nathivo Martin Tous

"...Hoy, que ya es 25 de diciembre de 1937, se cumplen 10 años de la terrible tragedia sucedida aquí mismo, en nuestro asilo..." "...Cuando iba por el tercer Padre Nuestro, la monjita escuchó unos pasos dentro de la capilla. Se dio vuelta rápidamente pero no había nadie. Atribuyó el fenómeno al alcohol y continuó su rezo. Minutos después sintió una mano que se apoyó en su hombro, "¡Ay Dios!" gritó la monjita y cuando juntó aire para volver a gritar, ¡¡otra enorme mano le tapó la boca!!..."


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#terror #paranormal #Buenos Aires #Mar del Plata #Asilo de niñas
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Oscura Navidad del ´37

La culpa y la muerte me acechan. Hace 60 años hoy, 25 de diciembre, que pasé la más oscura y terrible Navidad de mi vida.

Era noviembre de 1937. Yo tenía 12 años, mi hermana Estela me llevaba 3 y era la responsable de cuidarme y atenderme desde que mi madre había muerto, también era la encargada de mantener la casa limpia y cocinar todos los días para mi padre cuando éste llegaba por la noche cansado del trabajo. Mi madre, Amalia Constanza Taranto de Reinz, inmigrante italiana, había muerto en 1928 de tuberculosis. Si bien no recuerdo mucho de ella, nunca se me borró la espantosa imagen de sus últimos días, se la veía siempre en el baño, abrazada al inodoro vomitando sangre a raudales, maldita enfermedad. Mi padre, Amancio Augusto Reinz, trabajaba en el puerto de Mar del Plata. La situación en esa época era bastante mala, mi padre ganaba muy poco en el puerto y como no tenía los estudios primarios completos, la opción de conseguir un mejor empleo era nula. La comida escaseaba, mi hermana hacia lo imposible por cocinar todos los días con lo poco que había en la casa. Nuestra principal dieta era pescado que mi padre traía del puerto, se había hecho amigo de los pescadores y solían donarle porciones de la pesca diaria. Carne comíamos una vez por semana, cuando mi padre cobraba su mísero salario. Por otro lado, al ser trabajador portuario teníamos la ventaja de poder vivir en una pieza bastante grande, con cocina y baño allí a unas cuadras del puerto, era un complejo dependiente del mismo puerto y se le descontaba el alquiler del salario semanal. El comentario en la cena siempre era el mismo: “Queridas hijas mías, pronto tendremos que cambiar de alojamiento, sé que esta habitación es grande, cómoda y que a ustedes les gusta, pero cada semana se me descuenta más y más del sueldo por esta habitación, ya casi no podremos comprar carne ni cada quince días…”

Para noviembre del ´37 la situación era insostenible en casa y mi padre tomó una decisión dolorosa pero coherente (ahora a la distancia, entiendo la coherencia de su acción), debía enviarme a mí que era la más chica, a un orfanato. Mi padre había escuchado de un lugar muy bonito y grande, administrado por la iglesia y con aval del Vaticano. Se decía que, no solo trataban muy bien a las internas, sino que también las educaban y le daban un respetable alojamiento para vivir y comida caliente todos los días. Así fue que una noche mi padre, mientras cenábamos un rico guiso de pescado que había hecho mi hermana, solemne, nos dio la noticia.

