pavelgb Pavel Gabriel

Sigue a Alessa Uri, una joven agente de la División de Seguridad, en su viaje para descubrir la razón de por qué, hace casi cien años, la humanidad se vio confinada a una vida en los bastiones, ciudades estado aisladas del mundo exterior. El secreto mayor guardado de la humanidad yace oculto en una historia con tintes cyberpunk ambientada en las calles y barrios de Rainbow City. Y tú, ¿eres digno de ser humano?


Science Fiction Dystopia For over 18 only.

#Cyberpunk #inkspiredstory #Neonoir #Noir #thriller
1
167 VIEWS
In progress - New chapter Every 30 days
reading time
AA Share

Hamburguesa doble queso

Noticia publicada por el Relic de Neo Gaia, Rainbow City, el día 12 de agosto del 2091:

“Accidente automovilístico en el Sector B se cobra la vida de una mujer. Su hija de once años observó todo”.

Los hechos ocurrieron hoy a las 12:42 P.M. en Av. Androides, a las puertas de iCream, la popular cadena de helados. Al parecer, la mujer iba a comprarle un helado a su hija que la esperaba ansiosa en el asiento trasero del auto. Mientras cruzaba la calle apareció de la nada un camión industrial que, al no poder frenar, terminó arrollándola. Su cuerpo quedó reducido a un manchón rojo sobre el asfalto. Todo esto frente a la niña de once años. El conductor ya ha sido detenido y pronto se someterá a juicio; en cuanto a la niña, aún no tenemos noticias de su condición. Cuando los oficiales trataron de hablar con ella se encontraba en shock. Los paramédicos reportaron múltiples lesiones en brazos y piernas; creen que son auto infligidas, producto del estrés . El nombre de la víctima era Dina…”

7 de Marzo del 2098.

—Uri —dijo la señorita en el mostrador—. Alessa Uri.

—Soy yo.

—Aquí tienes. Una hamburguesa doble queso, papas grandes y una soda sabor uva. ¿Deseas agregar algo más?

—Nada más.

—Disfruta tu comida, Alessa. —La chica, vestida con el uniforme anaranjado de la cadena World Burger, esboza una sonrisa y llama a otro cliente—. Bergen. Roman Bergen.

Salió del local y caminó rápidamente hasta llegar al Hombre de Bronce, la escultura que marcaba el centro del Sector C. Aún le quedaban veinte minutos y nadie se interpondría entre ella y esa hamburguesa doble queso. Su parte favorita del día era el descanso. No había algo que disfrutara más que poder alejarse de todo el movimiento de la central, encontrar un sitio tranquilo donde comer y echarse un cigarrillo antes de volver a trabajar. Se sentó en una banca alejada de los vendedores ambulantes, quitó el delgado plástico blanco que cubría la comida y antes de que pudiera darle el primer bocado… La vibración en su oído derecho la hizo retroceder; le había arrebatado la felicidad. Trató de ignorarlo, pero el daño ya estaba hecho.

—Diga —respondió, intentando guardar la calma.

—Uri. —Era el jefe—. Necesito que te reportes en la central de inmediato. Y antes de que trates de enviar a Mike o a Hernández, ellos ya están en otros asuntos. Cambio.

Diez minutos, el tiempo suficiente para comer una doble queso, papas grandes y una soda, ¿no? Ella no pensaba lo mismo. Guardó su comida de mala gana. Envolvió con rapidez la hamburguesa y la colocó en el fondo del bolsillo interior de la gabardina; las papas, se las regaló a un vendedor de piezas robóticas antes de dejar el Hombre de Bronce; la bebida, desapareció después de cinco largos tragos. Emprendió su recorrido hasta la central. El cielo gris solo podía augurar que la jornada sería larga y tediosa; Alessa Uri lo sabía muy bien. Cuando llegó, el firmamento ya se desquebrajaba. «Más vale que esto valga la pena. —Pensó—. Si no… si no…»

—Uri —llamó Frank Mayers, líder del Escuadrón 6 y, también, su jefe—. Estás despedida.

