bastian-baltux Bastian Baltux

Tras un divorcio difícil, Luis padre puede volver a ver a su hijo, Luis. Para conocerse mejor, reserva una semana en un hotel de Castellón, todo incluido, donde pasarán unas vacaciones que serán de todo menos tranquilas. El relato contiene: incesto, un espejo cosmético, mucho uso del móvil y una señora que debería hacerse mirar los prejuicios. Imagen: fxquadro. La portada ha sido diseñada usando imágenes de Freepik.com


Erotica For over 21 (adults) only.

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Capítulo 1: El viaje (Primera parte)


—¿Y el año pasado, por qué no me llevaste de vacaciones? —me preguntó Luis.

—Tu madre no quería que me vieras y yo cedí. Todo estaba muy reciente.

Íbamos en mi coche. Yo conduciendo y él en el asiento del copiloto.

Nos dirigíamos al hotel de playa de un pueblo de Castellón, donde había reservado una habitación para pasar una semana juntos. En los últimos dos años, había visto muy poco a mi hijo.

—Ya me contó mamá, ya...

—¿El qué?, ¿que tengo la culpa de todo?

—Que la liaste parda. Estaba muy enfadada.

Acabábamos de coger la autopista del Mediterráneo.

—Seguro que lo sigue estando. Una separación no es fácil para ninguna de las partes.

—Pero fuiste tú el que la engañó, ¿no?

—¿Eso te ha contado?

—Supongo que es su versión.

—Pues, mira, no te voy a mentir. Fue algo más que un desliz, pero lo provocó ella.

Habían pasado casi dos años desde la última vez que lo vi. Me encontré a Luis cambiado, hecho un hombrecito. Casi tan alto como yo, los rizos dorados que caracoleaban sobre su cabeza habían perdido el brillo (tendrías que ver su foto de la comunión), y ahora eran de un bonito rubio oscuro. Sus ojos almendrados y el óvalo de su cara se habían perfilado, tomando la forma de los de su madre. La nariz recta, la mandíbula cuadrada y los labios finos eran los míos. A pesar de su cambio físico, seguía siendo el mismo muchacho delgado. Sus manos seguían siendo pálidas, con los dedos finos que nos convencieron de apuntarle a clases de dibujo y de piano, en las que nos dejamos un dineral, porque le veíamos hechuras de artista. Ni unas ni otras dieron resultado.

Advertí que, con los años, su cuerpo no se iba a ensanchar, no echaría barriga, ni culo ni unas espaldas amplias. No sería el hombre macizo y fortote que soy yo. En eso, los genes de su madre ganaron.

Manejando mi coche por la autopista, estaba lejos de imaginar que no necesitaba ser un macho bear como su padre. Él ya sabía cuál era su papel en el sexo.

Yo aún no, claro.

—¿Paramos a tomar algo? —le pregunté.

—¿Falta mucho?

—Una media hora. Me apetece estirar las piernas.

Tomé la salida hacia el área de servicio más próxima, una gasolinera con cafetería que no cerraba nunca, según el cartel de la puerta.

Después de dejar el coche en el parking, entramos y pedimos un café solo y una coca-cola Zero. Pagué a la chica de la barra y nos fuimos a una mesa, a tomarnos las bebidas. Quince minutos después, cuando íbamos a salir, me entraron ganas de ir al baño.

—Yo también —dijo él.

Entramos juntos a los aseos. El suelo estaba mojado y olía a orín y lejía. En la puerta nos cruzamos con un abuelo con gorra y chaqueta de pana, que salía caminando con la ayuda de un bastón. Yo me coloqué frente a un urinario. Luis se había quedado mirándose en los espejos corridos sobre los lavabos, atusándose los rizos.

Desabroché mi pantalón y me saqué el miembro. Luis vino a colocarse en el evacuatorio de al lado. Por los gestos de sus brazos, deduje que también se lo había sacado.

Miré hacia la puerta. Aunque estábamos solos, en cualquier momento podía entrar alguien.

—¿Sabes, papá?

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Estaba pensando en la versión de mamá.

—¿Ah, sí?

