Iniciaba el periodo de mi servicio social. Ese día estaba en la sala de espera del Servicio Médico Forense. La medicina color de rosa y mis esperanzas en la humanidad terminaron cuando la balanza se inclinó hacia caminar al lado de las planchas relucientes y el sofocante olor a formol. El paso era lógico. La verdad es que no sé bien cuando nació mi interés en la medicina legal. Quizá fue cuando iba caminando de la mano de mi padre, a los 10 años, y vimos un terrible accidente. Me impresioné bastante. La persona quedó totalmente desfigurada. Ahí fue cuando me pregunté cómo lo reconocería su familia. Los años siguientes vinieron como cascada y me fui interesando cada vez más en ese campo de la medicina. Quería aprender y servir. Quería practicar y consumarme como la mejor forense del país. Tenía el talento, las ganas, la motivación, el impulso y los conocimientos. Nada podría salir mal.
Sinceramente, me encontraba sumamente nerviosa. No por miedo, sino por mi afán de perfeccionismo y de querer destacar por sobre todos. Mi reputación de estudiante modelo tenía que continuar impecable. Era ansiedad, más que nada. Realizar una necropsia debía ser bastante distinto a las clases de anatomía que se impartían en el salón de clases, pero ese riesgo estaba calculado. Me sabía la teoría de memoria, pero una cosa es ver un bisturí dibujado en un libro, y otra, abrir a una persona que alguna vez, incluso, pudo haber caminado a mi lado.
Mientras estaba en la atiborrada sala de espera, mi vista turisteó un poco por las paredes. Pósteres de paisajes nevados con una tenue luz de sol acariciando un lejano horizonte y la reproducción barata de una acuarela cuya protagonista era una hermosa niña recogiendo flores en una canasta. Aquello era una especie de mosaico de diferentes emociones. A fin de cuentas, creo que nadie le ponía atención a la decoración tan dispar. Las personas que entraban a esa sala de espera llevaban tanta preocupación que jamás se fijaban en esos cuadros, que si pudieran hablar, contarían miles de historias tristes. Así que se convirtieron en testigos mudos de lamentos y alaridos. Vaya antítesis. Se convirtieron en custodios de lo amargo, en las pinturas rupestres de esa cueva del sufrimiento, adornada con esas desesperanzadoras letras: SEMEFO. Iniciales de la entrada al infierno.
Oficiales de policía entraban y salían como surtidores de supermercado. La puerta no tenía descanso.
Hombres en bata y gafete se enseñoreaban por el edificio aquel. Era de ellos. Eran los guardianes de ese castillo. Ahí, dictaminaban las causas de muerte de aquellos cadáveres que caían en sus manos. No le hallaban sentido a la vida, sino a la muerte. Se sentían un poco detectives. Ellos, mediante la técnica, proporcionaban los elementos suficientes para desenmarañar algunos casos. A ellos les correspondía la ciencia. A la policía, la investigación. A la Justicia, el castigo. Cada quien hacía su parte.
El SEMEFO está enclavado en un área arbolada al oeste de la ciudad. Los árboles de esa zona han aguantado en pie muchos años, tantos, que creo que vieron la ciudad recién nacida...y la verán en su lecho de muerte. Con su sombra, cubrían el complejo de la muerte, la bodega del llanto, el depósito del sufrimiento.
Aquellas oficinas con sus múltiples pasillos y patios, yacían bajo las ramas de esos centinelas de madera y hojas verdes, donde a su vez, habitan numerosas aves que con sus hermosos cantos, parece como si intentaran aliviar el desconsuelo de las pérdidas irreparables que se ahogaban diariamente entre gritos de pena y dolor.
Mi vista se ancló, después de recorrer la estancia, en la acuarela que mostraba a la niña con las flores. Una niña blanca, de mejillas rozagantes, con un vestido beige, estrechado por un listón rosa y unas curiosas zapatillas negras. Miraba hacia el frente con unos preciosos ojos cafés. Tenía un rostro sumamente bello y el gesto inspiraba gran ternura e inocencia. Sonreía levemente y sus facciones casi angelicales me hacían sentir mucha calma.
