"Que una cierta ambición salvadora invada nuestras almas para que, impacientes de la mediocridad, anhelemos las cosas más elevadas."
-Pico della Mirandola.
Lucerna, Suiza.
1419
La única compañía de Úrsula aquella noche eran las estrellas brillantes que podía ver en su propio charco de orina y el susurro de las hojas movidas por una helada brisa salada que le escocia las heridas en su espalda infligidas por el látigo.
Lo que más deseaba en ese momento no era su libertad, o que la gente del pueblo dejara de arrojarle fruta podrida, piedras o excremento. Lo que realmente deseaba era cubrir su desnudez con cualquier tela, abrigarse del frío. Pronto comenzaría a nevar y no sabía hasta cuándo la tendrían a la intemperie.
Llevaba más de una semana atada a ese poste sin comida, desnuda y lastimada. Las piernas, que ya no resistían su peso, temblaban, se sacudían, imploraban un descanso de aquella tortura.
Hace una semana y media hubiera rezado, ya que era una de las únicas cosas que la consolaba. Sin embargo, ahora sabía que era en vano. Dios se había ensañado con ella, la rechazaba completamente.
Un deseo oscuro se cruzó por su mente y, de repente, sintió un subidón de energía. Deseaba quemarlos a todos, que recibieran un castigo digno de lo que le hacían a ella.
Incluso llegó a desear que el mismo Dios ardiera en llamas.
El sonido de pasos acercándose le helaron la sangre. Dios iba a castigarla por esos pensamientos impuros, estaba segura. De alguna manera, había llegado a creer que todo lo que le sucedía ahora era un castigo enviado por Dios debido a sus impuros deseos por un hombre casado.
Su ansiedad crecía al son de los pasos que parecían retumbar cada vez más fuerte en el silencio de la noche, los guardias que debían cuidarla dormían a los pies de la escalera que llevaba al interior de la iglesia. Comprendió que quizá así era mejor, seguramente no harían nada o peor, se unirían a la agresión.
Los pasos se detuvieron junto a ella y un hombre alto, de piel pálida y rizos como el oro le escrutó el rostro mientras Úrsula intentaba esconderlo tras su delgado brazo. Él llevaba una capa que le llegaba hasta los tobillos, mucho mas oscura que la noche. La tela parecía una nube que seguía cada uno de sus movimientos, como si lo envolviera y lo protegiera.
—Pobre, pobre niña. —su voz era grave y profunda, tenebrosa, no iba muy acorde con su rostro angelical. Se quitó la capa y la pasó por los hombros de Úrsula.
El contacto de la tela en las heridas le producía un ardor insoportable, pero las lágrimas que rodaron por sus mejillas no eran de dolor. Aquel era el primer gesto de amabilidad que Úrsula Bachman recibía en muchos años. Estaba agradecida y, sobre todo, conmocionada.
El hombre, frunciendo el ceño, alzó las manos, con intención de secar sus lágrimas, pero Úrsula se encogió de tal manera que decidió dar un paso atrás para demostrarle que no quería hacerle ningún daño.
—No, no pequeña lombriz. No llores. —dijo, compungido— Mira como te han dejado estos burdos bárbaros.
El extraño alzó la mano nuevamente y Úrsula se encogió con un leve gemido. Sin embargo, no se detuvo esta vez y le tomó el rostro con delicadeza. Las manos del extraño eran suaves y cálidas, no supo muy bien por qué, pero se sentía tranquila ahora, su cuerpo había dejado de temblar y estaba convencida de que aquel hombre no le haría daño.
A pesar de aquella certeza Úrsula no dejaba de preguntarse por qué. ¿Por qué aquel hombre, al que jamás había visto en su vida, estaba siendo amable con ella? No tenía sentido. ¿Acaso era una nueva forma de tortura? Estaba segura de no querer averiguarlo.
Úrsula alzó la mirada y clavó sus ojos en los del extraño. Ojos rojos como la sangre fresca que en un parpadeo se volvieron negros como la capa que caía suavemente sobre el cuerpo desnudo de la joven, protegiéndola del frío.
—Estoy asustada —admitió Úrsula contra su voluntad, escupiendo las palabras que le habían rondado por la cabeza desde que los soldados la habían apresado— Pero quiero morir, que todo esto se termine. No estoy segura de poder soportar ya nada más.
—¿Y quién podría culparte, pequeña lombriz? —su voz era dulce, reconfortante— Yo también estaría deseoso de que las frías manos de la muerte sostuvieran las mías. Pero eres valiente Úrsula.
Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba por su nombre. La habían llamado puta, zorra y bruja tantas veces que la gente del pueblo había olvidado su nombre y ahora se referían a ella como la puta del diablo, la zorra come niños, la bruja de Lucerna entre los más populares.
No le extrañaba, de todos modos, que él conociera su nombre, Úrsula era famosa de Lucerna hasta Habsburgo. El conde en persona la había escupido.
—No quiero hacerte daño, Úrsula. —declaró acariciándole las mejillas con los pulgares— Al contrario, quiero sanar tus heridas, quiero cuidarte. Deseo tu bienestar más que nada en este mundo.
Al oír esto Úrsula entrecerró los ojos.
—¿Por qué? —inquirió de manera suspicaz— ¿Qué podría querer a cambio? No tengo nada para intercambiar que valga tanto como lo que usted ofrece.
El extraño sonrió de manera encantadora.
—Te daré pruebas de que puedo, luego tu juzgaras sí confiar en mí o no.
El extraño posó la mano derecha sobre un enorme cardenal en su estómago, consecuencia de las patadas que le habían propinado los oficiales cuando la arrestaron hacía ya una semana, y este, con una sensación de ardor, desapareció en cuanto el extraño levantó la mano.
