ryztal Angel Fernandez

Tecer lugar en el concurso SongTeen ❤️ Inspirada en las experiencias de mi adolescencia, afrontando el divorcio de mis padres y una precoz independencia al irme de la casa, usando como base la canción The Messenger de Linkin Park, nace «El hijo proscrito». Disfruta de la lectura, querido lector, no puedo describir este cuento, solo léelo y conoce una parte de mi vida.


Short Story All public.

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EL HIJO PROSCRITO

Quiero redactar aquí, sentado frente los edificios hechos por un gobierno putrefacto para familias pobres. Más que en pobreza, son la peste delictiva del país. Tantas almas inocentes conviviendo con la escoria de la nación, oyendo los disparos de aquellos malnacidos sumidos en un abismo antisocial. Las estrellas se aprecian difusas gracias al truculento resplandor naranja, producto del cúmulo rutilante de los faros eléctricos. Esboza la luna un débil nimbo blanquecino, fundiéndose con el palio renegrido.

Anhelo llorar y desenredar el maldito nudo de mi garganta. Imagino el cristal de mis perlas oculares refractando en tenues destellos, las luces del infinito. Doy un sorbo a la bebida cargada de vodka en un vaso de plástico, deseando abotargar mis neuronas del éxtasis alcohólico, hundiéndome en el sopor etílico hasta vislumbrar otro asqueroso amanecer.

Narro mi historia como hijo proscrito, portando el calvario de las desgracias con cada paso que doy sobre esta tierra de ilusiones esfumadas.

Cuando entraba a la adolescencia, nos mudamos de estado. Lloraba a moco suelto, me desprendían de mis amigos y profesores. Era un alumno excepcional, recibiendo méritos por mi indudable valor como estudiante. Una de las profesoras se acercó, me abrazó sollozando, dándome un beso en la mejilla. Jamás olvidaré la despedida, mis compañeros estaban aglomerados en el estacionamiento, viendo como me alejaba y yo los contemplaba desde el asiento trasero hasta que desaparecieron. No los volvería a ver, resultaron ser pasajeros de un vagón llamado «vida».

Llegamos al nuevo hogar en cuestión de horas fastidiosas. La urbanización estaba plagada de maleza, infectada de desdén vecinal, aplacando mencionado desdén con la sutileza de la hipocresía. Ambiente militarizado donde residen familias comandadas por el jefe machista vistiendo su guerrillera. Ni hablar de las despostas crías, farfullaban enaltecidos por el rango o puesto que ostentaba su padre o madre.

Debía adaptarme, conocer el concepto de resiliencia, herido a profundidad, sangrando a borbotones lágrimas cargadas de infelicidad. ¿Por qué tanta desdicha? En el nuevo colegio se burlaban de mi aspecto. No paraban de resaltar la puerilidad de mis actitudes.

Absorbía día a día sus insultos, prefería callar y no desahogarlo, escapaba de la realidad por medio de los videojuegos, mas no pude contener el odio y frustración. Sería una desgraciada mañana cuando la profesora estaba ausente cuando se acercó un envilecido chico, una supuesta compañera estaba sentada también, era recreo y solo éramos los tres en la escena.

—¡Qué narizón eres! —espetó, riéndose, aumentando la sorna expulsada de su garganta.

—Me da igual —contesté sin sumar importancia, pues, me lo decían mucho.

—No solo es narizón, también es mente pollo —corroboró la chica.

Desternillaron juntos, estaban acompasados en maldad.

—Jugando muñequitos, narizón —reprochó.

—Habla solo, es más raro ese niño —añadió la colega del bullying—. Tienes que verlo hablando de esa estupidez de Pokémon.

El bellaco me golpeó en la nariz para aumentar la diversión. Me harté de sus risas, me harté de sus burlas, me harté de aquella vida, me harté de haber sido separado de mis verdaderos amigos. Desgañité una bravata y encolerizado alcé un pupitre para luego estrellarlo contra la pared. Me eché en el asiento de otro pupitre, cubrí mi rostro con las manos. Lloré descontrolado, ofuscado, acentuando el hipido.