El chorro de pis se me detuvo en seco. Luis levantó la cabeza y me miró, sonriendo con sus finos labios.

—¿Y qué pensabas?

—Dice que te follaste a la mitad de las mamás del insti. También a algunas de sus hijas.

Giró la cara hacia su urinario. Luego, soltó un escupitajo que se deslizó entre sus labios hasta caer dentro y mezclarse con la orina.

—No hagas eso. Escupir es de garrulos.

Él también miró hacia la puerta y luego hacia mis manos.

—Venga, papá.

—Venga, ¿qué?

—Que tengo curiosidad.

—¿Curiosidad?

—Sí, curiosidad por que me expliques.

—Anda, acaba de mear y nos vamos —dije.

—Es que si me miras no puedo.

—¿Si te miro? Si no te estoy mirando.

Entonces separó su cuerpo del urinario. Entre los bajos de la camiseta y la bragueta abierta, asomaba su polla, que sujetaba por el tronco con los dedos.

No pude evitar mirársela.

—¿Ves como sí? —insistió.

—Que no, que no —mentí.

Sus dedos tiraron de la piel hacia abajo para descapullar el glande. Por debajo de la cintura del calzoncillo se veía la parte superior de su escroto.

Luego, movió sus dedos hacia arriba y hacia abajo, haciendo que el glande, de nuevo, emergiera de su capuchón. Mi hijo lo tenía rosado, puntiagudo, brillante de orina.

Desde la puerta nos llegó un murmullo apagado de voces, pero nadie entró.

—Luis, ¿te estás haciendo una paja?

Escuchar esa pregunta de mi propia voz me causó un escalofrío.

—Yo no. ¿Y tú?

Entonces, me di cuenta de que mi verga empezaba palpitar. Para taparla de su vista, me arrimé al urinario. Él se dio cuenta de mi movimiento, y dijo:

—Enséñamela.

Me lo pedía sin arrimarse al suyo. De esa manera, me estaba permitiendo ver cómo había empezado a echar un potente chorro amarillento.

—Vamos, papá. No es justo que no me dejes verte la polla.

—Cállate o te oirá alguien.

—No nos va a oír nadie.

Me lo pensé. Una cosa era organizarme una doble vida para follar mamás del instituto y otra distinta era practicar cruising con mi hijo. La experiencia del morbo en un lugar público era algo nuevo para mí, que todo lo había hecho siempre a lo furtivo, a escondidas, tratando de controlar al máximo las circunstancias.

Si embargo, la visión de la polla de mi hijo soltando un buen chorro de meados, que formaban un charco en el sumidero antes de tragárselo, me la estaba poniendo dura.

Si te soy sincero, sí había pensado que alguna vez le vería su miembro, pero creía que sería en un contexto distinto. Por ejemplo, si era necesario, en el médico.

—Venga, papá, que ya estoy acabando. ¿No decías que querías pasar tiempo de calidad conmigo? Pues déjame vértela, solo por curiosidad. Como hacen los colegas.

La insistencia de mi hijo... Bueno, ambos somos leo, así que supongo que la tozudez la había heredado de mí.

Retrocedí un paso, uno pequeño. Mi verga todavía no estaba en su máximo esplendor. ¿Qué esperaba, que se la enseñara tiesa del todo?

Eché otro vistazo a la puerta. No había mucha gente en la cafetería, lo cual no significaba que no pudiera entrar alguien en cualquier momento y pillarnos infraganti.

Volvió a menear su polla, recta y juvenil, con los dedos. De su agujero salieron dos chorritos intermitentes, los últimos restos de una buena meada. Los nervios se me agarraron a la boca del estómago. Eran nervios de adrenalina por no tenerlo todo bajo control. La sensación me gustó muchísimo. Hizo que el corazón me palpitara en las sienes a mil por hora.

No sé si he sido un adicto al control. Lo que sí es cierto es que, durante los últimos años, he vivido con la preocupación de que la gente no supiera mucho de lo que pensaba, sentía o hacía. Era estresante, pero, a cambio, podía llevar la doble vida que había llevado.

