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Antonio Quiros


La odisea de los inmigrantes canarios que dejan su tierra unos años después de que finalice la Guerra Civil española y que se ven obligados a sufrir una salida de su tierra que los destroza anímicamente y, a muchos, también físicamente. Creen que la llegada a la tierra de destinos será el final de sus sufrimientos; pero están muy equivocados


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A MERCED DE LOS VIENTOS


La aventura asustaba; los vientos, la mar, el calor; y el frio. Todos los elementos que son gigantes poderosos con los que uno piensa que se va a poder enfrentar y que luego, en muchos de los casos terminan por derrotarte. Pero, las necesidades, las situaciones que se crean sin que uno las hubiera deseado, terminan por empujarte a buscar el enfrentamiento contra esos poderosos gigantes.

Me llamo Domingo Machín y esta es la historia de mi viaje, mi huida sin retorno, de la isla de Lanzarote. Eran ya los meses finales del año 1.948; ya hacía más de nueve años del final de la Guerra civil española. Ya se atisbaba el final de las represalias y de las acciones que iban en contra de los que habían tenido un determinado color político en los tiempos de la contienda, sobre todo antes. Cierto es que en las islas esos actos de represalias estaban yendo más lentos que en la península. Pero, por eso mismo, aquí seguían a pesar del tiempo que había pasado desde la victoria de lo que muchos habían llamado “Glorioso Alzamiento Nacional”; otros, como yo, simplemente, “Golpe de Estado”

Afortunadamente, había logrado ir escapando de algunas detenciones y purgas que se estaban dando, especialmente en las islas capitalinas, situación ésta que no había llegado a la isla conejera. Pero que se iba a dar en futuro inmediato, estaba seguro; y en las que se preveía que los puestos políticos de bajo nivel se iban a ver afectado. Y más los que se habían ejercido en nombre de los partidos socialistas y comunistas. Seguramente, era mucho más el temor que las noticias reales que se tuvieran que, en la realidad, no eran muchas.

En mi caso al haber desempeñado durante un par de años el puesto, básicamente honorífico, de secretario de la federación de pescadores, afiliada a Comisiones Obreras. Puesto al que renuncié prácticamente al comenzar la contienda civil; no por temor, sino por la radicalización y los excesos que se estaban empezando a cometer por los dos bandos.

No hice nada malo y, en circunstancias normales, nada debería temer. Pero, no eran tiempos de plantearse las cosas de este modo. Cualquier tipo de rencillas, de envidias, de quedar bien antes los superiores… Ni siquiera era posible explicarlo de una manera racional. Por el momento, en las islas menores, entre los principales dirigentes estaba predominando la cordura.

Pero, en estos nueve años, la incertidumbre y el temor de que en cualquier momento pudiera ser detenido y, de inmediato, fusilado; o trasladado a las cárceles de la capital, habían hecho que sintiera que mi estancia en mi casa, en mi isla, era algo provisional; que sería una situación rota en cualquier momento sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.

Por eso, este viaje había comenzado a planificarse hacía ya unos cinco o seis años. Desde el momento en que muchas personas, los que estaban en peligro de ser represaliados, hablaban de salir de las islas con dirección a algún país de América del Sur. Y no precisamente, que también lo era, por cuestiones económicas; por las penurias de todo tipo que se estaban viviendo en el país. Especialmente, en las islas; y más especialmente todavía en las islas menores. Lo principal era hacerlo por una cuestión de supervivencia; ya se habían dado los fusilamientos de algunos destacados dirigentes locales de izquierdas en toda la geografía nacional. Otros habían sido despeñados por los riscos y, otros, resultaron desparecidos sin que nadie supiera su paradero. Aunque, casi todo el mundo podía sospechar lo que había terminado pasando con ellos.

Ante esa perspectiva, la inmigración a los países centro y sudamericanos, volvieron a activarse de una manera importante. Yo tenía claro que se trataba de la mejor, dentro de lo malo y de lo tortuoso de la aventura, solución que uno podía escoger. Lo que estaba claro es que esos viajes no se podrían hacer, al menos para nosotros, en lujosos transatlánticos y usando las mejores comodidades que ofrecían esos tiempos. No había, ni dinero, ni facilidades para hacerlo; sí hubiera sido materialmente posible hacerlo a nado, estoy seguro de que mucho de nosotros lo hubiéramos llegado a hacer.