No había nadie que me consolara. Los profesores estaban no sé dónde. Allí quedé, descargando la soledad que perforaba mi espíritu en una edad incomprensible para el entendimiento de esta serie de injustos acontecimientos. ¿Por qué me humillan? ¿Por qué merecía tal escarnecer?

—¡LOS ODIO! —grité al llegar a casa y encerrarme en la habitación, hundiendo la cabeza en la almohada.

Cumplí la edad que condenó mi adolescencia, ingresando a su vez al primer año de secundaria. Mi padre para ahorrar gastos, me inscribió en una secundaria pública. Viviendo en Venezuela, los centros educativos gratuitos en la región aglomerada del país es como entrar en una cárcel.

Los estudiantes de grados superiores tenían armas de fuego, hacían bromas pesadas capaces de lastimar a alguien de gravedad. Al menos mis compañeros nuevos no eran alevosos, pero los de último grado eran siervos de Satanás por no decir que eran vasallos de la parca.

Cazaban en manadas a una víctima, sobretodo los de primer año. Yo presenciaba lo que hacían a mis compañeros, no podía hacer más que huir y evitarlos, pero el destino decidió mancillarme. Reunieron a todo un salón de cuarenta alumnos y al sonar el timbre, se agruparon de izquierda a derecha. Los que caminaban por el sendero inevitable para ir a clases, eran pateados, vapuleados y recibían impactos certeros en una extremidad de su cuerpo por un objeto lanzado. Sonriendo el infortunio, me apresó un grandulón y cargándome, me llevó hasta el inicio de la pasarela dantesca. Me pateó como un perro en la espalda. Yo avanzaba agachando la cabeza. Todos y cada uno regocijándose conmigo, agotaron su artillería ensañándose con mi debilucha apariencia. Al final de la tormenta, agarré un fragmento de vidrio del suelo y horas más tarde, lo usé para cortarme en el antebrazo.

Mi madre denotó las marcas en la piel, también había observado el cambio de actitud. No recibí apoyo emocional, al contrario, un regaño estertóreo proseguido por una bofetada fue la estocada crucial para amontonar los clavos y crucificar la figura materna. Padre amenazó con suministrarme una senda golpiza si seguía cortándome, alegaba que sería por mi bien y corrección. Yo lo declaré en ese entonces como un enemigo. ¿Por qué los padres tienden a solucionar conflictos usando la violencia? Es limpiar sangre con sangre la psique del adolescente.

Pagaron una psicóloga inútil, asistí cinco sesiones que resultaron suficientes para diagnosticarme. La ignorante estaba a favor de retirar mis instrumentos musicales, declarando que era un escape a la realidad y yo necesitaba afrontarla. ¿Qué diantres tenía esa dizque psicóloga en contra del arte? Ella no previó mi lengua manipuladora y convencí un día a mi padre para que me comprase una flauta transversal. Había recurrido a mil y un argumentos para refutar aquel estúpido informe clínico.

Durante las vacaciones, contento con mi flauta y aprendiendo a tocarla, liberaba las ataduras que maniataban mi sombra y florecía en consciencia plena con cada nota emitida del instrumento. Entonces, mis padres pactaron una resolución urgente para continuar mis estudios en una secundaria privada.

¡Por fin, era un acierto de la vida! En la nueva casa de estudio conocería mis amigos, unos verdaderos seres compasivos que sintonizaban su frecuencia a la mía. Jugábamos, reíamos, bromeábamos y sin ser juzgados por el colectivo estudiantil. A finales del segundo año, mi corazón abrió sus puertas a una chica que alteró mis hormonas y robó mi razón. No podía esperar el amanecer para volver a entregarme a sus labios.

Transcurrió un aparente período de calma. No había vuelto a herirme; mis padres no estaban preocupados por mí; tenía amistades y el aprecio de ciertos profesores. Lento, pero seguro, me adentraba en la vorágine cotidiana de cualquier ser vivo que desplaza la muerte, contemplando el paisaje huidizo a bordo de un tranvía unido a la monotonía. Aunque la situación simulaba una serenidad innata, solo era una artimaña del hado para despistarme de lo que se tejía detrás del telón.