Ahora, compartiendo esta experiencia en un lugar público, me invadía una sensación nueva, intensa y, lo más importante, exenta de vergüenza.

Por su propia voluntad, mi verga comenzó a elevarse entre mis dedos. No deberías ponerte dura, pensé, no ahora. No me hizo caso. Empezó a engordar en mis manos. En segundos, sin poder evitarlo, mi capullo emergió, libre, de su funda de piel.

—Papá, te estás poniendo cachondo.

Su tono no había sido de pregunta, sino de afirmación. El sonido de su voz me hizo volver a mirarle. Tenía la mirada fija en mi miembro erecto. El suyo continuaba tieso, formando un ángulo de noventa grados con su cuerpo. Había acabado de mear.

Con sus dedos de pianista, había empezado a hacerse una paja.

—No, Luis... —le mentí—. Es una reacción fisiológica normal. Pasa a menudo.

Turbado por la intensa sensación que me invadía, me guardé la polla, me abroché el pantalón y salí del baño. Ni me lavé las manos.

Le esperé en el coche, con el motor encendido, hasta que salió de la cafetería.

—Venga, va —le apremié por la ventanilla—, que ya quiero llegar.

Abrió la puerta, se sentó en el asiento del acompañante y la cerró sin responderme. Cuando se hubo puesto el cinturón de seguridad, maniobré el vehículo por el parking hasta que me incorporé de nuevo a la carretera.

Durante los siguientes cinco minutos, estuvimos sin hablar hasta que él rompió el silencio.

—Papá —preguntó—, ¿estás enfadado?

No lo estaba. Lo que estaba, en realidad, era temblando de excitación. Pero no se lo iba a decir. No puedes ir por el mundo enseñándole la polla a tu padre, pajeándote frente a él en el primer sitio público que tienes oportunidad y, cuando le preguntas, que él te diga que la experiencia le ha puesto como una moto.

—No —respondí—, no estoy enfadado, pero no vuelvas a hacerlo.

Conduje pendiente de la carretera. Poco a poco, el tembleque se me iba pasando, pero la visión de su polla seguía en mi cabeza.

En un momento dado, Luis sacó el móvil del bolsillo de su pantalón.

—Cuando lleguemos al hotel —dije—, nada de móvil.

—Papá, por favor —dijo con una mueca.

—¿Por favor, qué?

Su respuesta fue resoplar mientras meneaba la cabeza.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Nada.

—No, nada, no. Quiero que pasemos tiempo juntos, no que te pases enganchado al móvil todas las vacaciones y me ignores.

—Solo estoy hablando con los colegas.

En ese momento, como si la providencia me echara un cable, su móvil vibró varias veces seguidas.

—¿Y de qué habláis, tus colegas y tú? Porque lo tienes que echa humo.

Luis no contestó. Los mensajes nuevos seguían entrando al ritmo de la vibración.

—Te he hecho una pregunta —le dije.

—Y no te voy a contestar.

—Ah, ¿no? ¿Y eso por qué?

—Porque no te va a gustar. Son temas privados.

—Los chicos de quince años no tenéis temas privados.

—¿Quieres dejar de intentar controlarme? Y para tu información, me faltan dos meses para los diecisiete —dijo, y añadió en voz baja: —Ni siquiera sabes cuántos años tengo.

¿Diecisiete ya? Cómo ha pasado el tiempo.

—Claro que lo sé... Es que... hablé sin pensar —me excusé.

Por segunda vez, resopló. A través del cristal de la ventanilla dejó que su mirada se perdiera, ignorando las fachadas de las naves de los polígonos. Supongo que de esta manera no tenía que mirarme a mí.

—Vale —concedió, al fin—. Te lo diré, pero sin escenitas.

—Soy tu padre. Yo decido si te monto una escena o no.

—Vaya tela, la semanita que nos espera —dijo.

Su tono me hizo gracia, pero disimulé. Él estaba bajo mi supervisión, yo cuidaba de él. ¿Tanto le costaba entenderlo?

—Después de que te fueras, me estuve haciendo fotos de la polla en el aseo de la gasolinera —me soltó. Así, sin vaselina.

—¿Que qué? ¿Pero, cómo haces eso?

