adeescritora Adelaida M.F.

Cuando la vecina de Elena se va de viaje, le encomienda la tarea de regar sus plantas y cuidar de Pepito, un canario que canta como Montserrat Caballé. Para más inri, también le advierte que su nieto pasará unos días en el piso. Un nieto al que ella no conoce. Lo que no espera Elena, es encontrárselo por primera vez completamente desnudo, y con las manos en su... ejem, en su bien proporcionado paquete. Elena huye despavorida muerta de vergüenza. Vergüenza que por lo visto, a él le sobra cuando, al día siguiente, encuentra una nota en su casa que dice:"¿Para cuándo otra visita, querida vecina?" ¿Será posible? ¡Si ella solo iba a regar las plantas!


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1. Con las manos en la masa.

El sonido del teléfono me pilla con las manos en la masa, y no, no me refiero precisamente a la canción, más bien literalmente, pues estoy haciendo una empanada de atún y pimientos. Me limpio los dedos llenos de harina en un paño, y voy a por el teléfono móvil.

Leo el nombre de mi vecina en la pantalla, y descuelgo.

—¿Si, señora Amelia?

—¿Elena?

—Soy yo. ¿Le ocurre algo? —le pregunto preocupada, pues, aunque mi vecina es una mujer de setenta años bastante ágil para su edad, vive sola.

Las dos compartimos la tercera planta de un edificio antiguo pero recién restaurado de un barrio de Madrid. Se convirtió en mi primera amiga cuando llegué desde Sevilla hace dos años por motivos de trabajo. Y en este momento, la considero más como una segunda madre, —aunque me alimente como una abuela—. Hace unos potajes que están para chuparse los dedos y lamer el plato. —Esto último nunca lo he hecho, que conste, lo primero… tal vez—.Pero bueno, que me desvío, y este tema tampoco es tan trascendental.

—Sí, cariño. Estoy en la gloria —responde Amelia. —Pero se me olvidó comentarte ayer que estaré fuera unos días, y necesito que me riegues las plantas, y vigiles a Pepito. Pepito es un canario que canta como Montserrat Caballé, menudo pico y vozarrón tiene el jodío.

—¿Y eso? ¿Ha ido a Toledo a visitar a su hija?

—Que va, que va. Voy de camino a Barcelona con el IMSERSO. Nos vamos de crucero por las Islas Griegas diez días.

«Coño. Yo de mayor quiero ser como ella».

—Vaya. Pues que se lo pase usted muy bien, y cuidado con los solteros, que en cuanto la conozcan, seguro que le tiran la caña.

—Ui niña. Pero qué solteros ni solteros. Yo no tengo edad para eso. Además, le juré a mi Andrés, cuando murió, que ningún otro hombre me tocaría de nuevo.

Contengo una carcajada.

—Está bien. Pues no se preocupe, iré a echarle un ojo a las plantas y a Pepito.

—Gracias, cariño. Ah, por cierto, que se me olvidaba… Si es que ya no está una para recordar cosas… —masculla.

—Eso es porque está pensando en el viajecito que se va a pegar, señora Amelia.

La escucho reír desde el otro lado del teléfono.

—También, también. Lo que te iba a decir, que puede que mi nieto se quede unos días en mi piso por asuntos de trabajo. Si no lleva llaves, préstale la copia que tienes tú.

—Su nieto en vez de venir a verla, se apropia de su casa cuando no está. Menudo cara dura.

—Lo sé, niña. Es un desvergonzado. Cuando lo veas tírale de las orejas de mi parte.

Suelto una pequeña carcajada.

—No creo que me tome esas confianzas con una persona que no conozco.

—Te caerá muy bien. Es un buen muchacho.

—Seguro que sí. Ale, que disfrute del viaje.

—Gracias, Elena. Cualquier cosa me llamas.

—No se preocupe. Usted dedíquese a pasarlo bien, que se lo merece.

Nos despedimos y cuelgo con una sonrisa en la boca.

Esta mujer es la leche. Con esa mentalidad un poco anticuada que tiene, y siempre está de aquí para allá recorriendo el mundo, en plan Willy Fog. Ya podían ser así mis padres, que se tiran todo el año en Sevilla, y no hay quien los mueva de allí. Excepto en verano, que les gusta pasar unas semanitas en Punta Umbría, un pueblo de Huelva en el que siempre hemos pasado las vacaciones. En los dos años que llevo aquí en la capital, apenas han venido a verme. Unas tres o cuatro veces, quizá; pues normalmente soy yo la que va a Sevilla porque para ellos, cruzar Despeñaperros, es como salir del país, y les cuesta la propia vida hacer dos horas y media en tren. A eso hay que sumarle que a mi señora madre, el ambiente cosmopolita y caótico de esta ciudad, no le gusta. Confieso que, en un principio, también a mí me agobió, Madrid me hacía sentir muy pequeñita, pero no me quedó otra que acostumbrarme, pues mi puesto es indefinido, y no me planteo regresar por ahora a Sevilla.

Tras la interrupción, vuelvo a ponerme manos a la masa. Reconozco que cocinar no es mi mayor virtud, pero cuando te vas a vivir sola, y la comida basura empieza a hacer estragos en tu cuerpo, Masterchef se convierte en tu programa favorito de la noche a la mañana. A mí me salvó un poco la vida, y no exagero. Vaaale, puede que Jordi Cruz también tenga algo que ver, pero que conste en acta, que lo que más me interesa es el conocimiento culinario. Ejem, ejem. A lo que iba, normalmente, compartiría la empanada con mi vecina, pero como no está, tengo cena para hoy, y comida para mañana.


