquía?

—Por supuesto que no. Tendríamos otro, diferente.

—Y nadie hubiese extrañado al actual. ¿Y quién podría asegurar que el que ahora los preside lo hace a causa de que el que debiera haberlo hecho no nació porque quien hubiese sido su abuela murió de tuberculosis a los catorce años… O porque algún crononauta cometió un error?
Seguramente ha sentido hablar del Efecto Mariposa, ¿No? Ray Bradbury, en su trabajo “El ruido de un trueno”, cuenta de dos cazadores que viajan a la prehistoria, y sin querer matan una mariposa. Cuando vuelven al presente, el mundo que conocían ha cambiado totalmente ¿Lo conoce?

—Sí, lo he leído.

—Entonces ¿por qué no pensar que el mundo en que vivimos es como es a causa que hace millones de años un crononauta pisó una mariposa?
No tenga miedo, joven. Nadie podría negar que la caída del imperio romano se debiera a la influencia directa o indirecta de crononautas, o que fuesen ellos los responsables del derrumbe del nazismo. El día en que se entere de algún viaje al pasado piense que podría ser ese viaje el causante de que el mundo, ahora, esté como esté, bien o mal. Quizá que fuese la causa de que usted exista.

(Murmullo generalizado).

—Soy Ramón Martínez Peralta, del diario ABC de Madrid.

—Dígame.

—Así como en una forma tan lógica, tan concreta, tan inimaginada, salvo en las historias de ciencia ficción, ustedes han logrado en realidad estar durante un tiempo cinco siglos antes ¿Qué posibilidad hay de que alguna vez alguien consiga estar en el futuro?

—Absolutamente ninguna. Ocurre que usted confunde ciencia ficción con mentira ficción. ¿Cómo se podría ir a un lugar que aún no existe?
Inclusive ni el presente existe. El presente es, simplemente, un hecho coloquial, un hecho cultural, pero para nada cierto. En realidad decimos que esta reunión está ocurriendo en el presente, pero científicamente esa afirmación es errónea. Hace veinte minutos que comenzó, y eso ya es pasado; y la palabra “pasado” que acabo de pronunciar también quedó en el pasado, y esta última también.
Es ciencia ficción el contar, por ejemplo, un imaginario futuro viaje a una galaxia lejana. Sería mentira ficción la historia de un supuesto hombre de ciencia que descubre la manera de poner en un plano cuatro puntos equidistantes todos de todos, o cinco en el espacio tridimensional, cuando todos sabemos que no pueden ser más de tres en un plano y cuatro en el espacio.

Se sucedieron docenas de preguntas intrascendentes, salvo las que insistían en qué habían sentido ante la presencia, y sobre todo con la respuesta, de Leonardo.

Por fin se les preguntó sobre futuros viajes.

-Ese es un tema extremadamente delicado. Nosotros no somos quienes debemos decidir eso. La resolución debe salir de congresos de expertos. Aunque la ciencia resuelva satisfactoriamente la economía en la consecución de tanta energía como la que se necesita, o el mejoramiento del sistema para que no se necesite de tanta, el procedimiento siempre será muy oneroso. El pasado está rodeado de miles de enigmas; desvelar algunos puede ser de gran valor para la humanidad, pero me animo a decir que el noventa y nueve por ciento de ellos tan solo se propondrán revelarlos a causa de la curiosidad, de la simple curiosidad.
Ya sabemos que se puede, debemos mejorar y abaratar la fuente de energía para poder estar un rato más a donde vayamos.
Lo más difícil será decidir adónde y para qué.

FIN

Jan. 27, 2020, 12:58 a.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

Meet the author

Cesáreo Rodríguez Casado con Marita, Padre de tres hijos (Marcelo, Pablo y María Lelis, por orden de aparición). Siete nietos. Setenta y cuatro años de edad. Medico generalista desde hace 45 años, y geriatra desde 1981.

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