PASIÓN DE PASIONES
(La bestia dentro de nosotros)
Ya desde hacía un mes se sabía que el juego de hoy sería decisivo para conocer al próximo campeón local, por lo cual el ambiente durante estos largos treinta días se había vuelto repleto de expectativas y ansiedad, dejando a la ciudad dividida en los dos colores de los equipos que disputarían el título este año, amarillo por un lado y rojo por el otro; más allá de esa peculiaridad que era conocida todos los años, variando los colores según los equipos finalistas, hacía un mes era todo normal, con la salvedad de que los demás equipos de la ciudad se sumaron a la euforia deportiva tomando partido cada uno de ellos por el equipo con el cual se sentían más representados, dividiendo literalmente a la ciudadanía en dos sectores.
Este último suceso había hecho que las esquinas fuesen epicentro de diversas bromas en torno a dicho enfrentamiento deportivo, provocando las risas e inspirando los más extraños apelativos para los hinchas de uno u otro cuadro; incluso el señor Juan Hernández, comerciante de larga data y dueño de la más impecable imagen, y quien nunca fue una persona muy futbolera, estaba dentro de esa vorágine que lo consumía todo a su paso, transformando a los habitantes de la localidad en una especie de Hooligans tercermundistas pero de buenos modales y amables (en nada parecidos a los Hooligans). Con el transcurrir de los días las bromas se iban repitiendo y por lo tanto perdiendo la gracia, o comenzaban a adquirir un tono un poco más descarado y grosero, dejando mal sabor de boca en algunas oportunidades (sobre todo cuando se tocaban temas personales, los cuales o no venían al caso o eran usados por ser éste un momento en el cual aprovechar a de decir algunas cosas que habían quedado en el tintero), provocando esto reacciones o contraataques que eran más fuertes que los primeros (o buscaban serlo), creando cierta intencionalidad, la cual no existía en un principio, pero afloraba cada vez más.
Los días se fueron sucediendo, y algunas relaciones de vecindad y de amistad de largos años, en los cuales se compartieron crisis (tanto económicas cómo personales), antepasados que lucharon codo a codo contra invasiones extranjeras, festejos locales, fechas patrias, cumpleaños, velorios, entierros, o misas de todo tipo, cambiaron, dejando de lado los cordiales saludos y las amistosas sonrisas, por miradas de paulatino desprecio, gestos de progresivo desdén y ademanes de creciente odio, permitiendo que después de tantos años al fin la "invasión", que no pudo ser impuesta en aquel pueblo por la fuerza, se sucediera desde su propio interior. Los Jiménez no querían que sus más pequeños se mezclaran con gente como los Martínez, por ser estos además de simpatizantes de los rojos, unos metiches de los cuales no se podía esperar nada bueno, a pesar de haber sido quienes les ayudaron cuando el banco les embargó su campo y sus animales; la señora Batista no dejaba que su hija siguiera su noviazgo con el hijo de los Machado, porque además de este ser un fanático de los amarillos de toda la vida, estaba segura que el muy rufián le había arrebatado la dignidad a su inocente niña, a pesar de las negativas que esta daba con lágrimas en los ojos y sangre en sus labios, producida por las bofetadas aplicadas por su padre; el señor Amaral, a pesar de que en las fiestas (sin importar de qué tipo) regalaba dulces a los niños, ayudaba en el merendero de su barrio, siempre estaba dispuesto a la hora de colaborar para realizar cualquier actividad comunitaria en la parroquia y brindar sabios consejos a los más jóvenes, seguramente algo tramaba al haber escondido su bandera verde, sabiendo que los verdes apoyaban a los amarillos, hecho por el cual tenía bien merecida la pedrada que recibió en la plaza principal tras algunos insultos seguramente bien fundados; y un largo e incontrolable número de etcéteras que abarcaban a todos; desde el niño de la escuela que llevaba su lonchera con los colores de su cuadro (igual que los colores del mango del cuchillo que tenía en la mochila), al viejo que en su lecho de muerte cantaba a viva voz (o lo más "vivo" que podía) el himno de su equipo con sucios insultos al final de cada estrofa; desde la señora Rosita, dueña del burdel, que daba fiestas para el plantel del equipo de sus amores y pagaba hechizos en contra del cuadro contrario con los más atroces sacrificios (se dice que hasta un señor de mediana edad que sufría de problemas psiquiátricos, quien vivía en una ciudad vecina, tras extraviarse cómo tantas veces sucedía, fue visto por última vez en los alrededores del burdel de Rosita, y luego no se supo nada más, levantando así las más bizarras sospechas), hasta el Párroco que hacía misas en las cuales invitaba a los simpatizantes de "su" equipo y maldecía a los simpatizantes del otro, agregando que los jugadores de este último eran pertenecientes a las falanges del mismo infierno y dirigidos por el diablo en persona, por lo cual Dios los desmembraría lentamente.