—¿Qué? —«Me estás jodiendo, ¿verdad?».

—Así como lo oíste. A partir de mañana no vuelves a poner un pie en este edificio. Vete a casa, empaca tus cosas y lárgate del Sector C. Si al alba aún estás aquí, yo mismo me encargaré de que tu vida sea un infierno.

—¿Para eso me llamaste? —«Cerdo asqueroso»—. ¿Por esto interrumpí mi descanso?

—¿Soy tan malo fingiendo? —dijo Mayers, decepcionado—. Te llamé para que montes guardia en el puente. Un informante del D ha dicho que los Ravens planean colarse. Hernández y Mike están en Pitchfork; Basil fue llamado a la sede central y Danan está en el hospital, tuvo un enfrentamiento y salió herida. Eres la única disponible.

Quiso molerle la cara de idiota que tenía en ese instante, pero se limitó a responder—: Entiendo. Iré.

—Cuando regreses te diré la verdadera noticia. —Una sonrisa se dibujó en los labios del jefe—. Cuídate, Uri.

Condujo tranquilamente entre las calles del Sector C hasta llegar al portón que indicaba el final de esa sección de la ciudad. Rainbow City era la capital de Neo Gaia, uno de los bastiones fundados después de la Guerra por los Recursos. El Sector C, el “conjunto vacío” de la ciudad, el lugar donde nunca pasaba nada interesante. A diferencia de los Sectores E y F, donde la guerra de pandillas era el pan de cada día; o del A y B, donde las altas esferas de la sociedad vivían sus vidas de ensueño, el Sector C, junto con el D, no eran más que un conjunto de lugares e individuos sin futuro.

—Su pase —ordenó el centinela en la puerta.

Mostró la holoplaca y el guardia, al saber con quién hablaba, abrió el portón de acero inmediatamente.

—Que tenga una buena jornada, oficial.

—¿Aquí hay recepción de red? Quiero escuchar música mientras espero en el auto.

El hombre asintió, regresó a su puesto en la caseta y la dejó sola.

El puente que separaba ambos sectores era una estructura de doscientos metros de largo. Cuatro líneas blancas, de cinco metros cada una, marcaban los carriles que, tiempo atrás, se llenaban de vehículos ansiosos por visitar a un pariente o amigo del sector vecino. Pero todo eso había cambiado hacía unos meses, desde el estallido de la guerra de los Devil’s Skin y los Ravens. Cada semana, mínimamente, cien casos entraban a seguridad; todos y cada uno de ellos involucrados con la situación de las pandillas.

El portón se cerró. Solo quedaron ella y el paisaje gris, ella y sus pensamientos. Aparcó a veinticinco metros de la entrada y, cuando se sintió lo suficientemente cómoda, bajó el respaldo del asiento, conectó el comunicador a la red, encendió un cigarrillo y puso un poco de música. Lo peor que podía pasar era que ningún pandillero se presentara, eso significaría que su descanso perdido habría sido en vano. Esperó pacientemente al menos veinte minutos antes de que el deseo de largarse de ahí se cerniera sobre ella. Un cigarrillo, dos, tres; tan pronto el filtro ultra sensible tocaba sus labios no hacían falta más que siete caladas para que desapareciera con forma de nube gris. «Esto es una porquería. Perdí mi descanso… Mi descanso». Le dio un golpe al tablero del auto, frustrada, y encendió otro cigarrillo.

—Me largo de aquí. —Lanzó la colilla por la ventana, las diminutas brasas danzaron torpemente hasta encontrar su final en un charco que se había formado en el asfalto agrietado. Giró la llave; no hubo respuesta. El autopatrulla era un SMV-03, un modelo de hace cinco años que aún necesitaba de esa arcaica herramienta conocida como llave. Giró otra vez—. Vamos, chatarra, vamos.

