frank-baes1578424927 Frank Baes

Judh, maestro de lo místico, entregó toda su vida al servicio de su pueblo, cuyo progreso se debió al sacrificio de incontables inocentes a los que se les llamó paganos. Pero el destino de Judh daría un vuelco cuando, en una de sus purgas, un misterioso ente le mostrara su verdadero y monstruoso ser, y le enseñara la manera de obtener la redención.


Thriller/Mystery Not for children under 13.

#relatoscortos
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Gris cenizo el día. Los gritos de aquellos llamados paganos se alzaron al igual que el humo y las llamas que rodeaban la asediada ciudad de Arcilla, construida con altos muros y de arquitectura gótica.


Gigantescas efigies, de torpes movimientos y poderoso impacto, lanzaban por los aires los desnutridos cuerpos de los supuestos herejes, mas no todos, porque muchos otros eran calcinados entre las llamas y reducidos a cenizas. Se trataba de una masacre. “Una solución final en contra de todos los infieles”, o como despectivamente les llamaban los arcillienses, “engendros umbríos”, que brotaban desde las sombras del bosque Errático para asaltar la ciudad y apoderarse de ella.


Pero esto solo era una excusa. Era el razonamiento intolerante de las personas de aquella enorme ciudad, pues todo aquello que no venerara a su dios era impuro y debía ser purgado.


El plan de erradicación fue establecido y ejecutado por un anciano maestro de la orden religiosa, Judh el místico, llamado así por su sapiencia sobre los estudios arcanos y el misticismo. Fueron sus artificios los que se usaron en contra de las hordas del bosque. Evidencia de ello quedaría a las afueras de la ciudad, donde la tierra negra mostraba las marcas de la sangrienta combustión; también estaban los colosales muñecos de barro y madera que adornaban los alrededores como descomunales espantapájaros.


Gracias a la proeza del anciano maestro, centenares de no creyentes fueron asesinados. Sus remanentes, no solo desistieron en su incursión a la metrópoli, sino que además huyeron del mismísimo Errático. Ahora una ingente cantidad de cuerpos flotaban sobre el Glauco, el río que nace en lo profundo del bosque y que atraviesa de cabo a cabo la urbe de Arcilla. Los cuerpos restantes sobre la tierra eran apilados en carretas con el fin de que luego fueran incinerados y culminar así su plaga. De esto se encargaron los miembros de la milicia arcilliense, junto con otros maestros encabezados por Judh. Solo quedaban unos cuantos por llevar al cúmulo de cadáveres.


Judh vio a lo lejos, reclinado contra un ennegrecido y retorcido árbol de tilo, uno de los cuerpos. Estaba más alejado de los demás, pero llamó la atención de Judh, que tenía un aspecto de lo más infantil y le adornaba la cabeza una especie de guirnalda de ramas que asemejaba las astas de un ciervo macho bastante ramificadas. Una vez estuvo frente al peculiar cadáver se dio cuenta de que se trataba de apenas una niña. Parecía descolocada, como una muñeca que ha caído de las manos de una chiquilla inquieta, y sus ojos estaban completamente abiertos, aunque desposeídos de color alguno. Judh se disponía a llamar al carretero para que cargara con su cuerpo, pero en ese momento el ulular de un búho le hizo girar en dirección al árbol donde se hallaba la niña. Se percató de que los ojos lechosos ahora eran de un intenso azabache y que le observaban fijamente.


- ¡Que la nada te aguarde, engendro! – gritó Judh, sobresaltado, al tiempo que sacaba una daga de los pliegues de su túnica. Se acercó dispuesto a propinar el filo final.


«No te confundas, anciano» se clavó una voz en la mente del viejo maestro. Judh retrocedió por instinto, como el animal cuando olfatea el peligro. Luego se paralizó al ver que la figura se ponía en pie.


- ¿Qué … eres? - preguntó Judh. La criatura no respondió como él esperaba.


«Que interesante. Has matado a cientos de los tuyos sin siquiera un atisbo de culpa».


- ¿Quién o qué...?


«Humanos que sufrieron de hambre. Humanos que padecieron frío y enfermedad. Criaturas que adoraron a un dios en los árboles, en el viento y el agua. Y a todos ellos les has arrebatado la vida sin reparo alguno».


- ¿De qué hablas criatura? - Judh empezaba a sentirse ansioso. El temor le enfriaba el sudor.


«Humanos que buscaban la protección tras las murallas, son arrastrados, inertes, por las aguas salvajes y turban el aire con putrefacción. Y todo parece obra de un artilugio, una herramienta. No percibo conciencia en ello. Es fascinante».


Judh se giró rápidamente en busca de sus acompañantes. Una densa niebla, antes inexistente, reducía ahora su campo de visión. Volvió con la criatura de ojos de cuervo, pero en su lugar, una extraña gema carmesí del tamaño de una naranja se incrustaba contra la corteza del árbol de tilo. Miró en toda dirección sin hallar pista del espectro de la niña. Judh extendió su mano. Apretó con fuerza hasta que logró extraer la joya. La observó y súbitamente su conciencia se desvaneció. Cayó sobre la tierra quemada, al lado del retorcido árbol, hasta que la niebla lo engulló. Solo unas palabras retumbaron en su mente, junto con el ululato de un búho, al momento de desfallecer.


«Necesito que tengas corazón»


Una semana después Judh despertaba de su coma. Se hallaba en una posada de la abadía de la ciudad. Una pequeña habitación con apenas una estrecha cama, una mesa de noche y un estante de libros. En medio de su confusión vio que le acompañaban al menos tres personas.


Sus conciudadanos le explicaron que yacía sobre cenizas y barro cuando lo encontraron, con lágrimas recorriendo su rostro y aferrando a su pecho con ambas manos lo que parecía una pieza de arcilla seca, y dijeron esto último señalando una piedra sobre la mesa de noche.


Judh no comprendía lo de la pieza de arcilla. Miraba sobre la mesa una enorme joya, semejante a un rubí, pero con un color llameante en su interior «Necesito … corazón – vagas palabras taladraban su mente». Desfalleció una vez más delante de sus visitantes.

Cinco días más tarde, cuando recuperó algo de su fuerza, caminó de regreso al lugar donde encontró la piedra. Marcas de sangre y fuego formaban un collage sobre la tierra, pero no había señal alguna del tilo, como si nunca hubiera estado plantado árbol alguno allí. Desde ese día, Judh no volvió a ser el mismo. Su ya reservada personalidad se volvió incluso más reticente. Cuando alguien de la ciudad - incluso de su misma orden - le dirigía la palabra, este ni se inmutaba.


Mas que ignorarles, parecía no percatarse de su presencia o de sus palabras. Nunca observó a los ojos de nadie más. Judh, ahora más que nunca, parecía hecho de piedra y caminaba por las grisáceas calles de Arcilla, cual espectro sin rumbo, y siempre apretando con su puño bajo sus túnicas la gema escarlata, hasta que un día, ya no volvió a verse en ningún lugar.


Nadie supo lo que pasó con él. Solo unos cuantos afirman, aterrados, haber visto una sombra la noche de su desaparición con rumbo a las honduras del bosque gritando: “Redención”.

Jan. 7, 2020, 9:14 p.m. 0 Report Embed Follow story
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