Úrsula lo miró estupefacta. Incapaz de comprender qué había sucedido.
—¿Qué... qué fue lo que...? —tartamudeó consternada.
—Es magia —respondió alegremente—. Brujería —repitió ante la persistente incomprensión de la chica— ¿Acaso no es eso de lo que se te acusa?
Úrsula abrió la boca pero ningún sonido salió de ella. Continuaba con la mirada fija en su estómago, tratando de descubrir cuál era el truco que había utilizado.
—No puede ser — murmuró—, la magia no existe. Yo soy...
—Lo sé, pequeña lombriz, lo sé. Eres inocente, al menos por ahora —ella no respondió, continuaba mirándolo con esa expresión de pasmada—. Puedo ayudarte, puedo protegerte, puedo volverte poderosa, Úrsula.
—No puede ser —insistió.
Él abrazó a Úrsula, metiendo las manos por debajo de la capa y a medida que le acariciaba la espalda las heridas se cerraban. Tocó cada parte de su cuerpo con la misma delicadeza con que le acarició el rostro, curando todas sus heridas, mitigando todos sus dolores.
Estaba ahí, era cierto. Las heridas de los latigazos se habían curado. Todos los dolores se habían esfumado.
Tartamudeó de manera incomprensible. Acaba de presenciar un milagro. Quería disculparse con Dios.
Lágrimas de agradecimiento e impresión rodaron por las mejillas de Úrsula. Esta vez, en lugar de secarlas con sus dedos, el extraño beso las mejillas de Úrsula. Sus labios cálidos le dejaron una sensación reconfortante que detuvo su llanto en el segundo preciso en que estos rozaron su piel.
—¿Acaso eres mi ángel de la guarda? —inquirió ella, esperanzada— ¿Vienes a llevarme al cielo?
Él se carcageo con ganas.
—El cielo no existe —sentenció —Y los ángeles tampoco. Digamos que soy lo más cercano a un benefactor que vas a toparte.
Úrsula frunció el ceño. Continuaba tratando de procesar lo que pasaba.
—No es necesario que comprendas todo ahora —dijo él—. Puedes quedarte aquí o aceptar hacerme un favor y venir conmigo.
—Sabía que había algo más.
Él rió.
—Por supuesto que hay algo más. Nada es gratis, Úrsula. Sin embargo —continuó al ver qué perdía la atención de la joven—, este es un buen trato. Tu obtienes poder y yo un favor.
—No lo haré —respondió tajante— Mi vida está a punto de acabar, no aspiro a perpetuar este sufrimiento.
Por primera vez el extraño no se mostró risueño, ni hilarante. Frunció el ceño, como si no comprendiera lo que la chica acababa de decir.
Se levantó la manga izquierda de la camisa y de su espalda extrajo una daga resplandeciente. Sin ningún tipo de miramiento o expresión en su rostro se cortó ligeramente el antebrazo. Dejó que la sangre chorrear hasta sus dedos y cuando estos estuvieron empapados los metió dentro de la boca de la chica.
Úrsula se apartó asqueada, sintiendo una ligera electricidad recorriéndole el cuerpo.
—¿¡Qué mierda te pasa!? —exclamó horrorizada— ¿¡Estás loco!?
—No voy a aceptar tu negativa sin que hayas probado lo que te ofrezco.
—Estas loco —afirmó.
Entre risas se bajó la manga de la camisa que no demoró en mancharse de rojo.
—No estoy loco ¡soy un artista! —exclamó— Espero que disfrutes este regalo que te hago. Volveré pronto para saber que decides.
Intentó hablar, pero las palabras no salían. Se sentía mareada y poco a poco fue desvaneciéndose hasta quedar inconciente.
Úrsula abrió los ojos al sentir unos insistentes golpes en la mejilla. Frente a ella se había congregado mucha gente. Arrodillado a unos centímetros de su rostro había un hombre mayor, de unos sesenta años, con el pelo entre grisáceo y blanco, arrugas bien marcadas en un rostro que no era amable.
—Les dije que no estaba muerta —dijo el anciano—. Ahora, suéltenla.
Úrsula miró a los hombres que se acercaban a ella con total incredulidad y poca capacidad de entendimiento.
No podían estar dejándola libre. Eso era imposible. ¿O tal vez el apuesto extraño de anoche era real y ahora tenía el poder de cumplir sus deseos?
Cuando los miró a los ojos los hombres se detuvieron e intercambiaron miradas nerviosas.
—¿Qué están esperando? —los apremió.
—Nadie quiere tocarla, señor —respondió un oficial bajito y regordete que se persignaba mientras miraba a Úrsula.
—¿Y ustedes nos protegen, malditos afeminados?
El anciano extendió la mano y le dieron la llave de los grilletes.
En menos de un segundo los brazos de Úrsula estaban libres, se frotó las muñecas como un acto reflejo porque realmente no le dolían. El anciano le pasó su capa por los hombros, cubriendo su desnudez.
—¿Podrás caminar, querida? —preguntó con voz amable.
Úrsula negó con la cabeza, las piernas ni siquiera le respondían como para ponerse de pie. Tenía los músculos entumecidos.
—Tú —señaló al guardia más fornido— levántala.
El guardia obedeció. Pasó al frente y, con toda la delicadeza de la que fue capaz, tomó a Úrsula en sus duros brazos. Aquel hombre medía casi dos metros de alto y Úrsula imagino que solo sus huesos pesaban más que el anciano y ella juntos, ni hablar de sus músculos. Su rostro inexpresivo era el de un monstruo: tenía el ojo derecho ligeramente más grande que el izquierdo, la nariz rota le había quedado torcida y los dientes desiguales quedaban a la vista por una malformación en la mandíbula.