La pantalla del tablero permaneció encendida pero no respondió ninguno de sus comandos. Intentó una tercera vez, una cuarta: todo se mantuvo igual.

—Pedazo de basura —maldijo—. Juro que si…

Entonces lo escuchó. Un pitido lejano que se alzaba sobre la monotonía de la lluvia, así como el canto de un grillo en medio de la noche. El monitor se apagó inmediatamente. El sonido aumentaba su velocidad con cada “tic” que daba, yendo de 40 a 120bpm en menos de diez segundos. Y silencio. Se sobó las sienes con delicadeza, el ruido de alta frecuencia le había provocado un molesto dolor de cabeza; de igual forma, acomodó el cuello de la gabardina, palpó detrás de la oreja derecha para asegurarse de que el neurochip no había sufrido daños y bajó del auto. La sensación de la lluvia en su rostro le devolvió el recuerdo de sus primeros casos con el Escuadrón 6, hacía dos años. Llegó empapada a la caseta. El guardia, al verla, no pudo evitar soltar una risita que inmediatamente silenció por temor a represalias.

—Esa chatarra no enciende. —Señaló con desprecio el autopatrulla—. ¿Puedes repararla?

—Sé un poco de mecánica pero… —El guardia dudó un segundo. Se acarició el bigote con los dedos y antes de dar una respuesta se paralizó.

—¿Qué pasa? Parece que viste un fantasma —dijo con tono sardónico. «Entonces no escuchó el pitido».

Los ojos cafés del oficial Willis, ese era el nombre en la placa, se abrieron como platos y, como un autómata que sigue su código fuente, desenfundó la pistola que llevaba al cinto. Era un revolver antiguo, Alessa lo dedujo por las marcas grabadas en el cañón. MMV.

—S-señorita —balbuceó—. Detrás de mi. Y-yo la protegeré.

No necesitó preguntar de qué o quién la protegería; el sonido de los cuervos era peculiar.

—¡Otro títere que mandan a negociar! —dijo uno de los diez Ravens que conformaban el grupo. Era alto, delgado, vestía un pantalón de mezclilla desgastado, botas militares, una camisa blanca sin mangas y un chaleco de cuero. Sobre los hombros llevaba una capa sintética de plumas negras que le llegaba hasta el trasero y su peinado eran cinco picos rojos de once centímetros de altura—. ¡Soy Ragh, Piel de Cuervo! Y desde este momento te digo, títere. —La señaló con una navaja militar y añadió—: ¡Nunca nos aliaremos con ustedes! ¡Un paso más y lo consideraré un llamado a las armas!

—¿Qué opinas, Willis? —rio Alessa—. ¿Quieres ir a la guerra?

Esperaba una respuesta pero el oficial seguía paralizado. «Por Dios. ¿Por qué siempre se dejan impresionar por cosas tan estúpidas? —Pensó mientras se retiraba un mechón de cabello del rostro—. Como sea, esto hará que perderme el descanso valga la pena».

—Atrás. —Dio un paso al frente, cubriendo al oficial—. Después de todo, si valdrá la pena.

Ragh, acompañado de cuatro cuervos, avanzaba con larga zancadas por el segundo carril del puente. En la mano derecha llevaba la navaja militar con la que había zanjado cualquier oportunidad de una “alianza” con Seguridad; en la izquierda, una Chiron-V con modificaciones en el cañón. Alessa, al igual que el cuervo, desenfundó su arma. El Device Againts Hostiles o, por sus siglas en inglés, DAH, era el arma insignia de la División de Seguridad. Una pistola semiautomática, pequeña y discreta, capaz de disparar doce proyectiles de energía. Doce tiros en la recámara, doce intentos para detener esa “guerra” estúpida que proponía el cuervo; o sino, doce manchas de sangre en el pavimento.