Era quinto año de la secundaria cuando por vez primera, mi padre, borracho, soltó un improperio a mi madre. Ella estaba sentada oyendo los gritos de mi padre. Él estaba enrojecido, agitaba las manos en el aire haciendo ademanes exclamativos y mi madre, impávida, solo escuchaba. Salí en defensa de mi madre anonadado por la ocurrencia. El remordimiento con fragancia a ron salía atropellado de la boca de padre. Se acercó hacia mí, implorando que remitiera su acto. Mi madre, en consecuencia, hecha una fiera, aprovechó la oportunidad de vengarse mondando lo que yo creía como «padre» con sus filosas palabras, describiendo al hombre como «un ser despojado de emociones».

No sabía nada al respecto sobre las motivaciones de cada uno para amedrentarse de tal manera. Me parecía una locura de un día para otro presenciar una discusión entre ellos. De niño, siempre los veía unidos y hasta ahora en la narración, es el síntoma más relevante de una familia disfuncional o un matrimonio fallido. Pasó de largo la circunstancia. Esa noche padre durmió conmigo luego de muchos años sin abrazarlo.

La noticia fantástica de un ascenso a mi estimado padre reavivaría los ánimos de por sí, devastados por el suceso de la víspera. Él sería enviado a Cuba para fungir como miembro diplomático en la agregaduría militar. Su sueldo era grandioso, pedíamos lo que queríamos y lo teníamos al momento. Viajamos a la Habana dos veces, presumiendo una vida de riqueza. Hoteles cinco estrellas en Varadero eran nuestros, gozando los eventos; nos relacionábamos con gente extranjera y asistíamos a sus embajadas, participando en las fiestas de la aristocracia europea. No me interesaba la situación económica de mi país ni la de Cuba. ¿Qué me importaba si lo tenía todo? Robaron nuestra casa en la urbanización cuando retornamos del segundo viaje y mi padre repuso los objetos sin mesura alguna. Era un atrevido despilfarro de su estabilidad económica y una demostración de poder adquisitivo.

En la secundaria no paraba de hablar de los viajes. ¡Cuándo viajé a Panamá me enamoré de su ciudad; del estilo artístico del hotel; el gran centro comercial; el canal y su estética urbana! Poseía lo mejor de lo mejor.

Acabaría el último año obteniendo el título de bachiller. Vislumbré un futuro próximo en una prestigiosa universidad del Estado, privada y cara. Quería ser fotógrafo y allí dictaban la carrera que era necesaria para ejercerla. Pero, antes de asistir al campus, realizaríamos un tercer viaje a Cuba y en este tercer viaje, sería el final de todo lo positivo, convirtiéndose en el prefacio de una prospección funesta.

Descubrí a mi padre, una muy hermosa noche, conversando con su amante por el teléfono de la habitación del hotel. Yo estaba oculto en el baño, oía su lengua pérfida profesar su amor eterno a semejante desconocida. Querido lector, por dentro sentí que el mundo se deshacía en trizas como si Dios hubiera aparecido y rompiera el papel de un cuento que estaba destinado a volverse tragedia. Una espada atravesó mi corazón, cortando el flujo bermejo de la vitalidad moral que en mis venas fluía. Debía decírselo a mi madre o callar. Mi padre continuaba allí, acostado en la cama, susurrando. Terrible era el dilema, decirlo o callarlo; anular el sufrimiento o postergarlo. Estaba en juego nuestra fortuna, nuestra posición social. Prenderle mecha al cañón y ejecutar a mi padre por traidor o apoyar su treta descarada a mi madre. Pensé en mis objetos, en mi educación, en mi falso equilibrio emocional. Me sentí engañado, estafado, nada había mejorado en mi vida. Los momentos de gloria; los instantes de fiestas; las fotografías mostrando un bienestar perecedero... La vida afilaba su lanza mientras estaba distraído, embelesado por el capricho materialista. Seguía nadando en el mismo estanque a vistas de un desquiciado morador de un jardín y ese morador, era el judas de mi padre hablando con otra mujer. Entonces disparéa mi ego, no podía privar el amor hacia madre y degradarlo a favor del dinero ajeno.