—Lo hacemos todos, papá. Fotos de nuestras pollas en lugares random. Tenemos un grupo de Telegram para...

—¿Lugares random?

—Sí, random. ¿Sabes lo que significa?

—Sí, claro que sé lo que significa. ¿Y tienes un grupo de Telegram?

—Para ver pelis porno, hablar de sexo, mandarnos fotos, de vez en cuando contarnos nuestras pajillas... Lo normal entre colegas.

—Lo normal entre colegas —repetí, incrédulo.

—Lo normal hoy en día.

Respiré hondo. Un tío como yo, de un metro ochenta y noventa quilos de peso, debe poder controlar sus enfados o el corazón, cualquier día, me dará un susto. Me pregunté si su madre conocía esta parte de su vida, y, enseguida, comprendí que ella no tenía ni idea.

Podría haberme mostrado enfadado, pero en una cosa tenía razón. Esto, nos guste o no, es lo habitual hoy en día. Quizá no para mi generación, pero sí para la suya. Las redes sociales, los blogs personales, los filtros de las aplicaciones... La sociedad parece estar obligándonos al exhibicionismo. Me pregunto quiénes son voyeurs que nos observan, y quiénes los que tanto se esfuerzan en exponernos.

Dejé mis pensamientos para otro momento, y le pregunté:

—¿Por qué lo haces?

Lo hice en un tono calmado. Lo mejor era adoptar una actitud asertiva. A fin de cuentas, había decidido confiar en mí para contarme esto. Si quería tener buena relación con él, juzgarle desde el primer minuto no era una buena estrategia. Ni desde el primero, ni desde ninguno.

Hasta ahora, tampoco me había dicho nada del otro mundo. ¿Quién, a su edad, no se hizo pajas con algún amigo? Lo que pasa es que ahora los chavales se sirven de una tecnología que antes no teníamos, pero, ¿quién nos dice a nosotros que no la habríamos utilizado, de haberla tenido?

—¿Que por qué? Porque nos pone cachondos —respondió.

Ahora fui yo quien resopló. Me rasqué la barbilla, que había empezado a picarme de los nervios. Copos de caspita blanca cayeron sobre el pecho de mi camisa.

—No te escandalices. Desde hace tiempo sé lo que tengo entre las piernas y para qué se usa.

Me sacudí la caspa de la camisa con la mano. No lo había visto en meses, y es verdad que lo había encontrado hecho un hombre. Pero se me había olvidado que los hijos también crecen mentalmente, maduran, se hacen adultos. Que pasan por etapas con las que adquieren confianza y autoestima, etapas que yo me había perdido de él.

Y que con las hormonas revueltas, se hacen algunas cosas inapropiadas.

Menudo padre estoy hecho.

Pero disimularé, igual que todos los padres del mundo, como si supiera lo que hago.

—Te has quedado callado —dijo.

Su móvil volvió a vibrar sobre su muslo.

—¿Se las has enviado? Las fotos de tu polla, quiero decir.

Cogió el teléfono y lo agitó en el aire.

—¿Por qué crees que están tan animados? Venga, no te enfades. Solo son fotos de polla, sin cara ni nada. ¿Te las enseño para que lo veas?

—¿El qué? ¿Las fotos?

—Sí, para que veas que no saco la cara. ¿Quieres verlas?

Me intrigaba, la verdad, pero no debía. Aún continuaba excitado por lo del baño. No era buena idea.

—No, no hace falta. Te creo.

—Que no, ¡que te las enseño!

—Que no, ¡que no quiero!

—¿Por qué?

Volví a sentirme inquieto. No quería admitirle que no se me había pasado el calentón del urinario ni que, si no fuera mi hijo, le habría cogido de la nuca y le habría obligado a mamármela.

Él piensa que mis infidelidades fueron con las mamás del instituto y sus hijas. Ignora que por mi cama también pasaron algunos chavales. Es la parte de mi doble vida que más me ha costado controlar para mantenerla oculta. Es muy estresante tener que estar siempre a escondidas con lo que te gusta. No iba a exponerla a las primeras de cambio.