Si..., la cena estaba servida.
Todos los problemas, todas las frustraciones, todas las presiones del día a día, habían encontrado su válvula de escape; parecía todo tan natural, se antojaba tan necesaria la situación, que la naturaleza humana seguía su curso, dejando a la bestia que llevamos dentro mirar por los ojos de los habitantes de aquella pequeña ciudad, permitiendo que ésta dibujara su envilecida sonrisa en sus rostros, ayudando a esa infame criatura a crecer día a día, hasta ver las calles vacías, las puertas trancadas, las ventanas cerradas con cortinas que se corrían apenas para permitir a ojos ávidos e iracundos lanzar una mirada endemoniada y furibunda antes de cerrarse con violencia. La desolación era palpable, la angustia apretaba las gargantas, la tensión era desgarradora. La bestia... gruñía complacida.
De todo lo antes descrito los jugadores de ambos equipos ignoraban, encontrándose ellos y sus familiares cercanos en sendas villas a las afueras de la ciudad, y desvinculados de todo lo sucedido, ya sea por estar terminantemente prohibido de parte de ambos directores técnicos el "consumir" información referente al juego (los haría perder enfoque) o porque las villas no tenían electricidad, dejando a los equipos y sus familiares cercanos, quienes se quedaban en las villas pero les limitaban el contacto con los jugadores, haciéndolo parecer todo muy profesional y con un aire "primermundista" que los llenaba de orgullo, aunque no entendieran bien el por qué de tanto recaudo siendo que los integrantes del equipo contrario, al igual que los familiares del mismo, eran conocidos, vecinos, y en algunos casos parientes, alojados en una especie de resort de descanso que los hacía disfrutar, pero por separado, a familiares e integrantes de los equipos; pero... , las reglas son las reglas
El día llegó. Todos y cada uno de los habitantes concurrió al estadio de la ciudad, luego de haberse reunido con otros simpatizantes formando grupos, los cuales variaban de entre cinco y treinta integrantes; algunos habían rezado en silencio a Dios para que brindara su gracia al equipo de su devoción, otros bebían y efectuaban cánticos, enmarcando escenas de sodomía y humillación sobre el equipo enemigo; había quienes incendiaban muñecos de trapo que vestían la camiseta rival y gritaban, bailando en derredor. Los ómnibus de los equipos partieron desde las respectivas villas ubicadas una a treinta kilómetros hacia el Oeste y la otra a veintitrés kilómetros hacia el Este de la ciudad, siendo seguidos por los vehículos con sus familiares. Desde el ingreso a la ciudad se dieron cuenta de que algo estaba sucediendo; no había personas circulando en vehículos por la calle, sólo se veían grupos de personas vistiendo camisetas de los equipos, llevando banderas, con las caras pintadas y rostros sombríos, que caminaban en silencio sin darle importancia a los ómnibus que cargaban a las estrellas de la jornada, a pesar de llevar inmensos escudos representativos de cada equipo en sus respectivos costados; las antorchas acababan la imagen dejando sin palabras a equipos y familiares. Entraron al estadio, fueron a los vestidores todos juntos (jugadores, familiares, directivos, cuerpo técnico y choferes de los dos equipos), se contemplaron unos minutos, percibieron el silencio reinante en el estadio, y los pelos de todo el cuerpo se les erizó; no era posible que no hubiese nadie, no podía ser que todas aquellas personas que vieron en el camino no estuvieran allí presentes. Nicanor, el masajista del equipo rojo, aparece corriendo por el pasillo, haciendo resonar