Entraron a la iglesia que se encontraba a sus espaldas y la multitud quedó tras la puerta en cuanto esta fue cerrada por los asistentes del reverendo.
Ya había estado en el interior de la iglesia antes. Paredes de piedra, bancos de madera, un altar muy poco bello, la oscuridad que engullía la luz de los candelabros. Siempre le pareció un lugar especialmente frío y conocía al reverendo de aquella iglesia. No era un lugar donde encontrar a Dios. Más de una vez llegó en busca de consuelo y no encontró más que burlas por parte de Dios.
El soldado seguia al anciano hacia la oficina del reverendo. Caminaban en silencio, pero sus pasos resonaban en toda la iglesia vacía creando un eco espeluznante. Úrsula quería salir de allí. A medida que se acercaban al altar el corazón le palpitaba con más fuerza, sentía el vómito subiendo por la garganta.
Escondió el rostro en el cuello del guardia y vómito, no pudo soportarlo más. Creyó que el soldado iba a golpearla, a gritarle, pero solo siguió caminando sin decir nada.
El anciano abrió la puerta de madera y el olor a vino fermentado, humedad y encierro salió de la habitación golpeando su rostro con fuerza.
—Sientala por allí —ordenó.
El hombre la soltó delicadamente sobre una silla aterciopelada. Antes de marcharse intercambiaron miradas. Él la miraba con tristeza y ella con agradecimiento.
Cuando el soldado salió de la habitación, el anciano cerró la puerta tras él y puso una silla frente a ella. Sus movimientos, para ser un anciano, eran ágiles y fluidos. Sonrió de forma reconfortante.
—Úrsula Bachman —comenzó— Hija de un reconocido mercader, dama de compañía de una acaudalada familia. Una cristiana devota ¿Cómo una chica así termina acusada de brujería?
No respondió. Se tomó la libertad de suponer que esa era una pregunta capciosa.
—Hervan Ritcher —se presentó extendiendo una mano que Úrsula no estrechó.
—Usted no es sacerdote —señaló tras analizar su ostentosa vestimenta.
El anciano esbozo una mueca.
—Es muy observadora por lo que veo, y está en lo correcto —reconoció— Soy arzobispo.
Ella frunció el ceño, pero una vez más no dijo nada.
—Tengo entendido —continuó— que no ha sido interrogada, que nadie a notificado a su familia y que hay solo un testigo que la acusa expresamente de brujería: la señora Sofía Castagnoli. Ella dice que la vió a usted hace una semana y media en los establos de la casa comiendo las entrañas de los caballos asesinados mientras fornicaba con el mozo de cuadras al que usted, por cierto, le arrancó los ojos.
—Eso no es cierto.
—También sé —siguió, ignorandola por completo— que fue el reverendo Viemen quien ordenó su captura sin haber hecho ningún tipo de investigación. Un trabajo mediocre. Supongo que fue a raíz del hecho que tuvo lugar dentro de esta misma iglesia.
Un sudor frío le recorrió la espalda. Sintió como la sangre le abandonaba el rostro.
—Yo no provoque al padre —espetó—, ni utilicé magia para seducirlo. Yo vine aquí en busca de Dios, esperando que me ofreciera consuelo, alivio, algo. En lugar de eso obtuve la misma respuesta que me dió durante años.
Hervan frunció el ceño
—¿Y cuál sería esa respuesta?
—Este no es tu lugar, yo te rechazo, el solo hecho de que existas me asquea.
—Son palabras muy fuertes —reconoció—. Y muy incriminadoras. El pueblo no necesita más que esto para condenarte.
Úrsula tragó saliva. Pensaba en Ritcher como un enorme gato negro jugando con el pequeño raton gris que era ella.
—No estoy aquí para defenderme —dijo en voz baja—. Solo quiero que está pesadilla termine.
Hervan asintió de manera pausada.
—El reverendo Viemen le escribió a su tío sobre su situación y yo le escribiré a sus padres. Aunque dudo que lleguen para verla antes de que la ejecuten.
—Entonces va a mortificarlos para nada.
Él frunció el ceño.
—¿Y que pasará cuando no tengan noticias suyas? —inquirió— ¿No cree que su tío les contaría lo sucedido?
Úrsula suspiro, comprendiendo por fin lo que significaría su muerte para su madre.
—Se que mi tío pensará como yo respecto a esto —respondió con una voz cansada y pausada— Desaparecida es mejor que muerta. Al menos para mi madre.
—Muy bien, voy a respetar su último deseo —suspiró— ¿Gusta un poco de agua?
Ella miró la jarra que el hombre tenía en la mano con recelo.
Negó con la cabeza.
—Es solo agua, Úrsula.
Tomo un vaso y vertió el contenido cristalino de la jarra en él. Lo dejó cerca de ella apara que pudiera tomarlo cuando quisiera.
—Yo —siguió—, a diferencia del pueblo llano, necesito pruebas reales para condenarla debido a que conozco al reverendo Viemen y también la fama de la señora Castagnoli. Así que hablemos de las heridas que obviamente no tiene.
Úrsula alzo las cejas en una expresión de incredulidad. Lo que pasó anoche no fue ningun sueño.
—En el informe que me llegó —dijo poniéndose de pie y caminando hasta quedar de frente a la espalda de Úrsula— decía que usted estaba en muy mal estado. Heridas de látigo, moretones, pequeños cortes aquí y allá. Y ahora —tomó la capa y se la arrancó del cuerpo— nada, ni un solo razguño, ni una sola marca.
Úrsula se encorvó, tratando de cubrir su cuerpo. Enseñándole al arzobispo Ritcher su espalda totalmente sana.