—Queridas hijas mías, ustedes saben y han notado que cada vez estamos peor, mi sueldo ya no alcanza ni para comer casi, y siendo tres bocas que alimentar es muy doloroso pensar en que no podré mantenernos a los tres por mucho más tiempo…—hizo una pausa, sus ojos enrojecieron de pronto— Querida Etelvina, deberé llevarte a un lugar, muy bonito, donde podrán cuidar de ti mejor de lo que lo he hecho yo en todos este tiempo desde que mamá no está, sé que suena horrible hijita mía, pero con el tiempo me entenderás y…

—¡No! —Gritó mi hermana entre llantos interrumpiendo a mi padre, yo también estaba llorando ya— ¡Papá! Usted no puede mandar a Etelvinita a un lugar así, que será de ella, por favor, déjeme ir con ella al menos para cuidarla, ella es muy chica todavía, por favor padre…

—Hijas, sé que esto es muy doloroso, pero no podemos seguir así, además sería transitorio, quizás en unos meses yo consiga algo mejor, y entonces volveremos a estar los tres juntos, solo necesito tiempo y no preocuparme por que una de mis hijas enferme por desnutrición o por alguna enfermedad de la mala comida, por favor, ya hemos pasado situaciones terribles con su amada madre, que en paz descanse, si les pasara algo alguna de ustedes yo no podría seguir viviendo —mi padre sonaba compungido— Por favor Estela, Etelvinita, deben comprenderme, las quiero con toda mi alma y volveremos a estar juntos en muy poco tiempo. Pero ahora, ahora debo hacer esto.

Al otro día mi padre le firmó una autorización a Estela (él no podía faltar al trabajo), y ella misma me tuvo que llevar al asilo. Mi padre le había dado unas monedas a Estela, para poder tomar un carruaje (eran más económicos que los taxis a motor de la época) que nos llevara hasta en asilo Saturnino Unzué, donde pasaría allí mis próximos tres años de vida.

Llegamos al asilo. Desde atrás de un escritorio victoriano, hermosamente tallado, que se encontraba al final de hall de entrada, se nos acercó una monjita de piel arrugada, gruesos lentes (“culo de botella” era una expresión que no se usaba en esa época, pero le hubiera ido perfecta) y con una gran sonrisa en su rostro nos dio la bienvenida. Mi hermana, le entregó la autorización y la monja procedió a llenar las formalidades administrativas del ingreso. Luego de asentar mi nombre, fecha, familiar a cargo y firma de mi hermana, guardó el libro de registro de ingresos en uno de los grandes cajones del escritorio y nos dio un momento para despedirnos.

—Etelvinita, tengo algo para vos —dijo mi hermana metiendo la mano en su cartera—, espero que te guste y te acompañe siempre querida hermanita, tomá y dame un abrazo, ¡te quiero mucho!

Mi hermana me sorprendió regalándome una hermosa muñeca de trapo, hecha a mano por ella misma con retazos de las ropas que fue arreglando de mi padre, mías y hasta de alguna que otra vecina del conventillo.

—Te la pensaba regalar para Navidad…—fue lo último que me dijo Estela entre sollozos. Abrazadas lloramos juntas y nos contuvimos mutuamente durante largos minutos. La monjita arrugada volvió a entrar y no me quedó otra opción que despedirme finalmente. Mientras mi hermana caminaba hacia la salida, mirándome de reojo tristemente a cada paso, la monja me puso una mano sobre el hombro cariñosamente y me dijo que todo estaría bien, y que ella podría venir a visitarme cuando quisiera. Consuelo de tontos.


