nereaaguigar Nerea AguiGar

No fue hasta que mi anfitriona me dejó para ir a preparar un refrigerio que me di cuenta de un graznido artificial que, hasta ese momento, había permanecido oculto tras nuestra conversación y que ahora dominaba el silencio en el que la ausencia de mi amiga me había dejado.


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#reloj #migraña #paranoia #relato-corto #primera-persona #locura
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El reloj de pared que había en el salón

No fue hasta que mi anfitriona me dejó para ir a preparar un refrigerio que me di cuenta de un graznido artificial que, hasta ese momento, había permanecido oculto tras nuestra conversación y que ahora dominaba el silencio en el que la ausencia de mi amiga me había dejado. Mis ojos recorrieron el mobiliario maquillado en tonos victorianos y la tapicería verde de los sofás, con un ápice de incomodidad, y tardé poco en percatarme de que la fuente del sonido se hallaba anclada en la pared del otro lado del salón. Era un reloj, uno de madera oscura del que colgaba un péndulo dorado que anunciaba estruendosamente su paso del lado derecho al lado izquierdo; tras la esfera de cristal las manecillas acariciaban los números romanos, indicando el paso del tiempo y haciendo de cada segundo un grito de agonía breve y automático, que descansaba solo mientras esperaba la llegada del siguiente segundo, que provocaría otro sollozo mecánico. Me encogí cuando el péndulo volvió a golpear el aire, anunciando que acababa de perder otro segundo de vida, y seguí su trayectoria hasta mi próxima pérdida, que hizo que me recorriera un escalofrío desde la punta de los pies hasta la nuca. El reloj, sin inmutarse ante mi incomodidad, continuó con su monótona melodía de una sola nota.

Su presencia no me habría importunado en absoluto de no ser por sus insistentes y poco afortunados intentos de romper el silencio que nos rodeaba; traté de ignorarlo deliberadamente, y centré mi atención en el jarrón que presidía la mesa de café: era de cerámica ocre, con dibujos de flores en tonos verdes y rosados, discreto y acorde al resto de la decoración y muebles. Incluido el reloj que hacía «tic» y golpeaba mi subconsciente con aquel chillido. Suspiré, estiré las piernas y me rasqué la muñeca, intentado camuflar el estridente sonido del mecanismo del péndulo; pareció funcionar durante un momento, y aproveché para intentar centrarme en algún otro objeto de la sala.

Me fijé en la vajilla que exhibía la vitrina que tenía a mi derecha: era un servicio de té de porcelana tic, con violetas pintadas en el borde de los platos y en el tic de las tazas; una de ellas tenía el asa rota y estaba tic por la zona del borde, donde se habían desdibujado las tic. En el estante superior, algo tic quizá por el excesivo peso con que lo habían cargado, vi que mi amiga guardaba tic en buen estado; me levanté para verlo mejor, sin dejar de sorprenderme de aquella tic colección, que me provocaba algo de envidia. Tenía un tic bañado en plata con unas letras grabadas, que supuse que serían sus tic. Al acercarme para tratar de leerlas y tic, intuí una floritura alrededor de la tic y me satisfizo la confirmación de mis sospechas; separé el rostro del tic y sobre el cristal vi el reflejo de un tic colgado en la pared al otro lado del salón, haciendo tic… tic… tic… tic…

Me di la vuelta y miré con ira el reloj, cuya esfera me devolvía la indiferente mirada de doce ojos y, casi como un desafío, hizo retumbar su péndulo en mis oídos. No sabía cuánto más iba a tardar mi anfitriona, pero había oído en mi cabeza cientos de tic y sin darme cuenta empecé a esperarlos. Hubo uno que me pareció que tardó más en llegar que el resto, pero debió de ser cosa de mi imaginación, porque no volvió a suceder, aunque juraría que, en otro momento, oí dos tics al mismo tiempo, uno encima del otro. Me froté la sien izquierda, en la que despuntaba una amenaza de migraña, y pulsé rítmicamente la zona en torno al ojo izquierdo, exactamente una pulsación por tic, hasta que me di cuenta y me obligué a parar. Dos tic después me tapé los oídos, obligando al silencio a volver, como quisiera hacer con mi amiga; agradecí el zumbido que sustituyó a los tic y cerré los ojos por un momento, para calmar todos mis sentidos. En esa oscuridad, ya a salvo como me creía, regresó el tic, esta vez de parte de mi corazón traicionero, que estaba marcándome los segundos con precisión orgánica. Presté atención casi sin querer, y al cabo de unos segundos mi corazón empezó a sonar exactamente igual, de tic a tic, al péndulo; me irrité ante esa similitud y noté que el latido aumentaba su ritmo, pero seguía oyendo, a su ritmo pausado y medido, el tic de reloj.

Abrí los ojos y vi una versión desfigurada y vibrante del salón; parpadeé varias veces, confiando en que se alejaran las manchas de colores que bailaban en la superficie de la mesa, y me levanté, hecha la resolución de salir a reclamar a mi anfitriona su presencia. Sin embargo, calculé mal mi primer paso y golpeé mi tobillo contra la esquina de la mesita. Me mordí el labio para no alterar la casa con un alarido y traté de regresar al sillón, que se había movido unos centímetros y solo me ofreció el reposabrazos, donde me dejé caer con demasiada fuerza. Llevé mis manos al pie herido y lo masajeé, maldiciendo entre tic, que de pronto sonaban mucho más altos, se oían más, eran más graves y agujereaban mi cabeza para alojarse dentro, acumularse, saturar el espacio, oprimiendo mi cerebro contra el fondo del cráneo. Intenté levantarme de nuevo, pero me falló el impulso de las piernas, que solo acertaron a temblar brevemente antes de petrificarse en un ángulo de noventa grados, con mi cuerpo todavía reclinado de mala manera contra medio respaldo. Me apreté las sienes y los ojos, acallando los tics que palpitaban dentro, y deseé poder abrirme la cabeza y sacarlos a manos llenas para que me dejaran en paz.

En mitad de mi lucha interna para recobrar el control de alguna parte de mi cuerpo que me permitiera salir del salón, oí una voz de timbre conocido, pero tonos distorsionados, chillones, que me llamaban por mi nombre y me hablaban a gritos puntuados por los tics en cada pausa. Aparté mis dedos de los ojos y miré a mi anfitriona, que sujetaba una gran jarra a rebosar de agua y dos tazas. Me decía algo entre tic y tic, pero su voz me dolía y no podía entenderla por culpa del tic; ella movía la boca despacio, pero sus palabras me llegaban muy rápido, cortadas segundo a segundo. El reloj de pared era tres veces más grande que la primera vez que lo vi; al mirarlo, mi visión periférica se enturbiaba y se estremecía con cada tic como un temblor de tierra. Arranqué de la mano de mi amiga la pesada jarra de cristal, que se hizo ligera entre mis dedos; la lancé contra el reloj, y el último tic murió en el cras de los cristales rompiéndose, el plaf y clin-clin de la madera y los trozos vítreos golpeando el suelo, silenciados por el clonc definitivo del péndulo de metal contra el azulejo.

Jan. 18, 2021, 9:29 a.m. 0 Report Embed Follow story
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The End

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Nerea AguiGar Sometimes I write, sometimes I draw. I love when both collide. / A veces escribo, a veces dibujo. Me encanta cuando ambos coinciden.

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