—¿Que por qué no quiero ver tus fotos? —dije, retomando mi tono sereno—. Pues porque soy tu padre, Luis. No tengo por qué ver tus cosas de tu móvil. Tú me lo cuentas sin mentiras y yo, con confianza, te creo. Así deberías funcionar conmigo.

—Pero si hace un rato estabas empalmado viéndomela en directo, ¿qué más te da?

—No es lo mismo. Y no estaba empalmado.

—¡Anda que no!

—Lo que tú digas.

—¿Y si te dijera que me duele, me la mirarías?

Había intentado darle la razón solo para que dejara el tema, pero continuaba, cabezota, erre que erre.

—Te llevaría al médico —respondí.

—¿Pero me la mirarías? —insistió.

Me sequé el sudor de la frente con la palma de la mano. Volví a sacudirme la camisa, por si acaso.

—Yo... Te miraría, sí, Luis, supongo que sí.

—Pues me duele.

Ahora sí que no pude ocultar una media sonrisa. La que sueltas cuando quieres darle una hostia a alguien pero no puedes.

Y eso que no me considero una persona violenta. En mi juventud tuve un grupo de amigos con los que corrimos delante de la policía más de una vez. Apedreamos escaparates, bancos, quemamos algún que otro coche... Pero nunca agredí a nadie. Nunca. Eran otros tiempos.

Algunos de ellos acabaron en la cárcel, o peor. Afortunadamente, la primera noche que pasé en un calabozo decidí que esa no iba a ser mi vida, que yo no había nacido para esto. Accedí a recibir terapia para controlar mi carácter, cambié de amistades, dejé las sustancias que acompañaba con alcohol y comencé desde cero.

Hoy en día puedo controlar mis impulsos.

—No es verdad —dije.

—¿Cómo lo sabes?

—No es verdad, Luis, no te duele.

Mi hijo dejó el móvil en el asiento, bajo el muslo, se llevó ambas manos a la entrepierna y empezó a quejarse. Intentaba menear su torso adelante y atrás, pero el cinturón de seguridad lo mantenía pegado al respaldo del asiento.

—...ay...ay...ay...ay...

—Para, Luis.

Él continuó con su teatrillo.

—Para ya —insistí—. No te duele nada, los dos lo sabemos.

—Míramela, ¡por si acaso!

Miré el reloj del salpicadero del coche. El GPS indicaba que aún quedaban quince minutos para llegar al hotel. De haber sabido que pasaría esto, habría pagado con gusto la multa por exceso de velocidad.

—...ay...ay...

Mis hormonas recorrían mi cuerpo, desbocadas. Mala señal, me dije.

—Venga, vale, ¡enséñamelas! ¡Pero para ya, por favor! Estás empezando a irritarme.

Como por milagro divino, sus dolores, repentinamente, se esfumaron. Agarró el móvil que había dejado bajo su pierna y me enseñó la pantalla: a la izquierda, reconocí el urinario de la gasolinera y las baldosas blancas del suelo. En la imagen, en ángulo cenital, se veía su polla blanca, con el glande rosado, saliendo recta de una frondosa mata de vello castaño.

El cinturón de seguridad me sujetaba al asiento por la tripa, justo por encima del pantalón. En mis jeans, mi polla volvía a engrosar la bragueta, creciendo como lo había hecho mientras meábamos juntos.

—Vale, ya la he visto.

Pasó el dedo de lado a lado de la pantalla. La imagen se deslizó tras el cristal para dejar paso a otra.

—Mira esta.

Mis pectorales, cruzados por el poliéster del cinturón, se tensaron. Sentí el deseo en los pezones, como el picor insaciable en la planta de los pies. Pellizcármelos es uno de mis preliminares favoritos, me la pone dura enseguida.

No debía mirar, o mi cuerpo demandaría más.

—Ya he visto una, Luis.

—¡Papá, mírala!

La foto era un selfie en el espejo del baño. La mano con el teléfono le tapaba la cara.