—Y hay mucho más en esta historia que me inquieta —continuó—. Tu madre se casa con tu padre luego del gran incendio de Olten, pero las fechas no cuadran con tu nacimiento, Úrsula. —hizo una pausa pero la chica no dió indicios de querer emitir una respuesta— ¿Sabías eso?
Ella negó con la cabeza.
—Tambien me inquieta como tus padres decidieron despegarse de ti. Enviarte a Lucerna, que no es muy cercano a tu pueblo natal, con una mujer como Sofía Castagnoli que tiene reputación de ser cruel y sádica con sus sirvientes... Creo que quizá ellos te temían tanto que no dudaron en deshacerse de ti.
—Mi madre jamás haría eso —respondió tajante.
—Entonces tu pad...
—Claro que no —negó rotundamente—. Mi padre aborrecía la idea de estar lejos de mi.
Úrsula no pudo esconder ni la cara de asco, ni el escalofrío que le recorrió el cuerpo.
Hervan asintió de manera pausada.
—Comprendo que tan cerca querría tenerte tu padre —la provocó, pero Úrsula solo apretó los dientes.
—Seguramente el general Castagnoli quedó muy satisfecho tras verte. —continuó.
Ante la mención del general Úrsula alzó la cabeza y su cuerpo se puso aún más rígido que antes.
El hombre quería provocarla. Ahora era evidente.
—Me escribió a mí personalmente, alegando —siguió— que su esposa no se encuentra en sus cabales tras la repentina muerte de su cuarto hijo. También nos relata lo buena cristiana que es y porque es absurdo que sea acusada de brujería. Yo me preguntó por qué un hombre como él se molestaría en defender a una simple sirvienta siendo qué podría llegar a ser considerado sospechoso.
—No lo sé. —gruñó, apretando los dientes, enterrándose las uñas mugrosas en los brazos.
—Entonces déjeme compartirle mi teoría —sugirió— Una hermosa mujer como usted, entra a trabajar a una casa donde hay un matrimonio destruido. Él no puede evitar notar cuan hermosa es usted, su esposa tampoco. Comienzan a tener un romance y ella se entera...
—No hubo romance —espetó—. Nada sucedió entre nosotros...
—Sofía Castagnoli no dice lo mismo —la contradijo—. Ella declaró que usted embrujó a su marido. Con esa... extraña belleza que poseé.
El arzobispo rozó la espalda de Úrsula con los dedos y está se levantó de inmediato, aunque las piernas le flaquearon y cayó al suelo.
Alzó la mirada hacia el hombre que sonreía complacido. Su figura parecía agrandarse y ensombrecerse a medida que la de Úrsula se achicaba.
—Por favor —murmuró ella—. No me haga daño. No busco la absolución...
Él se agachó frente a ella.
—Ni podrías tampoco —evidenció— Este juicio ya tenía un veredicto desde el momento en que te apresaron los guardias. El miedo y la ignorancia han decidido que eres una pecadora profana esclava de Satanás y yo voy a tener que quemarte en la hoguera por eso.
Úrsula sonrió.
—Asesinarme sería lo más compasivo que alguien haría por mí.
Hervan también sonrió, había descubierto lo que la asustaba. Bajó la vista a los pechos de la mujer que se ajitaban con cada respiración que daba. Úrsula se los tapó instintivamente.
—¿Al menos me permitiría usar su capa de nuevo? —suplicó— Por favor.
Richter negó con la cabeza, recorriendo el cuerpo desnudo de la joven.
—Me temo que voy a necesitarla más que usted —se negó—. Hay muchos soldados que se motivan admirando su cuerpo y yo los quiero motivados.
Él se acercó más a su rostro y le acomodó un rizo tras la oreja. Úrsula se agitó, quizo apartarse pero se encontraba entre el arzobispo y un gran mueble de roble.
—Tanta belleza...
—Por favor —repitió Úrsula, casi en un susurro.
La tomó por el cuello y la besó con fuerza. Úrsula sentía que se ahogaba al mismo tiempo que el arzobispo intentaba meterle la lengua a la boca.
Notó su mano en la cintura, las lágrimas habían comenzado a rodarle por las mejillas, cuando de repente sintió un cosquilleo extraño en la punta de los dedos y el fuego de la chimenea se avivó hasta quemar la espalda del arzobispo que se apartó de ella gritando.
Un soldado que le pareció familiar entró abruptamente en la habitación y le puso la espada en el cuello.
—¿Se encuentra bien, señor?
El hombre presionaba la punta de la espada contra su garganta lo que debería hacerle una herida, pero no sucedió.
Hervan más que asustado la miraba maravillado.
—Todo está bien, oficial Mathis. —respondió con lentitud— Ya tengo lo que buscaba, puede llevársela.
El oficial tuvo que poner a Úrsula de pie debido a que está se encontraba en shock.
—Camina —le ordenaba mientras la empujaba hacia la salida.
Sin embargo, no podía reaccionar. Miraba la capa quemada del arzobispo con la boca abierta.
Al ver qué no respondía Mathis la cargo sobre su hombro, la sacó de la iglesia y acto seguido la subió a un carro.
No supo en qué momento terminó dentro de una de las celdas bajó el ayuntamiento.
—Siempre supe que había algo extraño en ti —confesó el oficial—. Algo malévolo. La forma en que atraes a los hombres… es insana.
Úrsula no respondió, no le interesaba lo que aquel hombre creyera o dejase de creer.
—Ahora estás bajo nuestra custodia Afrodita —continuó—, y aquí no funcionará tu manzana de la discordia.
Entonces recordó quien era. Los soldados la llamaban así debido a un incidente ocurrido en el burdel de Ruth Dobelli.
