No supe tratar a tiempo aquella pústula que supuraba maldad en mi alma. Y la dejé crecer, convirtiéndome, no de la noche a la mañana, sino fruto de un lento proceso de degradación, en un ser perverso, en un malévolo actor con incipientes ideaciones homicidas. Luego, poco a poco, cada persona, que de un modo u otro, entraba en mi existencia terminaba por convertirse en un potencial objetivo. Una oportunidad de hacer real aquel incontenible deseo. Hasta que un día crucé la línea roja. Perdí la virginidad asesina, por así decirlo, con una prostituta. Nada de erotismo. Ni llegué a desnudarla. Todo fue rápido. Un tajo en el cuello. Algo delicioso. Tan prohibido como exquisito. La dejé en aquel descampado. Frío en la piel y espanto en la mirada. Esta primera experiencia me fustigó. Y a pesar que me juré no volver a hacerlo, más que nada por el riesgo, no se engañen, dos semanas después estaba violando y estrangulando a una monja. Debo admitir que tengo cierta querencia o filia sexual con las religiosas. Es ver un hábito y brotar de mí una portentosa erección. Quizás lo encuentren mezquino y repugnante. Yo lo encuentro un bienvenido hallazgo para quien sufre del mal de la impotencia. Es esa aura de bondad que las envuelve la que obra en mí el milagro. Pero para mi sorpresa, aquella mujer, a priori dócil, al no compartir mis inclinaciones se defendió. Y tanto que lo hizo. Dejó mi cara como si la hubieran arrastrado por una carretera. Aun así mereció la pena. Incluso cuando la policía se presentó en mi domicilio haciendo preguntas. Una subinspectora y un sargento. Ambos de homicidios. Ambos con acento forastero. Y por lo que pude intuir había entre ambos algo más que fraternal compañerismo. Esto acabó por enervar mis nuevos apetitos. No duraron vivos ni cinco minutos. Ella. Interesándose en lo ocurrido a mi cara me acompañó a la cocina cautivada por mi locuacidad. Su compañero quedó en el salón. Y de una cuchillada certera la dejé en el suelo, abrazada a su vientre y empapada en la tibieza de su sangre. Él. Costó algo más doblegarlo. Cuando lo sometí, tras varios cortes, suplicó por su vida, recordándome reiteradas veces a Dios y a la Virgen María. Un pinchazo en un ojo lo hizo callar. Luego lo torturé despacio. Con fruición. Hasta llegar casi al éxtasis si no me hubieran Interrumpido otra pareja de policías que acudía alertados por el vecindario. Como ven, no puedo decir que fuera muy ducho en esto. Más bien un aficionado. Admito que me dejé llevar. No tuve en cuenta que tanto griterío llamaría la atención. Pudo más el sadismo, la saña, que mi propio instinto de supervivencia. Y ahora escribiendo en la cárcel estas palabras. En un intento infructuoso de convertirlas en terapia liberadora. Llego a la conclusión que ya no tendré que fingir en mis homilías, que ya no tendré que ocultar bajo la sotana mis genuinos instintos. Por extraño que les parezca, me siento más libre entre las paredes de esta celda que en mi vida anterior. Quedé atrapado en una ficción de mis oscuros anhelos. En una búsqueda errática de la felicidad. Por ello, siempre les daré un único consejo.
No dejen crecer las pústulas.
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