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Felipe Blasco


En la bruma de los tiempos, aún persiste la historia de una legión romana, una legión perdida, allende lejanas tierras. Son muchos los que dicen que llegaron hasta la misma China y allí realizaron grandes gestas. Está es la historia de lo que fue, o de lo que pudo ser


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Prologo


      “Las grandes almas tienen voluntades; las débiles tan sólo deseos”. Cuantas veces este pensamiento había dejado sin sueño las noches del joven Cheng Tang, cuantas desde que dejó atrás Chagan´an, la capital del Imperio de los Han, para huir de un destino infausto y un futuro poco alentador marcado por los designios de su padre, aun sabiendo que abandonaba una vida cómoda en pos de una quimera de gloria y honor.

      La frase nunca lo tuvo a él como destinatario, pues no fue sino un pensamiento robado a su progenitor, cuyo fin era ablandar la dura sesera de su hermano mayor, Yuga el amigable, un joven bien dotado para el disfrute y para el placer, pero poco preparado para afrontar las pruebas de la vida, y que nunca llegó a comprender el verdadero significado que se ocultaba tras esas palabras. Yuga no había hecho bueno el proverbio que el maestro repetía al joven Cheng cuando se lamentaba por la inutilidad en su intento de asimilar sus enseñanzas: “Todos los hombres son sabios; unos antes; los otros, después”. Cheng sabía que la paciencia, un mérito difícil de cultivar, no era una de sus virtudes y para él esperar que su hermano fuese sabio era como sentarse para ver crecer a las amapolas.

      Yuga formaba parte de otra categoría de hombres, de la de aquellos que nunca recibirían la luz del conocimiento, de aquellos cuyos errores no conducían a una enmienda sino a otro error. Cuan ciego se encontraba su noble padre, digno ejemplo de cómo el amor paterno era capaz de confundir al hombre más justo y sabio, mostrándose ante las torpezas de su carne, y a los ojos de todos, con una condescendencia impropia de su ser. Todo el mundo, hasta el más memo de los criados, veía que el primogénito de la familia Tang no estaba predestinado a nada en la vida que no fuese comer y aparearse, y a pesar de los cientos de veces que avergonzó el buen nombre de la familia nunca recibió una reprimenda.

      Cheng nunca entendió el favoritismo hacia su hermano, y aunque en los primeros años de su vida le dolió el rechazo de su padre y el favor de éste hacia el primogénito, como sólo a un niño le puede doler el sentirse abandonado por aquella persona en la que tiene depositada todo su amor y confianza, con el tiempo dejó de ser una herida para convertirse en un talismán del que extraer fuerza y hacer de él un hombre mejor. Se juró que nunca sería como padre. Tenía una voluntad de hierro, haría de sus deseos una realidad y amaría a aquellos que lo amasen.

        Su padre, Xing Tang, un alto funcionario del ministerio de la Guerra, había ascendido en la escala gubernamental tras años de dedicación al servicio del emperador, mostrando siempre una capacidad inagotable para el trabajo y una obsesión casi enfermiza en la búsqueda de la perfección a la hora de resolver cualquier problema. De su carácter se podía decir que era un hombre severo e incorruptible, y como padre, recto en sus decisiones y poco amante de mostrar cualquier sentimiento hacía su esposa e hijos, únicamente dejaba traslucir una extraña debilidad hacia el primogénito, lo que le impedía ver en su propio hogar que la voluntad y el tesón habían ido a parar al joven Cheng al cual sólo le era reservado el ingreso en la escuela imperial. Estudiaría diplomacia, aprendería la lengua de los pueblos. Pero desde hacía tiempo que en su hijo pequeño había ido creciendo una inquietud.

