anamirkabraj Ana Mirkabraj

Ana busca entender el amor por Carlos. Está atada a sus pasiones como un espejo a la pared del chalet de sus suegros. Quiere encontrarse y para eso decide salir de fiesta con su novio y el mejor amigo de éste. Algo de erotismo, pasión, impulso y amistad son algunos de los temas que desfilan por estos pocos párrafos.


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Mi ilusión

Salimos tarde del garito. Hacía frío y apenas me había puesto el abrigo dos veces durante las seis horas de fiesta, bebercio y, cómo no, Eros, o al menos lo que yo entendía por eros entonces, en vena, semen, sangre y reseña. La pelea con mi novio y su amigo en la misma noche en que encontré el amor trigueño dio mucho de sí. No había puesto la chaqueta porque el hervor del alcohol, lo mismo que te envalentona ante lo que ninguna humanidad hubiera podido batir: pienso en el frío, dibujo terremotos, siento nevadas y huelo volcanes, lo mismo que te envalentona, te arde la esencia que te hace pensar con razón; es un bicho. El ardor no es malo en sí, pero cuando sube con demasiada voracidad, demasiada gana mal ardida, perdida por el esófago desde el estómago, y más abajo aún, desde el punto G del planeta Tierra hasta la más alta de las nubes, llegamos a un estado de alarma del mundo al cuerpo; a un aislamiento de perdición y bondad, que ni la Naturaleza misma podría ser capaz de predecir, porque desde que decidí que iba a salir de fiesta, supe que la naturaleza no entiende de la que aún no se entiende ni a sí misma.

—Estás tonta… ¿cómo coño le puedes hacer una reseña al mejor amigo de tu novio, tía?

—Pasó… y ya está…

Me desentiendo, cuando la cosa no va conmigo, me desentiendo. Pero me equivoco, porque participé en el jueguecito desde el inicio, bueno, no tan al inicio como Carlos, puto loco, Carlos, que me tenía hasta ayer deshermanada, humorísticamente cálida, en un estado de euforia que creía que epifanía y yo podrían ir juntas en la misma frase investigativa. Cuando todo da igual y me desentiendo, leo o escribo. Porque la abstracción me crea el desapego justo para olvidarme de lo que debería ser responsable: el abrigo, adamascado, me sujetaba los pechos con rigidez pero ternura, dándome presencia y posición. Fany, que no fue esa noche, es la que me suele acompañar a las quedadas de Carlos y una reseña… bueno, una reseña es… ¿Qué hora es? ¿Me he levantado ya o estoy aún en cama? ¿la cama de quién es, mía o de otro; conocido o desconocido? Frunzo el ceño y toco algo por el oído, escucho de golpe los ojos, y en un suspiro de embriaguez vívida, al menos esta era vívida, me veo en la punta de la cama. Autorretrato onírico.

—No, no sigas por ahí —me palpa la voz.

—No me acuerdo de nada, estoy pedo y no sé quién eres, déjame en paz.

No había mucho en mí que me hiciera diferente, especialmente diferente, pero no era yo. Me miro con desdén antes de irme y dejarme allí tirada con las arcadas del burrito que vendrían después, porque después de lo que pasó en el baño, me uní a Fany y vino más ardor para mi cabeza de la que ya había ingerido con Carlos, puto loco, y Jaime, en conversión. Es vedad, a Jaime no le conocía apenas de esa noche, pero como todo era una fiesta para Carlos, celebración en movimiento desde el mismo lugar, estado inmóvil de la cosa misma, no le importó dejarme a solas con su mejor amigo. Carlos es muy guapo, y volverá, mañana me estará lloriqueando que me quiere suya. No está bien de la cabeza. No me gustan esos juegos, y por eso me equivoco. Los tíos empiezan a ser muy quejicas, ¿no? Bla, bla, bla…. No soy mía, cuánto menos tuya, pero me equivoco…

Para comer, el camarero, que nos puso los tres Gins en un triángulo perfecto, nítidamente invisible, y soltó dos guiños uno a mí y otro a Jaime. «Interesante se ha puesto la cosa», pienso: la barra gay y yo en medio, intentando convertir… «ese moreno lo he visto yo primero, maricón», susurro dentro de mí.

Porque seamos sinceras, con Carlos no es que la cosa no fuera bien, era idéntica en perfección casi diaria, o nocturna, porque nos veíamos más de fiesta que en nuestras propias casas. Pero no es eso… es que me cansé, supongo. Me nutrí de su idealidad —qué hombre, cómo aguanta, una noche que me vestí de hombre fueron cuatro, ¿cuatro?—.

Y de pensar que hay unos a los que ni se les levanta, más divertidos son los que se permiten echar mano al punto, porque a los que ni se les levanta, no se les puede soportar.

Al camarero le pedí anacardos, seria, conocía el sitio y sabía que allí servían frutos secos, aunque nunca me había fijado, eso sí es verdad, nunca me había fijado en si habían servido anacardos alguna vez, pero decidí seguirme el juego. Ahora mismo corazón, me contesta, y otro guiño, win-win, dos cero, o como lo quieras llamar.