Úrsula sintió náuseas de solo recordarlo.
—Lo que pasó no fue mi culpa —murmuró ella— Yo fui una víctima, igual que ellos.
Mathis se acercó, con la mano izquierda sobre la empuñadura de la espada y la derecha en el cinturón. Caminaba pisando con fuerza, como si matara cucarachas a su paso.
Cuando estuvo frente a ella alzó la mano y le dio un bofetón que casi la tira al suelo.
—No sé que embrujo usaste con mi hermano y mi amigo, pero ellos se mataron únicamente por pasar una noche en tu cama. Delani se suicidó tras tu rechazo, y el pobre sacerdote...
Úrsula bufó.
—No hay un hechizo que vuelva estúpidas a las personas —espetó—, simplemente nacen así. Jamás hablé con tu hermano, ni tu amigo, Delani intento violarme y el repugnante de Viemen al final lo logró.
Con una expresión de asco en el rostro la tomó por los cabellos y la acercó a su cara.
—¡Eso no es cierto! —exclamó, salpicando de saliva el rostro de Úrsula— Mis hombres van a disfrutar de tu cuerpo ahora que Dobelli no lucra con él.
—Por favor... —susurro, al borde de las lágrimas— Yo no provoqué esto. No es mi culpa, nací de esta manera, no lo elegí. Este rostro… -sollozó- este cuerpo… no es mi culpa.
Mathis le propinó un puñetazo en medio del rostro, haciendo que se mareara. El dolor se abrió paso lentamente, su nariz comenzó a sangrar al igual que su labio inferior.
-¿Crees que me dará lastima una puta? -inquirió él, dándole otro puñetazo, esta vez en el estómago- Ustedes las mujeres son todas iguales, creen que con un par de lágrimas ablandaran el corazón de un hombre. Son todas unas cobardes. Morirás como una cobarde, Úrsula Bachman y ni siquiera vas a notarlo porque así has vivido toda tu vida. Pero no te preocupes, cumpliré tu último deseo. Me desharé de ese precioso rostro tuyo en nombre de mi querido amigo.
Un sudor frío recorrió la espalda de Úrsula y comenzó a temblar involuntariamente.
—Señor —llamó otro oficial tras ellos— aquí hay alguien que quiere ver a la bruja. Dice que es un cura y quiere darle su bendición.
Mathis la soltó y Úrsula trastabillo.
—Parece que Dios es benévolo incluso con las servidoras del diablo —espetó.
—Al parecer es mucho más benévolo que con los sádicos lujuriosos que cometen actos antinaturales.
La cara del oficial se deformó.
—¿Qué es lo que estás insinuando? —inquirió apretando los dientes.
—Te recuerdo, también a tu amigo—respondió—. Acudían cada noche a la casa de Dobelli, tomaban tragos hasta quedar casi inconscientes y mientras su amigo admiraba el cuerpo de las mujeres a su alrededor, usted lo admiraba a él.
El puñetazo le llegó sin ningún aviso, la hizo caer de rodillas al suelo mientras se agarraba el estómago.
—¡No podrás hechizarme, bruja! —exclamó, y escupió a sus pies— Haz pasar al reverendo.
Oyó el horrible chirrido de la verja abriéndose.
—Gracias por ser tan amables —dijo el sacerdote, con una voz que Úrsula recordaba vagamente —. Ahora deberían marcharse.
—No creo que deba estar solo con esta bruja, padre —decretó.
El padre río.
—No hay peligro del que nuestro señor Jesucristo no pueda protegerme, oficial —declaró risueño—. Les pido que se retiren.
Úrsula alzó la cabeza para ver quién era, sin embargo, no pudo distinguir ningún rasgo del encapuchado que a pesar de estar en la luz las sombras se arremolinaban en su rostro ocultando así su identidad.
El oficial Mathis estaba ahora volteado hacia el sacerdote.
—¿Qué trae en esa canasta, padre? —inquirió.
—Una última comida para esa pobre mujer, son órdenes del arzobispo Ritcher.
Mathis bufó.
—Muy bien —aceptó— haga lo que quiera, pero no sé demore.
—Es muy amable de su parte.
El sacerdote entró a la celda, Mathis salió y una vez más se oyó el estrepitoso sonido de la verja al cerrarse.
—Al parecer no consideran factible ponerte algo de ropa. —dijo el hombre.
Se quitó la capucha y las sombras abandonaron su rostro.
Úrsula reprimió una expresión de sorpresa, el sacerdote era el extraño de la noche anterior que había curado sus heridas.
—Volviste —murmuró Úrsula.
—Quiero saber si has reconsiderado mi oferta y, además, te traje algo de comida. Tienes la carne pegada a los huesos —señaló, con un gesto de repulsión en el rostro.
Dejó la canasta en el suelo y Úrsula se abalanzó sobre ella como un animal hambriento.
—Deberías comer despacio, o te caerá muy mal —recomendó el extraño.
—Lo sé —reconoció con la boca llena—, pero tengo tanto hambre. Antes de llegar a éste pueblo no sabía lo que era el hambre —hizo una pausa para tragar—, el frío, la soledad. Sabía que las personas serían crueles, pero hasta el punto de acabar con mi vida... Eso no me lo imaginé jamás.
El extraño se sentó en el suelo junto a ella.
—Nunca me dijiste tu nombre —dijo Úrsula, metiéndose a la boca un pedazo de pollo.
—Jabal Seytan —se presentó y extendió una mano que Úrsula estrechó de inmediato —. Espero que está no sea la última vez que nos estrechamos las manos sucias.
Jabal sonreía de oreja a oreja mostrando los dientes. Algo que lo hacía ver aún más angelical e inocente.
