cristobal_c_a Cristóbal Cabrera Alarcón

Finalista en V CONCURSO DE RELATO CORTO "ATENEO MERCANTIL DE VALENCIA - PREMIO SEBASTIAN TABERNERO" Maira es una niña con un don que escapa a su control: su música es capaz de realizar cosas asombrosas. Su padre lo sabe y lo ha probado en su propio ser, por eso cede ante el miedo y opta por el camino más fácil, aunque también el más duro. Lo que parecía un día especial para padre e hija se convertirá en algo que nadie olvidará.


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#343 #música #fantasía #relato-corto #relato #flauta #guitarra #canción
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Maira y la música

Maira decidió que odiaba la ciudad nada más llegar. Demasiada gente corría de un lugar a otro, sumergidos en un ruidoso mar de gritos, carros y gruñidos de animales. Todo iba demasiado rápido allí. En el ambiente flotaba un hedor, mezcla entre sudor y podredumbre, que le hacía arrugar su pequeña nariz. Su padre la convenció, tras varios días intentándolo, de que lo acompañara y saliera de casa. Si hubiera sospechado lo que estaba a punto de ocurrir, jamás habría insistido.

Él acababa de entrar en una de las decenas de tiendas especializadas en material para granjas de la calle principal, con la entrada repleta de cestas de mimbre a rebosar de semillas. Decidió esperarlo fuera, en aquel lugar no había nada interesante que llamara su atención.

Se sentó en un escalón, con las manos en los bolsillos de su vestido mientras jugaba con una moneda que le acababa de dar su padre e imaginaba qué podría comprar con ella. Formaba parte del chantaje de esa mañana para obligarla a salir.

Se levantó y se puso de puntillas para localizar algún puesto interesante, quizás alguno con manzanas caramelizadas, nunca las había probado, pero entre tanta gente apenas alcanzaba a ver por encima de sus cabezas. Resopló desesperada. Desde luego, aquel lugar no estaba hecho para ella. Tras varios intentos, se rindió, no conseguiría ver nada desde allí, ni siquiera subida en el escalón. Antes de sentarse de nuevo, un sonido casi inaudible, entremezclado con el ruido de la calle, llegó hasta ella y la atrajo como la miel a los insectos. Ni siquiera fue consciente de dar el primer paso, ni el siguiente, ni de alejarse de su escalón y adentrarse en la marea humana que tanto la asqueaba. Era algo que añoraba oír, algo que su padre le tenía prohibido desde niña, que le rasgó el alma y despertó una necesidad largo tiempo dormida; era música.

Se adentró en los callejones guiada solo por el lejano sonido de una melodía, sin importarle ya la multitud que quedaba sobre ella, ansiosa por reencontrarse con una vieja amiga con la que tenía prohibido jugar.



Aunque los años pasaron con pereza, ella lo recordaba con total nitidez.

Su padre le regaló una flauta de madera por su cuarto cumpleaños. A pesar de sonar aguda y desafinada, a Maira le encantó. Era su primer instrumento, su primer contacto real con la música. En pocos días consiguió dominarlo y comprendió su funcionamiento básico, la posibilidad de conseguir diferentes sonidos dándole forma a la madera. Terminó fabricando su propia flauta. Cierto día convocó a sus padres para dar su primer concierto. Los sentó ante la chimenea, en dos sillas, uno junto al otro, era pleno invierno y la calidez del fuego era indispensable. Maira se colocó ante ellos de pie, con un vestido celeste algo estropeado por el tiempo y una flauta de madera oscura, ligeramente curvada, en la mano.

Se llevó el instrumento a los labios y comenzó a tocar. El sonido que surgía de aquel trozo de madera tallado no tenía nada que ver con el que se arrancaba del regalo de sus padres. Aquello era la voz de la madera. Sonaba profundo como un abismo, ligero como las ramas de un joven árbol, todo unido en un vaivén sincronizado que daba forma a la más hermosa canción jamás escuchada. Al oír la primera nota, sus padres supieron que aquello era grande, inmenso, que tendrían el privilegio de oír una de las cosas más bellas que había producido la naturaleza. La música los envolvió poco a poco, penetrando en su interior y sumiéndolos en una especie de ensueño. Dejaron sus cuerpos allí sentados y sus mentes volaron libres por un bosque sin fin, sumergidos en paz y armonía.

