Había algo hipnótico en caminar por ahí y escuchar el crujir de las hojas bajo mis pies. El clima era cálido y un poco húmedo, casi podía sentir el viento pegarse a mi piel. Una sensación un tanto incómoda y a la vez, tan familiar. Me hacía sentir viva. Sonreí con cierta satisfacción mientras miraba los árboles. Sus copas se movían de un lado a otro, parecían bailar con el viento y el bosque en sí mismo parecía estar cantando a unísono. Su leve canto, tan insignificante y con tanto significado a la vez, era digno de ser escuchado por alguna antigua deidad griega. Amaba esta sensación, la de ser libre, la que me permitía soñar más alto aunque sólo fuera una niña. A lo lejos, se escuchaba el suave trino de un pájaro. Mi corazón dio un vuelco y ahí en medio de la nada, saqué mi libreta y comencé a escribir. Las palabras parecían brotar desde algún misterioso lugar entre lo real y lo ideal, entre el pecado y la santidad. Amaba sobremanera la forma en que cada palabra se vertía en la libreta, encajando tan perfectamente y llenando cada pedazo de mi alma porque esa era mi salvación, mi muerte y mi resurrección.
Aparté algunos mechones que caían sobre mí cara, suspiré con melancolía. Mi abuela había decidido cortar mi cabello. Recuerdo haber llorado cuando vi los mechones de largo cabello castaño en el suelo, me sentí desprotegida y humillada. Sacudí la cabeza y erguí mi espalda, me obligué a concentrarme en mi alrededor. Silencié mi mente y continúe pintando de colores mi libreta con palabras desperdigadas por aquí y por allá. Me sentía como un artista, tan incomprendida y perdida, y aún así tan bellamente ligada a mi alrededor. Podía sentir claramente la vida a mi alrededor, la arrolladora fuerza de la naturaleza y como todo era tan vibrante, tan vivo. Provocaba que mi piel se erizara y que mi corazón se desenfrenara. Y era como estar en la dulce agonía del clímax, el escuchar una de las grandes orquestas del mundo o ir a la ópera. Era plenamente consciente de que nada en este mundo me daría el mismo placer. Permanecí ahí, deseando no regresar a casa. Perderme entre los árboles y volverme una con la belleza. Pero no podía, no podía. Porque yo no era bella y me sentía destrozada por eso, porque se me había negado la belleza de ser mujer desde mi nacimiento. Tomando con cuidado mi libreta, caminé a casa, esperando otra golpiza más de mi abuela. No importaba porque estos momentos, en los que era sólo yo y mis pensamientos, lo valían todo.
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