—¿Doctora Rigel Ponce? —dijo, interrumpiendo aquella embriagadora visión un hombre en una bata blanca, calvo, de estatura baja y tez morena, que se asomó con discreción por una puerta que decía: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Unos anteojos servían de claraboya a esos ojos vetustos. Era el doctor José Rojas, Jefe de turno del SEMEFO.
—Soy yo —asentí, mientras me paraba velozmente.
—Pase usted doctora, por favor —esbozó el médico, extendiendo su brazo en ademán de bienvenida.
Aún recuerdo los pasos que di en aquella estancia. Si tan solo hubiera podido saber lo que me esperaba...
Una vez dentro de la oficina del doctor Rojas, eché un vistazo alrededor y pude observar los reconocimientos que daban fe de su trayectoria impecable. Cursos en otros países, incluso. Casi no había un lugar vacío en aquella pared.
—Buenos días, doctora Ponce, soy el doctor Raúl Rojas, Jefe de turno de este lugar y quien decidirá si usted ingresa o no con nosotros –mencionó el galeno, mientras abría el fólder amarillo con mis datos y lo ponía en el centro de su escritorio.
—...Cuarto año...promedio intachable...primera de su clase...afinidad por la medicina legal... —decía el doctor en voz baja mientras hojeaba mi expediente.
—Doctora Ponce, me permitiría preguntarle ¿Por qué esta área?, ¿Qué es lo que realmente le atrae de nuestro trabajo?
—La ayuda invaluable que puedo prestar, doctor. Me considero una persona altamente efectiva y muy cuidadosa en los procedimientos. Analizo a conciencia todo caso que cae a mis manos y me precio de tener una cierta intuición que, estoy segura, ayudara a resolver muchos de ellos. Además, creo tener madera para esto. La medicina forense me apasiona, incluso desde antes de ingresar a la carrera y le aseguro que desempeñaré un excelente papel, con absoluta seriedad y responsabilidad —contesté sin pausas, orgullosa de mi respuesta, creyendo haber impresionado al doctor.
El doctor Rojas sonrió amablemente.
—Así que cree tener madera para esto —dijo con una sonrisa leve.
—Bueno...sea usted bienvenida. Con un expediente como el suyo, mal haría en negarle la oportunidad de continuar perfeccionando sus estudios. Y, si es que se termina de convencer, espero que algún día pueda ingresar a trabajar aquí, por qué no. Por lo pronto, manos a la obra. Como usted sabrá, en este lugar hay bastante trabajo. Tenemos muchísimos huéspedes...así me gusta llamarlos. Creo que eso aminora el contexto en el que llegan. Me gusta pensar que son personas que vienen por unos días y se van a un destino mejor. Sí, me gusta esa idea. Además, estoy a pocos días de jubilarme y pues, qué mejor que enseñarle algo a una estudiante más. Pero, déjeme decirle algo, doctora. Este lugar consume, penetra cada fibra de su ser. La verdadera lucha, es al cerrar los ojos por las noches. Procure despejarse todos los días, antes de descansar. Qué sé yo. Cómase una nieve, corra, ande en bicicleta, escuche música, algo...haga algo. No permita que lo que aquí vea, se vaya con usted. Cuando los muertos le hablen, no los escuche. Recuerde mi consejo.
Para ser un destacado profesional del área, su comentario me pareció un poco tierno e inocente. Sin embargo, sus credenciales y su prestigio, invaluables, saltaban a defenderlo. Me parece que me llevaré bien con este doctor, es amigable y de buen corazón —pensé.
—Dicho lo anterior, por favor, sígame —dijo el doctor Rojas.