      En su lejana niñez Cheng había acompañado a su padre y a toda su familia en sus viajes a través de las extensiones del vasto imperio regido por el Wan Sui Ye, el señor de los diez mil años. China era ya una basta y rica tierra, y eran sus riquezas las que atraían a sus fronteras enemigos de diversa índole. Xing Tang recorría el imperio de este a oeste, de norte a sur, supervisando las fronteras, los trabajos en la gran muralla, el estado de las guarniciones. También era trabajo suyo asegurarse que las levas cubrían las necesidades de hombres y que cada hombre entre 15 y 65 años pagaba el diezmo imperial. Fue en aquel entonces, en ese lejano tiempo, cuando Cheng Tang entró en contacto con la vida militar, y allí conoció a sus héroes, herederos del gran Sun Tzu. Los jóvenes son fácilmente impresionables, pues en la juventud el juicio de los hombres aún es débil aunque sus sueños son muchos, en sus ojos arde el deseo y en su corazón brama la sangre. La visión de los soldados, hermanos de sus hermanos, valientes y osados, para los que la vida se regía por valores como deber, lealtad, coraje, honor, compasión y justicia, despertó en el joven Cheng sentimientos dormidos y adoptó una clara determinación, un día formaría parte de su hermandad.


      El tiempo discurrió con gran parsimonia entre viaje y viaje, de un lado a otro de la gran tierra China. Creció y un buen día, sin esperarlo, como suceden muchas cosas, descubrió que existen sentimientos más allá de la nobleza y el valor. Ese día conoció el amor. Ella se llamaba Wang Zhaojun, su amada Wang... Acaba de cumplir 16 años y ella… en realidad nunca supo cuántos años tenía ella. Se encontraba viajando por el distrito de Zigui en la provincia de Hubei. Por aquel entonces su vida transcurría en la más absoluta soledad, no tenía amigos, nunca los tuvo pues no pasaban más de un año en el mismo sitio, caminaba de un lado a otro como alma en pena y sólo podía conversar con sus criados, si se podía llamar así a las preguntas intrascendentes que les hacía y las respuestas vagas que recibía. Pero un buen día todo cambio. Fue uno de esos momentos que son claves en la vida de un hombre, un momento mágico que sucede una o a lo sumo dos veces en la vida de un persona, en los que se altera todo el universo y las consecuencias de un único hecho determinan el resto de la vida. Aún recordaba aquel primer encuentro. Él estaba ensimismado intentando hacer que la cometa que le acaban de regalar volase. Era un regalo, pero en si encerraba una lección. Su maestro se la había entregado insistiendo en que su vuelo le ayudaría a meditar, a buscar la paz interior y la armonía con todo cuando le rodeaba. En ese momento no recordaba haber estado nunca tan enfadado, ofuscado y más alejado de sentir paz, ni consigo mismo, ni con los elementos que lo rodeaban, es decir con la maldita cometa que no volaba y con el viento caprichoso que no soplaba. Estaba a punto de desistir cuando oyó una voz, dulce como el susurro de la brisa, que a su espalda le decía – Así nunca conseguirás que vuele, tienes que evitar que los hilos se entrelacen – Cuando se volvió se encontró frente a frente con la joven más hermosa que sus ojos nunca habían visto. Tenía el pelo negro, liso y largo, tan largo que le llegaba a la cintura, sus ojos también vestían la negrura más absoluta, como la oscuridad que queda tras la última luz del crepúsculo, y que decir de su piel, de su piel mejor no decir nada, pues era perfecta y la perfección no se puede describir. Vestía una blusa de color verde con estampaciones florales, la prenda estaba rematada con una solapa grande a la derecha y dos cuellos cruzados. En la parte inferior tenía una falda larga que le llegaba hasta los tobillos, de color azul con figuras geométricas rojas.

      Ella se acercó hasta donde se encontraba y sin muchos miramientos le arrebató la cometa de las manos. Inicialmente no opuso mucha resistencia, pues se había quedado atontado ante la belleza de esa joven, pero cuando se deshizo parte del hechizo trató de recuperarla. No es que fuese una cometa muy valiosa, estaba hecha con papel y bambú, tampoco el motivo tenía nada de especial, era una de tantas con la figura de un tigre dorado, pero era su cometa y no iba a permitir que una desconocida le dijese lo que podía o no podía hacer con ella. Su decisión y su enfado se encontraron con los ojos de la extraña. Su mirada era miel, dulce, empalagosa, pero a la vez confiada. Pese a su juventud imponía un profundo respeto en aquel que la miraba. Al fijar su mirada en la de ella no pudo evitar apartar sus ojos. No volvió a intentar quitarle la cometa. Tras permanecer observando como aquella joven dominaba el arte del viento, el tiempo que tardó su corazón en volver a latir, acabo por agachar la cabeza y se marchó compungido olvidándose de la cometa y de la chica.