sus pasos con estruendo, cargando en su rostro el desconcierto y la incredulidad; al llegar a donde estaban todos se detiene contra la pared para recuperar el aliento, y les dice con ojos desencajados que el estadio estaba repleto y hasta el más recóndito rincón de las tribunas estaba ocupado. Todos se miraron; los presidentes de ambos clubes tras un guiño de complicidad comenzaron a dar palabras de ánimo a los jugadores y a felicitarse entre todos por ser capaces de compartir ese momento en conjunto, y tras algunos gritos de algarabía y ruidosos aplausos salieron los gladiadores a la arena.
La visión al dejar el túnel y pisar el campo de juego era desconcertante en demasía; las tribunas longitudinales a la cancha desbordaban seres humanos mientras que las tribunas situadas detrás de los arcos estaba vacías; las tribunas ocupadas estaban atiborradas de personas que les eran desconocidas a los jugadores a pesar de su familiar apariencia. Don Domínguez, el carnicero, tenía puesta la camiseta de los amarillos y era conocido por todos en su barrio, pero el capitán de ese equipo no recordaba que le gustara andar con los utensilios de trabajo por ahí, más específicamente una cuchilla de cincuenta centímetros toda ensangrentada; Adrián el escribano era una persona afable y sonriente, que gustosamente atendía a su clientela en el escritorio que tenía en el centro, pero allí parado con sus manos tomando el tejido y un bate de baseball atravesado en su cinturón, mostraba una faceta desconocida, por lo menos para el golero de los rojos que era su primo; Adelina la costurera, tras mirar con ojos desencajados a la tribuna de enfrente y pasarse el pulgar de la mano derecha de lado a lado por el cuello con actitud desafiante, no representaba ser la dulce mujer que disfrutaba de pasear con sus dos nietos en el parque, según recordaba el número cinco de los rojos, por más que uno de los niños se encontrase allí junto a ella y el otro fuese quién recibió el amenazante ademán desde la tribuna de enfrente.
Al otro día se encontraría a todas aquellas personas que no pudieron concurrir al estadio; algunos estaban en los sótanos de sus casas trancados desde dentro y arrinconados en la oscuridad como animales temerosos, otros fueron hallados a las afueras de la ciudad escondidos en los bosques linderos, pero desgraciadamente no todos lograron sobrevivir. Pilas de cuerpos mutilados, apuñalados, baleados, y golpeados se encontraron en distintas esquinas, como si se tratase de un exterminio; cadáveres colgados de árboles, postes telefónicos, casas, decoraban un cuadro de horror para las autoridades que arribaron al lugar el día siguiente. Piras de personas, trozos de personas, sangre por doquier; si el infierno tuviese que ser tapizado debería lucir así. Para los sobrevivientes nada tenía sentido, decían que en un mes todo empeoró, todos empezaron a llevarse mal, discutir, y aunque pareciera tonto, comenzaron a odiarse, hasta que el día de la final, a primera hora de la mañana, se escuchó un grito desgarrador, y aparentemente según lo que declararon los testigos, se logró ver a través de las ventanas a distintos grupos de ambos cuadros entrando a la fuerza en las casas de aquellos que eran sus "rivales", armados con toda clase de armas, tanto de fuego como cuchillos, o trozos de madera, o tablas; algunos alcanzaban a escapar a la calle pero eran derribados y asesinados a plena luz del día; a veces sacaban los cuerpos y los amontonaban en las esquinas para luego incendiarlos. Los que pudieron y tuvieron suerte se refugiaron o huyeron, los que no perecieron.