Serpenteamos pasillos blancos. El olor a formol era cada vez más fuerte. Pasamos por el área de trabajo social. Los gritos tomaban por asalto esos cubículos. Era donde se les daba la noticia a los familiares o amigos, sobre la persona que buscaban. Raras veces fallaban en encontrarlos. Casi siempre, las sospechas que los llevaban ahí, se estrellaban en esas trabajadoras que confirmaban que el pariente o el conocido, ahora se encontraba en alguna fría gaveta. Huelga decir, todo un viacrucis. Llantos y lamentos se impregnaban en las paredes blancas. Se adherían peor que ese olor a formol tan fastidioso.
Después de transitar por los cubículos aquellos, llegamos a la morgue donde cada plancha tenía a su ocupante. A su huésped, como al doctor Rojas le gustaba llamarlos.
Ahí me estampé con la realidad. Esta ciudad es una de las más violentas del país y vaya que pude notarlo. Entre más habitantes, más muertos, obvio. Pero no sólo es el dato demográfico, sino las conductas atípicas que hierven sin cesar. Hay más gente, más violencia, más monstruos, las noches son más negras. El grado de expansión de una urbe, es inversamente proporcional a su inocencia y directamente proporcional a su maldad.
Sábanas blancas manchadas de rojo se erguían como banderines de guerra en un campo de batalla donde los médicos y técnicos eran las aves de rapiña. Las gavetas donde se depositaban los cuerpos abrían sus fauces devorando aquellos cadáveres que dejaron atrás sus ilusiones y anhelos. Los engullía con frio desdén.
La maldad humana, responsable de casi todos los inquilinos de las planchas de acero, se hacía notar con fuerza. Cadáveres cercenados de tajo de este mundo albergaban en sus últimas facciones, la desesperación de haberse ido sin arreglar sus pendientes. Se podía palpar la sensación de pesadumbre, de ansiedad. El ambiente era denso y sombrío.
Me imaginé que muchos eran los responsables de acabar ahí. Traficantes de enervantes, homicidas, delincuentes y demás renglones del bajo mundo habían tallado en la madera de su vida, ese destino final. En cierta parte, se lo merecían, sus actos deleznables no pudieron acabar en otro lado. Aunque el médico al hacer su trabajo, tiene que despojarse de prejuicios y costumbres propias, pues está al servicio de los vivos...y en este caso de los muertos.
Los horrores que albergaba el edificio, impactaban el alma, trituraban el corazón. En una ciudad tan grande y complicada, los horrores cotidianos tienen que ir a parar a un lugar. Ese lugar era éste. En esa colección de planchas de acero paraban tantas y tantas historias de vida que ahora se veían reducidas a anotaciones de registros policiales.
El doctor Rojas ordenó parar las actividades en ese momento para presentarme a la plantilla de médicos, enfermeras, técnicos forenses, ayudantes y algunos estudiantes más.
—Equipo, me permito presentarles a la doctora Rigel Ponce, prestadora de servicio social con nosotros. Hoy es su primer día, y les pido de la manera más atenta que colaboren con ella y le otorguen las más enteras facilidades en el ejercicio de su encargo.
Todos asintieron.
—Doctora, tengo asuntos que atender, la dejo en buenas manos. Araiza, por favor, asístala en sus labores desde este momento –dijo el doctor Rojas mientras me guiñaba el ojo y se encaminaba hacia la salida.
—Venga, doctora, si es tan amable –dijo el técnico forense Juan Araiza, mientras colocaba una etiqueta en el dedo del pie de un cadáver.
Se encontraba clasificándolos y haciendo anotaciones en una pequeña libreta que siempre traía consigo.
—Mi trabajo es conocer a cada uno de los muertos, perdón, huéspedes, como los llama el doctor Rojas. Así que permítame ayudarla en lo que necesite, que para eso estoy —comentó sonriente Juan, mientras se encaminaba al próximo par de pies helados.