      Lo más sorprendente es que a la mañana siguiente la joven lo estaba esperando en el mismo sitio donde el día anterior intentó hacer volar la cometa. En su sonrisa, el advirtió la seguridad que emanaba de aquella mujer, de alguna manera ella sabía que él volvería. Sin mediar palabra la chica se acercó, le devolvió la cometa y después, y ante la mirada atónita del aturdido Cheng, le besó mejilla. Desde ese día fue su esclavo, pues su corazón ya no le pertenecía y sólo anhelaba estar a su lado.

      Durante un largo año no paso un sólo día sin que Cheng no buscase sus ojos. El día que no estaba a su lado era un día con sombras, un día perdido, un día de pena, sin embargo su sola presencia daba luz a su vida. Habían acordado verse en un rincón secreto de un valle próximo, a la sombra de un enorme y viejo sauce llorón, muy cerca del río. Probablemente en la cerrada sociedad de la capital no hubiesen visto con buenos ojos esa relación entre una joven y un joven, pero aquí alejados de ese mundo, ellos disfrutaban de su libertad y la aprovechaban para pasear por la ribera del río, dormitar a la sombra de un árbol y sobre todo, conversar y conversar durante horas y horas, Cheng no se cansaba de oír su voz y no dejaba de preguntarse de donde había sacado ella ese basto universo de conocimientos, ella podía hablarle prácticamente de cualquier cosa a lo largo de la eternidad, pues el tiempo se paraba cuando estaba a su lado.

      Pero la bendición de está felicidad no fue muy duradera. Ocurrió el día que se había propuesto confesarle que la amaba. Los dioses sabían cuánto le había costado reunir el valor suficiente para vencer su timidez pero al fin se dijo así mismo que si de verdad quería a Wang debía ser sincero y declararle su amor. Ella no apareció ni ese día ni los seis siguientes. Inquieto y obviando todas las normas del protocolo se dirigió a la casa de la familia Zhaojun. Las amas y los criados no daban crédito a lo que sus ojos les mostraban. Había que ser un joven muy desvergonzado para presentarse con el nombre de una dama en los labios, no sólo porque demostraba el bajo nivel cultural del joven, que no era el caso, sino porque dejaba en evidencia la buena virtud de la una mujer en edad casadera, lo que podría dificultar cualquier tipo de arreglo matrimonial. Tras duras palabras, y no menos amenazas por parte de los criados, pudo averiguar cuál era la causa de sus males. El padre de Wang había sido acusado de traición ante el emperador y el acusador no era otro que su propio padre. Padre e hija habían huido hacia un destino desconocido.

      Por primera vez en la vida se presentó ante su padre sin haber sido llamado a su presencia y por primera vez vio dibujado en su rostro un gesto de sorpresa. Cheng sabía que padre jamás hubiese esperado que su hijo menor se hubiese atrevido a tanto, lo que confirmaba lo poco que lo conocía y la poca estima en que lo tenía. Cheng había esperado pacientemente a que se quedase asolas en la sala donde habitualmente recibía a sus subordinados, de no haber actuado así estaba seguro de que esté lo habría mandado echar como si hubiese sido un ladronzuelo. Armado de valor se aproximó aún más, hasta el fondo de la estancia, mientras su padre lo seguía con una mirada que se tornaba menos inquisitiva y más iracunda. Cuando llegó a su altura no pudo hablar pues con un gestó con la mano le ordenó silencio. Al principio intimidado obedeció, su padre se acercó con unos pocos pasos hasta situar el rostro a la altura del de su vástago. En todo momento mantuvo sus ojos fijos en los del joven Cheng, pero no consiguió amilanarlo, pues éste sostuvo su mirada como un nuevo gesto de desafío. Todavía hoy recordaba lo primero que le dijo:

- Un hijo que lleve mi sangre no puede tener este comportamiento. Me hago mayor y he relajado la disciplina en mi propio hogar – Reflexionó en voz baja – Vete, ya pensaré tu castigo.

- No, no me iré padre, pues has de escuchar lo que tengo que decir.

