El más común de los mortales es simplemente él. Un hombre sin más talento que su propio esfuerzo, sin más vida que la propia.
Un día el más común de los mortales, justamente por ser común, fue el elegido para una divina labor.
Los dioses buscaban un voluntario para realizar un trabajo para ellos. Antes se lo habían pedido a los semidioses pero estos creían que estaban demasiado cerca del cielo como para realizar tan burda labor. Luego se lo pidieron a los mortales extraordinarios, pero estos no querían ensuciarse las manos. Los mortales casi extraordinarios amenazaron con una huelga, pues: ¿por qué elegirlos a ellos entre todos? Finalmente, cuando llegaron a los mortales comunes no hubo tantas quejas, pero dijeron que no eran necesarios tantos hombres para realizar la tarea. De este modo, el más común de los mortales fue la última opción.
Debía lavar los caballos que llevaban el sol. Pero el más común de los mortales tenía una de las más comunes debilidades. La curiosidad. ¿El sol era amarillo o rojo? ¿Realmente era más grande que la tierra? ¿Era de fuego? ¿Se movía alrededor de la tierra arrastrado por los divinos caballos o en realidad los caballos eran decorativos? Podía evitar esa incertidumbre si solo le echaba un pequeño vistazo al sol. Se dirigió ante el mismo sol sin terminar con el baño de los caballos.
Cuando lo vio quedó fascinado. Era un simple mortal pero aun eso no lo detenía de admirar la grandeza desplegada ante sus ojos. Tenía que tocar el sol. Tenía que sentir que no era una ilusión.
Así lo hizo para inmediatamente morir calcinado.
Después de un tiempo aún se recordaba la historia del más común de los mortales. Se escuchaba decir tanto a dioses como a humanos: “¡Pobre! ¿Qué habrá pensado al acercarse tanto al sol? ¿Acaso no recordaba que era un simple mortal?” Todos lamentaron mucho la muerte del más común de los mortales pues, después de todo, ya no tenían quien lavara los caballos que llevaban el sol.
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