La emoción por la víspera de Navidad nos había invadido a todas, internas, celadoras y monjas inclusive. Yo llevaba un mes en el asilo y ya me había hecho amigas (una huérfana llamada Hermelinda por ejemplo, era una gran amiga), también tenía bien claro quiénes eran las complicadas. Sí, especialmente una que se llamaba Cecilia (no recuerdo el apellido, la memoria comienza a fallarme), era una de las más viejas en el asilo, había tenido varios problemas porque no le gustaba obedecer órdenes y era bastante revoltosa. El lugar era impresionante. Lo conformaban una estructura principal y dos alas laterales que formaban una gigantesca H vista desde arriba. Tenía dos plantas. A la planta superior se llegaba a través de un juego de escaleras de mármol enfrentadas, con forma de semi caracol que se unían al final en una sola escalera que desembocada en la planta alta. Contaba con un gran parque de jardines bien cuidados. Hasta había una fuente en el fondo en la que, a veces, íbamos a pedir deseos en secreto. Estábamos justo frente al mar, llegar a la playa era cuestión de salir, cruzar la calle y bajar al mar. Aunque para nosotras no era tan fácil, para ir a la playa con nuestras horribles y calurosas mayas de lana, debíamos esperar a que las monjas y las celadoras organicen una salida de playa; habitualmente solo íbamos por la mañana cuando casi no había gente, pienso que era para evitar cualquier tipo de comentario o incomodidad de las monjas. Recuerdo también que había una hermosa capilla. Justo en el centro de la edificación. Dicen que es la única capilla de estilo bizantino que se levanta en suelo americano. Hecha de mármoles de Carrara, de Abisinia y de robles de Eslavonia. Allí nos daban misa todos los domingos a cargo del capellán responsable en esa época (padre Ronco o Bronco, de nuevo me falla la memoria con los nombres), y claro, también nos mandaban a rezar muchos “Padres Nuestros” y “Aves Marías” cuando nos portábamos mal y cometíamos alguna travesura (desde burlar a alguna interna por haberse orinado en la cama, hasta esconder los hábitos de las monjas entre los santos de la capilla). Otro castigo común era cuando nos encontraban contando esas horribles historias que se narraban del Unzué, cosas que decían habían pasado o que pasaban incluso todavía.

Era 24 de diciembre y entre todas las internas habíamos decorado el asilo con flores, guirnaldas y teníamos un gran árbol de Navidad en el hall central que nosotras mismas habíamos decorado. La Navidad era una fiesta que muchas esperaban porque, las que tenían familias y podían, venían a buscarlas y se las llevaban a sus casas a pasar la Navidad con su familia. Mayormente quedaban en el asilo las internas huérfanas, las más pobres (yo entre éstas), las más revoltosas que ni sus parientes las soportaban (Cecilia por ejemplo), y nuestras queridas monjitas (algunas más queridas que otras obviamente). Si teníamos suerte a veces se acercaba el capellán a darnos la bendición y a tocar algunos villancicos navideños en el estruendoso órgano de la capilla.

Luego del brindis (nosotras con agua y las monjas con mistela), apenas pasadas las doce de la noche, a todas las internas nos mandaron a la cama. Yo, abrazada a mi muñeca, estaba a punto de acostarme cuando escuché que mis compañeras de cuarto “cuchicheaban” entre ellas. Estaban sentadas todas en dos camas enfrentadas y nos llamaron a mí y a Hermelinda (que dormía en la cama al lado de la mía). En medio de ellas estaba Cecilia, justo una de las que castigaban por contar historias raras sobre el asilo. Nos sentamos al lado de las otras chicas y nos quedamos escuchando atentamente.

—Esta Navidad, es bastante más especial que cualquiera —comenzó relatando Cecilia— Hoy, que ya es 25 de diciembre de 1937, se cumplen 10 años de la terrible tragedia sucedida aquí mismo, en nuestro asilo. Cuentan que en la Navidad del ´27, mientras todos brindaban en el comedor, las internas de la época y las monjas, una de las monjitas más nuevas, que había tomado demasiado mistela en el brindis comenzó a sentirse mal, le dio culpa y se fue a la capilla a rezar y a pedir perdón por su estado de “excitación alcohólica”. Cuando iba por el tercer Padre Nuestro la monjita escuchó unos pasos dentro de la capilla. Se dio vuelta rápidamente pero no había nadie. Atribuyó el fenómeno al alcohol y continuó su rezo. Minutos después sintió una mano que se apoyó en su hombro, “¡Ay Dios!” gritó la monjita y cuando juntó aire para volver a gritar, ¡¡otra enorme mano le tapó la boca!!

—¡¡Ahh!! ¡Qué susto!, pero ¿quién? —clamó asustada una de las chicas interrumpiendo a Cecilia.