Para los supervivientes no tenía sentido, pero Pablo García, capitán de los rojos, logró entender, o al menos raspar la superficie. Ese día, el día de la final, luego de salir a la cancha por cuenta propia de jugadores y cuerpos técnicos ya que nadie los esperó a las afueras del estadio ni les dio aviso para entraran al campo de juego y se hacía tarde para el comienzo; luego de percatarse de que no había no jueces ni líneas para arbitrar el juego, pero alguien pitó desde una de las tribunas; luego de que tras el pitazo los tejidos que resguardan a las tribunas para que no ingresen espectadores al campo de juego, fueran trepados, cortados y/o tirados abajo por las hinchadas, permitiendo que un malón de gente desgobernada, de ojos desencajados, espumando frenesí, invadieran la cancha armados, y con gritos de demencia; luego de que las distancias se fueran reduciendo haciendo que los jugadores se aglomeraran en el círculo central, pálidos de miedo y perplejos, espalda con espalda, no dando crédito a lo que veían; luego de que ambas hinchadas llegaran tan próximas que el sonido de sus pies al correr hicieran retumbar el estadio tanto como los gritos, el choque a tan corta distancia fuese inevitable, y el aliento de sus bocas les humedeció las caras a los atónitos jugadores; Pablo García, capitán de los rojos, creyó ver en la cara de su amigo Ignacio al aproximarse blandiendo un hacha con ambas manos por sobre su cabeza, algo extraño, algo que no le había visto jamás (más allá de lo obvio teniendo en cuenta que eran amigos desde la infancia); Pablo García pareció notar en su rostro dos expresiones distintas y simultáneas: el lado derecho de su rostro mostraba una mirada repleta de ira, el entrecejo fruncido, dientes a la vista y apretados, con restos de saliva y sangre en la comisura de sus labios; mientras que el lado izquierdo de ese mismo rostro tenía una mirada de satisfacción tan nítida que lo dejó a Pablo sin aire un segundo, tiempo que le fue suficiente para notar que el lado izquierdo además de la mirada sonreía, con descaro. Entonces, lo comprendió; no necesitó mirar a los demás seres que ya estaban sobre ellos para saber que todos tenían la misma dualidad en sus rostros, la misma bestia pintada en la faz. Los seres llegaron hasta donde estaban ellos, no aminoraron nada la marcha, continuaron como si fuesen a chocar contra ellos sin gobierno, a matarlos arrollados por la ira. Lo último que Pablo escuchó fue el silbido del hacha de Ignacio que llegaba con trayectoria descendente. Luego no hubo nada, fue casi que instantáneo.
Las autoridades llegaron al día siguiente y al entrar al estadio quedaron estupefactos. Tras mirar al campo de juego vieron una montaña de carne y restos de telas. Algunos de los que entraron se descompensaron, y se desmayaron; otros comenzaron a vomitar, otros se orinaron y defecaron encima quedando en estado de shock sin lograr articular una palabra, o reaccionar de forma alguna; hubo quienes fueron invadidos por la locura, y comenzaron a reír a carcajadas y temblar (nunca se recuperaron). El Sargento Castro se percató de un movimiento próximo a la masa amorfa y ensangrentada, y llamado por el morbo o la curiosidad se aproximó de un torso que estaba tendido sobre su espalda. Al aproximarse lo suficiente para distinguir entre la sangre que había en el rostro de la víctima, el Sargento Castro calló de rodillas sobre el césped, se llevó las manos a la cara y comenzó a llorar como nunca lo había hecho en sus veinte años de servicio. El rostro de ese torso tenía una mitad visiblemente muerta, pero la otra mitad reía, si…, aún reía y reía...
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