Jaime me miró y sonrió para un lado, dejó ver su cuello, qué cuello, trigueño y venoso, el ardor en flama que sube es el que me mueve las manos, déjame decirte, caballero, que no te entrometas en mis cosas, que son mías, le dije, sólo quiero volver a sentir lo que aún no he sentido contigo, lo pensé, ¿argumentación? Ninguna, me gusta jugar, le digo. Elimino con paint, croc del chino, ese pensamiento por un instante y por respeto a Carlos, que sigue de fiesta y habla, habla, habla, sonríe y luego llorará. El camarero alegó ser bi, y nos morreamos en su descanso. ¿Un cigarro? fue suficiente razón para comerle la boca allí mismo, después del cuarto Gin; por qué esperar a que oliese a estiércol. Me rompió en dos, pero sin llegar a nada más que la llegada a mi deseo de vencerme. Emitió una risa tonta casi al final, justo antes de que yo abriese los ojos, porque todos sabemos que los ojos se abren cuando, en un beso, tienes miedo a amar. Le toco el paquete suavemente para ver hasta dónde le había llegado la voluntad de reír. Se alegró. Sus dedos derechos, armarios de roble con tres puertas de posibilidad, eligieron acercarse al volcán de mis ilusiones: mi cabeza; los izquierdos, saltaron directos a lo que importa. Me apoyo contra el coche que me sustenta, «más, quiero más» le susurro en agudo y entrecortadamente al oído; la voluntad se extiende, Carlos no se entiende, y luego llorará. No dejo que me toque el pelo más, no vaya a ser que me descomponga por completo, salgo del descanso, paso por el baño, escucho altercados árabes y voy directa a abrir la escena de la risa y la perdición, no sin antes disfrutar de lo que me encontré en la barra del trigueño. Perfecto repuesto. Mmmm. Todo lo que empieza por chu es bueno. Muerdo los labios mirando a Carlos y le doy un beso, sabor absenta; paso la lengua bien por el canino, lo tiene tan achatado, que ni parece humano. Le gusta y me toma de la cintura, para interrumpir su desgracia con Jaime, al que dejo que me mire por detrás de los pantalones ceñidos a la espumita que me pongo para simular curva orgánica en el culo. También le gusta. Estoy lista para saltar el madreo y desvelarlo todo, porque todo amor es puro, y nadie debería pertenecerle a nadie, más que a sí mismos, grito alto ¡Vamoooooooossssss! y siento, con los ojos cerrados, siento el perfume con tono opioide que vuela a mi cuello, ¡ah sí! es el cuello de Carlos, de olor conocido, pero arrastro para mí el de Jaime, sí, Jaime tiene caninos puntiagudos. ¿Bailamos? Era lo que el momento pedía, mi mejor amiga no estaba, y se lo perdía; ella, más tranquila, era conocedora de mi sacrificio en nuestras salidas por sus ambientes. Lucho, el camarero, no era mi primer convertido. ¿Convertido de qué?, grita una voz, ni que el sexo ahora fuera una religión. Bueno, indecisos, en mi cabeza los clasifico como indecisos. Mi lección realmente viene de ellos. A ellos les debo tanto saber de mí misma. Hay noches en las que corro por los valles que nunca he pisado y siempre acabo con falta de sumergirme más. Evito el pensamiento. La historia incompleta no me sacia. Escribo, cuando me pregunto por qué no me sacia, escribo o leo. A Carlos le dediqué una historia sobre cuando nos conocimos en la última noche del estado de alarma. ¿Un hotel? Puta mierda… teníamos ¿qué?, ¿catorce? Y Carlos me enamoró porque fue a mí, aquella noche que estuvimos juntos y me enamoró, fue a mí a quien no se le levantó. Era demasiado parecido a su padre. Yo me cuido, me dije mientras dulcemente me penetraba con el canino poco agudo. Después de ese día, insistió. Yo le dije que sí, a él y a la finca de su familia. Pero no améis, por la naturaleza os lo pido, no améis por el dinero. Todo aquel lujo nunca fue compatible con el tamaño de la soledad reinante en el imperio de mi ardor.

—¿Qué pasa, loca? He visto tu llamada. Lo tenía en silencio— me dijo Fany, soltándome la mano enseguida—. ¿Otra vez a llorar?

—Se acabó, tía. Se acabó con Carlos y su compañero Jaime.

Le conté, después del segundo chupito y chupada de Lucho y después de la mirada triste de Carlos y Jaime, le conté que salieron juntos del local, se lo conté. Le conté todo lo que le podía contar: que Jaime había venido de Suecia a vivir con nosotros en el piso, que Carlos ya lo conocía; que me lié con el camarero del local al cual le hice una reseña para publicar en nuestra página; que después de bailar, llamé a Jaime para que me acompañara al baño para hacerle otra reseña, dos en la misma noche, win-win; que tomé los gins y los chupitos que me faltaron hasta llegar a reunirme con ella; le conté, al fin y al cabo, lo triste que puede llegar a ser quien se cree ganadora por jugar a una treta que mezcla perdición y bondad.

Ya me acuerdo qué hora es, es la hora de madurar. Que me llegan los treinta y tengo la ilusión de que aún puedo aprender a amar.

Recuerdo que desperté en otro lugar diferente al piso de Fany. Sin embargo, lo que más mi mayor dolor no fue ese, sino darme cuenta de cuánto amaba el olor a cama compartida... ese olor seguramente desprendido por el calor de Carlos y Jaime.

May 30, 2022, 5:45 p.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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