123escribo Vul Plex

En un mundo devastado e inaccesible, una pequeña comunidad costera trata de restaurar la civilización. Andrea, la hija del jefe de policía, ha desaparecido.


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La Carrera.

Memorias del Año 1.

El DÍA.

Diario de Milton M.G.

No sabemos por qué ocurrió, pero en doce horas el mundo que era dejó de existir. Primero fueron los niños. Sin razón aparente comenzaron a sonreír. Una sonrisa sincera, amplia e inquietante iluminaba sus caras. A continuación se desmayaron, entraron en coma y murieron a las pocas horas.

Estamos desolados. Dicen que el emperador está muy enfermo. Parte de la ciudad está ardiendo. El Bosque del Parque Olímpico se está llenando de gente. Los padres se tambalean con sus hijos muertos en brazos. Es horrible.

(Arch.3 Mayling J. Beiging. Fuente: Jonás)



Cinco años tras EL DÍA.

Cabo de Cruz.

Pesqueira. Perímetro exterior de la Zona Mixta.




Los chicos corrían calle abajo como si de ello dependiese su vida. El melenudo, alto y atlético, aventajaba en unos metros al rapado, bajito y fornido. A juzgar por los jadeos y su paso trompicado e impreciso, llevaban ya un buen rato corriendo. Y a juzgar por la expresión de sus caras, sí, su vida dependía de ello.


— ¡Isi!, ¡Espérame! —Gritó el bajito en una suerte de chillido entrecortado.


En su alocada carrera sorteaban todo tipo de desperdicios; carteles de pequeños negocios, restos de mobiliario doméstico, contenedores de basura volcados, vehículos abandonados, plásticos... Objetos que la vehemencia de cinco inviernos atlánticos esparció a capricho. A pesar de todo, el aspecto del pueblo no era ruinoso; parecía, más bien, un decorado de cine.


—No me dejes atrás, ¡Isi!


Las puertas, las ventanas, los escaparates e incluso los accesos a las calles de su lado derecho, en sentido descendente, se encontraban en su mayoría tapiadas con ladrillo o selladas con madera. Como una fortificación o barrera que no dejaba claro si pretendía evitar que algo entrase o saliese, o ambas cosas a un tiempo.

En el lado izquierdo, por el contrario, reinaba el más absoluto caos: ventanas rotas, puertas desencajadas, escaparates hechos añicos y basura por doquier. Las viviendas se hallaban deshabitadas y parecía evidente que toda la zona había sido saqueada a conciencia.


—No grites joder. — Susurró Isi a su espalda. —Vas a atraerlos a todos.


No era una avenida muy ancha, dos carriles centrales, uno de subida y otro de bajada en los que apenas había espacio para dos coches. Tampoco era demasiado larga; desde la curva de derechas que marcaba la cima hasta la de izquierdas que desembocaba en el muelle no había más de setecientos metros. Con todo ello, esta cuesta, había sido la orgullosa calle principal del pequeño pueblo costero.

—No puedo Isi, no puedo más, ¡Ayúdame!, va a cogerme.


Los edificios que la recorrían no eran muy altos; ninguno superaba los tres pisos. Eran casitas. La mayoría residencias unifamiliares que acogían, en la planta baja, el negocio de turno: Un kiosco, una mercería, un ultramarinos, una tienda de telefonía, un par de bancos y, como había sido costumbre en la zona; más bares de los recomendables.

Podía parecer una huida en desbandada y, en parte, así era, pero más allá de la obligada improvisación, los muchachos tenían un plan.


—No te pares, Jorge. Ya falta poco.


Dado que la anterior se hallaba bloqueada, su intención era embocar la penúltima callejuela de la izquierda que, como bien sabían, acogía al refugio número cuatro de la denominada Zona Mixta. Una vez allí harían sonar la bocina y, a buen recaudo, esperarían a que la comunidad montase una partida de rescate. Los Exploradores vendrían, acabarían con el Tostado y los escoltarían hasta seguridad de la Fuente.

Recibirían una gran reprimenda por lo que habían hecho; las normas de La Xunta para acceder a la Zona Mixta eran muy estrictas y los castigos para todo aquel que las incumplía, severas. En realidad, el que se había adentrado había sido Jorge, armado con el arpón, e Isi no había hecho más que seguirlo a hurtadillas, lo cual fue todo un acierto, ya que fue Isi el que hizo el descubrimiento, segundos antes de que apareciese el Tostado y los obligase a huir. Pero Isi no dudaba que cuando en el pueblo se enterasen de la noticia, ambos, serían tratados como héroes. Incluso quizás, y sólo quizás, Lorena se fijaría en él y accedería a ser su compañera en la fiesta de “El Día”. Hasta era probable que a Jorge le concediesen, por fin, el estatus de Explorador. Suponiendo, y era mucho suponer, que lograsen llegar al refugio.


— ¡No puedo!, no puedo más, Isi.


