naomipierze Naomi Pierze

"Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas." -Mario Benedetti. Sharon nunca se planteó la existencia de algún "más allá", le bastaba con la aceptación y la comprensión hacia su locura, que alguien la tratara como la persona que era. "Me olvide completamente de respirar, ¿si todo aquello era real, cuantas mentiras viví en mi vida?" Para alguien que tiene esquizofrenia, la realidad y la ficción son la misma cosa, pero para Sharon, que vive entre estos dos conceptos; esas palabras no hacen más que confundirla. Quizá, solo necesita un poco de magia en su vida.


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1. Sombras pasadas.

EL 17 de noviembre de 1999 la señora Hirma Gregory gozaba de la fiesta celebrada por la reciente boda que la había unido a ella y a su marido en santo matrimonio. El Señor Gregory era un hombre alto, destacable entre los otros, con los ojos verdes y una sonrisa encantadora. La Señora Gregory era todo lo contrario a su marido, de cabellos rubios y ojos como cuencas oscuras, de mejillas grandes y labios pequeños era una mujer del montón. Hirma no podía creer que un hombre como ese la hubiera escogido para que fuese su mujer.

Hirma era una mujer trabajadora, defensora de sus creencias y de carácter dominante, que con fe en sí misma había logrado ganarse un trabajo en la mejor empresa de moda en toda España. No cabía en su gozo, todo lo que soñaba se estaba haciendo realidad, y como si todo aquello fuera un sueño, un plus se sumó a su alegría. Estaba embarazada, el mejor orgullo de una mujer.

Sin embargo, no todo era tan bueno como parecía, su marido abusaba de su confianza, y a sus espaldas jugaba con los sentimientos y el dinero que Hirma ganaba con su esmero en el trabajo.

Poco a poco las cosas empezaron a ir a peor, el dinero les faltaba, y si eso no fuera poco, el Señor Gregory desaparecía sin dejar rastro en ocasiones.

Hirma podía ser ciega y no ver lo que su marido era capaz de hacer, pero no era tonta, y a finales de junio empezó la primera disputa. Después de esa le siguieron otras tres más, y el 27 de septiembre del 2000, Hirma se puso de parto.

Todo aquello era una desfachatez, el nacimiento de su primera hija y el Señor Gregory ni se presentaba para estar allí en esa ocasión tan especial.

Días después su esposo se presentó ebrio en la casa que compartían a las afueras del pueblo. Y acontecimientos como ese empezaron a hacerse más comunes en sus vidas. Hirma, con una hija y sin un hombre en casa, no podía ir a trabajar, y el dinero le hacía más falta que nunca, no solamente para ella, su hija Sharon, de tan solo un mes de vida, tenía las necesidades propias de un bebé, y muy a su pesar, Hirma trataba de cumplirlas sin mucho éxito.

El 20 de diciembre el Señor Gregory desapareció y no se supo nada más de él ni de su sonrisa encantadora. Hirma estaba destrozada, ¡y para no estarlo! Qué vergüenza pasaba cuando no podía ni caminar por la calle sin que alguien se girara a mirarla con desprecio, alguna razón debía tener el Señor Gregory para desaparecer sin decirle nada a su mujer.

“He oído que ella le engañó con uno de sus colegas”. Decían al verla pasar.

“Yo he escuchado que el hijo ni siquiera es suyo”. Señalaban otros sin una pizca de duda en su voz.

“¿Será cierto lo que dicen?, nunca me dio buena espina esta mujer”. Hablaban sin disimulo por todo el pueblo.

Lo cierto era que poco le importaba lo que las chismosas del pueblo dijeran de ella. Pero si algún día llegaban a meterse con su hija sabía que el resultado no sería muy bueno para su reputación.

Aunque ya no existiera esa palabra para definirla.

Tiempo después de la fuga de su marido, Hirma decidió que los murmullos y las malas hablas pudieron con ella, y con el corazón oprimido se fue de aquel pueblo con un nuevo nombre de soltera y una nueva esperanza albergada en el corazón.

Deseaba otra oportunidad para su hija, una nueva vida en la que la gente no la criticaran por su desastroso matrimonio.

Se fueron lejos, a un pequeño pueblo donde asomaba la costa y la montaña, un sitio perfecto donde nadie la conocía. Se instaló y no tardó en encontrar trabajo, su conocimiento en idiomas la hacía especial entre otras mujeres, y eso resaltaba sus aptitudes. Así consiguió un nuevo destino para Sharon.