—Entonces ¿Cómo me vas a sacar de aquí? —inquirió ella.
—No lo haré.
—¿Qué? —preguntó frunciendo el ceño— ¿Cómo que no lo harás? ¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—Pues resumido, tienes que morir.
—¿Y extendido?
—Tienes un hechizo de bloqueo que solo desaparece si mueres.
Úrsula descorchó la botella de vino y bebió un trago. Nunca había tolerado bien el alcohol, pero sentía que lo necesitaba.
—¿Y eso que significa?
Jabal blanqueó los ojos.
—Estoy demasiado viejo para esto, Úrsula querida —se quejó—. Significa que mientras estés viva no puedes hacer magia.
—Pues tampoco podría muerta.
Jabal arrancó el vino de las manos de Úrsula y le dió un largo y sonoro trago.
—Si morirás —dijo cuando acabó—, pero no permanecerás muerta. Yo voy a revivirte.
—Esta bien —aceptó y continúo devorando sin piedad cada fruta, carne y verdura que encontraba dentro de la cesta.
—No soy de los que cuestionan las decisiones de otros —comenzó Jabal—, pero ¿por qué cambiaste de opinión? Parecías muy cómoda con la idea de morir.
Úrsula alzó la cabeza de la cesta, tragó y suspiró.
—Quemé la espalda de ese estúpido arzobispo cuánto intento abusar de mi —respondió—. Por primera vez, en toda mi vida, sentí que soy capaz de defenderme de quienes intentan dañarme y eso me hizo pensar en lo fácil que hubiera sido mi vida de haberte conocido antes —sonrió—. En lo fácil que podrías ser mi vida si obtengo un poco más de esa porción de poder que me diste.
La celda quedó en silencio por un par de minutos en los que de le hizo imposible a Úrsula adivinar que estaba pensando Jabal.
De pronto este emitió una extraña risita.
—Admiro que llegaras a la inteligente conclusión de que ha sido obra mía —dijo— He de confesar que mi mayor miedo radicaba en que fueras estúpida.
—¿Por qué? —inquirió Úrsula.
—Porque entonces todo este interminable juego sería un hastío —respondió alegremente.
—¿Cuál juego?
Jabal ignoró su pregunta por completo, en lugar de eso comenzó a tararear lo que parecía una canción de cuna.
Úrsula frunció el ceño. Temía las cosas que Jabal no quería revelarle, y con razón. Aquello era una desventaja que podría jugar en su contra en el futuro.
—Te haré el favor —comenzó—, a cambió del poder y si para eso tengo que morir, está bien. Voy a confiar en ti si prometes ser honesto conmigo.
Dirigió su mirada hacía Jabal, esperando a que este hablara, pero no lo hizo.
—¿Y bien? —insistió entonces.
—Lo prometo —respondió sin expresión en la voz.
Úrsula sospecho de la veracidad de su promesa pero debía confiar en ese completo extraño si pretendía sobrevivir al suplicio que había sido su vida.
Podré empezar de nuevo —se dijo—, en cualquier sitio. A penas tengo 17 años, quiero vivir. Sin importar el costo.
Permanecieron en silencio mientras Úrsula devoraba hasta lo último que quedaba dentro de la canasta.
—Parece que todos tienen asuntos sin resolver contigo en este pueblo —comentó Jabal.
Ella suspiró, sintiendo náuseas. A veces recordar le provocaba ganas de vomitar.
—Las personas tienden a pensar que les debes. No importa lo que sea. Dinero, obediencia, respeto, cariño, tolerancia, admiración —hizo una pausa para tomar un trago de vino—. Y cuando estás tan abajo en la cadena alimenticia de la sociedad te exigen todas esas cosas juntas y más. Personas como Sofía Castagnoli y Rolf Dobelli toman todo lo que puedes darles y lo que no te lo arrebatan. Un día despiertas y no eres más que un cascarón vacío.
—¿Rolf Dobelli no es el dueño del prostíbulo?
—Si —confirmó—. Trabajé allí un tiempo, obligada por la señora Sofía que le debía mucho dinero a Dobelli y le pagaba con mano de obra gratis. Al principio solo fregaba los pisos, aseaba las camas y ayudaba en las cocinas. Siempre cuidando que nadie me viera. Un día un cliente mató a una de las chicas, una niña, a penas tenía once años —hizo una pausa y bebió un trago de vino—. Arrojaron el cuerpo a los perros y Dobelli me envió a limpiar la habitación de inmediato. Era en vano desobedecer así que acudí a la habitación y allí estaba el tipo. Era enorme, parecía tener músculos en los músculos. Me dijo que había sido un accidente, que la chica no paraba de llorar y eso lo había sacado de quicio. Yo no dije nada, agaché la cabeza y comencé a limpiar la sangre del piso y las paredes, era algo ya hasta rutinario. En casa de la señora limpiaba sangre con frecuencia y allí con mucha más frecuencia —suspiró—. En fin, el tipo se interesó por mi y le preguntó a Dobelli cuál era mi precio. Al principio el gordo no quiso saber nada, le dijo que iba a darle a su mejor chica por el precio de la que había matado pero el tipo continúo insistiendo hasta que dijo que pagaría lo fuera. Los ojos del obeso cerdo se iluminaron y accedió. Desde entonces no tuve un descanso. Me exponía en la sala y me hacía cantar, los hombres pujaban por una noche conmigo y si alguna vez no me comportaba como él deseaba tomaba una de las niñas más pequeñas y las arrojaba a los perros. Lo cual pasó u a sola vez y aún escucho sus gritos, sus alaridos y como estos se ahogaron en sangre cuando por fin uno de los perros le mordió la garganta.
Jabal hizo una mueca.