—¡¡El capellán!! —Gritó más fuerte Cecilia, haciendo que todas pegáramos un tremendo grito y un salto sobre la cama— Si…el capellán había seguido a la monja sabiendo que estaba media borracha y allí mismo en la capilla, ante los absortos ojos del Señor como único testigo, abusó de ella durante horas, amenazándola y sometiéndola a sus perversos y asquerosos deseos. La violencia del acto fue tal, que la monjita con sus genitales sangrando y totalmente desgarrados, en un momento dado perdió el conocimiento, quedó totalmente inmóvil tirada allí, donde estaba siendo sometida. Al verla el capellán en ese estado, al parecer él también estaba bastante borracho, lo primero que pensó fue que la monja había muerto. Sin saber que hacer decidió llevar el cuerpo de la monjita a los viejos túneles secretos del asilo que dicen llegan hasta la playa. El capellán llegó a una de las entradas secretas a los túneles, había una escalera estrecha que descendía unos tres metros, con el cuerpo de la monja en sus brazos y la tiró por la escalera, el cuerpo de la monjita rodó sobre los duros escalones y mientras caía se escuchaban como los frágiles huesos del cuerpo se quebraban y rompían a la par que pegaban en los escalones. En un último suspiro de vida, al llegar al pie de la escalera, se despertó y gritó lo más fuerte que pudo: “¡¡VIOLADOR, ASESINO!!”. El capellán espantado salió corriendo, saltó por encima del cuerpo y siguió corriendo por el túnel hasta llegar a la playa, sin siquiera pensarlo continuó corriendo y se metió en el mar donde terminó ahogándose mar adentro. Nunca más se supo nada del capellán, ni de la monjita violada y asesinada.

—¡¡Ay no!! Que horrible, como que nunca encontraron a la monja ¿y los túneles, nadie fue a buscar allí? —dijo casi llorando de miedo una de las internas.

—¡Ja, ja, ja! Los túneles nunca se encontraron, por eso hoy en día, la monja violada se pasea por los pasillos del asilo llorando y gritando: ¡Violador…asesino…! —completó así su macabra historia Cecilia, todas nos fuimos a acostar totalmente aterradas y algunas hasta se acostaron juntas en la misma cama del miedo que tenían. Yo me acosté estrujando mi muñeca de trapo con la cara pálida y fría.

Me desperté exaltada. Era de noche aún, todas dormían. Tenía ganas de ir al baño. Pero ni loca iba a ir sola. Comencé a llamar despacito a Hermelinda, ella era mi amiga y me entendería.

—Hermelinda…Hermelinda…—en voz baja la llamé— Hermelinda, por favor quiero ir al baño…

—¡¿Eh?! Ay, pero, ¡qué pasó! —se despertó al fin.

—Soy yo, Etelvina, no te asustes, quiero ir al baño pero ni loca voy sola, ¿no me acompañarías por favor? Dale, de paso vas vos también.

—Pero, ufa, tengo miedo yo también.

—Dale, vamos juntas de la mano y volvemos rápido, por favor me hago encima, mirá si mojo la cama, mañana van a hacer pasearme con la bombacha mojada por las mesas en el almuerzo, por favor…

—Eh…, bueno dale vamos, no quiero ver tu bombacha mientras almuerzo, pero me das la mano y hacemos pis de a una y sin soltarnos ¿sí? —era una buena amiga Hermelinda. Nos agarramos de las manos y fuimos juntas al baño.

De camino al baño oímos pisadas por los pasillos, Hermelinda y yo nos miramos pálidas y apuramos el paso. Llegamos al baño, fui yo primero, Hermelinda me sostenía de la mano mientras hacía pis. Salí y entró ella, lo mismo, yo le sostenía la mano a través de la puerta y ella hacia ahora. De pronto los pasos que escuchábamos ahora sonaron muy cerca, las dos escuchamos lo mismo, pegué un grito ahogado y le rogué que se apure.