****


La tarde siguiente, entro en el apartamento de mi vecina para echar un vistazo a las plantas, y también a Pepito.

Cierro la puerta con suavidad, pese a no haber nadie, y me encamino hacia el salón.

Este edificio tiene más años que la pera, y la distribución no puede ser más tradicional. Un salón para visitas, una cocina pequeña que todavía conserva sus fogones detrás de unas puertas correderas, y una pequeña salita en la que normalmente, pasa el tiempo la señora Amelia haciendo ganchillo, viendo documentales, y en compañía de Pepito, al que encuentro en el mismo lugar de siempre, junto a la ventana. Según su dueña, para que se entretenga observando tras ella.

De los dos bebederos, uno está vacío, así que lo lleno, y también relleno un poco los comederos. «Con esto tiene seguro para un par de días», calculo.

Una vez me he ocupado del pájaro, que trina como un tenor, continúo con las plantas que hay repartidas por la pequeña terraza y la cocina. Después me dirijo a su dormitorio para regar las dos macetas con geranios que tiene sobre el alfeizar de la ventana, sin embargo, detengo el paso justo en el largo pasillo que sale del salón y que desemboca, además de en dormitorio de Amelia, en tres estancias más, porque he oído voces.

La puerta de la habitación de invitados está entreabierta.

¿Será su nieto?, me pregunto. No puede ser. Nuestros pisos están conectados y las paredes son muy finas, lo habría escuchado. Además, no he visto ningún indicio en el apartamento de que haya alguien aquí, ni bolsa de equipaje, ni nada fuera de lugar en la cocina o en el salón.

Debería darme la vuelta, lo sé. Pero soy curiosa por naturaleza, no puedo evitarlo.

Las voces de un chico y una chica se vuelven más audibles conforme me voy acercando, hasta que finalmente, asomo un poco la cabeza por la pequeña rendija, y la imagen que me encuentro me deja completamente petrificada.

Hay un chico. Un chico desnudo masturbándose frente a la pantalla de un teléfono.

La respiración se me atasca, y mi corazón parece haberse saltado un latido.

«¿Qué coño haces, Elena? ¡Vete!». Pero no sé por qué, no me muevo. Las piernas no me obedecen y mi cerebro está completamente bloqueado y no dicta órdenes.

El moreno de ojos negros, la tableta de chocolate que decora su estómago, y su bien proporcionada polla, me tienen completamente embelesada.

La voz de una chica sale del teléfono, pero soy ajena a lo que dice, pues mis ojos están centrados en los movimientos de la mano sobre su miembro erecto, y en el sutil vello moreno que baja desde su ombligo hasta su… «Madre mía, seguro que con eso hace virguerías», pienso.

Tan ensimismada estoy en la entrepierna del desconocido, que paso por alto que ha detenido sus movimientos ascendentes y descendentes, y que, cuando levanto la cabeza para mirarle, tiene sus ojos, muy abiertos, clavados en mí.

Trago saliva con fuerza, y le devuelvo la mirada con cara de horror y consternación. —Lo siento —me disculpo rápida, casi atragantándome con mi propia saliva.

Y salgo corriendo de allí como alma que lleva el diablo. En mi huida, tropiezo con la pata de un sillón, la alfombra, y un paragüero, pero llego a mi casa sana y salva, y con la vergüenza, esa que normalmente no tengo, por los suelos.

«Si es que solo a mí se me ocurre quedarme allí parada como una voyeur», gruño.

Me dejo caer en el sofá, y me llevo la mano al pecho. El corazón continúa latiéndome desbocado, pero estoy demasiado entretenida con la imagen que ocupa todos mis pensamientos como para poder calmarme.

He pillado al nieto de la señora Amelia, —porque no puede ser otro —haciéndose una paja. Jo-der. Creo que es lo más erótico que he visto en meses, ¡qué coño! En años. A ver, no penséis que estoy tan necesitada, que mi vida sexual no es para tirar cohetes, pero va bien. Pero no he visto nunca una masturbación en directo, y para qué negarlo, un miembro de esas…proporciones.

No sé quién sería la chica con la que estaba hablando, pero me habría cambiado por ella en un santiamén.

«¡Pero qué dices, Elena? ¿Se te ha ido la olla?». Uf, eso último rima con… Vale, stop. Inspiro y expiro intentando serenarme, pero entonces caigo en la cuenta de otra cosa: ¿Cómo coño voy a mirarle a la cara cuando descubra que vivo al lado?

Ay, Diosito de mi vida. En menudo entuerto me he metido. Y ni siquiera he comprobado si los geranios de la habitación de la señora Amelia tenían agua. ¿Sabrá su nieto que tiene que regarlos? Y que tiene que echarle un ojo a Pepito, claro. Porque yo no vuelvo a poner un pie en casa de mi vecina hasta que esta no vuelva, —y su nieto se haya largado, por supuesto—.

Vale, tranquilidad. Mañana la llamaré y le contaré que fui a su piso, —me guardaré para mí los detalles escabrosos y pornográficos, obviamente—, y le diré que no me parece conveniente invadir su casa con el chico allí. Que la señora Amelia relegue en él mis funciones, que yo me lavo las manos, —y también la mirada, que la tengo demasiado sucia ahora mismo—.

—Y yo que solo iba a regar las plantas…—suspiro abochornada.

July 27, 2021, 9:50 a.m. 0 Report Embed Follow story
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