- Cómo osas…- Un rugido invadió la sala vacía

- Has cometido una gran injusticia con la familia Zhaojun. – continuó hablando Cheng sin importarle el gesto de ira que se iba dibujando en el rostro de su padre.- Se le acusa de traición y tú sabes que no es cierto.

- ¿Eres Tú el que me va a decir lo que es o no es verdad? No sólo has desobedecido a tu padre sino que además me estás juzgando.

- Padre- Cheng se puso de rodillas- Te pido, te imploro que no condenes a la familia Zhaojun sin antes escucharla. Me postro a tus pies suplicando clemencia.

- ¡Clemencia! ¿Qué sabes tú de lo que es clemencia? Levántate, no me humilles en mi propia casa. Tus palabras sobran. No deseo escucharte. Aléjate de mí vista.

- Padre…

      Cheng se puso en pie mientras continuaba hablando en tono de súplica. Su padre, cuya paciencia era escasa, levantó la mano y se dispuso a golpearlo. Lo que no contó es que el joven Cheng detuviera el golpe, sujetando la mano con la suya. Su mirada ahora ya no era de ruego sino de ira.

- Nunca te supliqué ni cariño ni atención. Nunca te pedí amor ni consuelo, pero lo que ahora te he pedido es justicia. Una vez más me has demostrado que no sólo no has sido un buen padre sino que tampoco eres un buen hombre. Desde ahora te repudio. Renuncio a tu nombre y renuncio a tu casa.

      Dicho lo cual soltó el brazo y salió de la habitación como un vendaval. Días después la familia Zhaojun fue apresada. Cheng apenas tuvo unos minutos para hablar con Wang. Los habían conducido hasta su propia casa y se hallaban en el patio, junto a la única puerta que conducía a su interior. Ella estaba de pie, con la cabeza mirando al suelo en gesto de sumisión. Se hallaba de espaldas a la entrada, rodeada de guardias, por lo que no pudo ver cuando Cheng se acercó. Lo recordaría como el momento más amargos en su vida. Wang sonrió al sentir su presencia, se dio la vuelta y lo miró, y vio unos ojos llenos de lágrimas, luego, con suma dulzura, tomó una seda que llevaba en su manga y secó las lágrimas que caían por las mejillas de Cheng.

- Mi amada Wang… -Cheng se arrodilló. No pudo mirarla a los ojos y prefirió esconder el rostro entre los pliegues de su falda ocultando así el reguero de lágrimas que humedecían sus mejillas. - Wang, la desesperación se apoderó de mí cuando te fuiste….

- Por favor, mi buen Cheng- Ella colocó los dedos de su mano derecha sobre sus labios – No sigas hablando, no hagas que esto sea más doloroso. Se lo que sientes por mí, pero… no puedo permitir que mi anciano padre viva sus últimos días en un calabozo. Han llegado a un acuerdo. Seré entregada al emperador en compensación por las faltas de que lo acusan.

- No… - Cheng se levantó desesperado

- Por favor Cheng. No lastimes más tu corazón. Olvídame y busca la felicidad en otro rostro.

      No hubo tiempo a más, los guardias cogieron a Wang Zhaojun y se la llevaron de su lado. Guardaría como un tesoro su última mirada, aquella última sonrisa con la que le despidió. Muchos años habían pasado ya y desde aquel entonces no la había vuelto a ver. Su padre castigó su insubordinación y lo hizo trasladar a la escuela imperial. Cuando apenas llevaba allí unos meses y hubo cumplido 18 años escapó con lo puesto y un hato en el que guardó sus escasas pertenencias.


      Con la templanza del audaz se echó al camino resuelto a huir del destino y dispuesto a cumplir sus sueños. Sin importarle las distancias o el hambre encaminó sus pasos a la provincia más occidental. Durante el camino trabajó recogiendo fruta, labrando campos, como ayudante en un teatro ambulante e incluso batiendo seda, una labor en principio propia de mujeres, pero que le sirvió para pagarse alojamiento y comida. Un buen día se encontró frente a las puertas de la ciudad fortificada de Yumengguan, pasó y en apenas un chi ya era un recluta.

