lapis Luis Ponce

Un anciano que inventa un juego para ocupar sus horas sobrantes en la jubilación.


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#Una manera no muy original de pasar desapercibido
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JUGANDO A LOS FANTASMAS


Hoy he amanecido con ganas de ser un fantasma. Es un juego que he inventado para ocupar en algo las interminables horas que me sobran en mi condición de jubilado.

La diversión consiste en pasar desapercibido para el resto de seres vivos de este planeta. Puede durar desde un minuto hasta la vida entera dependiendo de la habilidad de cada jugador y termina cuando alguien repara en tu existencia. Si eso sucede, pierdes el turno y tienes que dejar pasar tres días, para volver a intentarlo.

Veamos cómo me va en esta oportunidad. Ojalá esta vez tenga la suerte de no ser descubierto, para eso debo ser muy precavido.

Me he levantado de la cama cuando el sol ha empezado a brillar atrás del horizonte. En el reloj del decodificador del cable son las cinco y cincuenta y cinco minutos. Ya tengo ochenta y siete años y duermo poco.

Aunque soy un fantasma, me he bañado, me he afeitado, me he acicalado y me he vestido de un gris insípido.

Como soy transparente, ni mis hijas ni la empleada me han saludado cuando han llegado a la cocina donde me preparo una taza de café. Hasta aquí voy bien.

Los fantasmas también tomamos café. Ustedes pensarán que tomo café descafeinado para pasar desapercibido, pero no es así. Disfruto mucho del sabor y el aroma de un café recién pasado.

Las mujeres de la casa están agarradas del cuello por el WhatsApp por eso no reparan en mi presencia.

Siguiendo las reglas del juego, aunque he sido educado a la antigua, al ser un fantasma yo no puedo saludar. Tengo que esperar a que otros lo hagan y si lo hacen, se acaba el juego porque significa que me vieron.

Mi condición etérea ha empezado a funcionar. Desayuno mi taza de café negro, y como nadie “me ha visto”, salgo sin despedirme. Por suerte no tenemos perros ni gatos. Ellos no conocen las reglas y pueden arruinar un juego tan meticuloso.

El vecino de la panadería me ignora cuándo paso a su lado a pesar de que le compramos el pan todas las mañanas, lo mismo me pasa con el vendedor del periódico. Eso significa que el reto funciona y que hasta ahora me mantengo invicto en esto de no existir para los demás, solamente me llama la atención una foto en el diario de un señor muy parecido a mi cuando era joven, pero no me detengo.

Subo a un bus, decidido a pasar el día en un barrio del sur donde nunca he estado. Seré un espíritu en el que ninguno reparará. Nadie regresará a mirarme. Tengo la ventaja de que en este país ya nadie se preocupa por los demás, así que, resulta más fácil hacerlo.

En otra época cualquier muchacho bien educado, otro jubilado de buenas costumbres o una dama “socialitè” me hubiera tomado en cuenta.

Veamos cuanto tiempo me dura el juego.

El bus está lleno, pero nadie se ha ofrecido para cederme el asiento a pesar de mi avanzada edad. Mi condición fantasmagórica está dando resultado. He pasado sin cancelar mi pasaje, pues el chofer del bus no ha reparado en mi presencia porque atrás mío subía una llamativa buenamoza que acaparó la atención del conductor.

Como soy una aparición nadie me ve. Ni siquiera para criticarme, no existo para los demás. A ratos me dan ganas de hacer sonidos espectrales para llamar la atención, pero si alguien me escucha perdería la competencia, por eso lo evito.

Como recuerdo que he jugado otras veces, me imagino que cada día voy perfeccionando el juego, pero nunca me había ido tan bien como ahora.

Al llegar a mi destino, bajo en medio de un tropel de apresurados, que por poco logran que termine con mi humanidad por los suelos, pero desciendo tan liviano como una pluma.

El día está claro, una fresca brisa agita las ramas de los árboles del parque. El sol aún es tibio.

En la acera encuentro a un mendigo profesional, vividor funambulesco del circo de la vida, de esos a los que no se les escapa nadie para esquilmar. Pero esta vez me ha ignorado olímpicamente. De todas maneras no le hubiera dado nada porque necesito guardar las pocas monedas que tengo en los bolsillos. Uno nunca sabe cuándo puede necesitar algo.

Ingreso a una farmacia en busca de una pastilla de menta para aplacar la sequedad de mi garganta. Pero como soy un fantasma en la cola de atención, todos los jóvenes me ganan el turno. No es culpa de ellos, es culpa mía porque no tengo voluntad para hacerme notorio.

Cuando he quedado solo, la dependienta escucha mi pedido y sin levantar la vista de su celular me indica un paquete que está a la mano. Por suerte tiene puesta su atención en el mensaje que está escribiendo en el móvil y no se da cuenta de que soy una visión. Tampoco me ha cobrado. Quizás es el día del anciano y yo no lo sabía. O había una promoción gratis del producto.