Cambió a una tercera. En ella, se veía su polla apuntando al techo, con sus testículos hinchados, rodeados de la misma mata de pelos púbicos. El frenillo dividía su glande en dos mitades. Una tirilla de piel arrugada cruzaba su escroto, bajaba por el perineo y se perdía en la oscuridad que nacía entre sus nalgas.

La típica polla que reconoces que pertenece a un chaval joven. Más de una como esa he pajeado.

—La tomé en casa, con mamá en la cocina. ¿Te habías dado cuenta de que es el sofá nuestro?

Cambió a una cuarta. Esta era diferente. Mi hijo estaba desnudo en la cama de su habitación, sobre las sábanas revueltas. Estaba sentado a horcajadas sobre la almohada, con la espalda erguida. ¿Sabes la típica postura donde se te ofrece la grupa para que llegues por detrás? Pues esa.

A horcajadas, la espalda acababa creando una curvita en su cintura, que daba forma redondeada a sus estrechas nalgas. Tenía las rodillas separadas a ambos lados de la almohada, cerca del cabezal de madera. Sus pies finos se doblaban hasta casi tocarse por las plantas.

En realidad, la foto era su imagen tomada en el espejo de su armario. Había tenido el mismo cuidado en taparse con el teléfono la cara, aunque, de no haberme dicho que era él, le habría reconocido por los rizos rubios. La luz de la ventana le sombreaba los omóplatos y las vértebras de la columna, que bajaban por la piel de la espalda hasta terminar en dos hermosos hoyuelos que se le formaban justo sobre las nalgas.

Un escueto triángulo de tela adornaba su cintura y se perdía por la raja de su culo.

—¿Y eso... que llevas puesto?

—Braguitas, papá.

Me llevé la mano a la entrepierna para recolocarme el miembro. El toque de mis dedos me produjo un pinchazo de gusto.

—¿Son de tu madre? —dije, tragando saliva.

—No, mías. Las compro por internet. ¿Ves como no me hago fotos de la cara, o ni te has fijado?

Mi hijo mantuvo la pantalla del móvil levantada para que pudiera verla bien. Mis ojos iban de la carretera a las braguitas, y de nuevo a la carretera.

—Papá —dio, de repente, muy serio—, ¿te gustaría que fueran de mamá?

Entonces, me arrepentí de mi pregunta. No quería contarle lo que estaba sintiendo ni lo de los chicos con los que me había acostado. No necesitaba tanta información sobre mí.

—Papá, ¿estás empalmado?

Bajé la vista hacia el bulto de mi entrepierna. Mi erección era evidente.

—¿Papá...?

Luis se llevó la mano libre a su pantalón y empezó a frotar la palma contra su bragueta.

—Creo que es mejor que tengas tu propia lencería. Así ella no te pillará. Anda, guarda ya eso.

Aminoré la velocidad. Un cartel verde indicaba que a quinientos metros estaba la salida que nos llevaba al pueblo. En pocos minutos estaríamos haciendo el check in.

Giré el volante y me desvié por un camino de cabras. Entramos en una carretera de piedra, que cruzaba un descampado que separaba la Autopista del Mediterráneo de las últimas naves industriales del polígono. Tras ellas, entre las copas de los altos pinos, podíamos ver la planicie azul del mar. Antes de llegar al hotel, el mocoso tenía que saberlo.

Conduje despacio, con una mano en el volante mientras con la otra desabrochaba mi cinturón de seguridad.

—¿Papá...? ¿Qué haces, papá?

—Estás siendo muy sincero conmigo, Luis. Pues ahora me toca a mí.

Con la misma mano, desabroché también el botón del pantalón.

—Papá, ¿de qué me hablas?

—Cuando me has contado la versión de tu madre —dije—, ¿no te explicó nada más?

Avanzábamos por el camino pedregoso, en dirección contraria a la carretera asfaltada. Las ruedas parecían coger todos los baches del mundo. A pesar de haber reducido la velocidad, las sacudidas nos hacían saltar sobre los asientos y hacían volar la botellita de ambientador del retrovisor.

—¿Sabes por qué me dejó tu madre? ¿Te lo contó todo o solo la parte que le interesaba?

Aug. 30, 2022, 8:05 p.m. 0 Report Embed Follow story
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