      Aquellos primeros meses fueron duros, aunque nada había que la frescura de la sangre y el tesón pudiese sortear. Los sabios afirman que en la vida hace falta algo más que trabajo y decisión. La fortuna que acompaña al intrépido quiso que un enfrentamiento con hordas salvajes su unidad fue la única que resistió el envite. En un momento del combate salvo la vida del general Yanshou utilizando su propio cuerpo como escudo. Los médicos lo dieron por muerto, pero su cuerpo se obstinó en llevarles la contraria. El general ante esas muestras de valor lo adoptó como hijo y lo nombró oficial de su ejército.

      Ahora se encontraba en los confines más occidentales del imperio Han, al otro lado de la gran muralla, caminando sobre tierras áridas de agua y yermas de saber, tierras habitadas por gentes errantes, nómadas que tenían el cielo como techo, la estepa como suelo y el horizonte como muralla, temibles guerreros que vivían y dormían sobre su caballo. El orgullo de uno de estos guerreros era la causa de su presencia en esa frontera al frente de un poderoso ejército, formado por 40.000 soldados de la guardia imperial china, apoyados por 10.000 tarimes, bajo el auspicio de Gan Yanshou, general-protector de las regiones occidentales. Su misión era enfrentarse a los últimos reductos de la nobleza Xioungu, los orgullosos hijos del cielo.

      El viento del desierto que azotaba al atardecer golpeaba su rostro. Por las tardes se refugiaba en la soledad de esas tierras para hundirse en sus recuerdos. Cuando el sol caía y el cielo comenzaba a tornarse oscuro un rostro retornaba desde esos tiempos pasados y una voz traída por el viento gemía: Wang Zhaougun.

      Diez años después Chen Tang era un joven oficial con un futuro prometedor y ésta era la oportunidad que había estado esperando largo tiempo para poner de manifiesto su valía. En principio, cuando conoció los detalles de la misión, no se le asemejó complicada, incluso le pareció fácil. Frente a él se hallaba un pequeño ejército formado por apenas 3000 señores Xioungu, apoyados por no más de 10.000 Kangjus, comandados por un jefecillo, o como ellos denominaban a su señor, Chanyu, que se había revelado contra su hermano, negándose a rendir homenaje al emperador Yuan. Cuando el chanyu supo de la presencia del ejército imperial, acantonó sus tropas en una fortaleza a pocos li de donde se encontraban en ese momento

      Sin embargo, pese a la aparente ventaja numérica y al mejor equipamiento de sus soldados, las noticias que comenzaron a llegar le resultaban inquietantes. En su rostro no pudo disimular un gesto de perplejidad ante los informes que recibía de sus exploradores. La incredulidad de aquello que estaba oyendo le hizo demandar a uno de sus oficiales la presencia inmediata del jefe de los exploradores.

      El soldado era un hombre joven, como el resto de los militares llevaba el pelo largo y recogido en un moño, se había dejado un fino bigote, pero aún no tenía barba. Vestía la larga túnica de batalla que le llegaba hasta las rodillas, era de un llamativo color amarillo con bordes morados y verdes. Cubría la túnica una armadura, que en los exploradores era de piel. Cómo única arma portaba el Dao, forjado con el mejor acero. Cheng Tang lo desnudó con la mirada. Trataba de advertir si en la persona que se hallaba ante él se advertía algún gesto que denotase locura, o que demostrase que tenía afectadas sus facultades mentales. Tras unos segundos de intenso silencio, en los que no dejó de observar al soldado, le dirigió, con palabras serenas, una única petición:

- Cuéntame otra vez que es lo que has visto en la tierra de los Xioungu.


      El gobernador Yanshou se encontraba sentado a la sobra de un árbol. A esa hora del día trataba de aprovechar la frescura del jardín y darle a su cuerpo el alivio necesario ante los rigores del sol de finales del verano. En silencio y sin compañía que perturbase su paz, se hallaba sumamente concentrado en la lectura de varias hojas de papel que le habían sido entregados en mano por un mensajero enviado por el joven Chen Tang. Ser gobernador de una provincia pobre, árida y tan alejada de la corte hubiese sido considerado un castigo, sino un destierro, para cualquier hombre, no digamos si este ostentaba algún título, pero Yanshou no aspiraba a ser uno de los ministros del emperador, era práctico y sobre todo ambicioso y ésta era una gran ocasión para ampliar las fronteras del imperio y sobre todo para hacerse con el control de la ruta comercial que les unía a los Partos y a los lejanos pueblos allende el occidente, sin duda una gran oportunidad para enriquecerse.

