Aquel orgulloso, divino y sádico Espectro era más que un simple soldado. Era un Juez del Infierno. Minos de Grifo, Estrella Celeste de la Nobleza; duro, implacable y sin el menor atisbo de sentimientos. Temido, respetado y eternamente frío, siempre al servicio de su señor, Hades, Amo del Inframundo. Jamás en su eterno devenir pensó en sentir o en amar…
… hasta que lo conoció y perdió todo juicio y cordura.
Albafica de Piscis, el guardián de la doceava casa de la Eclíptica al servicio de la diosa Athena, una criatura de impresionante belleza, orgullo sobrado y una tristeza en la mirada que se sentía con sólo verlo. Era 1743, la Segunda Guerra Santa de Hades. Encarnado en un precioso joven, el amo del Inframundo había enviado a sus 108 estrellas a atacar al Santuario de Grecia. Minos fue una de las primeras avanzadas, que se topó contra un largo camino de rosas escarlata cerrando el paso. Y, guardándolo, estaba él, sentado pacientemente.
Al verlo, Minos sintió que todo su ser se estremeció. Jamás había visto a una criatura tan hermosa y orgullosa. Era insoportablemente bello. De nívea piel, blanca como el alabastro, ojos enormes, preciosos, coronados de largas pestañas, desde donde asomaba una callada tristeza que rayaba en la depresión, las manos elegantes, delicadas, acostumbradas a los pinchazos de las espinas y un cuerpo delgado, atlético, cubierto con la brillante armadura de oro, donde caía su larguísima cabellera de claro color; sedosa, preciosa. Minos estaba anonadado. Jamás pensó que su enemiga tuviera a su servicio a un ser tan precioso; pero, por supuesto, jamás lo dijo en el mundo mortal y mucho menos dio atisbos de caer rendido a sus pies. Bajo la sádica sonrisa y la amenaza “serás una marioneta en mi colección”, Minos dio rienda suelta a la poderosa pasión que le hacía arder el pecho con sólo ver a ese gallardo caballero de dorada armadura en una brutal e inmisericorde lucha, llevada hasta los más sangrientos niveles. Minos no podía creer la portentosa voluntad ni el aplomo del caballero de Atenea. Albafica de Piscis era digno, imponente… e indomable. Simplemente no cedía a sus deseos ni manipulaciones. Prefería caer antes de someterse a la voluntad del juez infernal. Jamás, ni en vida ni en muerte, Minos había conocido a alguien con tal belleza, poder y voluntad. Necesitaba romperlo, quebrarlo, despedazar su prístina belleza y su orgullo indomable; ¡hacerlo suyo! Sin embargo, Albafica, leal a su causa y a su Diosa, jamás cedió. Usando su sangre envenenada y su soledad, el hermosísimo caballero venció al arrogante Juez y le llevó de nuevo a la tumba, al Hades, donde tenía potestad absoluta y un enorme poder. Sabía que, tras la batalla, ya se verían las caras. Sí, ya se verían de nuevo… y abajo, él tenía la ventaja.
Cuando volvió en sí, el cielo negro del Tártaro le cubría. Levantándose, extendió sus negras y temibles alas, enfurecido, picado en el orgullo y, sobre todo, excitado como nunca. Albafica le había enfrentado, le había refutado todo e incluso le había escupido en el rostro un desprecio categórico e inmutable que Minos tomó como una afrenta, un obstáculo a vencer. Sintiendo su cuerpo arder con la pasión a tope, decidió pedir una gracia al señor Hades. Una sola, la primera en toda su existencia como juez del Infierno. Siglos de leal servicio debían ameritar a, por lo menos, obtener una audiencia con el durmiente hálito del Dios. Así que se dirigió más allá de los Nueve Círculos del Infierno, más abajo del Cocytos, al final del vórtice, donde sabía que su señor aguardaba de nuevo, dormido en espera del siguiente eclipse que le trajera a la vida.
Una sola cosa deseaba pedir, una sola cosa anhelaba su corazón: el alma de Albafica.
Necesitaba atraparlo antes de que trascendiera más allá de los Campos Elíseos, donde nunca pudiera alcanzarlo. Necesitaba retenerlo, ajustar cuentas, decirle lo que sentía y hacerlo suyo. ¡Se lo debía! ¡Era lo menos que podía recibir después de tantas y tan cruentas batallas!