El cumpleaños número cinco de Sharon fue especial, su madre le dio la mejor sorpresa de todas. Hirma adoptaría a una niña de un año de edad.

Sharon con las mejillas encendidas y una sonrisa cruzándole el rostro abrazó a su madre confesando que ese regalo era el mejor que podía hacerle.

Durante tres meses Sharon e Hirma se prepararon para la estancia de un nuevo bebé en la casa, y cuando la diminuta Joe llegó a su hogar, Sharon no podía parar de observar esos ojos tan claros como el agua y esa cabeza tan pequeña. Joe tenía la palabra vida grabada en las pupilas, y era hermoso ver como Hirma había podido salir de ese agujero llamado depresión. Parecía que el futuro les sonreía con amor.

Esa madrugada Sharon se despertó con la piel erizada, se levantó de cintura para arriba y

miró a su alrededor con miedo, hacía una semana que había cumplido los siete años y desde entonces sentía que la observaban a cada segundo.

Volvió a estirarse por completo en la cama y respiro profundamente con los ojos cerrados fuertemente, inspiró por la nariz y recordó las palabras de su madre:

“Solo algo puede hacerte daño si tú le dejas”. Frunció el ceño y volvió a levantar la sábana que la cubría, colgó los pies por un lado de la cama y descalza saltó del colchón para chocar con el helado suelo con la planta de los pies.

—¿Quién anda ahí? — preguntó con voz aguda, dio un paso hacia delante y miró a su alrededor con los brazos fuertemente apretados contra su pecho.

De repente empezó a hacer mucho frió, y algo se movió detrás de ella, se giró con rapidez y vio a una sombra parada a sus espaldas gracias a un espejo situado delante suyo.

Gritó con fuerza y se tapó los oídos mientras sus rodillas golpeaban el suelo. “No puede hacerme daño… no puede”.

Su madre entró segundos después y se aproximó con rapidez a su hija. En la habitación no había absolutamente nada.

—Ya está Sharon, ya está. Tranquila, estoy aquí— la estrechó contra su pecho y le acarició la espalda con cariño.

—Mamá…— jadeo la pequeña niña agarrando a su madre con fuerza, escondió su rostro entre sus brazos y empezó a sollozar por la conmoción. Sintió pánico y lo único que podía hacer era llorar como una magdalena.

Hirma la silenció acariciándole el cabello color caramelo y respiro mientras pestañeaba, no quería llorar frente a su hija.

Minutos después salió de la habitación de Sharon y se dirigió hacia la de Joe, abrió la puerta y se la encontró durmiendo plácidamente, suspiro y volvió a cerrar la puerta.

¿Cuánto más tendría que sufrir su familia?, se crujió el cuello con cansancio, Sharon llevaba días teniendo pesadillas y a Hirma le sacaba de quicio no poder ayudar a su hija.

—Siempre les toca sufrir a los mismos…— suspiró y se masajeo las espaldas de camino a la habitación, un pequeño espacio de paredes blancas y con una sola ventana, un armario al lado de la puerta y una cama matrimonial en frente de la entrada. Solo tenía dos muebles, la mesita de noche— donde reposaba una lámpara pequeña— y un tocador con un espejo al lado de la ventana.

Caminó con pies de plomo a la cama y se sentó en uno de los extremos, se miró el reloj de la muñeca, eran las siete de la mañana, decidió dormir un poco más y llevar a Sharon al médico ese mismo día. Los insomnios estaban convirtiendo la vida de su pequeña Sharon en una pesadilla.

Cerró los ojos y dejó caer su cabeza en la almohada. Al instante se durmió aún con preocupaciones ocupándole los pensamientos.


En esos mismos instantes, en un peñasco, entre las montañas e incrustada en la piedra, se encontraba una casa de madera, esta se tambaleaba con el viento y crujía con fuerza en cada movimiento. Dentro vivía la familia Hokeed, unas personas un tanto peculiares con un gran secreto que guardaban entre su sangre. Emma Hokeed, la mayor de todos los hijos de Anastasia y Robert Hokeed, se mantenía despierta mirando por el ventanal abierto de su habitación. La luna estaba a punto de finalizar su recorrido por el cielo y la calidez de su brillo iluminaba con belleza el rostro gentil de la niña de diez años, los ojos anaranjados de Emma por unos segundos se centraron en una estrella fugaz que cruzó la noche estrellada.

—Estoy nerviosa Erickson— habló la joven a la nada, lo había dicho con voz dulce, como si le hablara a alguien muy cercano.