Cuando la flauta dejó de sonar, sus cuerpos por fin quedaron libres. Su padre abrió los ojos y vio a Maira frente a él, que esperaba para saber el veredicto. Estaba dolorido, extasiado, desorientado. El salón se encontraba en penumbras y frío, hacía rato que el fuego se apagó. No sabía durante cuánto tiempo tocó su hija. Había perdido el control de su parte física, que le gritaba dolorida que no habría aguantado mucho más allí sentado. Se giró para buscar en su mujer una explicación a lo que acababa de ocurrir. Ella seguía sin abrir los ojos. La llamó varias veces, sin obtener respuesta. No consiguieron despertarla.

Al cabo de unos días, su padre, entre lágrimas, rompió la flauta en tres partes y las enterró separadas en distintos puntos del jardín. Le prohibió a Maira volver a tocar cualquier otro instrumento.

Lloró durante días. El dolor y la rabia remitieron con el tiempo, pero siempre quedó un poso de amargura.

Desde entonces, no escuchó más música que el cantar de los pájaros junto a su ventana. El deseo se fue acumulando en su interior hasta que aquella melodía perdida en el corazón de la ciudad, que perseguía aún con curiosidad entre los callejones, la sedujo.

La ansiedad aumentaba con cada paso hasta que por fin encontró su origen. Un hombre sentado en el suelo tocaba un instrumento y pedía algo de limosna. Era una guitarra, aunque eso ella no lo sabía, era la primera vez que veía una. Parecía vieja, apenas mantenía la afinación. Tenía rasguños por todo el cuerpo y había perdido el brillo natural de su acabado, mostrando una madera mate y desgastada. Nadie parecía prestarle demasiada atención. Se plantó ante él para observar mejor aquel extraño instrumento, con los ojos abiertos como dos enormes ventanales que dejaran pasar el azul del cielo. No solo le permitía tocar notas simples, como hacía con su flauta, también podía unir varias de ellas para formar acordes más complejos, desplazarse por su cuerpo y abarcar un enorme rango de sonidos mientras con la otra mano elegía con precisión qué tocar.

—¿Me la dejas?

El desconocido levantó la cabeza para mirarla, tardó un poco en comprender lo que aquella niña le pedía.

—¿Me la dejas un momento? —insistió Maira, incapaz de apartar la mirada del instrumento.

—Lárgate, niña, molestas.

El hombre volvió a su labor con la guitarra. Maira permaneció allí, impotente y deseosa de usarla. Recordó algo que le dio su padre esa misma mañana. Buscó en el bolsillo y sacó la moneda.

—Tome —dijo ofreciéndosela al músico—, se la doy a cambio de que me deje tocar su instrumento.

El hombre volvió a mirarla, esta vez sus ojos tenían un brillo diferente.

—Será solo un momento —insistió Maira al ver la duda en su rostro.

—Está bien, pero ten cuidado, niña, con esto me gano el pan.

El corazón de Maira comenzó a palpitar desbocado, lo había conseguido. Cogió la guitarra con delicadeza, como si, al apretar más de la cuenta con los dedos, el instrumento pudiera esfumarse en el aire. La mano derecha rasgueó con timidez, conociendo a su nueva pareja; con la izquierda se hizo al tacto y grosor de la madera del mástil. Cerró los ojos, tomó una profunda bocanada de aire y, mientras lo soltaba lentamente, comenzó a tocar las primeras notas. Fue algo suave, dulce, casi inaudible al principio. La melodía estaba formada por un armonioso arpegio que recorría la parte superior del mástil, con sonidos graves que dotaban de contundencia a la armonía. Maira dominaba cada vez más el instrumento y reflejaba con precisión los sentimientos que emanaban de su interior. A veces aumentaba el ritmo, golpeando con furia las cuerdas para que la rabia rasgara acordes grotescos y disonantes; otras, en cambio, iluminaban hermosos recuerdos de su pasado, de sus padres, con una cadencia alegre de acordes mayores.