Cuando Ragh llegó junto al autopatrulla sucedió lo evidente.

—¡No queremos títeres en nuestras tierras! —rugió mientras rompía el cristal del conductor con un culatazo—. ¡No te queremos, mujer policía!

—¡Muerte a los títeres! —gritó otro cuervo. La máscara con pico le daba un aspecto surreal—. ¡Muerte a la mujer policía!

—Ya oíste —le dijo Ragh con una sonrisa de oreja a oreja.

«Chiron. Si eso me impacta puedo darme por muerta». Ya había sido testigo del poder de un arma modificada. En su primer caso importante con el Escuadrón 6 se le había asignado seguir el rastro de un traficante de armas; las cosas no habían salido nada bien. Rockwell, su compañero en ese momento, fue alcanzado por una de esas municiones especiales, cortesía de un arma modificada. No murió al instante, al contrario, sufrió una larga agonía antes de abandonar este mundo. La autopsia reveló que los casquillos de bala contenían una extraña toxina que aniquiló su sistema inmune de una forma similar a la ciberplaga que, años atrás, había asolado Rainbow City. La piel se le había caído a tiras del rostro y los brazos; en su interior, el virus había provocado un crecimiento desmedido de las células. Una biomasa, controlada por nanomáquinas, lo había devorado lentamente hasta la muerte.

—He escuchado mucho hablar sobre ustedes —dijo calmadamente—. Son orgullosos, vengativos y salvajes. —Los cuervos dejaron escapar un grito de guerra—. Pero nunca he escuchado que sean cobardes. —Ragh sonrío—. Cinco contra uno, ¿en serio? ¿No les parece eso un acto de cobardía?

—Patético intento para salvar tu pellejo, mujer policía —dijo uno—. No creerás que…

—Cierra la boca —interrumpió Ragh. «Ha caído»—. Nadie dirá que Piel de Cuervo es un cobarde. —Alessa notó como una mueca de disgusto se formaba en el rostro del cuervo silenciado. «Mientras más poder tienen, más estúpidos son». Sintió lástima por él. Piel de Cuervo seguía su discurso—. Muy bien, mujer policía, te daré una oportunidad. Tú y yo, un duelo aquí y ahora.

Asintió con la cabeza. Ambos se colocaron a una distancia de diez metros y enfundaron sus armas. Como en el Viejo Oeste de hacía casi trescientos años, la victoria se decidiría en un único movimiento. Colocó sus dedos en la culata del arma y pasó suavemente la yema sobre el gatillo, sintió el escáner dactilar, extrañamente, eso le daba tranquilidad. Cerró los ojos, respiró hondo y contó hasta cinco; cuando los abrió, se volvió a encontrar con esa sonrisa de oreja a oreja en el rostro del cuervo. A lo lejos, un relámpago surcó el cielo gris y ambos supieron que el momento había llegado. En un rápido movimiento desenfundó el DAH y, sin dudarlo un segundo, disparó. El cañón se iluminó con su característico color azul celeste, cortesía de la munición de energía. En ese instante fugaz y, al mismo tiempo, eterno que existe cuando dos voluntades se enfrentan a muerte, observó a la perfección todas las pequeñas gotas, suspendidas en la nada, siendo atravesadas y evaporadas por el proyectil azul. El disparo de Ragh se cruzó con el suyo, solo cinco centímetros los separaron de impactarse. El proyectil llegó a su destino, atravesó ropa, carne y hueso. Se desplomó en el asfalto con un grito desgarrador.

—¡Mátenla, mátenla, mátenla! —chilló Ragh. Le había perforado el hombro derecho.

Dos rugidos más resonaron en todo el puente. El cuervo de la máscara cayó primero; el otro, que no poseía señas particulares aparte de una cicatriz en la ceja derecha, se paralizó y no pudo desenfundar. Aun así le disparó.

