Estoy en mi habitación mirando hacia la ventana. Todas las lámparas están apagadas y la única luz, más bien tenue, es la que emana de la luna llena que se asoma por la ventana, la cual se encuentra abierta. Pero yo no veo a la luna de plata, aunque parezco embobado con su luz o con su presencia.
No, no veo a la luna. La veo a ella, sostenida sobre el borde del alfeizar con las dos manos, sus pies también están sobre el alfeizar, está apoyada sobre las puntas y se encuentra sentada sobre sus tobillos. Ella parece tener mi misma edad, yo apenas cuento los cuatro años en ese momento, viste al parecer un gran abrigo de piel blanco que cubre su pequeño cuerpo. Sus ojos son de un azul penetrante y parecen brillar en la oscuridad de la habitación, la luz de la luna parece brillar a través de sus cabellos que ondean ante el viento nocturno.
Yo la veo, no sé por qué, pero en ese momento sonrío. Siento que la he conocido antes, que la conozco y que ella me conoce a mí, más no soy capaz de recordar de donde, ni siquiera puedo recordar su nombre. Pero la conozco, ella es mi amiga, o al menos eso creo que es. Ella también sonríe y me habla, pero no puedo escucharla, no sé por qué. Es como si hablara muy bajo o que sus palabras se fueran volando con el viento, de manera literal.
Siento algo dentro de mí, una especie de calor, me siento extraño pero no me siento mal. Bajo la vista para verme las manos, una mata de pelo negro comienza a aparecer en ellas, tanto en el lado del dorso como dentro en las palmas. Levanto la vista hacia la ventana, la chica ya no está, se ha ido.
De pronto siento una sacudida, y otra sacudida, y otra, y otra, y otra…
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