      El único placer que había podido llevarse consigo, al palacio de Gaochang era un jardín chino. Gaochang era una pequeña ciudad fortaleza levantada alrededor de un oasis en la inmensidad de los desiertos que formaban las regiones occidentales. La ciudad estaba protegida por una muralla, construida en tierra, con paredes que se elevaban sobre el suelo 30 chis, el equivalente a la altura de 6 hombres. Se podía acceder a ella a través de una de las nueve puertas abiertas sobre los muros de tierra y que siempre estaban vigiladas por tres miembros de la guardia imperial China. Como casi todas las ciudades amuralladas estaba dividida en dos zonas: la parte que estaba en el interior de las murallas y la que quedaba en la zona exterior. Tanto en el interior como en el exterior las construcciones estaban levantadas con barro prensado, incluso los edificios oficiales. La única ventaja que había encontrado entre tanto barro y polvo es que al menos el agua fluía por doquier, así como la vegetación lo que le había permito traer algunas especies de plantas que se habían adaptado a las condiciones climáticas.

      El jardín, no era sino una representación en miniatura de su lejana tierra, y en él se daban surtida cuenta dos de los elementos más importantes en el simbolismo chino, elementos sumamente escasos en esas tierras, como eran el agua y la piedra. El arquitecto que lo había diseñado había sabido transmitir, a todo aquel visitante que tuviese el honor de ser invitado a contemplarlo, la sensación de entrar en comunión con la naturaleza. Con las piedras había levantado montículos a semejanza de las montañas de su tierra natal dando una gran sensación de amplitud pese a la pequeñez del espacio que en si ocupaba el jardín, de otro lado el agua que discurría a través de canales y que se remansaba en pequeños estanques le proporcionaba la paz y la calma que necesitaba su mente y la frescura que anhelaba su cuerpo. Pese a la diferencia de clima había conseguido que el loto cubriese los estanques por donde nadaban pequeñas carpas, sin embargo no había logrado trasplantar con éxito sauces con los que espantar a los demonios.

      Su jardín se había convertido en un lugar por el que pasear sin preocupaciones, y donde acudía cuando tenía que tomar grandes decisiones, como parecía ser el caso actual. Volvió a releer el contenido del mensaje tratando de asimilar lo que en el reflejaba el mejor de sus oficiales.


      En el día 10 del mes Xia-Zhong del año Hu, año del tigre. Frente a la fortaleza de Zhizhi.

   Mi general. Muchas nuevas he de comunicaros y ninguna buena. Siguiendo vuestras órdenes me encaminé con la guardia imperial hacia el campamento donde se habían recluido los señores Xioungu. Al principio encontramos escasa resistencia y todo parecía indicar que según lo planeado la campaña iba a ser rápida y con pocas perdidas, sin embargo a los pocos días comenzaron a llegarme noticias inquietantes de nuestros exploradores. En las primeras refriegas algunos de ellos se habían enfrentado a unos extraños hombres que vestían armaduras brillantes que les cubrían incluso la cabeza. Se hacía difícil herirlos pues protegían su cuerpo con un gran escudo curvo con el que rechazaban cualquier envestida, valiéndose de lanzas arrojadizas y un arma parecida a nuestro Dao para atacarnos

      Lo que comenzó siendo un rumor se transformó en una realidad y nos vimos sometidos a un ataque tras otro, a una derrota tras otras en las pequeñas escaramuzas El terror que infundieron entre los nuestros fue mucho y la situación alarmante.

