En el año 403 a. C, en la Grecia Clásica, dentro de una enorme casa, con pilares de madera pulcramente tallada y cuyos muebles eran de la más fina calidad, se encontraba un señor de edad madura sentado a la mesa del comedor, y en medio de su tranquilidad se presentó un joven de rostro asustado. El muchacho lucía pálido, y a tropezones se acercó al hombre buscando en él ayuda para menguar su pesar.
—Señor Akiloz, necesito su ayuda —suplicó con la voz quebrándosele.
—¿Otra vez en problemas? —preguntó con indiferencia dándole una insignificante mirada.
—Es, es mi hijo, él está… —balbuceó antes de ser cortado por el mayor.
—Tu hijo está bien.
El Señor de Esparta se puso en pie dejando los cubiertos de sobre la mesa, caminó hasta donde estaba el muchacho y le dio vueltas como un buitre a la carroña. El chico tenía los ojos llorosos, su labio inferior temblaba y su tierno corazón se sobrecogía de angustia.
—Él está en mis manos ahora, Evan.
La confesión le hizo temblar. El muchacho amplió los ojos y su boca se abrió de la sorpresa; su alma pareció regresarle al cuerpo, pero al mismo tiempo, conociendo cómo era el duro actuar de Akiloz, se preocupó por bienestar de su pequeño hijo de apenas un año. Su mente no dejaba de dar vueltas en las posibles razones que llevaron al Señor de Esparta a cometer un crimen semejante.
—Mis sirvientas lo cuidarán —aseguró.
—¿Por qué me lo arrebató?
—Porque harás un viaje al que no puedes llevar a Tassos.
—¿De qué habla? —exigió saber el muchacho imaginándose los peores escenarios que podrían ocurrirle a su hijo o a sí mismo.
—Cuando impedí que murieras a manos de ese furioso hombre por tus deudas lo hice con la condición de cobrar el favor un día, y me temo que el día ha llegado.
Evan tembló ante el recuerdo de aquel fatídico día cuando su acreedor, un hombre robusto y de poca paciencia, le exigió pagar el dinero prestado hace semanas. La razón de sus deudas se resumía en una persona, su hermana. Se enteró que su amada hermana estaba esperando y que, para su infortunio, el padre de la criatura huyó cual rata cobarde. Y ante la falta de dinero para alimentar una boca más, decidió pedir dinero a un mercader, más el tiempo pasó y no tuvo forma de pagar la deuda que crecía con intereses catastróficos. Cuando ella dio a luz, trágicamente su cuerpo no resistió y la partera sólo pudo salvar a uno de los dos. Llegó el momento cuando el hombre decidió cobrar su dinero o la vida del deudor en medio de la plaza de la ciudad, como la más grande humillación para el joven; pero el Señor Akiloz lo salvó, no por benevolente, sino por los beneficios a futuro que podría obtener de ese desesperado jovencito.
—Te enviaré como regalo al Emperador —reveló.
—¡No! —gritó atemorizado.
—Así cobraré el favor, y mientras seduces al Emperador harás mi voluntad.
. . .
La polis de Atenas, un paraje soleado y cuyo escaso verdor teñía con bellos matices el lienzo terroso, se encontraba cerca de la costa del vasto imperio. El palacio real se asentaba sobre una de las colinas de la ciudad, imponente y grande, con la majestuosidad del mismo emperador griego: Alesandro. Los pilares blancos, cincelados con cuidado y situados al costado de algunas de las esculturas del Emperador, sujetaban la enorme estructura de más de diez metros de altura. En el salón del trono, luciendo una túnica blanca con bordes y el cordel de la cintura dorados, con una seriedad innata, pero a la vez seductora como ninguna otra, estaba el emperador, y frente a él sus escribas y guardias llevando encadenados a varios ciudadanos por diferentes delitos, casi todos por crímenes atroces de los que el mismo Emperador se encargaba de castigar.
—Mátenlo —ordenó la condena a un hombre que sin piedad se atrevió a asesinar a su esposa que estaba en período de gestación.
A la mayoría de criminales los mandó a la cárcel y cuando creyó todo había acabado aparecieron frente a él dos guardias de uno de los señores más poderosos de Esparta, traían a un joven encadenado de manos y pies. Aquel hombre no parecía mayor de veinte años, de cuerpo menudo y tez apenas atezada, cabello castaño claro como la mejor madera del palacio, y de ojos almendrados con destellos fugaces como el sol. Era un hombre de belleza exquisita, casi peligrosa.