—¿Tú también? —le preguntó al chico que había sido silenciado anteriormente—. Sé que eres listo. Baja el arma y llévatelos. La próxima vez apuntaré a la cabeza.

—Alto —les ordenó, impotente, al resto de cuervos que habían llegado para apoyar a su líder—. Nos vamos. Ayúdenme con ellos. —Ragh mascullaba amenazas; ella, por su parte, no pudo evitar contener una sonrisa.

Mientras retiraban a los heridos, Alessa no apartó en ningún momento el dedo del gatillo. Esta vez, si uno de esos imbéciles se atrevía a hacerle algo, les volaría los sesos. Cuando los perdió de vista más allá del metro setenta y cinco, limpió el destrozo del autopatrulla y regresó con Willis. El hombre aún mantenía esa expresión de haber visto un fantasma.

—Ayúdame a mover esa chatarra —le dijo—. Me quiero largar de aquí lo más rápido posible. —El hombre seguía en shock—. ¿Me oíste?

Chasqueó los dedos frente a él.

—Si si, la escuché —dijo en voz baja—. Su hombro, oficial. Está…

—¿Mi hombro? —Entonces lo vio, un surco de tres centímetros que sangraba lentamente. Ni se había percatado. En medio del furor del duelo, el dolor pasó desapercibido—. Ah, eso. No te preocupes. Solo ayúdame a encender esa cosa.

Ambos regresaron al auto y el oficial, ya recuperado de su parálisis, revisó el motor. Los cuervos habían roto los cristales, golpeado las puertas, el cofre y uno de ellos, como buena bestia que era, había orinado la puerta del conductor. Después de unos diez minutos de prueba y error, donde Willis le indicaba que tratara de encender el autopatrulla en un determinado momento después de haberle hecho un par de ajustes, el motor encendió. Alessa celebró dándole un buen golpe a la cajuela.

—Aquí está. —Sostenía un autómata con forma de escarabajo, no media más de cinco centímetros. El pequeño diablillo pataleaba y, en un intento por liberarse, movía las alas de metal a una velocidad aproximada de 20km/h—. Estos pequeños emiten una frecuencia que apaga los sistemas electrónicos por unos instantes en un radio de veinte metros, eso explica por qué solo usted se percató de él, mis disculpas. Tenga, lléveselo. Tal vez en Seguridad puedan analizarlo.

Le colocó el escarabajo en la mano derecha y este, en un veloz movimiento, emprendió vuelo hacia el oeste. Un disparo terminó con él. Willis se tapó los oídos, Alessa no reaccionó. La vida de un ser tan insignificante no le importaba en lo más mínimo.

—¿Quieres? —Le ofreció un Red Comet con filtro ultra sensible. Solo le quedaban dos—. Vamos, para que se te quite esa cara larga.

—Lo dejé hace tiempo. —La rechazó con una seña—. Iré a abrirle el portón. Muchas gracias por mantenerlos a raya, oficial. Si no hubiera estado aquí, yo…

«Tú estarías muerto».

—Llama a la central —le dijo—. Esos bastardos volverán, no tengas ni una duda. —El oficial se estremeció—. Gracias. Ya sabes, por lo del auto.

Observó como el hombre se alejaba con un trote lento hasta la entrada del puente. Antes de subir buscó por el suelo el casquillo de bala que la había alcanzado; lo halló, cinco metros atrás, reposando en un charquito de agua negra. Lo recogió con sumo cuidado y lo depositó en uno de los bolsillos interior de la gabardina. Entró a la unidad y la puso en marcha. Cruzó el portón con dirección hacia la central, dejando a Willis y a los cuervos en el pasado. La lluvia se había convertido en una llovizna constante que se filtraba, según la dirección del aire, por el cristal roto. Bajo la gabardina de piel sintética se había mantenido seca y caliente, pero comenzaba a sentir el calor de la sangre bajar por su hombro izquierdo hasta sus senos.