—Entiendo por qué deseabas morir.
—No, no lo haces —dijo de manera cortante—. Mi vida completa ha sido un suplicio. Hui de casa creyendo que encontraría refugio, seguridad y paz, pero solo escape de una monstruo para terminar en las garras de muchos otros, más grandes y más crueles. Monstruos de los que no podría escapar jamás a menos que muriera. Intenté suicidarme muchas veces pero siempre sucedía algo extraño, perdía la conciencia y despertaba luego de horas en otro lado, a veces muy lejos de donde había estado.
Jabal frunció el ceño, pero no hizo ningún comentario y Úrsula bebió mucho más vino.
—Debiste traer agua —señalo—. El vino y yo no congeniamos muy bien.
—Es porque no era para ti —espetó Jabal, quitándole la botella de vino de las manos—. La traje para ayudarme a soportar lo que creí que seria una de las charlas más aburridas de toda mi vida. Creí que iba a tener que convencerte de aceptar mi trato, pero a cambió me diste una noche entretenida. Y está a punto de volverse mucho más entretenida.
—¿Y eso por qué?
Jabal se acomodó en el suelo.
—Pues es muy sencillo —explicó, animado una vez más—, voy a proceder a sumirte en un trance. Uno profundo.
—¿He de suponer que no vas a explicarme?
Jabal todo los ojos.
—Si, supones muy bien —respondió—. Sabrás lo que es un trance cuando estés dentro de él.
—Pero ¿Para qué vas asumirme en un trance profundo?
—Necesito instalar en tú cerebro una pequeña idea que permanezca allí suceda lo que suceda.
Úrsula entrecerró los ojos.
—¿A cuántas personas has revivido en el pasado? —cuestionó de forma suspicaz.
Jabal alzo una ceja, dirigiéndole una mirada extraña.
—Digamos que sigo instrucciones muy fiables —respondió vagamente—, aunque no esté muy seguro de los resultados.
—¿¡Que!? —gritó Úrsula— ¿¡Estás diciendo que no estás seguro de poder devolverme la vida!?
—No, estoy diciendo que desconozco los resultados de tu resurrección, por ende voy a dejarte una marca en el inconsciente para estar seguro de que puedas recuperar tu conciencia.
Por un leve momento le pareció que Jabal se reía, pero cuando lo observó con detenimiento vio que no era así.
—Muy bien —aceptó—. Haz lo que tengas que hacer.
Jabal se acercó, sentándose frente a ella y mirándola directamente a los ojos.
—Tengo que advertirte que esto será doloroso. Psicológicamente doloroso —advirtió—. Hago esto con la seguridad de que puedes resistirlo, escarbar en el inconsciente de alguien no es algo que deba hacerse a la ligera y si se es imprudente puede dejar daños irreparables en la conciencia.
Jabal murmuró palabras en un idioma que ella desconocía y procedió a poner las palmas de las manos a cada lado de la cabeza de Úrsula.
Siento como una electricidad parecida a la que había sentido en la iglesia le corría el cerebro. Las antorchas incrementaron su fuego como si de una hoguera de tratase y el viento corría con más fuerza.
Era una electricidad muy fuerte, ruidosa y cálida. Tenía mucha más intensidad que las que había sentido con anterioridad.
Otra vez, Jabal pronunció palabras extrañas pero le parecía entender lo que decía.
—Ábrete a mi -ordenó- despótica fuente de conocimiento. Abre las puertas, déjame entrar, déjame quedarme, déjame anidar. Te lo ordeno con voz ferviente, te lo ordeno con voz afable. No busco dañar, ni manipular, solo las vivencias que has de guardar, los secretos que pretendes esconder.
Encuentra un espacio vacío, algún lugar en blanco admita una pequeña marca. Enséñamelo, enséñamelo todo.
Su cuerpo se sacudió. No, su mente. De repente todo se sumió en la oscuridad más absoluta. Un dolor punzante se abrió paso por su cabeza, como si caminara por ella, inundándolo todo.
—Tengo miedo —susurraba la voz de una niña—. Deja la vela encendida, madre, por favor.
—Tu padre ya habló de esto contigo, Úrsula —susurró su madre, preocupada—. La ultima vez provocaste un incendio.
Era verdad. Lo recordaba. En medio de la noche, cuando la oscuridad la envolvía el techo de su habitación se prendió fuego. Los vecinos murmuraban lo extraño que era que el fuego no se hubiera extendido por toda la casa.
No recordaba mucho de esa noche… su padre, su padre había llegado tarde y ella corrió tan rápido como pudo a su habitación, pero él la había visto y la persiguió escaleras arriba.
Aunque no podía verlo oía su voz
—Eres un monstruo —le decía—. Un monstruo como tu jamás podría ser mi hija. Vamos, muéstrame cuanto has crecido, Úrsula.
Sintió nauseas. Vomitó. Las lagrimas comenzaron a rodar por su rostro mientras Alexander Bachman, el hombre que aclamaba no ser su padre, recorría su cuerpo adolescente con las manos, con la boca...
De repente sintió un sabor muy familiar.
Hierro.
No, sangre.
La textura suave y gelatinosa de un órgano crudo. Los caballos relinchaban, ella reía, pero no se reconocía. Subía y bajaba sobre un palo grueso, hasta alcanzar el estasis máximo.
—Vuelve conmigo —la llamaba una voz masculina, grave y espeluznante— Vuelve conmigo. Vuelve conmigo.
Abrió lo ojos entonces. La luz escaza luz le lastimaba los ojos, sentía como una mano se estrellaba contra su rostro, pero no sentía dolor. Notaba como los tejidos se rompían, como la sangre brotaba y como se rompían sus vasos sanguíneos provocando hinchazones.