—El señor Akiloz ha enviado un presente al Emperador —dijo uno de los guardias luego de hacer reverencia y dar un saludo cordial.
—¿Acaso tu señor cree que no tengo los sirvientes suficientes para mi palacio?
—No, Emperador. Por supuesto no intentaba ofenderlo, sólo creyó propicio presentar un regalo en símbolo de lealtad.
—¿Su lealtad? —cuestionó con cautela reprimiendo una sarcástica carcajada.
Los sirvientes de Esparta se miraron incómodos, algo temerosos de la reacción que pudiese tomar contra ellos y Akiloz, especialmente teniendo en cuenta el temperamento explosivo que usualmente tenía el Emperador para con aquellos que osaban insultarlo.
—Es un joven respetuoso que podría serle un muy buen sirviente.
—No necesito otro sirviente –dijo contundente, cuyo tono rayaba en lo hosco.
—Pero, mi señor…
—Si lo acepto será como mi sumiso.
El muchacho tembló de pies a cabeza cuando el Emperador dijo aquello; él no quería ser un amante y mucho menos un esclavo sexual, otra deshonra en su vida es algo que no soportaría. Claro que decir que el Emperador era desagradable a la vista sería una insólita mentira. A Evan le gustaba lo que veía, pero no podía involucrarse demás con aquel que era su objetivo para recuperar a su hijo.
—Nos complace oírlo, Emperador.
—Y espero que como un regalo no exija una devolución —les dijo el hombre poniéndose en pie y caminando hasta donde su nuevo esclavo aguardaba—. Descansen antes de partir. —La indirecta para que se marcharan del salón fue bien acatada por los sirvientes espartanos. Alesandro mandó que sus siervos y escribas se retiraran, y finalmente pudo acercarse al muchacho—. Tu nombre —demandó, pero Evan sólo tembló en respuesta—. No tiendo a preguntar algo dos veces, por lo que te recomiendo que me respondas ahora.
—Soy Evan, mi Señor.
—Bien, Evan, ¿puedo saber por qué estás aquí? Ciertamente no creo que Akiloz me haya enviado un esclavo porque a él le sobrasen algunos. Toda la farsa de enviarme un agrado no es más que una sucia treta.
Evan no le respondió, sólo se removió incómodo pensando qué decir o cómo actuar frente al Emperador de Grecia. Una situación tan insólita como incómoda.
—Si colmas mi paciencia, Evan, no dudes que te asesinaré aquí y ahora.
—No sé responder a sus dudas, Emperador.
—Yo creo que sí lo sabes. No obstante, si no puedo sacarte la verdad ahora supongo que nada más me queda esperar, aunque te prevengo, mi paciencia tiene sus límites.
—Lo lamento —murmuró.
El hombre de gran poder lo hizo ponerse en pie bajo el sonido de las cadenas en sus manos y pies chocando contra el suelo. Alesandro deleitó sus ojos con la imagen de Evan y su baja estatura que le llegaba por mucho al hombre; le gustaba sentirse empoderado. La túnica que el nuevo esclavo vestía era ligera y vaporosa dejando a la vista el delicado hombro izquierdo del muchacho además de sus clavículas. Alesandro era un hombre de libido activo y peligroso cuando sus ojos captaban un objeto de deseo insano, de deseo carnal. El Emperador tuvo muchos amantes, mujeres hermosas que pasaban por su cama y que llegaban a complacerlo por una o dos noches, mas nunca encontró a alguien con quien pudiese quedarse indefinidamente. Estaba solo, y eso era muy extraño siendo que, como un Emperador que se respetase, debía tener una o un consorte además de un heredero.
—Por favor, mi Señor —suplicó, arrodillándose frente a él y tomando entre sus manos la blanca túnica del Emperador—, tenga piedad de mí, no deseo ser…
—Harás lo que te diga y sólo cambiaré de parecer cuando tu decidas decirme lo que Akiloz trama en mi contra.
Empero, Evan se mantuvo callado sintiendo los deseos de llorar atorarse en su garganta.
—Bienvenido a mi palacio, Evan, y a mi cama.
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