—Hijo de puta. Esta gabardina era de mis favoritas.

Encendió un cigarrillo y la nube que salió de su boca se perdió casi inmediatamente al salir; el viento arrasó con ella. Cuando llegó a la central se encontró con la recepción desierta, salvo por Ozen, el androide encargado de recibir a los visitantes.

—Agente Uri —habló la máquina—. Está herida. —Un escáner rojo iluminó su hombro—. Impacto de bala M2. Gravedad: Baja. Examen de toxinas: Negativo. Aplicar dermogel durante tres días debería ser suficiente. Análisis finalizado. —Una jeringa salió del dedo robótico de Ozen—. Inyección de dermogel aplicada. La hemorragia debería detenerse en aproximadamente tres minutos.

Sacó el casquillo y lo colocó sobre el escritorio de recepción.

—El teniente Myers aguarda su reporte en la oficina —dijo la forma de vida mecánica sin prestarle atención—. No lo haga esperar más de lo debido.

La recepción era una habitación de 9×5 metros. Al entrar, lo primero que se observaba era una isla de cinco metros cuadrados en la que Ozen y, algunas veces, un grupo de recepcionistas recibían las llamadas, visitas y quejas de los ciudadanos del Sector C. Las paredes blancas estaban adornadas con cuadros y retratos de los fundadores de Neo Gaia: Dr. Kuttner, Miller, Lynch, Yoshioka y por último, pero no menos importante, el Dr. Graham. Se había aprendido todos los nombres hacía años, en un intento por impresionar a su padre y, de igual manera, aprobar un examen de historia. A unos cuantos metros de los retratos comenzaban los cuadros. Había uno en particular, uno que mostraba un campo verde y un horizonte escarlata con una bandada de aves cruzando el sol, que siempre le había llamado la atención.

«Sombra en el Sol».

Constantemente se preguntaba si así había sido el mundo antes de la Gran Guerra. Ella había nacido entre los muros, casi ochenta años después de que las bombas cayeran y confinaran al resto de sobrevivientes a una vida atada a la ciudad. Naces por la ciudad. Vives por la ciudad. Mueres por la ciudad. Al final, nuestra existencia está basada, única y exclusivamente, en alimentar a esta maquinaria de sueños y esperanzas rotas.

Subió hacia las oficinas. Las paredes estaban adornadas con reconocimientos, fotografías, placas, incluso había un cuadro de 3×1.5 repleto de recortes de periódicos con los encabezados de los casos más importantes de los últimos veinte años. Y por último estaba El Muro, una sección especial del área de oficinas donde se exponían, en forma piramidal, las fotografías de todos los miembros de la División de Seguridad del Sector C. La suya estaba debajo de la de Myers, junto a la de Anderson y sobre la de Danan. Una bandera, colgada de la pared a su derecha, se mecía lentamente al ritmo del ventilador en el cubículo de uno de los oficiales. Se podía escuchar el tecleo frenético en los computadores, el sonido de los zapatos ir de un lado a otro. La vida en la central era rápida; aprendes a vivir con eso o lo dejas, no existen puntos medios. La puerta del despacho de Myers era grande, estaba hecha con madera genuina de roble y la coronaba una placa que rezaba “Frank M. Myers. T. Escuadrón 6”. Era una meta a la que todos en la central aspiraban, menos ella. Sus planes apuntaban hacia un rumbo distinto.

—¡Oíd bien, pequeños! —Decía diariamente Myers a los reclutas—. Algún día esa placa dirá su nombre. No me decepcionen. ¡A trabajar!

Tocó dos veces la puerta.

—¡Pase! Oh, eres tú, Uri. Pasa, pasa. Siéntate un momento.

Dejó la gabardina en el perchero. Las gotas que aún no se secaban descendieron lentamente por la piel sintética y terminaron en la alfombra roja.

