J
J. Vázquez


Quince años de su vida trabajando duro, esclavizada por unos horarios imposibles, dándolo todo por una empresa a la que no le tembló el pulso cuando la crisis apretó. ¿Cómo recuperarse tras un golpe así?


Memoir & Life Stories All public.

#historiacorta #despedido #diaadia #sintrabajo
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I

Habían pasado seis meses desde que la habían despedido. Quince años de su vida trabajando duro, esclavizada por unos horarios que no desearía ni a su peor enemigo, dándolo todo por una empresa a la que no le tembló el pulso cuando la crisis apretó.


«No es nada personal, Ángela», le dijo su jefe cuando la llamó ese viernes a la sala de reuniones. Una encerrona de las grandes; allí la esperaba con rostro sombrío junto a Carlos, su compañero de Recursos Humanos, y, su finiquito. No era nada nuevo: ya habían caído cinco compañeros, la empresa no pasaba por su mejor momento y los inversores apretaban. No había pérdidas, pero tampoco estaban obteniendo los beneficios esperados, así que la manera más rápida de recuperar capital fue la reducción de personal. Simple y rápido.


Se sintió traicionada cuando al regresar a por sus cosas, en la que había sido su mesa de trabajo durante tantos años, su ordenador ya no estaba. De nuevo el «no es nada personal, Ángela. Es el protocolo en estos casos», le dijo su compañero Alberto, el informático de la empresa, y el encargado de acompañarla hasta la puerta como si se tratara de una vulgar ladrona. Ni siquiera pudo despedirse de sus compañeros, que la miraron con una mezcla de tristeza y alivio por haberse librado esta vez. En sus ojos podía ver reflejado el «no es nada personal, Ángela. Podía haber sido cualquiera de nosotros».


Ese fue un punto de inflexión para Ángela. Se propuso disfrutar de los pequeños placeres de la vida e implantó una nueva rutina para no estar encerrada en casa sin nada que hacer. Simplemente, salía a pasear por las concurridas calles de Barcelona y, en uno de sus paseos, descubrió que el Parque de la Ciudadela le transmitía una agradable sensación de paz. Un parque donde podía respirar vida en sus arboles frondosos, en el canto de los pájaros, en el sonido del agua fluyendo por la cascada, en el murmullo de los niños jugando,…


Se tumbaba sobre la hierba, cerraba los ojos y disfrutaba de los calentitos rayos de luz sobre su rostro. De vez en cuando, les daba de comer a los patos e incluso, les había puesto nombre a los tres que siempre se le acercaban: Athos, Porthos, y Aramis, sus tres mosqueteros particulares.


La parte positiva era que su cuenta corriente contaba con unos generosos ceros con los que podía vivir tranquila una temporada, y ahora, tenia tiempo para todas aquellas cosas que siempre aplazaba. La parte negativa era que nada de todo aquello le apetecía.


Esa mañana, Ángela se encontraba sentada en el que ya era su banco favorito frente al lago, unos jóvenes habían alquilado una de las barcas: ella le miraba con una sonrisa radiante, mientras que él intentaba impresionarla, sin mucha suerte, mostrando músculo con el remo en la mano. Parecían una bonita pareja de enamorados.


El teléfono móvil empezó a vibrar en el bolsillo de sus vaqueros, y rompió ese momento de paz. Miró el nombre que aparecía en la pantalla y frunció el ceño, llevaba días ignorando a su mejor amiga, pero no le apetecía hablar de cómo llevaba su despido, de currículums, ni de posibles ofertas de trabajo. Simplemente, no quería pensar en nada.


—Tampoco me gustan esos condenados cacharros.


Una voz masculina la sorprendió. No sabía desde cuándo, pero a su lado tenía sentado a un hombre de unos 80 años, pelo canoso, barba arreglada y complexión robusta.


—Algunos días a mí tampoco —le respondió Ángela por cortesía.


En ese momento se dio cuenta de que su vida empezaba a parecerse a la de una persona jubilada con tanto tiempo libre. ¿Cuánto tardaría en pararse a observar las obras?


—¿Todo bien? —preguntó el anciano.

—No es nada personal, pero no me apetece hablar —. Suspiró con la mirada perdida en el horizonte—. La pareja había dejado de remar, y se sonrieron con complicidad antes de besarse. Parecían tan felices.