      Decidido a acabar con este ejército de fantasmas encaminé el grueso del ejército hacia el campamento de Zhizhi. Para sorpresa nuestra a la entrada del asentamiento se había levantado una fortaleza rectangular, formada por un doble cerco de largas estacas y cuya entrada se encontraba protegida por torres, que también estaban hechas de madera. En nada se parecía a los campamentos de los Xioungu. Lancé un primer ataque con la caballería que resultó infructuoso, siendo fácilmente repelida por una lluvia de lanzas y flechas. Nos aprestamos al combate e iniciamos el ataque a la fortaleza lanzando piedras, fuego y hierro. Ante los primeros impactos la puerta que cerraba el acceso a la fortaleza se abrió y comenzaron a salir gran cantidad de soldados, aunque estimo que no habría más de un millar. Tal y como habían descrito los exploradores vestían una armadura plateada formada por bandas metálicas de hierro que dispuesta horizontalmente cubrían el pecho y la espalda. La cabeza estaba cubierta por un casco. Los hombros y la parte superior del brazo quedaba protegida por otras bandas verticales, el resto del brazo estaba desprotegido, pero esto no era problema pues se valían de un escudo rectangular que cubría medio cuerpo y es aquí y en su unidad donde residía su fuerza mi general.

      Se movían como si fuesen un todo único. A mi primer movimiento, un ataque con ballestas, respondieron agrupándose en una formación que semejaba las escamas de un pescado, cubriendo frente, flancos y la cabeza con sus escudos, de esta manera consiguieron avanzar hacia nuestras posiciones sin sufrir apenas bajas. Fue entonces cuando mandé avanzar la infantería. Les triplicábamos en número, pero nos repelieron sin mostrar el mínimo esfuerzo. Deshicieron la formación de escamas y se alinearon formando una barrera con sus escudos, en formación cerrada formaron un muro y nuestros soldados chocaban contra ellos sin que pudiesen lanzar el mínimo ataque. Sin embargo su segunda línea aprovechaba los espacios entre los escudos para lanzar ataques con un arma con una punta extremadamente afilada. Cuando los soldados de la primera línea estaban fatigados uno de sus oficiales hacía sonar un objeto, lo que era interpretado como una orden y al unísono los soldados de primera línea cedían su posición a los de segunda línea, retrocediendo a retaguardia para descansar.

      Señor, en apenas 1 schi nos habían derrotado y causado gran número de bajas entre muertos y heridos, mientras que sus pérdidas no llegarían a la decena. Nadie sabe de dónde ha salido este ejército, ninguno de los oficiales que me acompañan han reconocido en sus insignias su origen o a que nación representan. Con el informe os adjunto un dibujo de los símbolos que elevaban como insignia. Quedo a la espera de sus órdenes.


      El gobernador permaneció un instante mirando el pequeño símbolo que acompañaba al informe. Tras reflexionar un instante hizo llamar a su ayudante de cámara:

- Haz llamar a Tirídates, el espía parto.

      Transcurrido un tiempo prudencial hizo su entrada en el jardín un hombre de elevada estatura, le sacaba al menos la cabeza al general, tenía el cabello negro y largo, evitando con una delicada cinta de seda que este le cubriese la cara. Lo más llamativo era su piel bronceada, más aún si tenemos en cuenta que estaba rodeado de hombres de tez cerúlea. Poseía unos ojos verdes color aceituna, que embrujaban a todo aquel que posaba su mirada sobre ellos. Por último su cara estaba poblada por una barba negra como la sombra, una barba muy cuidada, trenzada y rizada. Hizo una reverencia y esperó a que el general le dirigiese la palabra.

- ¿Reconoces estos símbolos? ¿Pertenecen a algún rey de más allá de la muralla?

      El Parto tomó en sus manos la hoja de papel donde el joven Cheng había tratado de reproducir lo más fielmente posible el símbolo de aquel misterioso ejército. Nada más verlo en su rostro se dibujó un gesto de sorpresa.

- ¿Y bien?. Es evidente que lo has reconocido.

- Si mi señor, en efecto. SPQR. Senatus Populus Que Romanus.

- ¿Qué significa ese galimatías? ¿Qué lengua es esa?

- Es latín, mi señor. El senado y el Pueblo Romano.

- ¿Romano?

- Li-Chi-En, mi señor. Se trata de un símbolo de las legiones romanas. Me temo que su oficial está frente al enemigo más temible al que se pueda enfrentar cualquier ejército. Roma está frente a sus fronteras.

Feb. 9, 2018, 7:06 p.m. 0 Report Embed Follow story
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