La gente se agrupó en torno a ella, sorprendidos por el virtuosismo de aquella joven a la que apenas le alcanzaban los brazos para sostener la guitarra. Sin percatarse de ello, fueron encandilados por el sonido de las cuerdas, arrebatados del control sobre sus cuerpos, hipnotizados como serpientes ante la flauta de un diestro encantador.

Maira no miraba a su alrededor, absorta como estaba en sacar la música que llevaba tanto tiempo reprimida. No vio cómo un grupo de cuerpos vacíos la rodeaba, congelados en un instante de sus vidas del que no conseguirían salir hasta que ella los dejara marchar. Tampoco vio a su padre correr hacia ella al final de la calle.



Nada más salir de la tienda y ver el escalón vacío supo que algo sucedía. Comenzó a gritar su nombre mientras corría de un lado para otro y la angustia llenó su corazón. Extendió la búsqueda a los callejones más cercanos. Las personas que pasaban por allí le dirigían miradas curiosas durante un instante para luego continuar con sus rutinas. Ninguno lo ayudó. Cuando la desesperación comenzaba a ganar el pulso en su interior, oyó la guitarra.

Una idea le atravesó, una posibilidad que no sabía si deseaba que fuera cierta. Solo conocía a una persona capaz de interpretar algo con aquel virtuosismo, con aquel sentimiento. Atravesó las calles que le separaban del sonido con la respiración acelerada por el esfuerzo acumulado y el miedo, sobre todo el miedo, hasta que sus sospechas se confirmaron. Al final de la calle vio a Maira con una guitarra en las manos, con la gente a su alrededor sumergida en un sueño que conocía, que comprendía y que le aterrorizaba. Corrió calle abajo, procurando no prestar demasiada atención a la música. Había gente inmóvil a lo largo de toda la calle, ensimismada, que debía esquivar en su carrera. La melodía era hermosa, perfecta. Tenía que arrebatarle la guitarra antes de que fuera demasiado tarde.

Casi lo logró.

Su cuerpo dejó de responderle a tan solo dos pasos de su hija. Abandonó su parte física y dejó atrás un rostro que reflejaba satisfacción, el mismo sentimiento que desprendían todos los que tenía a su alrededor, arrullados por una melodía que acariciaba el alma y proporcionaba un infinito placer.

Ajena a todo lo que ocurría, Maira seguía tocando. Habían pasado muchos años desde la última vez que saboreó la música. No sabía por qué, pero necesitaba hacer aquello.

El tiempo pasaba, cada vez se sumergía más y más en la interpretación. Su cuerpo se desconectó de su mente, solo pensaba en una cosa: tocar.

Algunas personas cayeron debilitadas al fallarles las piernas, sin dejar de sonreír, felices.

Maira también sonreía.



La realidad poco a poco se abrió hueco en la consciencia de su padre, ubicando las piezas de lo que acababa de ocurrir hasta formar una imagen completa. A su alrededor, la gente también despertaba y, sin saber muy bien qué había ocurrido, se alejaban de allí para continuar con sus vidas. Vio a Maira abrazada a la guitarra, en silencio. Se acercó a ella y clavó una rodilla en el suelo mientras la llamaba; la joven no respondía. Con suavidad, le levantó la cabeza y vio su sonrisa, pero Maira ya no estaba allí.

Su cuerpo, cautivado ante la música que él mismo producía, dejó de respirar. Su corazón olvidó realizar el siguiente latido.

April 23, 2021, 5:46 a.m. 4 Report Embed Follow story
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The End

Meet the author

Cristóbal Cabrera Alarcón Escritor, ingeniero y friki a partes iguales. Devorador de libros de ciencia ficción y fantasía, aunque no le hago ascos a nada.

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Escritora Lola Pop Escritora Lola Pop
¡Me alegra saber que te has animado a publicarlo en Inkspired! 👏👏👏
April 28, 2021, 16:42

Adriana Barral Adriana Barral
¡Hermoso!.
April 24, 2021, 13:09

~