Así, en los últimos años de la década de los cuarenta y primeros de la de los cincuenta, la emigración clandestina se llevará a cabo mediante la organización de viajes en pequeños barcos que en la memoria colectiva del pueblo canario han sido denominados de diversas formas: “barcos de la libertad”, “barcos de la ilusión” y, sobre todo, “barcos fantasmas”.

No me resultó fácil hacerlo. Primero, estaba la cuestión del dinero; había que reunir para pagar el billete del “Correillo La Palma” de Arrecife a Las Palma – esto, desde luego, era lo más barato -; y el pasaje; esos pasajes en barcos clandestinos había que pagarlos bastante más caros de lo que costarían en condiciones normales. También era necesario el dejar algo de dinero para que mi mujer y mis dos hijas pudieran subsistir, al menos, un mes, a la espera de que yo pudiera remitirles algún tipo de novedades. Yo, esperaba que en un poco más, quizá dos meses, se pudiera encontrar la posibilidad de organizar un reencuentro.

Quizá, considerándolo en épocas posteriores, no era demasiado dinero; pero, en ese tiempo, conseguir algo más que lo necesario para poder comer cada día, resultaba altamente complicado. Y estaban las dudas; no quería dejar mi tierra, no quería dejar a mi familia. Pero, es lo que tienen las guerras, uno tiene que llegar a hacer muchas cosas que uno nunca pensó que sería necesario realizar por el bien tuyo y de tu familia.

Y, luego, estaban los trámites burocráticos; las autoridades españolas pusieran todas las trabas posibles para la expedición de certificados de buena conducta, imprescindibles para emigrar. Si éste se obtenía al cabo de largos meses de espera, aún se hacía necesario la posesión del permiso de emigración que sólo se concedía a aquellos que tuvieran un contrato de trabajo visado por las autoridades consulares del país al que se pretendía emigrar, o una carta de llamada, también visada, enviada por algún familiar ya residente en el país de destino.

Después de varios intentos, pude conseguir que un tío segundo de mujer, un tal Juan Lorenzo, emigrado a Venezuela desde unos años antes de que estallara la guerra civil, había logrado que el departamento de extranjería del gobierno venezolano, visara una carta de llamada en la que hablaba de unos supuestos trabajos que, ya se había encargado de dejarme claro, no existía de ninguna manera. También se había encargado, mediante las tres o cuatro llamadas telefónicas que hubo por medio, de informarme que se desentendía de mi desde el momento en que tuviera en mi poder la carta visada por el gobierno que necesitaba. Nada me podía ofrecer y, por tanto, nada me ofrecía.

Todo lo demás era imposible de conseguir en mi caso. Por lo tanto, había que esperar que uno de los transportes clandestinos que admitiera pasajeros con destino al país sudamericano tuviera previsto realizar una travesía desde el puerto de la Luz. Algo que, de darse juntas todas las circunstancias favorables, hubiera llevado no menos de un año en su preparación. Cuando se daban tantos problemas y dificultades cómo se juntaban en mi caso, el gastar unos cuantos años en la preparación del viaje, era lo normal.

Estoy seguro de que a la gran mayoría de los que estaban pensando en emprender el viaje de salida del país les pasaba lo mismo que a mí. Estos años de preparación se nos antojaban largos; pero, por otra parte, estábamos desando que no terminaran nunca. El dolor de partir era algo que deseábamos dilatar sin que hubiera un final. En realidad, no llegábamos a determinar que sería peor; el sufrimiento de la incertidumbre de estar aquí, incluso ante la perspectiva de llegar a perder la vida, o la llegada del momento de partir, de dejar nuestra tierra y nuestra familia. Morir, en definitiva, de otra manera.

Ya, por fin había llegado el día, esa misma noche cogería el “Correillo La Palma” que me llevaría, a mí y a otros cuatro paisanos conejeros, hasta el puerto de Las Palmas para allí, embarcar en el “Telemaco” que sería el barco que nos debería llevar hasta Venezuela. Ya estaba todo organizado y parecía que, el viaje, no iba a tener vuelta atrás.