A nadie dijo de su plan. Era obvio que si Lune, Aiacos o Radamanthys se enteraban iban a decirle que tal disparate era un anatema. Era tener en casa al enemigo y no iban a permitirlo. Izando sus temibles alas por la eterna noche plutónica, Minos viajó al confín del infierno, aún débil, sabiendo que el tiempo le apremiaba.
No pidió permiso. Saltándose olímpicamente la presencia de Pandora, el Juez entró directo al salón contiguo a donde la esencia de Hades dormitaba.
Desde la negrura de la cámara aledaña, una tétrica voz se escuchó:
Se hizo un sepulcral silencio. Por largo rato, Minos se quedó hincado, mirando el negro piso de oscuro mármol, sin mover ni una pestaña, temeroso de haber desatado la volátil ira de un dios Olímpico. Tras largo rato que se sintió como una eternidad, el dios habló.
Minos estaba que no cabía en sí de la excitación. ¡Era suyo! ¡Albafica por fin era suyo! ¡Ahora sí iba a romperlo en mil pedazos una y otra vez en un bucle de dolor eterno! Largo se le hizo el trayecto de vuelta a sus dominios. No sabía cómo le sería entregado. Temblaba, volando a través del negro cielo y su tormentoso aspecto.
Descendió en un yermo páramo. Un vasto desierto de afilada roca donde nada sino fuegos fatuos y almas torturadas yacían en pozas de alquitrán hirviente. Levantando sus brazos, hizo nacer de la roca negra los muros ciclópeos de un sitio nuevo. Su cabeza lo tenía pensado, su oscuro cosmos lo moldeaba. De las pozas de alquitrán, usando a esas amas como argamasa, se fundieron muros de negro mármol brillante que relucían como espejos. Del cuarto círculo, arrebató al ciego Pluto vibrantes filamentos de oro y tesoros opulentos que pasaron a formar parte de techos y paredes, así como del decorado y, sobre todo, de las altas cúpulas que brillaron, refulgiendo en la noche eterna. No pensaba, sólo sonreía, abstraído, obsesionado; deseoso de ver la reacción de Albafica cuando despertara y se viera en su nueva morada: un impresionante palacio de mármol negro y oro que estaría eternamente rodeado de rosas nacidas de su sangre envenenada.
Sin pensar en su propia debilidad, Minos construyó y construyó sin detenerse, usando su negro cosmos y su inefable poder, ignorando los gritos agónicos de las almas que quedaban atrapadas entre los muros, creando lo que él veía como un “lecho nupcial”. Sí, lo deseaba. Y pensaba hacerlo su esposo no bien despertara. Y, si se negaba (que era lo más probable), con gusto Minos iba a dedicarse a torturarlo brutalmente hasta quebrarlo. Era el plan perfecto.
No se detuvo sino hasta que el Palacio quedó erguido en medio de esa eterna y dolorosa soledad de cielo negro. Una mortecina luz se encendió en lo alto de ese caos negro de arriba, haciendo descender un rayo de prístino brillo dorado, que impactó contra la cúpula mayor del Palacio, creando un resplandeciente fulgor que duró sólo unos segundos para después desaparecer.
Minos no dudó en correr hacia allá. Era obvio que esa era el alma de Albafica. ¡Tenía que verlo y darle la bienvenida!
Su creación había sido excelsa. El palacio era ominoso y enorme, de largos corredores decorados con columnas corintias, ribeteadas en oro en base y punta, sosteniendo los amplios techos de doradas bóvedas. Al centro de aquella geométrica creación se hallaba un pináculo de negrísimo mármol, cubierto por sedas, donde una figura humana parecía dormir. Era una silueta delicada y preciosa, de larga cabellera. Minos sintió algo intenso en donde alguna vez estuviera su corazón, llevando su mano a esa zona para sentir un arrebatador palpitar como nunca antes había manifestado. Tenía un corazón y éste volvía a latir. ¿Ése de ahí era Albafica, dormido? Tenía que averiguarlo.
Trémulo y hasta temeroso, descorrió las sedas que lo cubrían cual eternos cortinajes que se perdían en el alto techo que parecía no tener fin, y ahí estaba, dormido, lívido y hermoso. Era más bello de lo que recordaba. El precioso Albafica.