—¡Papá está hablando con otra mujer! —exclamé, exasperado, plantado en el pasillo.

Mi madre, astuta, había avanzado a la habitación, pegando el oído, comprobó mis palabras. Un jaleo inolvidable se formó y el desenlace resultó en un divorcio. Adiós lujo, adiós peculio, adiós viajes, adiós… Simplemente, fue un adiós a toda aquella pantomima. Madre me relató su matrimonio, me confesó que yo tenía un hermano bastardo y padre no se hizo cargo del mismo. Él tenía un amplio historial de infidelidades. Madre había aguantado hasta aquella noche para ser libre del sometimiento conyugal que había ocultado por mí. No quería que padeciera las penurias de un divorcio a temprana edad.

Cuando regresamos a Venezuela, no veía el cielo del país de igual aspecto. Detallé en el pergamino celestial aquél martes, tres colores: amarillo, azul y rojo; pero el rojo estaba corroído, esbozando líneas asimétricas, sinuosas y lóbregas. Venezuela empezaba a sangrar.

Padre se había quedado en Cuba, nosotros estábamos solos portando el equipaje. El retorno a la urbanización fue horrible, pues, mis ojos cándidos maduraban al ver la miseria que me iba a tocar experimentar.

Inicié clases en la universidad. En un principio marchaba bien el asunto, después entendía que el periodismo no era lo mío. Como tenía una cuenta en un banco, padre pasaba el dinero a mi tarjeta. Decidí abandonar la universidad en secreto y enfilé mis pasos a la escuela de arte, pagando por el curso de fotografía. Mi madre me preguntaba a menudo por la carrera, yo ofrecía vagas respuestas o inventaba anécdotas inocuas. Ella se lo creía. Por dentro estaba desgarrando los valores inculcados por mi familia y pudriéndome. Originé una coraza álgida para no sentir que traicionaba a mis padres, una fútil represalia por engañarme durante diecisiete años. Mi juventud quería desafiar cada precepto de ellos. Compré una caja de cigarros un día, me senté en una caminaría, encendí uno y lo conduje a mis labios, calando profundo. No tosí, solo me invadió una paz que finalizaba al consumirse el cigarro. Cuando ocurría, deseaba recuperar la paz, aferrándome a la nicotina, fumando otro y otro. Consciencia no tenía de quién consumía a quién, y así nació una adicción, por evadir una batalla contra la realidad. Luego probé el alcohol, fascinado por sus bondades divinas desde milenios, llegué a ir a clases ebrio y no me importaba. Realmente nada me importaba. Era pobre y expiar mis pecados por lo que hacía con el dinero de mi educación era insustancial. Si eran suficientes frivolidades, el sexo rodearía la noción de mi naturaleza, desatando un frenético diablo dedicado al erotismo tergiversado y aquella idea sobre un amor de novela descartada quedó. Tres adicciones me dejaban en números rojos a fin de mes, sin embargo, padre acudía a salvar el día de un hijo hediondo a perversión.

Mi madre se iba con sus amigas de la urbanización a discotecas y volvía a la mañana siguiente, lo cual me daba tiempo suficiente para bañarme bien y retirar el aroma a cigarro que impregna cualquier tela u epidermis, pero quedaba un ínfimo olor delator acre en la ropa. Madre descubrió que fumaba.

La reprimenda no fue mayor a la que recibí cuando se enteró por boca de terceros que me dedicaba a beber en conciertos y había abandonado la universidad. Furibunda, vendada por la injusticia, su acometida fue destructora y detonadora de una eclosión rebelde en mi espíritu.

—¡Vas a estudiar lo que yo diga y dejarás esa ridícula carrera de fotografía! Un hijo fotógrafo. —Clavó sus garras en mis hombros. No podía verla a la cara, sentía que el odio de sexto grado cobraba vida de los rescoldos ocultos en el montón de cenizas—. ¡Yo quiero un licenciado!

Ella quería un título universitario, yo no. Ella quería que estudiara lo que ella impusiera, yo no. Sin discutir tomaría una maleta y empacaría lo mínimo indispensable. Partí aquella mañana hacia un mundo roto. La bestia dormía aún, no me despedí ni lo consideré una fuga, sino el exordio de una deplorable independencia.

