El hombre con tatuajes que toca la batería como un dios a veces no se reconoce. No lo hace cuando se pone la corbata, se amarra el cabello en una cola y cambia sus Vans por unos zapatos negros recién boleados.
Tampoco lo hace la mujer con cabello alborotado que se pone zapatillas en lugar de los Converse que tanto ama, y traje sastre en lugar de sus jeans rotos y deslavados.
El sábado en la tarde sus amigos los reconocían: él sudaba con cada baquetazo que le daba al platillo y ella vibraba con cada foto que capturaba su Canon.
El lunes por la mañana sus amigos no tienen idea de quién es quién. El mundo se vuelve blanco y negro, a veces gris, con tanto hombre y mujer "trajeado" que sale disparado para su trabajo.
A él, las personas lo respetan cuando su camisa le cubre los tatuajes de los brazos y a ella, cuando las medias lisas le cubren la piel que los jeans rotos dejaban al descubierto.
Cuando cruzan el umbral ya no son ellos. Se ponen la máscara del ejecutivo y la administradora. Pero sin esos trajes, ¿quién los iba a contratar? ¿Quién los iba a respetar? ¿Quién?
Años atrás habían pensado que sería fácil dedicarse a tocar la batería y a tomar fotografía, pero un día, después de tanta critica de la sociedad y de su familia, decidieron que era hora de dejar de ser infantiles y "crecer". Ambos buscaron un empleo y se crearon otra personalidad.
Hay un día a la semana, a veces dos, en los que se miran al espejo y ahí están: los auténticos hombre y mujer. Él está terminando de acomodarse el piercing del labio y ella amarrando sus agujetas. Él toma sus baquetas y ella su cámara. Ambos se van a donde los reconocen sus amigos. A ser los verdaderos aunque sea sólo sábado y domingo.
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