En una ocasión, llego un huésped, un carpintero de 54 años, robusto y de gran estatura. Había caído de un andamio en una obra en construcción, por lo que su cuerpo se hallaba en muy mal estado. Juan, que rozaba el 1.95 de estatura, comenzó a despojarlo de sus ropas a fin de practicarle la autopsia correspondiente.
Aclaro, nunca me sentí impactada por los despojos humanos que ahí llegaban, más bien, me atribulaban las historias que los llevaron a ser huéspedes. Pasé incontables noches sin dormir, pensando y soñando en ello. Uno aprende, con el paso del tiempo, no a olvidar, sino a restarle importancia, a organizar las memorias en el archivo de la rutina. Era eso, o caer en el insomnio de por vida. Ahora más que nunca, las palabras del doctor Rojas se impregnaban en mi mente: "No permita que lo que aquí vea, se vaya con usted. Cuando los muertos le hablen, no los escuche".
En ese momento, Juan, despojado del lastre de la repugnancia y haciendo gala de su tremenda fuerza, le fracturó las costillas al cuerpo, sacando las vísceras como si fueran carretes de estambre mientras decía que tenía un poco de hambre. Había adquirido, de tanto convivir con los muertos, un cinismo perturbador.
Los días transcurrieron lentos. Llevaba un año en el Servicio y ya conocía a todos. Pero debo decir que siempre me sentí rara. La medicina forense seguía siendo mi área favorita pero confieso que iba más por los sellos de asistencia en mis reportes, que por ganas. No me lo podía explicar.
Recuerdo esa noche. Vaya noche. Fue el inicio del fin.
Eran las 11 y pasadas. La unidad móvil trajo al último cadaver del día. Una niña de no más de 7 años a la que habían tirado del cuarto piso. Jamás olvidaré ese rostro. Aunque apenas reconocible, lo que quedaba de sus facciones me indicaban que fue una infante realmente adorable. Llevaba lo que alguna vez fue un vestido beige con un listón rosa y una zapatilla negra mal atada a su pie. La limpié y la trasladé a la plancha, más por rigor procedimental, que por averiguar la causa de la muerte, que a todas luces, resultaba evidente.
Recuerdo haberle pasado las manos por ese cabello castaño, tan claro que fácilmente pasaba por pelirrojo. Piel blanca como la nieve de la cúpula de un volcán. Durante el procedimiento, sus facciones me resultaron conocidas, sentía que la había visto antes, pero no atinaba a descubrir dónde.
La volteé pecho abajo y descubrí algunas partes de su espalda con quemaduras de cigarrillo y hematomas, señales de maltrato posiblemente por sus padres. El coraje que sentí sólo fue aniquilado por la inmensa tristeza que me invadió justo en ese momento. Pero al margen de los sentimientos propios, mi actividad profesional tenía que imponerse, así que el momento de la necropsia, llegó.
Tomar el bisturí y cercenar de la ingle hasta el cuello. La rutina no evaporaba lo atroz del procedimiento. Después de todo, cortar a un infante que yacía en la fría plancha no era absolutamente nada fácil, pero aun con lo trillado del asunto, alguien tenía que hacerlo. Yo era ese alguien.
La crudeza de la escena resultante del procedimiento, fue tan abrasadora y traumática que no pude contener el llanto, así que tapé de nuevo el cuerpo y salí a despejarme. Necesitaba aire. Necesitaba irme de ahí.
A unos pasos, había una máquina expendedora de bebidas, así que caminé hacia ella.
Caminé pensando en que mi ética profesional yacía en cenizas. Este caso había hecho que mi objetividad e imparcialidad como médico se redujera a lo personal. La claridad de mi trabajo se había empañado por mis juicios y por mis prejuicios. El velo de la práctica médica y la realidad, se había enredado.
Saqué unas cuantas monedas y elegí un jugo de durazno en la máquina aquella. Ayudó a suavizar ese nudo en la garganta que sentía. De pronto, me vi envuelta en la más abrumadora soledad. Ni un trabajador rondaba por ahí. No estaba el vigilante y ninguna de las ambulancias de traslado. Eché un vistazo a mi reloj. Señalaba 10 minutos para las 3:00 am.