Aterrizaría en el hogar de un excelso amigo de la secundaria pidiéndole auxilio. Abrió su puerta para albergarme durante unos meses, los cuales serían suficientes para buscar una residencia, un trabajo y establecerme. Depravado es el horizonte carmesí que auguraba vientos desfavorables. No borro del arcón de las memorias, mis ojos anegados frente a una ventana sombría de tubos de acero oxidados; penetrando en la alcoba con techo de madera, la pestilencia de la extrema maldición de un drogadicto, resultando este personaje ser un pariente de mi estimado amigo. ¿No pude ir a un sitio mejor? ¿Tenía que soportar convivir con un delincuente en la mesa donde comíamos? Al regreso de cada clase, cuando exhausto andaba, dejando caer los brazos, meciéndose las extremidades tal cual un péndulo febril, enganchadas al cascarón… Sí, yo era un cascarón, estaba vacío, muerto y cada día me enterraba más. Cavaba la tumba, reunía la tierra y nadie regaría este inmundo compartimiento para el alma. Solo los gusanos harían justicia, horadando mi cuerpo, reproduciendo sonidos desagradables al revolcarse con el líquido manado de la descomposición. ¿Quién era yo para este planeta? ¿A quién le interesaba leer en un periódico si recibía un balazo en la cabeza por habitar en un barrio peligroso? ¡Era un hijo proscrito! Desheredado, no recibía más dinero de padre, vagaba en una calle, viendo de hito en hito a los hijos de Jesús juntarse con los plebeyos de Lucifer. Prosiguiendo lo anterior, pausado por mi perorata, llegaba amodorrado al hogar del drogadicto y debía inspeccionar según el inventario mental, si aquel desparpajo del averno no entró a robar mis pertenencias para adquirir su pábulo afrodisíaco mediante el comercio de bienes ajenos.

A veces no aguantaba el bullicio de la ciudad. Había días —siempre son malditos días— en los que me dedicaba a caminar plazas, extendiendo el plazo para tomar un autobús y volver. No quería seguir allí, pero la economía del país era cada vez peor, más y más deteriorada como su gente abyecta. Los niños cubriendo con harapos sus costillas sobresalientes se acercaban a solicitarme dinero. Aquellos engendros no había que tenerles compasión, los rechazaba con una mirada de desprecio. Son escorias a la merced de sus familiares que al recibir un billete corren a dárselo al malhechor de su representante, cuyo ser humano contaminado por la gula maliciosa felicitan la actitud inmoral del infante para continuar degenerándolo. No eran niños humildes, eran monstruos armados y protegidos por sus padres, miembros del hampa.

Yo tenía hambre durante esos tétricos paseos. A duras penas me alcanzaba lo ahorrado para desayunar. Resistía como un soldado alemán en el invierno de Moscú, la tenazas candentes de la hambruna al marcar mi estómago, produciendo frecuentes ardores insoportables.

—¡Mira, loco! Dame para comer —decían los niños sobándose la barriga y sus ojos rojos como ratas de alcantarilla, destellaban en maldad pura.

—Yo también estoy pasando hambre —respondía y apuraba el paso.

En los centros comerciales me sentaba en la feria de comida, tratando de evocar en una mesa con tres sillas los felices años en los que comíamos en familia. Añoraba la unión y la convergencia armónica del universo al tener un padre y una madre. Lloraba, nadie se daba cuenta. Charlaban a mi espalda, reían por una esquina, celebraban por otro lado y yo en medio de la corriente, obstruido los observaba, gritando: ¡Ayúdenme, estoy solo!.

Pasaron los meses venciendo el plazo de estadía en la prisión. Reticente a visitar a mi madre y sellar una reconciliación, obedecí a las protestas de mi amigo.

—Supones una carga para mi abuelo, espero lo entiendas —explicó—. Pareces un indigente —añadió sin tacto.