Pasaron unos segundos y de repente se escucharon unos susurros débiles, Emma alzó la cabeza y miró el interior de su habitación.

—Tengo miedo de que mañana en la Gruta de Alhajas, las Gemas del Excelso decidan que no soy lo suficiente como para pertenecer a la Corte de Mestizos.

Se le aguaron los ojos a la criatura, movió las manos padeciendo pequeños espasmos y se volvieron a escuchar susurros, esta vez más nítidos.

—No seas estúpido, no tengo intención de escaparme. ¿Qué pasará con mis padres si lo hago? La Corte de Mestizos lo es todo para ellos.

Se levantó de los sofás frente del ventanal y enfrentó la oscuridad de la habitación, se rascó los ojos con la intención de secarse las lágrimas y se colocó bien el pijama. Respiro profundo cuando los susurros volvieron a hacerse presentes.

—No, soy débil, eso es lo que soy. Mira— levantó las dos manos y las juntó, segundos después las separó y una luz roja, parecida a un fogonazo de fuego, se hizo presente en sus palmas, la respiración se le volvió irregular y el fogonazo desapareció en instantes—. ¿Ves? Dime… ¡¿Esto lo haría una persona fuerte?! Mi hermano ya ha logrado formar un círculo entero, yo no puedo ni darle forma.

Se apoyó en una pared cerca y cerró los ojos por el agotamiento, hacer solamente eso le costaba mucho, y perdía la energía vital demasiado rápido.

—Además, ¿lo has visto verdad? Roja, mi aura es roja— dijo como si aquel fuera el peor de los pecados—. Nadie en mi familia tiene el aura roja. — Se incriminó a sí misma y cruzó los brazos frente a su pecho.

Esta vez una mano lívida y delicada se apoyó en su hombro, se giró con rapidez y miró un rostro tapado por una capa negra. Sus ojos anaranjados no se sobresaltaron, Emma frunció los labios y observó el suelo unos instantes.

—Escápate conmigo— dijo el encapuchado que era de su altura y de su misma edad seguramente.

—No estoy lista— se soltó de la mano de Erickson y volvió a mirar la luna, el sol empezaba a salir por horizonte. Pronto sus padres se despertarían y ella debería obedecer la tradición familiar a la que tanto le temía.

—¿Si no es ahora, cuando? ¿Si no somos tú y yo, quienes? Podemos hacer que todo esto cambie, tú ya no estarás obligada a elegir.

—No estoy obligada, ser parte de la Corte de Mestizos es el honor de mi familia. Si me escapo seré una cobarde, y ningún cobarde es admirado.

Erickson resopló y se levantó la capucha, el rostro jovial de un niño se mostró y unos ojos plateados miraron a Emma con impaciencia.

—Dame tiempo— dijo Emma cuando volvieron a temblarle las manos—, si las cosas no resultan como espero, me iré contigo por decisión propia.

—Como quieras. Te doy cuatro años, nos veremos el día de tu presentación en sociedad. Adiós Emma— y volvió a ponerse la capucha.

—Adiós Erickson— y la figura de su amigo desapareció en una nube de humo espeso negra.

En esos instantes podía verse el amanecer en su punto más hermoso.


—Sharon…— la llamaban en sueños, se movió unos centímetros y su nariz se aplastó contra la almohada—. Sharon cariño, despierta.

Abrió un ojo lentamente, nunca le había hecho gracia que la despertaran otras personas, le gustaba más que ella misma fuera por su propio pie la que se desvelara. Miró con las pupilas aún dilatadas a su madre, luego observó toda la habitación y se fijó concretamente en el espejo.

Le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo mientras Hirma volvía a llamarla.

—¿Qué pasa mamá? — Preguntó a la vez que colgaba los pies por un lado de la cama, la imagen de ella misma por la madrugada la invadió.

—Vístete, vamos al médico— Hirma caminó hasta el armario de color caoba y sacó unos vaqueros azules y una camiseta de rayas verticales verdes y azules muy grande.

—¿Puedo saber para qué? — Volvió a preguntar mientras buscaba sus zapatillas por debajo de la cama.

—Tienes una revisión, y si no te das prisa llegaremos tarde— mintió.

Sharon miró a su madre por unos segundos, luego se volvió a coger las zapatillas y se puso de pie.

—¿Una revisión? No me dijiste nada.