Era yo y nadie más que yo en aquellas instalaciones de la desesperanza. Me di cuenta de que estaba sola en el lugar donde todos terminan solos, o al menos, eso creía yo...
No hice ni siquiera el intento por preguntar en voz alta si alguien estaba por ahí. El silencio me dio la respuesta, antes de la pregunta.
La bruma inundaba el patio, penetraba la reja de seguridad, mientras el frio se colaba hasta las copas de los árboles. Todo aquello parecía como una isla desierta, iluminada pero vacía, ausente, infecunda.
Mis manos temblorosas intentaban acomodar un cigarrillo en mis labios húmedos. Mis ojos llorosos dificultaban la acción.
Pensaba una y otra vez en esa niña. En cómo le fue cortada su leve existencia. En todo lo que tuvo que sufrir. En la clase de monstruos que tendría como familia y en todos los gritos de auxilio que lentamente fueron pereciendo, ahogados en el desfiladero negro de la desesperanza y el silencio.
Alguien tenía que pagar por eso. La técnica forense al servicio de la ley, me permitiría hasta donde pudiese, aportar todos los elementos para el esclarecimiento de aquel infame crimen.
De pronto, mi amargura y tristeza se transformaron en ira y rabia. Tiré el cigarrillo a medio terminar y lo pisé con coraje, dispuesta a escudriñar absolutamente el cadáver de aquella niña a fin de encontrar algún indicio de los culpables, cualquiera que me sirviera para repartir la culpa de aquel brutal homicidio.
Mi postura objetiva profesional se estaba diluyendo, ¡rayos!, pero después de todo, era humana y esas cosas finalmente acababan por dolerme. Cualquier injusticia que yo juzgara en mi profesión, iba haciendo merma en mi interior, y esa, vaya que la ponía por sobre todas. Era una niña inocente, joder, ningún niño merece transitar por una infancia llena de miedos y terrores.
Me encaminé a la plancha, dispuesta a ofrecer lo mejor de mí. Mientras me giraba para ingresar a la morgue, alcancé a ver a lo lejos una niña en cuclillas y de espaldas, jugando con algo en el piso de tierra. No pude notar muchos detalles por la hora aquella, pero llevaba un vestido beige y en la cintura un listón rosa. Cabello castaño claro largo y ondulado. No puedo describir la sensación de aquella visión con claridad, pero fue una mezcla de asombro y extrañeza, no de miedo. La mayoría de los profesionales de la salud hemos adquirido un cierto desdén por aquello que el resto de las personas denominan como paranormal, así que esa teoría, la paranormal, era la última a la que recurríamos cuando sucedía una u otra cosa en nuestro día a día.
Por segundos que parecieron horas, me quedé observándola, esperando a que alguno de sus padres se acercara a ella.
Finalmente, aunque era el Servicio Médico Forense, no era raro que algunos niños esperaran afuera a sus padres mientras estos ingresaban al edificio.
Caminé un poco hacia el patio que comunicaba con la entrada principal del edificio para ver si había estacionado un vehículo o alguna señal de que alguien hubiese llegado a reconocer algún cuerpo. Eran horas inhábiles, pero algún funcionario de gobierno pudo haber intervenido para conseguirle el acceso a algún conocido suyo o algo parecido.
Nada. No había nadie. El estacionamiento estaba vacío y las rejas de acceso, cerradas. El vigilante no estaba en su caseta y las luces de la sala de espera estaban apagadas.
Contrariada, volteé hacia donde estaba la niña, que seguía jugando con algo en la tierra.
Me acerqué a ella lanzándole un silbido. No volteó. Continué caminando soplándome las manos por el frío.
Una vez que estuve ahí, la niña, de espaldas a mí, me dijo:
—¿Quieres jugar?
—¿Cómo te llamas, princesa ¿Dónde están tus padres? —le dije preocupada.