Me marché y hallaría refugio en una casa dentro de la urbanización, pues, había mejorado mi relación con una persona que lástima me tenía al igual que su familia. Intenté visitar a madre con el trago amargo de la derrota, me enteré que después de mi ida, encaró un desalojo inminente. Esas amigas con las que salía a divertirse, eran despreciables conjuradoras de una carta firmada por un comité militar para darle los meses suficientes para deshabitar la casa, aquellos meses era el plazo caducado mío de estar afuera. Una ingeniosa martingala de la vida. Cayó un peso mortuorio sobre mi espalda. Hacia nuestra casa corría, llegando, veía caras extrañas recién acomodándose. Mi madre se había ido y no sabía a dónde. Si creía estar solo, ahora lo estaba.

¿Saben dónde me siento? En las gradas de la cancha del complejo residencial. Tres meses han transcurrido a galope acechante. Miedo del tiempo tengo, se ralentiza a conveniencia propia y acelera de improviso, no pudiendo esquivar el proyectil que el soldado expele de su mosquete encima de un reloj bufón. Fusilado me encuentro, agujereado por las balas, humeando los nichos, deslizándose el anfractuoso trazo ceniciento por los orificios nasales. Espero paciente a los cuervos, quiero que arranquen mis ojos para no seguir viendo una Venezuela inextricable.

Ya me niegan la comida en la casa donde estoy. Conseguí un empleo con un salario miserable, solo allí puedo comer y encerrarme en el baño a llorar durante el descanso. Dejé de fumar, es un lujo gastar en un cigarro, pero este vaso de alcohol nunca se acabará. ¿Cuándo fue la última vez que hablé con padre? De madre no sé nada, desconozco su paradero.

Reviso el teléfono, falta una hora para el amanecer. Desde hace mucho no llegan notificaciones ni llamadas. Bajo por las gradas, pisando la hierba. Camino por la calle nocturna, abrigándome del frío. Ruego que el relente no altere mi frágil salud. Lame el baño dorado emitida por las luces urbanas, mi apariencia enjuta al transitar por ellas, luego me sumerjo en la oscuridad y emerjo. Un oscilar esquizofrénico fraccionando la realidad. Dos faros en la lejanía, el runrún de un carro pasa a mi lado cuando estoy en el abismo clamando por un ángel. Sostengo los audífonos, selecciono en el reproductor una canción.

Ojalá alguien me hubiese salvado de esto. Me arrepiento de las injurias cometidas en el pasado, anhelo tocar la flauta que ya no está cerca de mí. Vivo de la nostalgia, intentando alargar las proyecciones ulteriores, extrañando el calor maternal que no pude conseguir en las tantas mujeres que penetré. El sexo es efímero, se desvanece el placer de las horas salvajes para recaer en un siniestro pozo de objetividad. No podemos zafarnos de las ataduras que nos deterioran como seres humanos al estar postrados en una silla, aguantando calamidades hasta ceder al impulso del suicidio. Convulsiona el recipiente ensagrentado con los párpados sostenidos por dos pinchos, fustigando el verdugo nuestra espalda, restallando el psicótico látigo que liquida la inocencia con la que nacemos.

El mismo auto pasa cuando estoy en la oscuridad. Ojeo el teléfono, llegará el amanecer en diez minutos. Debería dormir para siempre. Aumento la velocidad, trotando como si estuviera en un maratón patético de insulsos seres vivos. Respirar es doloroso, desde que conocí el mundo como es, mis alas fueron cortadas, ya no puedo volar.

¡Por favor Dios, perdóname por lo que haré, fallé como tu ángel enviado! Acelero y sigo acelerando, ardiéndo los pulmones. ¡Cuán doloroso es inspirar oxígeno!

«Cuando sientes que estás solo, separado de este mundo cruel», ¡Chester, estás cantando, continúas vivo! «Tus instintos dicen: corre», ¡eso hago, estoy corriendo! «Escucha tu corazón. Las voces de los ángeles te cantarán y serán tu guía de vuelta a casa», ¡Chester eres mi ángel, estás cantando de nuevo, creí qué habías muerto! ¿Dónde está mi hogar? Ya no tengo hogar. «Cuando has sufrido bastante y tu espíritu se rompe, estás desesperado por tu lucha», no quiero seguir esta pugna innecesaria, soy indigno… ¡Indigno de ser humano! «Acuérdate de tu amor y siempre estarás en esta melodía que te llevará a casa», ¿cuál melodía? Solo oigo tu guitarra y tus mensajes como un coro de serafines en dónde quieras que estés. ¡Oh! Despreciable y cruel planeta plagado de supercherías, no te burlarás más de mí. Subo a los tubos que pondrán fin a esta obra.