A penas podía abrir el ojo izquierdo y el derecho estaba totalmente a oscuras. Sin embargo, aún veía al oficial Mathis esforzándose por provocarle dolor que ella era incapaz de sentir.
Esperaba que Úrsula llorara, que suplicara, que se retorciera de dolor, pero ella lo observaba con el único ojo que podía abrir sin expresión, sin decir una palabra.
Le arrancó las uñas y le cortó un par de dedos. Úrsula lo sentía todo, como la uña se despegaba de la carne al rojo vivo, como le rompía el hueso del dedo y luego lo cortaba con la daga, pero no había dolor.
Se sentía extraña, como si no estuviera dentro de su propio cuerpo. Parpadeo y dos visiones se superpusieron ante sus ojos. Veía a Mathis en primer plano frente a ella, pero también se veía a si misma siendo torturada pos el oficial.
Miraba su propio rostro que tenía una expresión hilarante y no lo comprendía.
Ante la expresión de frustración en el rostro del oficial, Úrsula bufó.
—¡Esto es un hechizo! —exclamó ¡Maldita bruja, arderas en la hoguera por la mañana y todo habrá terminado!
Úrsula estalló en carcajadas ahogadas ya que su boca estaba inundada de sangre. Mathis soltó la daga que tenía en la mano y dio unos cuantos pasos hacia atrás, alejándose de aquella risa estruendosa como un trueno.
El volumen de las carcajadas fueron aumentando hasta que penetraron de tal manera en la cabeza de Mathis que continuó escuchándola después de que ella dejara de reír, incluso cuando salió corriendo despavorido, dejando la verja abierta.
Continuó escuchándola incluso después de ahorcarse con su cinturón en la profundidad del bosque.
Volvió a su habitación en la posada. El mejor cuarto que tenemos, había dicho el dueño.
—Pues el mejor cuarto es una pocilga —murmuró Jabal.
Se sentó junto a la ventana y miró hacia la plaza. Estaban preparando todo para quemar a la bruja.
—Ve y pídeme un trago, Ross —ordenó.
El chico salió de la habitación apresuradamente.
Le mentiste.
—Ser honesto no es mi estilo, Havardur.
No, lo tuyo son las medias verdades —dijo la criatura entre risas—. Todos los que te han conocido se enteraron en cuanto les enterraste esa famosa daga tuya por la espalda.
—Lo único bueno de que no tengas forma corpórea es que no tengo que ver tu tonta cara cada vez que dices este tipo de sandeces.
La criatura rio en el momento preciso en que Ross volvía con un vaso y un par de botellas.
—Es bueno verlo tan animado señor —dijo sonriendo, mientras dejaba todo sobre la mesa de luz junto a Jabal—. Llevaba muchos días con esa cara larga.
—Tu hija es una niña muy especial —señaló él, cambiando de tema— ¿Ya has pensado en buscarle un buen marido?
—Fiona apenas tiene nueve años, señor —respondió, cambiando el tono de amistoso a serio.
—Sí, pero ya a sangrado por primera vez —insistió.
—Sigue siendo una niña —replicó Ross.
—Tu no decides eso, Ross —continuó presionando—. Es mejor hacerlo ahora, porque si no terminará como tu difunta esposa.
El rostro del joven enrojeció y se marchó murmurando.
Jabal riò por lo bajo mientras se servía un trago.
Si continúas molestándolo te apuñalara mientras duermes.
Volvió a reír.
—Es extraño que no te divierta. Es como jugar con pequeñas hormigas. Dada tu naturaleza, deberías disfrutarlo mucho más.
Solo me divierte verte fracasar una y otra vez. Me parece hilarante como todo está al alcance de tu mano, pero nunca logras tomarlo. Alardeaste de tu inteligencia cuando me encontraste, de tu plan infalible para ser libres. Y míranos aun aquí. Ambos espíritus incorpóreos compartiendo el mismo asqueroso cuerpo hace más de quinientos años, jugando con la creación abandonada de alguien más. Me prometiste un cuerpo propio, pero te asusta que pueda abandonarte.
—No me asusta que me abandones, Havardur. Al contrario, me agradaría —respondió, hastiado—. Me preocupa que me traiciones.
Tenemos entonces la misma preocupación.
Vació el vaso de un solo trago, sintiendo como se le escapaba un poco de líquido por la comisura derecha del labio.
Tengo hambre, Asmodeo.
Jabal rodó los ojos.
—Pues no comerás hasta mañana —respondió tajante— y solo para asegurarme no volveré a dormir hasta entonces. No es que sea un gran sacrificio, pero disfruto dormir, es algo placentero.
Aunque sea una prostituta, Asmodeo, o un borracho muy gordo que nadie vaya a extrañar.
—Sé que lo haces a propósito, pero por si no te había quedado claro, me gustaría que dejaras de llamarme por ese nombre.
Aliméntame y dejaré de hacerlo.
Jabal lo ignoró y comenzó a vaciar una botella tras otra hasta sentirse levemente mareado. Le sorprendía la cantidad de cosas que los humanos consumían con el fin de perder la conciencia. No los culpaba, para ellos el mundo era una porquería. Sin embargo, a Jabal le gustaba, en comparación con el infierno este mundo era el paraíso.
Si no te conociera diría que te has encariñado con estas hormigas. Es algo natural en aquellos incapaces de crear vida, pero sé que tus ambiciones son otras.
—No creo que mis ambiciones sean algo que deba preocuparte, querido amigo. Una vez que cada uno tenga su respectivo cuerpo nos separaremos para jamás volver a vernos.
O tal vez te asesine.
Jabal bufó. Pidió la cena y continuó mirando por la ventana hasta que salió el sol.
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