Ella, sin voltear, entre risas, me contestó:
—No sé, hace mucho que no los veo.
— ¿Con qué juegas, muñeca? —pregunté.
La niña me mostró con lo que estaba jugando. Señaló al suelo. Eran sus entrañas. En el piso de tierra estaban sus vísceras. La niña ahora me miraba fijamente y pude ver que de su vientre manchado, escurría sangre a borbotones.
Un electrizante escalofrío me punzó la espalda recorriendo mi columna vertebral por completo.
Lancé un grito ahogado y me tapé la cara con las manos.
Cuando retiré las manos de mi rostro, la niña ya no estaba y sus entrañas tampoco. La tierra estaba intacta y sin manchas de la sangre que había escurrido hacía unos instantes.
—Pero, ¡que diablos!, pensé nerviosa, este caso me ha afectado más que ningún otro. Estoy viendo visiones horrendas. Estoy perdiendo mi serenidad como médico y hasta estoy alucinando. Bueno, también estoy muy cansada y con hambre. Sí, eso debe ser —dije para tratar de sosegarme.
Me sacudí la cara, me pasé las manos por el cabello, me recompuse la bata y me dirigí a la puerta, dispuesta a terminar mi trabajo e irme. Había sido un día muy pesado. La verdad era que quería huir.
Cuando caminaba despacio por el pasillo que comunica a la sala de cuerpos, volví a ver a la niña corriendo hacia la morgue. De nuevo de espaldas, como si fuera una broma macabra.
Me congelé al verla, pero sabía que no podía quedarme ahí toda la noche. Decidí entrar, pero no por esa puerta, sino que bordeé las instalaciones para ingresar por la puerta principal por la que podía llegar a la morgue desde el pasillo.
Ingresé lentamente buscando el apagador de las luces y ahí fue cuando me di cuenta de algo atroz. La niña que había visto jugando hace unos instantes, era exactamente igual a la que vi en la acuarela cuando recién llegue aquí...y era justamente como la que estaba en la fría plancha de acero. Mi mente no alcanzaba a comprender. No miento cuando digo que la vista se me nubló y todos los cabellos se me erizaron.
De pronto, una mano infantil toma la mía.
—¿Tú sí me vas a cuidar?
Era ella, riéndose con malicia. Era la misma niña de la acuarela. La misma que vi en el patio.
Ya no supe más de mí.
Sólo recuerdo que un buen rato después, estaba en una de esas planchas frías, cubierta con una sábana.
—¿He muerto? —dije.
Una voz risueña, ésta vez de hombre, contestó.
—No, doctora, está viva, la encontré tirada en el suelo de la sala de espera e inmediatamente la traje a recostarla, bueno, perdón por haberla traído aquí, pero ¿a donde más la podría haber llevado?
— ¡Juan! —dije con alivio.
Era el técnico forense que llegaba a su turno al clarear el día y me vio desmayada en el piso, después de haber sentido el peor terror de mi vida.
Las aves de los árboles iniciaban su canto matutino, pues unos levísimos rayos de sol se asomaban por entre las hojas, en la altísima copa de los árboles.
—Déjame contarte lo que me sucedió...
—Doctora, tranquila, ya está usted en buenas manos. Permítame traerle un té caliente para que se relaje un poco más —interrumpió Juan.
—¡No! ¡No te vayas Juan! —respingué con miedo.
Entre risas, Juan asintió y se dirigió a acomodar su instrumental en una bandeja de lámina reluciente.
Me dispuse a contarle toda la historia de esa noche y todo lo que había sentido.
Juan, atento, me escuchaba como si no me estuviera creyendo.
Al estar contando mi historia, confieso que me dio un poco de vergüenza. Quizá me lo había inventado yo, quizá el estrés había minado mis sentidos y los recuerdos de todos esos muertos acumulados, habían despedazado mi tranquilidad.