—Es un cambio de última hora— le dio una sonrisa tranquilizadora a Sharon—. La salud pública va cada vez peor— susurro para hacer la mentira más creíble. Sharon era demasiado observadora con su temprana edad.

—¿Y Joe? — Dijo mientras su madre le ayudaba a calzarse. Se cogieron de la mano y salieron de la habitación.

—Ya está preparada— entró en la habitación de la niña de tres años, y luego salió de ella con Joe en los brazos—. Vámonos

Hirma y Sharon cruzaron el pasillo la una al lado de la otra, y luego de que Hirma cogiera las últimas cosas necesarias salieron juntas, fuera les esperaba un Fiat Tempra color granate, el coche de Hirma.

—Vamos, sube que llegamos tarde.

Cuando las tres estuvieron subidas Hirma arrancó y se pusieron en marcha hacia el hospital. Hirma descubriría fuera como fuera que le pasaba a su hija.

La carretera estaba desierta, iban de camino al hospital por una carretera envuelta de árboles, era como un pequeño atajo si querías llegar rápido, y en ese mismo instante, el tiempo les hacía más falta que nunca.

De pronto, la figura de una persona bajita atravesó el asfalto y cruzó completamente la carretera, sin mirar el coche que había tenido que frenar de golpe por el susto. La niña que había cruzado la carretera no era nada más y nada menos que Emma, que como siempre, intentaba huir de sus propios miedos.

—¡Vaya por dios! ¿Ya nadie tiene cuidado al cruzar?— dijo Hirma, giró la cabeza y miró a sus hijas, cada una sentada en su asiento—. ¿Estáis bien las dos? Por esto es por lo que se debe llevar siempre el cinturón puesto.

—¿Quién era mamá? — Preguntó Sharon, mirando por donde había desaparecido Emma.

Hirma levantó las manos en señal de no saberlo y las dejó caer en el volante.

—No lo sé cariño, pero deberá tener más cuidado en un futuro, un poco más y… Dios sabe lo que podría haber pasado.

Volvió a poner el coche en marcha con rumbo al hospital.

Cuando aparco al lado de la entrada, el sol había salido completamente, y el calor se hizo presente en segundos, corrieron las tres hacía las escaleras posicionadas delante de la puerta y entraron mientras Joe— con ojos curiosos— miraba a su alrededor asombrada por la cantidad de aparatos médicos y de gente corriendo de un lado para otro.

Se acercaron hasta la recepción y Sharon quedó cubierta por la altura del mostrador.

—Hola, quiero pedir cita ahora, es una urgencia— habló con rapidez Hirma. Necesitaba que su hija se encontrara bien en ese instante.

—¿Nombre? —Preguntó la recepcionista sin despegar las pupilas de la pantalla del ordenador, tecleó algunas palabras con rapidez y luego le echó una mirada a Hirma esperando su respuesta.

—Sharon Pierze— tragó con dificultad y un sudor frío le recorrió la nuca, estaba nerviosa sin duda.

La recepcionista frunció los labios, chasqueó la lengua y tecleó un par de cosas más en el ordenador.

—Vaya hacia ese pasillo de la derecha, puerta doce, Doctor Alejandro Vianco.

La chica seguía sin despegar la mirada de la pantalla.

—Muchas gracias— musitó Hirma con la frente arrugada. Se dió la vuelta y fueron hasta el pasillo.

En la parte lateral de la izquierda había diferentes puertas, y al otro lado, había bancos de espaldas y de caras, uno detrás del otro, todos en fila, también había gente esperando, la mayoría sentados.

Cruzaron las once primeras puertas y frenaron delante de una que tenía inscrito en una placa el nombre: Doctor Alejandro Vianco. Los bancos habían desaparecido alrededor de la puerta siete.

—Aquí es— dijo Hirma, se paró delante de la puerta y dudó unos segundos en si tocar o no.

Instantes después una mujer con una bata blanca, el pelo más rojo que la sangre y los ojos azules abrió la puerta.

—¿Las Pierze? — Dijo la mujer enfrentada con Hirma, ella asintió con la cabeza y la enfermera le entregó una sonrisa—. Perfecto, pasen por favor.

Entró primero Sharon, seguida de su madre con Joe aún en los brazos, la sala era lo bastante grande como para que diez personas estuvieran de pie con espacio suficiente, al final de todo, había un ventanal enorme con vistas a unos árboles sin hojas, a mano derecha se encontraba la camilla y enfrente del ventanal había una mesa donde estaba sentado el Doctor Vianco. Delante del escritorio había dos sillas. Sharon fue la primera en sentarse, luego le precedió Hirma.