El hombre la miró con preocupación y rebuscó algo en los bolsillos de su chaqueta.

—Pareces triste. Toma, un poco de chocolate te alegrará —. Y le ofreció un huevo Kinder Sorpresa—. Espero que te gusten, son mis preferidos aunque cuando voy a comprarlos digo que son para mis nietos. Así no me miran mal —le susurró a modo de confidencia.


Se quedó quieta como una estatua con el chocolate entre sus manos. Un desconocido le había ofrecido un Kínder Sorpresa, sus favoritos. De pequeña le enseñaron que no debía aceptar nada de desconocidos, pero el anciano no parecía peligroso, más bien un lobo solitario como ella, con ganas de hablar. Tan simple como eso.


—¿No te gustan? —le preguntó el anciano tras observar su ensimismamiento— a todo el mundo le suele gustar el chocolate —le dijo mordiendo el suyo propio.

—Sí…—susurró analizando los gestos del anciano— en realidad son mis favoritos.

—La vida está llena de sorpresas —y rio — ¿Puede este viejo darte un consejo?

—Aunque le diga que no, ambos sabemos que lo hará igualmente —le respondió con sarcasmo y mordió su Kinder Sorpresa soltando un pequeño gemido de placer. Si al final ese anciano era un acosador asesino, al menos tendría una muerte dulce.

—Muy cierto, soy un viejo pesado. —Y sonrió mostrando una dentadura manchada de chocolate.

—En eso estamos de acuerdo —añadió ella. El anciano soltó una carcajada que derivó en una fuerte tos. Para cuando quiso darse cuenta, estaba rojo y ella le estaba dando golpecitos rezando para que no se le quedará tieso y la culparan por abuelicidio. Muerte por asfixia de chocolate. Más material absurdo que añadir al conocido programa de televisión “1000 maneras de morir”.


—Gracias… —carraspeó todavía con la garganta seca— la vida es muy corta para lamentarse, un día estás charlando con una guapa jovencita y al otro estás muerto por un simple trozo de chocolate.

Ángela se fijó en los azules ojos del anciano. Estaban llenos de tristeza y parecían haber vivido mucho.

—Lo importante de la vida es compartir momentos y experiencias con amigos. Créeme cuando te digo que aunque ahora prefieras la soledad, dentro de unos años desearas tener a alguien con quien hablar —el anciano carraspeó y recitó— «una persona sin amigos es como un libro que nadie lee».


Ángela le miró entrecerrando los ojos con cara de «nos ha salido erudito el abuelo».


Se quedaron en silencio. Ángela sopesando sus palabras y el anciano tranquilamente mirando al lago mientras seguía devorando su huevo Kinder Sorpresa. Lo miró de reojo sin saber muy bien qué decir.


—Bueno, gracias por escuchar las tonterías de este viejo cascarrabias. —El anciano se levantó del banco y antes de irse se giró de nuevo—. Espero que nos volvamos a ver, estás en mi banco favorito.


—Claro —le respondió casi por inercia.


Ángela se quedó observando cómo el anciano se alejaba andando apoyado a su bastón de madera. Era bastante alto y todavía mantenía ese porte de juventud. Seguramente había sido una persona atractiva en sus tiempos mozos.


Habían tenido una conversación extraña, realmente extraña.


Se quedó largo rato sumida en sus pensamientos, finalmente Ángela cogió su teléfono móvil y abrió la conversación que tenía con su mejor amiga. Quedaron esa misma tarde en el Starbucks de siempre. Necesitaría un buen Café Moka para aguantar la reprimenda por evitarla durante tantos días.


Volvió la vista al lago y saludó a sus amigos: Athos, Porthos y Aramis que se habían acercado hasta ella, para ver si recibían alguna recompensa alimenticia por ser tan monos. Ese día, tenían un nuevo amigo un tanto descarado que le inspeccionaba los bolsillos como si tal cosa. «No es nada personal, d’Artagnan. Pero se me terminó el pan».

Dec. 16, 2019, 4:02 p.m. 1 Report Embed Follow story
3
The End

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Laura  Calabria Laura Calabria
Bonito relato. Espero la continuación:) Y por cierto, me han dado ganas de comer chocolate kinder a mí también. :)
January 29, 2020, 15:30
~