—¡Ay Hermelinda!, algo viene, apurate por favor, son esos pasos otra vez y están cerca, ¿los escuchás?

—Si escuché, ya, ya termino me subo al bombacha y…

—¡¡¡AAAAHHHH!!! —grité cuando de golpe una sombra apareció en la puerta del baño, atiné a soltar la mano de Hermelinda y caer al piso, desde allí me arrastré contra una de las paredes del baño, justo debajo de la ventana que daba al mar.

La sombra entró al baño, era una mujer vestida de negro, parecía tener un hábito puesto, se acercaba a mí flotando a unos centímetros del piso. En el momento que la tenía encima, cerré los ojos y esperé lo peor. Hermelinda salió y cuando vio la sombra encima mío dio tal grito que la mujer fantasma giró hacia ella y comenzó a perseguirla inmediatamente. Hermelinda, aterrada salió corriendo del baño hacia el pasillo. Yo me levanté y salí atrás de ella. En el momento que llegué a la puerta del baño vi la terrible escena que me marcaría toda la vida, Hermelinda estaba parada al borde de la escalera que descendía hacia la planta baja. Tenía los ojos desorbitados, la mujer fantasma flotaba frente a ella, estiró uno de sus traslúcidos brazos y empujó a Hermelinda por las escaleras, desde mi posición podía oír los huesos de mi amiga quebrándose y rompiéndose mientras caía. La infernal mujer de negro, giró anormalmente su cuello, me miró fijamente y comenzó a seguirme. Sin tiempo de llorar a Hermelinda, salí corriendo hacia las habitaciones sin mirar atrás. Mientras me perseguía, con una voz de ultratumba que resonaba como un tren pasando por mi cabeza comenzó a decirme.

—“¡¡¡Violador, asesino, violador, asesino, VIOLADOR, ASESINO!!!”

Estaba a unos metros de la entrada de la habitación, aunque intentaba gritar con todas mis fuerzas, mi garganta se negaba rotundamente a obedecer. Haciendo un esfuerzo mayor, logré dar un salto hacia adentro del cuarto, caí al piso e instantáneamente miré hacia la puerta, la mujer fantasma se había detenido justo en la entrada y me miraba con odio. Al caer hice un pequeño ruido seco, no mucho porque el piso era de baldosas duras y frías, fue más el dolor que tuve que el ruido que hice. Una de las chicas medio dormida, me gritó que me callara o algo así desde su cama. Sin mirar hacia la puerta nuevamente, me levanté de un salto, agarré un crucifijo que estaba sobre una de las sillas que había al lado de cada cama y me metí adentro de la primer cama que pude, me tapé hasta la cabeza y comencé a rezar.

En algún momento me quedé dormida, soñé con Hermelinda. Cuando desperté, Cecilia (no podía ser otra), vino a la habitación y me dio la noticia.

—¿Recién te despertás? ¿No te enteraste? —aunque me imaginaba algo terrible, no quise decir nada.

—¡Hermelinda se suicidó anoche! Se tiró por las escaleras desde la planta alta, ¡se están llevando el cadáver! Vino la policía y todo. Las monjas no saben qué decirnos, vení nena, dale vestite y bajemos a ver qué pasa ahora…

Nunca pude decir nada, no quería terminar en un psiquiátrico. Sé que pronto estaré con mi amiga y podré pedirle disculpas.


FIN

Jan. 21, 2018, 3:13 p.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

Meet the author

Martin Tous ¡Hola! Soy Martín, de Buenos Aires, Argentina. Hace poco comencé a escribir, cuentos mayormente, me encanta leer y más me gusta escribir. Lo mío: terror, misterio, paranormal, aventura, fantasía, acción y algo de humor. Pónganse cómodos en su sillón de lectura y pasen, la función esta por comenzar.

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