—Veamos— empezó diciendo el Doctor—. ¿Quién de las dos está enferma? — Dijo con una sonrisa tranquilizadora.

Era un hombre que parecía aparentar veinte, demasiado joven para ser doctor, tenía dientes de conejo, y las mejillas ligeramente caídas, seguramente por la cantidad de sonrisas que regalaba al día, ojos oscuros y achinados, con las cejas ligeramente pobladas. Sin duda un hombre carismático.

—Ella— dijo Hirma señalando a Sharon—. Como se lo explico… desde hace poco ha empezado a tener pesadillas muy frecuentemente. Y… dice tener visiones…— habló como si alguien le estuviera estrangulando la garganta, aquello era muy difícil de explicar para Hirma.

—¿Visiones? — Repitió el Doctor Vianco mientras se removía incómodo en la silla.

—Dice ver cosas inexistentes, que simplemente no están.

—¡Son reales!, ¡yo lo vi! — Habló por primera vez Sharon mirando a su madre, luego giró la cabeza hacia el hombre—. Le digo que yo lo vi, era un hombre, alto, como usted, y… llevaba… llevaba un abrigo enorme— intentó explicarse Sharon.

—Está claro que esto es un evidente caso de esquizofrenia. ¿Cuándo empezaron las pesadillas?

—¿Cómo que esquizofrenia? — Preguntó Hirma ignorando el comentario de su hija.

—¿Cuándo empezaron? — Volvió a cuestionar el hombre.

—Hace una semana… ¿es grave? — Hirma miró como Alejandro escribía cosas en una pequeña libreta que tenía cerca.

—Digamos que la esquizofrenia no mata a nadie. Pero puede llegar a ser muy peligrosa contra el individuo en sí. Esta enfermedad, es un estado mental poco saludable, que afecta a la percepción del cerebro humano, el individuo con esta enfermedad normalmente imagina situaciones o cosas que quieren dañarle, en este caso, al intentar defenderse, son ellos mismos quienes se hacen el daño. ¿Ha vivido alguna experiencia traumática?

Hirma pensó algunos segundos.

—Nada fuera de lo común— negó con la cabeza, segundos después pensó en una posibilidad—. Aunque… nunca conoció a su padre.

Alejandro se quedó unos segundos en silencio, luego volvió a apuntar algo en su libreta y observó a Sharon.

—Mi hipótesis es que al no tener padre, su mente ha creado un falso recuerdo suyo, y a partir de eso su subconsciente ha creado esas imágenes a las que llama visiones— se levantó de la silla y se acercó a Sharon con una pequeña linterna en las manos, abrió su hijo izquierdo con cuidado e hizo los mismo con el derecho—. ¿Cómo son las visiones? — Le preguntó a Sharon.

—Sombras, son similares a la sombras.

—De acuerdo— volvió a sentarse y miró a Hirma con las manos entrelazadas—. Propongo que vaya al psicólogo, y que tome medicación, cada mes se le hará una prueba mental, y veremos su progreso a lo largo del tiempo. Sinceramente, no trato con niños esquizofrénicos, tendría que verla un psiquiatra— luego se giró hacia Sharon—. ¿Y que intentan hacerte las sombras?

—Me miran… y me persiguen. Hay veces en las que escucho voces.

—¿Qué clase de voces? — Continuó preguntando el Doctor mientras recibía una mirada de reproche por parte de Hirma.

—Voces opacas, intentan decirme que vaya con ellas— a Sharon se le aguaron los ojos por unos segundos—. Nunca podré ser normal, ¿verdad Doctor?

Aquellas palabras impactaron a todos los presentes en la habitación, y la mujer con cabellos carmesí se excusó unos segundos y corrió hacia una habitación contínua.

—No creo que sea buena idea continuar con este tipo de preguntas— dijo Hirma con la intención de librar a su hija de aquel infierno mental.

El hombre se inclinó hacia atrás en la silla, dudo unos segundos y luego respiró fuerte.

—Le mandaremos al mejor psicólogo que tengamos y ya veremos… qué nos depara el futuro— dijo el Doctor, seguidamente señalo la puerta con el brazo echándolas de su despacho.

La intensidad del momento podía notarse en el aire. La mujer con el pelo en llamas, entró con la cara lívida, y Hirma disgustada se fue con más dudas que antes.

May 29, 2018, 3:57 p.m. 0 Report Embed Follow story
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