Soy un éxito en el juego del fantasma.

En mi camino hacia el parque del barrio me cruzo con un grupo de seis perros, que se dirigen afanosos a sus labores diarias, tampoco reparan en mí. En otra ocasión eso hubiera significado un problema. ¿Será que en realidad me he convertido en un fantasma? Tengo que pellizcarme un brazo para asegurarme de que aún estoy vivo, pero lo hago bruscamente, lo que me produce un dolor innecesario. A propósito ¿Será que yo también soy innecesario? ¿Qué nada va a cambiar en el mundo si existo o no existo?

Trato de cruzar una calle por la zona peatonal, pero me es imposible. Todos los automovilistas me lanzan sus vehículos como si no existiera. Perdón, había olvidado que soy transparente.

Cuando al fin logro llegar a la vereda del frente, una muchacha que chatea en su celular casi tropieza conmigo, pero me ignora.

Soy un campeón en el juego del fantasma.

Aprovecho mi estancia en un sector tan alejado de la casa, para visitar la iglesia. Desde hace mucho tiempo tengo un morboso deseo de estar solo en una iglesia.

Como soy ateo, todos en mi barrio se burlarían de mí si se enteran, o aprovecharían para lanzarme cualquier improperio. Necesito aprovechar que estoy en un barrio donde no me conocen. Pero no puedo ingresar porque la iglesia solamente atiende de siete a ocho en la mañana y de seis a siete de la noche. El resto del tiempo, la gente tiene que recurrir a los shamanes que están en las plazas y en las ferias.

La iglesia trata a sus feligreses como si fueran fantasmas y sólo recurre a ellos cuando necesita de su aporte económico.

Opto por sentarme en una banca del parque a disfrutar del tibio sol de la mañana.

Al rato llega una pareja de jóvenes enamorados a la banca del frente y proceden a ejecutar una escena erótico-romántico-contorsionista. Puedo observarlos con total tranquilidad pues actúan como si yo no estuviera allí.

Como la presentación no es de mi interés, prefiero acercarme a escuchar el show musical de un ciego y su acordeón y me entusiasmo al escuchar una rescatable versión de “Caballo viejo” de Simón Díaz. Como en los viejos tiempos mis hombros primero y luego mis piernas se mueven rítmicamente cual títere manipulado al compás de la música.

Me extraña no ser el hazmerreír de la concurrencia y aprovecho para dar rienda suelta a mi espíritu bailarín. He perdido la vergüenza. Esto sí es vida.

Nunca me había sentido tan libre, tan liviano, tan dueño de mi mismo.

Deposito mi exigua contribución en el sombrero de fieltro del músico, quien no me agradece pues no ha logrado oír el sonido de la moneda al caer sobre el tejido.

Prosigo mi camino e intento acariciar la cabecita de un niño indígena que pasa por mi lado, con la cara sucia, despeinado, con el ombligo al aire y una sonrisa de felicidad que no se la roba nadie. Pero tengo que detenerme, para no perder el juego.

A cambio, para mi satisfacción, me inclino a oler unas camelias recién abiertas al sol que han sido bañadas por el rocío matutino.

Mi espíritu se ha dejado llevar por el sentimentalismo y un nudo en el pecho me dice que me deje de juegos. Que ya estoy viejo para eso.

Con una especie de remordimiento en la boca del estómago subo a un bus de la línea que pasa por el Cementerio Municipal y esta vez ni siquiera me cobran el pasaje.

Llevado por un amor interminable, no reparo en nada hasta estar frente a la tumba de quien fuera mi esposa. Se fue el año pasado cuando algún dios celoso se la quiso llevar para demostrarme que la quería más que yo. Se habrá sentido defraudado al darse cuenta de que eso era imposible. Ella lo sabe, por eso me ha cuidado estos meses de soledad. Siempre he sentido su presencia a mi lado y me ha dado a comprender que pronto estaremos juntos.

Lástima que por el apuro no he traído ni siquiera un ramo de flores. Ella sabe que pronto estaremos juntos y nos complementaremos, ese será el mejor homenaje que le pueda ofrecer.

Solo le entrego un profundo suspiro desde el fondo de mi corazón, pero impido que una lágrima resbale hasta la lápida, para no salpicar mi tristeza hasta el otro mundo.

Se me han ido las ganas de seguir jugando.

Creo que será mejor que regrese. Mis hijas estarán preocupadas. Llega un momento en que se cansan del WhatsApp y reclaman por su padre.

Al llegar a mi casa un profundo olor a nardos sobre vuela el ambiente, hay mucha gente en el jardín y mis hijas lloran desconsoladamente, alguien ha muerto, por eso es que nadie repara en mi presencia.

Ya no volveré a jugar.

Sept. 27, 2017, 3:43 p.m. 0 Report Embed Follow story
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To be continued...

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