Cuando todavía era una niña, una vez vi a Santa Claus. Lamentablemente, fue sin duda el peor recuerdo que tengo de toda mi vida. Era el día de Nochebuena de 2008, yo tenía solo ocho años y como todos los niños de esta edad, pensaba que no puede ocurrir nada malo en una noche como la del veinticuatro de diciembre. Estábamos celebrando la Navidad en casa de mis abuelos, Josef y Alicia Ortega, en Covina, California. Como todas las familias latinas, en las fiestas nos solíamos juntar todos y aquel año éramos unas veinticinco personas. Solo faltaba mi tío político, Bruce, que se acababa de divorciar de mi tía Sylvia, la hermana de mi madre.
El ritmo de música salsa y las risas de adultos y niños llenaban la sala de estar de la casa y aunque en el condado de Los Ángeles no hay nieve, ni en diciembre ni nunca, el espíritu navideño se respiraba en nuestro hogar de una manera que en los años siguientes no volvió a repetirse nunca más. Recuerdo que era poco antes de la medianoche, pero yo no tenía nada de sueño. Estaba demasiado excitada y con ganas de abrir todos mis regalos. De repente, vi por la ventana a un hombre vestido de rojo con una larga barba blanca. No podía creer que Santa Claus estaba justo delante de mi casa, aquí en Covina. Así que cuando sonó el timbre me fui corriendo hacia la entrada principal y abrí la puerta con la sonrisa que puede tener una niña de ocho años la noche de navidad. Cuando Santa Claus me miró a los ojos, sacó dos grandes revólveres de una bolsa que yo imaginaba repleta de regalos y me disparó directamente a la cara.
No recuerdo mucho más de aquella noche. Gritos, humo, fuego, sirenas, el ruido de las ruedas de los coches recorriendo a toda velocidad nuestra calle. Todo se resume en imágenes trágicas que se sobreponen desordenadas en mi memoria. Mi madre consiguió llevarme a salvo a la casa de los vecinos y desde allí llamó al 911. Me desperté varios días después en un hospital y me contaron lo que había pasado. Bueno, me lo contaron con toda la delicadeza con la cual se puede narrar un acontecimiento como ese a una niña que ha sobrevivido a un disparo en la cara. Al parecer, a mi tío Bruce Jeffrey Pardo, no le había sentado nada bien que mi tía hubiese pedido el divorcio y que nadie le hubiese invitado a nuestra cena de navidad. El hombre estaba arruinado después de haber sido despedido de su trabajo de ingeniero informático pocos meses antes. Ahora con el divorcio lo había perdido todo, hasta la casa y el perro. Así que había decidido vengarse.
Por lo visto, encargó un disfraz de Santa Claus a su vecina, se compró cuatro revólveres y fabricó una especie de lanzallamas casero para llevar a cabo su plan. La nochebuena de 2008 se presentó delante de nuestra casa y cuando yo misma le abrí la puerta, después de pegarme un tiro a bocajarro, empezó a disparar sobre todos los miembros de mi familia para luego quemar toda la casa desde afuera. El muy hijo de puta al final se suicidó pegándose un tiro en la cabeza antes de ser detenido por los federales. Todavía llevaba el traje de Santa Claus pegado a la piel quemada por el incendio cuando lo encontraron muerto. Han pasado dieciséis años de aquello. Y ya no soy una niña. Ahora soy una mujer que desde aquella noche no volvió a creer ni en Santa Claus ni en el espíritu navideño.
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