—Entonces si se presentaron —dijo Myers mientras encendía un puro y la analizaba de pies a cabeza—. ¿Te sientes bien? Esos bastardos, mira que atacar a un agente…

—Hace falta más que un disparo para acabar conmigo. —Sacó el paquete de Red Comet. Solo quedaba el que Willis había rechazado—. ¿Te importa?

—Vaya que si, Uri. Vaya que si. —Sonrió mientras sacaba el humo—. Adelante. —Le acercó la llama del Zippo—. Entonces, hablemos de tu último día aquí.

—¿No era una de tus bromas?

«Es una broma. Tiene que ser».

—No lo es. —La luz neón que proyectaba el cartel detrás de la ventana del jefe le daba un aspecto amenazador—. Alessa Uri, tus servicios ya no son requeridos en la División de Seguridad.

Trató de reprimir la ira en su interior. Apretó el puño izquierdo, bajo el escritorio, con todas sus fuerzas.

—A partir de mañana dejarás de ser una oficial —continuaba Myers—. Puedes dejar tu holoplaca en la recepción. Tus documentos te serán enviados en un máximo de tres días.

—Jefe… —«¿Jefe? Maldito bastardo, ¿cómo te atreves a despedirme?»—. Por favor…

—No me llames así. Ya no soy tu jefe. —Dejó el puro reposando en el cenicero de cristal con forma de ostra y se puso de pie—. Puedes irte.

—¿Es todo? ¿Sin explicaciones?

—No hay nada que explicar.

Se levantó, indignada, tomó la gabardina y antes de salir le levantó el dedo de en medio. El gesto trajo consigo una carcajada de Myers.

—Tan malcriada como siempre. Ven —la llamó—. Tengo una última cosa que decirte. —«¿Por qué estoy caminando de vuelta a esa silla?»—. Esta mañana recibí un par de llamadas de la sede central. Asuntos sin importancia, ya sabes. Entonces reconocí su voz; el Jefe de la División de Seguridad estaba hablando personalmente conmigo.

—¿Hablaste con él? —No puedo evitar contener un suspiro.

—Será mejor que lo escuches tu mismo.

Sintió la vibración en la sien cuando llegó la grabación de la llamada. La reprodujo al instante.

—Como dije antes. Puedes dejar tu holoplaca en la recepción.

—Me citó —dijo sorprendida—. Después de tanto tiempo por fin podré verlo. —Sonrió—. Gracias, jefe. Por la llamada.

—La próxima vez que nos veamos será como iguales —rugió—. Pero solo esta noche, aún formas parte del Escuadrón 6. ¡Chicos!

La puerta de la oficina se abrió y un mar de oficiales llenó la habitación. Soltaron confeti, fuegos artificiales holográficos y abrieron una botella de champagne con la culata de un DAH.

—Feliz despedida, Uri —dijo Myers mientras se bebía una copa—. Fue un placer trabajar contigo.

Regresó a su apartamento a las tres de la mañana. Estaba un poco mareada y la herida de bala había comenzado a sangrar nuevamente por culpa del golpe que se dio tratando de subir las escaleras hasta su habitación. Cuando dejó la gabardina en el sofá de la sala, sintió el peso de algo en uno de los bolsillos interiores. Y ahí estaba, envuelta en su plástico blanco, la hamburguesa doble queso de la tarde.

El primer bocado fue un elixir milagroso; el segundo, más sabroso que el néctar de los antiguos dioses. Después de todo, en ese instante, ninguna llamada podría borrar la felicidad que sentía.


Jan. 12, 2022, 1:02 p.m. 0 Report Embed Follow story
2
To be continued... New chapter Every 30 days.

Meet the author

Pavel Gabriel Soy Pavel, estudio literatura en la universidad y me hice esta cuenta para subir fragmentos de mis escritos, tareas que me dejan en la escuela y lo que salga. Saludossss.

Comment something

Post!
No comments yet. Be the first to say something!
~