mascarada Un simple Escritor

Anton tiene un secreto, algo que lo consume diariamente pero él se rehusa a desistir. Un día, para la cena navideña decide por fin dar rienda suelta a sus deseos. ¿Qué pasará con Anton?


Horror Not for children under 13.

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Anton

«Uno, dos, tres, cuatro… El aullido se mezcló entre las cuatro paredes. Uno, dos, tres… El dinosaurio escapó por la chimenea».


El letargo del despertar y la oscuridad del lugar, el hombre con sopor movió la tela gruesa que lo cubría, sentía zumbidos en las orejas y punzadas en la tripa. El frío calaba hondo en su cuerpo.

Las ventanas de la habitación estaban cubiertas con negruzcas cortinas, un detallado grabado de espirales resaltaba. Una vez de pie, el hombre de mediana edad bostezó; estiró sus articulaciones con tranquilidad y dirigió su vista al calendario que yacía colgado en la pared, frente a él.

Una fecha en concreto estaba señalada con color rojo. La miró y se relamió los labios, caminó hacia la puerta. Posó la enorme mano en el pequeño pomo oxidado, lo giró y atrajo la puerta hacia su posición, abriéndola. La luz natural de la mañana recibió su infausta mirada; tenía el pelo largo hasta los hombros, barba de semanas y una extraña cicatriz en forma de media luna en la mejilla derecha.

Miró el suelo de madera color caoba y caminó en dirección a los escalones que estaban a unos pocos metros. En el trayecto, sintió un pitido en la oreja derecha, con cada paso más fuerte se hacía. Gotas de sudor empezaron a formarse en su frente, su oído izquierdo captó el sonido de alguien golpeando una de las puertas de la casa, inició leve pero la intensidad fue en aumento hasta la desesperación.

Apretaba los puños con tanta fuerza que casi rasgó la piel de sus manos con las uñas.

—Prepararé la cena —dijo, con un tono de voz casi inaudible—, solo espera a medianoche.

El pitido y el golpeteo se detuvieron en seco. Suspiró con alivio, y con el pijama de algodón que llevaba puesto, bajó los escalones lo más rápido que pudo.

Se dirigió a la cocina, abrió la puerta del frigorífico; estaba vacío casi por completo. Lo único que había eran bandejas de carne de res, gotas de sangre se colaban entre el plástico, cayendo y manchando el metal.

El hombre se mordió el labio inferior con ansiedad, se arrodilló y abrió un cajón que había en la parte inferior del frigorífico. Ahí, en ese pequeño espacio de poco más de treinta centímetros, yacía una urna de color plateado brillante. Tragó saliva y acercó las temblorosas manos a aquel recipiente que parecía estar cubierto por la desgracia; en su interior la esperanza, pero también la mayor de las catástrofes.

Cuando tuvo consigo el frígido objeto, escuchó un distintivo ruido de pisadas, sintió un breve escalofrío recorrer su espalda, abrazó la urna con recelo, se levantó y miró hacia atrás. Tres pares de ojos grises lo miraban fijamente. Una de las tres criaturas de espeso pelaje oscuro mostraba los grandes colmillos ensangrentados, se acercaba con delicadeza propia de un experimentado cazador.

Un penetrante olor a sangre invadió las fosas nasales del hombre, se rehusaba a soltar aquel tesoro. Lo sostuvo con más vehemencia; su boca se hacía agua y el sonido proveniente de su estómago parecía ser más fuerte que el gruñir de la bestia.

«JODER, JODER, JODER» pensó, mientras la voracidad le invadía desde la profundidad del abismo famélico.

Volvió a darse la vuelta, se agachó y luego de abrir el cajón colocó la urna de vuelta en su sitio. El cuerpo entero le temblaba, saliva caía desde su boca al suelo. Bufando, golpeó la manchada cerámica, lastimándose los nudillos, pero el dolor sirvió como anestesia para su apetito.