—¡Hijo!

¿¡Madre!?

«Cuando la vida nos deja ciegos, el amor nos mantiene amables».

—¡Baja de allí! —Siento sus brazos rodearme. Su perfume, su voz, su calor. ¡Querida madre!

Me rodea con sus brazos.

—Odio el mundo, lo odio —gimo.

—Nadie te lastimará más, perdóname por todo.

—¡Te perdono, mamá!

Lloramos, abrazados, silenciando los reproches, reanimando el amor de madre e hijo, solos en un país demacrado y cínico con sus vástagos. El cielo se colorea de rosa, anunciando el alba. Tocan los clarines del amanecer traducido como el graznido de las aves. Las hojas profusas de los árboles espigados, ancestros lozanos de la naturaleza, orquestan a la dirección del soplido del viento una serenata tierna, apaciguando las cuitas sobrevividas.

—Quiero volver… Por favor, te lo ruego.

Ella me besó en la frente.

—Ven a casa hijo mío —dice con voz suave.

Ruge el motor del carro, ese carro era el que estaba recorriendo la urbanización. Mi madre me había estado buscando.

«El amor nos mantiene amables», gracias Chester, gracias Linkin Park, gracias por auxiliarme en los minutos previos del suicidio, hubiera estado en la antesala de lo incognoscible.

April 5, 2021, 5:34 a.m. 7 Report Embed Follow story
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The End

Meet the author

Angel Fernandez Escritor y fotógrafo venezonalo. Nací en Carabobo, Puerto Cabello. Tengo 23 años. Me dedico a mejorar en la escritura y mantener la meta de representar a Venezuela junto a otros escritores noveles en la literatura del siglo XXI. Todas mis obras están registradas en Safecreative.

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The Monster The Monster
Te deseo lo mejor, ojalá puedas ser feliz, increíble que hayas leído "indigno de ser humano" ese libro es mágico. No te rindas, no vale la pena dejarse vencer, la adversidad es alevosa, todos lo sabemos pero su influjo no debe condenarnos jamás. Sigue adelante, si puedes trabajar de lo que te gusta hazlo, y si no, entonces, tendrás que ir por un camino un tanto desagradable y molesto para poder alcanzar tus sueños. La ayuda psicológica es la mejor, a veces por simple orgullo rechazamos visiones que no nos gustan porque de alguna manera nos da miedo dejar esa zona segura y aceptar la realidad. Solo sé feliz y recuerda que el suicidio nunca es una opción, eres un excelente escritor y yo te seguiré leyendo, me gusta como me haces sentir, así que no apagues tu luz, las almas tan sensitivas y capaces de ilustrar universos ajenos son difíciles de hallar, y así como Venezuela está cautiva por las malas elecciones de los votantes y pésimos gobernantes, no permitas que se apague tu luz, tú sigue viviendo y luchando.
March 06, 2024, 23:07
Mónica Trujillo Mónica Trujillo
Felicitaciones por el concurso! Has logrado transmitir una historia cargada de emotividad que obliga a reflexionar.
May 13, 2021, 01:14

  • Angel Fernandez Angel Fernandez
    Muchas gracias a ti por leerme. Felicitaciones para ti también. Dentro de poco iré a leer tu historia. 😄 May 13, 2021, 01:57
  • Angel Fernandez Angel Fernandez
    Debo añadir que me costó drenar las emociones y organizar la historia. Leer tu comentario me hace sentir bien, ya que pude lograr transmitir aquellas emociones a otra persona. Te envío un abrazo desde Venezuela. 🇻🇪 May 13, 2021, 02:01
Sheila.J  Sheila.J
:) nunca e leído algo así 👤
April 05, 2021, 13:46
~