Fascinado, cayó de rodillas, admirando cada zona de sus hermosas facciones, acariciando esa piel nívea y nacarada. No se atrevía a hablarle. Estaba arrobado, fascinado con su belleza. Fue cuando Albafica abrió los ojos.
Lo último que recordaba era el dolor de sus extremidades rotas, su imperiosa necesidad de detener al espectro y su apabullante victoria ante él, a quien había destruido con su rosa más mortal. La blanca flor que se clavaba en el pecho del enemigo y le drenaba la vida y la sangre, hasta tornarse grana. Lo recordaba perfectamente. Una victoria para Athena, una vida terminada… y todo delante de Shion de Aries, quien miraba todo con impotente respeto.
Con ese potente recuerdo en el alma, abrió los ojos para ver un cielorraso eternamente negro y las larguísimas cortinas perderse en él… y de entre ellas, asomar el apuesto rostro de su detestado enemigo.
Su primera reacción fue violenta. Con un manotazo apartó al espectro, levantándose en seguida para buscar pelea.
Minos no terminó la frase. Un golpe de Albafica rompió su nariz, haciéndola sangrar.
Otro golpe. Y otro más. Albafica apartaba a ese engreído con toda la fuerza de que era capaz. Pero pronto se dio cuenta de dos cosas: una, que su fuerza estaba tremendamente disminuida. No sentía su impresionante poder, antaño mortal. Y la otra fue ver sus brazos desnudos. Mirándose hacia abajo, notó que estaba escasamente ataviado con un vaporoso peplo de color escarlata, sujeto por un broche de oro con la forma de dos peces. Sus brazos, piernas y cuello estaban adornados con bella filigrana de oro. Parecía más una concubina que un caballero. Avergonzado, retrocedió.
Albafica sintió un golpe en el alma. Sin poder evitarlo, copiosas lágrimas de rabia inundaron sus ojos. Minos estaba fascinado. ¡Era tan bello incluso cuando lloraba desesperanzado!
Furioso, Albafica lanzó un golpe de su portentoso cosmos hacia Minos, que no tuvo el impacto ni la letalidad de cuando vivía. El Juez de los Infiernos no hizo nada por defenderse. Estaba maravillado y extasiado, sabiendo que tenía toda la ventaja por encima de su contrincante. Albafica lo intentó de nuevo, con el mismo resultado. Al verse en desventaja, quiso huir. Torpe decisión, pues sabía dónde estaba y que ese era el reino de Minos. Sin embargo, su espíritu indomable no iba a caer tan fácilmente. Echando a correr, intentó huir de su carcelero yendo hacia la negrura de corredores, salones y hermosas habitaciones de ominosa negrura, que se le cerraban cual laberinto, impidiéndole llegar a algún lado. Una y otra vez, su devenir le hacía regresar al punto de partida, donde Minos lo esperaba, sonriendo maravillado. Una y otra vez corría, huía, intentaba escapar, en vano. Estaba en el infierno y el infierno es justamente la eterna repetición del dolor. Corrió tanto como pudo. Sus pulmones no se cansaban nunca. Estaba muerto. Podía correr por toda la eternidad y siempre terminaba en aquel salón mortuorio, donde Minos aguardaba pacientemente enamorado. Al final, su alma se desmoronó al darse cuenta que no había mañana ni otro destino que ése. Destrozado, se dejó caer sobre el negro mármol, callado, ocultando sus lágrimas. Minos estaba fascinado. Verlo así, tan frágil, tan deshecho… era una obra de arte, una auténtica belleza. Más de lo que jamás había soñado. Trémulo, se acercó a él, intentando confortarlo, pero nuevamente recibió un manotazo de su parte.
El orgulloso espectro sintió eso como una bofetada. Y estaba fascinado con el caballero, pero su ego era demasiado. Rabiando, lanzó un grito antes de invocar uno de sus poderes, sin pensar demasiado en las consecuencias.
El portentoso aleteo infernal de las alas de la mortaja del juez arrojó las oscuras plumas de negro metal hacia Albafica, quien sintió el desgarrador tormento de ser asaetado mortalmente por éstas. Minos estaba furioso, despechado y deseoso de sufrimiento. Tal rabieta causó que el precioso caballero cautivo cayera muerto, asaetado, perforado de lado a lado. Al ver su obra, Minos lanzó un nuevo grito de rabia, rompiendo una columna.
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