Con la mano herida, apartó el cabello que se había adherido a su rostro debido al sudor, se levantó despacio y cerró el frigorífico. No necesitó mirar detrás, simplemente salió de la cocina y poco después, de la casa, azotando la puerta y apresurando el paso.

Era el día especial.


Un delicioso aroma combinaba con la tenue iluminación, la suave música de fondo y el hermoso mantel con adornos navideños, un ambiente sereno.


«¿Qué pasará, qué misterio habrá?

Puede ser mi gran noche

Y al despertar ya mi vida sabrá

Algo que no conoce

Caminaré abrazando a mi amor

Por las calles sin rumbo

Descubriré que el amor es mejor

Cuando todo está oscuro…».


Sentado y arreglado, Anton bebía agua de una copa. Se había cortado el pelo, ahora tenía un corte militar y, aunque iba de traje y corbata, nada era capaz de ocultar el desasosiego de su mirada. La amplia mesa estaba repleta de comida; frijoles, patatas, frutas, pan y no podía faltar el delicioso cochinillo asado.

El plato de Anton, sin embargo, estaba vacío todavía. No había probado la primera cosa. Miró el reloj que colgaba en la pared, faltaban 2 minutos. Dio otro sorbo a la copa, luego fue hacia la cocina, al regresar venía con la urna metálica en brazos. Volvió a sentarse y colocó el objeto a su izquierda, contiguo al plato. De reojo visualizó la hora, por fin era el momento.

Sentía el latir de su corazón con la potencia de mil caballos pura sangre; las pupilas se dilataban y un cosquilleo comenzó a invadir su cuerpo, la respiración se volvió errática y el frío invernal desapareció por completo.

Sus manos tomaron la cubierta del recipiente y, de un tirón, la abrieron. Un hórrido olor impregnó el lugar, tan vomitivo que el mismo Anton tuvo arcadas al sentirlo. Pero eso no fue capaz de disuadirlo, al contrario, ahora estaba más expectante.

Tomó aquella, su caja de pandora, y dispuso el contenido sobre la vajilla.

Trozos de carne pegajosos y ensangrentados cayeron, uno tras otro, salpicando el elegante traje. El hombre empezó a jadear sintiendo un ardor en los ojos.

—Nina… —murmuró, mientras algunas lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Cual hambriento moribundo, hundió su cabeza en el plato y empezó a masticar la fétida carne; estaba tan rígida que lastimaba sus encías y el sabor inicial era tan ácido que le ardía la lengua. Salivaba de forma descomunal a la par que sus manos temblaban. El cosquilleo en su cuerpo aumentó al igual que el apetito.

De lo fuerte que masticaba se le desprendió una muela, pero le importó una mierda. Sus oídos se llenaron de un horrísono zumbido, no prestó atención, tampoco lo hizo al gruñido familiar que lentamente se acercaba. Comiendo más rápido; la boca, las manos, la mesa, el suelo, todo se llenaba de la sangre infausta.

En mitad de la faena, un dolor punzante lo invadió, provenía de su pierna derecha. Lo habían mordido.

Anton se desesperó e intentó meterse trozos de carne más grandes, sin éxito.

El volumen de los gruñidos se hizo más fuerte, y poco después, un puñado de lobos salvajes le saltó encima. Los tres animales mordían con saña los brazos y pies, estaba siendo comido vivo.

Él, quien todavía seguía lúcido sintiendo aquello, miraba las luces navideñas que cambiaban de color en el fondo. El cosquilleo inicial se había concentrado en su entrepierna, incapaz de aguantar lo que sentía, el corazón empezó un silencioso estallido.

Uno, dos, tres, cuatro, Anton sufrió espasmos y dejó de respirar. Las alimañas continuaron arrancando trozos de su cadáver inerte y la melodía, ignorante del suceso, siguió su curso.


«Y sin hablar nuestros pasos se irán

A buscar otra puerta

Que se abrirá como mi corazón

Cuando ella se acerca…».

Feb. 19, 2021, 7:43 p.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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Un simple Escritor Todo de mucho, poco de todo.

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