Con pericia (y algo de fortuna), el melenudo Isi esquivó un herrumbroso todo-terreno haciendo resbalar su trasero sobre el capó, y accedió a la callejuela. Segundos después, su compañero, más bajito y más cansado, no tuvo tanta suerte. Erró en el salto y acabó golpeándose la cara en el guardabarros. La violencia del impacto no le permitió escuchar el "deng" de la campana de Bandalrío que, con un desafinado tañido, anunciaba que eran las diez en punto de la noche, y la "Norma de los Veinte Metros” entraba en vigor.


—"Ishi!, Ishi, ¡Ashúzame tzío!"


En otra situación, Isi, se hubiese reído del trastorno bucofonatorio de Jorge. Los chicos utilizaban de forma recurrente este tipo de dicción cuando querían burlarse de alguien. El propio Isi había sido en multitud de ocasiones el objetivo de dichas burlas, incluso por parte de su amigo Jorge: “Hola, zoy Izi, y zoy pezcador podque tengo miedo a loz toztadoz”. En esta ocasión, a Isi, no le hizo gracia. Al contrario; sintió un fuerte sobrecogimiento. Dudó unos instantes; la tentación de correr hacia el refugio era muy intensa. Escuchó un lamento grave y prolongado, y tardó unos segundos en comprender que el origen se encontraba en él mismo. Profirió un sonoro juramento y volvió sobre sus pasos hasta la entrada de la callejuela. Su amigo Jorge se encontraba tirado ante el morro del coche. Tenía la cara ensangrentada y todo indicaba que había perdido más de un diente, e incluso, a juzgar por el abundante líquido carmesí que resbalaba por su barbilla, un pedacito de lengua. Buscó en la calle al perseguidor y lo encontró a escasos sesenta metros de dónde ellos estaban. Era un tipo enorme. Las ropas destrozadas, los genitales a la vista, la abundante barba y el enmarañado cabello le conferían un aspecto de troglodita. En su mano derecha llevaba una barra de acero y de su hombro izquierdo, atravesando la carne, asomaba la punta de un arpón. La cuerda, que en algún momento unió el acero a una ballesta, ondeaba a su espalda como una serpiente descabezada. Era, la del gigante, una herida fea que, como la boca de su compañero, sangraba en abundancia.


— ¡Levántate Jorge!, ¡Ya está aquí!

Entonces, Isi, comprendió que ya no lo conseguirían. Si no sometían a su atacante, jamás llegarían juntos al refugio.

Jorge gateaba aturdido. Balbuceaba un lamento aniñado mientras una mezcla de moco, sangre y babas, resbalaba desde su boca moteando el suelo. El barbudo continuaba con su trote, pesado y bamboleante, pero implacable. La distancia se reducía.

Isi supo que acababa de tomar la decisión más estúpida de su corta vida. Escupió a un lado para sentirse fuerte, sacó su cuchillo de la funda del cinturón y, sin perder la referencia del atacante, levantó con esfuerzo a su amigo.

—Ten. — Dijo ofreciéndole el arma. — Somos dos, y él está herido. Podemos joder a ese cabrón.


El gigante apuró el paso. El hombro herido por delante y el arma alzada en la otra mano, dispuesta para descargar su golpe. Su expresión corporal transmitía una inquebrantable decisión; como si abatir a su presa fuese su última voluntad, su legado. Aunque los chicos sabían que esa reflexión no era posible; la Xunta había determinado que esas bestias no lograban construir pensamientos complejos, y la Doctora Carracedo, la máxima eminencia médica local, había determinado que sus reacciones y conductas eran producto del instinto.

Se hallaba a unos veinte metros. En el rostro, la furia y el dolor. Todos ponían la misma cara antes de atacar; machos y hembras, jóvenes y ancianos. Por fortuna, entre ellos no había crías. Sería duro defenderse de los niños.

Isi se armó con un hierro largo que, en otro tiempo, formó parte de una estantería, se situó al lado de su amigo y, mientras la orina resbalaba por su pierna, gritó con todas sus fuerzas:


— ¡Vamos, Tostado de mierda, te vamos a rajar hijo de puta!


La distancia ya no superaba los diez metros. Su perseguidor levantó aún más, si cabe, la barra de acero y rugió enseñando los dientes.


—Yo le paro el golpe, Jorge. — Dijo Isi, casi llorando, al tiempo que daba un paso al frente para, a modo de guerrero medieval, detener el impacto de la barra de acero. — Pincha a ese cabrón.

—Lo "ziento, Izi". No “puedzo dejad que lo cuentez.”


Pero Isi no llegó a escuchar la disculpa. Y si lo hizo, no alcanzó a entenderla. Sintió que algo helado penetraba en su cuello desde la derecha. Algo frío que no le permitía respirar ni girar la cabeza. Quiso protestar, pero no pudo. Por el rabillo del ojo, con estupor, alcanzó a ver el mango ergonómico de su cuchillo. Boqueó tratando de hablar, pero era imposible. Más aturdido que asustado, escuchó los pasos apurados de su amigo por el callejón y vio la barra de acero acercarse rápida a su cara.

— Joder, —Pensó— mi “viejo” se va a mosquear por esto.

Al instante todo fue negrura.

Mientras su luz se apagaba creyó sentir que unos dientes masticaban su mejilla, pero ya no le importó.

Oct. 17, 2019, 1:13 a.m. 0 Report Embed Follow story
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