Esa misma tarde había previsto la visita a la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe. Lo habíamos decidido, con mi mujer Guadalupe y nuestras hijas Nieves y Dolores, como acción de despedida de mi isla y ceremonia de solicitud de protección ante todo lo desconocido que me iba a encontrar en el futuro inmediato. Parecía algo fuera de lugar, teniendo en cuenta que yo había sido, quizá era todavía, un reconocido agnóstico que se había enfrentado, de manera verbal, a los muchos fanáticos de la religión que querían explicar todo lo irracional por la voluntad de Dios.

Aunque, era más que probable que esos “tiralevitas” del Régimen sean menos creyentes que yo mismo y, tan solo, se hayan servido de la religión para lograr sus no muy claros intereses; menos creyentes que unas personas que ahora están queriendo lograr un momento de “comunión” con sus seres queridos en el interior de ese lugar de meditación y de recogimiento. Aunque, tipos como yo, durante algunos años hayan sido considerado los enemigos de la religión por los que la tienen secuestrada.

Entré a la iglesia junto con mi mujer y mis hijas; se trataba de un templo espacioso de tres naves y capillas laterales Nos pusimos a meditar en la nave central del templo; de rodillas y con todo el respeto y fervor que merecía la ocasión. Las últimas obras realizadas en la torre de la iglesia habían servido para convertirla en el edificio más alto de Teguise. Nos encontrábamos justo enfrente de la capilla del altar mayor donde se encuentra la Virgen de Guadalupe, patrona de Teguise y a los lados San Marcial y San Pedro Apóstol, presidían mis últimas horas en mi pueblo.

La despedida no la quiero ni recordar. Apenas pasó el tiempo en el recorrido desde la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe hasta el puerto. No había pasado de diez segundos y ya me encontraba preparado para partir.

Ya me encontraba en el puerto de Arrecife; apenas faltaban ya unos minutos para que saliera el correillo que me debía llevar hasta Las Palmas. En los últimos años se había convertido en una línea regular que estaba bajo el amparo del Gobierno. En 1930 la Compañía Transmediterránea asume la gestión de las rutas interinsulares canarias y para ello adquiere la flota de correíllos -que paulatinamente moderniza y mejora técnicamente - cubriendo con ella, con los buques que ya lo estaban realizando, el servicio hasta su retirada y sustitución por buques más contemporáneos en años posteriores.

Los pasajes más modestos de estos barcos era el espacio destinado a Tercera Clase que se disponía en el entrepuente de la bodega nº 3, a popa, y contaba con espacios muy reducidos, camarotes múltiples y servicios comunes en la toldilla de popa. A esta clase más modesta debe sumarse un buen número de pasajeros cuyo billete no daba derecho a una plaza en el interior del buque y se distribuían de manera más o menos precaria en el exterior.

Ese era el tipo de pasaje que yo había podido pagar para iniciar mi viaje. Parecía evidente que toda esta aventura la haría de la manera más modesta, y económica, que había podido encontrar. Todo formaba parte de un sacrificio y un sufrimiento que ya tenía asumido desde que tomé la decisión de abandonar mi casa y a mi familia en Teguise. Por eso, no sería para mí ningún tipo de padecimiento, o eso creía, cualquier tipo de pena que me llegara en este viaje.

Todo estaba preparado con el tiempo justo. La llegada al puerto de La Luz tuvo lugar ya al anochecer. Unas pocas horas y el Telemaco efectuaría su salida con destino al nuevo continente. Cuanto menos tiempo se tuviera de espera en Las Palmas, mejor; no quería que uno pudiera tener la tentación de abortar su intención de viajar a América. Además, a eso se había venido hasta aquí.

Al llegar a puerto, mis compañeros de viaje me hicieron notar de manera inmediata el barco que se encontraba a unos trescientos metros a la derecha. Era el Telemaco, que nos esperaba, y a otros cientos de pasajeros, para iniciar su travesía por el Atlántico. La comparación con los modernos transatlánticos que estaban realizando esa travesía hacía el nuevo continente no se podía ni realizar. Daba la impresión de que se trataba de un barco de otra época. Y esto era porque, efectivamente, el buque pertenecía a otras épocas.

Dec. 12, 2022, 5:31 p.m. 0 Report Embed Follow story
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