Juan, sin una mueca, me dijo:
—Doctora, creo que ha sufrido usted una alucinación por tanta carga de trabajo. Debería considerar pedir un cambio hacia otro lugar, digamos, menos estresante. Por lo pronto, sepa usted que aquí se oyen historias que lo marcan a uno de por vida. Esta vez le tocó en carne propia y creo que no será la última. Si me permite confesarle, doctora, a mí me han pasado algunos sucesos que a la fecha no puedo explicar. Además, debo sincerarme en algo. Soy muy tosco por fuera, pero muy tierno por dentro. Colecciono aves. Escucharlas me relaja tanto. En mi casa tengo bastantes jaulas y sólo cuando dejo de oírlas, me asaltan los pensamientos más atroces del mundo. Debe ser por tanto año metido aquí. De sobra sé que la maldad humana no tiene horario. Tantas historias yaciendo en el acero frío, me han enseñado que la vida está en lo más vivo, en la naturaleza, esa que pocas veces nos detenemos a admirar. Adoro el canto de las aves, porque me enseñan a estar, precisamente, vivo. Pero por desgracia, las aves no cantan por las noches.
Y es en esas noches, cuando nos asalta lo peor de nosotros.
—Tomaré muy en cuenta tu comentario, Juan —espeté absorta, como no atinando si lo que acababa de sucederme hubiera sido real. En fin, gracias por el té. Voy a mi cubículo a recoger mis cosas. Regresaré cuando inicie mi turno y ya veremos...
Me encaminé un poco mareada a mi oficina a sacar mis pertenencias e irme a mi hogar.
Recogí mi bolso y me enfundé en mi abrigo. Las llaves del auto en mis manos y una bufanda eran mis armas en esa fría, pero clara mañana.
Al momento de ir saliendo, iba llegando una ambulancia de servicio. Era una de las nuestras. SEMEFO, decía al costado.
Decidí pasar de ella, no voltearla a ver. Quizá después, cuando regresara, mi vida continuaría normal. Quería despejarme de todo lo vivido...o soñado esa terrible noche anterior.
El conductor apagó el motor, descendió y ni siquiera me miró.
Al detenerme a encender un cigarrillo, escuché que las puertas traseras de la ambulancia se abrían de par en par, dejando al descubierto al nuevo huésped.
Los pies desnudos del cadáver se asomaban por entre la sábana blanca.
Era una mujer.
Reconocí el tatuaje que llevaba en el pie derecho. Me impresionó porque yo tenía exactamente el mismo tatuaje en el mismo lugar...
Era yo.
Era yo la que estaba en la camilla, tapada. Estaba muerta. Estaba viéndome a mí misma, muerta.
Sentí una mano abrazándose a la mía. Era la de una niña hermosa, de cabello castaño y un precioso vestido beige por cuya cintura se ceñía un listón rosa.
—Vámonos, ya nos esperan —dijo.
Todo se iluminó. Sentí una brisa cálida muy agradable y sentí también que la niña me jalaba dulcemente hacia un lugar que inspiraba mucha confianza.
Pero algo detuvo por unos instantes esa magnífica experiencia.
Mientras caminaba, escuché gritos a lo lejos.
Gritos de un hombre furioso y golpes, muchos golpes, como de un cinturón estrellándose en la piel de alguien.
De pronto, comencé a sentir cada uno de ellos, latigazos increíblemente fuertes que rompían la piel de mi espalda. Quería retorcerme del dolor. Por si fuera poco, podía sentir la furia del fuego de un cigarrillo apagándose en mi piel.
El olor a carne quemada y a humo, penetraba por mi nariz y me dificultaba respirar.
Era mi padre, que me sacaba de aquella visión que estaba teniendo, sujetándome de mi cabello castaño claro, golpeándome y quemándome con saña, mientras yo apretaba los dedos de mis pies enfundados en unas zapatillas negras y apuñaba mis manos escondiéndolas en el listón rosa que estrechaba la cintura de mi vestido beige...
Fin.
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