A
Atzin Gallegos


Durante el último año, la vida de Will ha ido cuesta abajo y cuando creía que no podía empeorar, lo hizo. En medio de la desesperación y sin más opciones, decidió partir en búsqueda de Lady Tree, una hechicera tan poderosa que, según le contaron, podría ponerle fin a todos sus problemas. Sin embargo, para hallarla, primero debía ir al Infierno y la ruta más corta era a través del País de las hadas. Así que un día, Will salió de casa antes del amanecer sin avisarle a nadie y comenzó un viaje, no sabiendo si sobreviviría al camino frente a él.


Fantasy Dark Fantasy Not for children under 13.

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Besando el vacío

Will corría con la mirada fija en la barda frente a él, lo único que tenía en mente era su próximo movimiento. Antes de llegar, tomó impulso y saltó; alcanzó el muro con las manos y se arrojó hacia delante solo con los brazos.


Estiró el cuerpo en el aire, los brazos extendidos frente a él, las piernas hacia arriba; llegó a otra barda y posó las manos sobre ella. Con la fuerza del salto, pasó las piernas entre los brazos sin tocar el muro y al aterrizar sobre el césped, el impulso lo hizo seguir corriendo hasta que al fin pudo detenerse unos metros más adelante.


En cuanto paró fue recibido por sus compañeros con aplausos y ovaciones.


‒¡Así se hace un doble Kong! –Exclamó Andrew– ¡Felicidades! –Continuó mientras le daba una palmada en la espalda.


‒Gracias hombre –contestó Will sonriente, devolviendo la palmada al otro chico.

‒¿Cuánto tiempo tardaste en dominarlo? –Preguntó Paul.


‒Unos tres o cuatro días –respondió Will– para el movimiento básico, claro –agregó de inmediato y después pasó unos segundos musitando y mirando a la nada.


‒Creo que en total me tardé un mes –dijo al fin–. Empecé en el gimnasio con colchonetas y poco a poco aumenté la distancia entre los obstáculos hasta llegar a los tres metros. Esta es la primera vez que lo hago sobre pasto y todavía no me atrevo a hacerlo en concreto o asfalto.


‒¿Crees que pueda hacerlo pronto?


‒Mala idea, Paul –Le dijo Andrew–. Apenas llevas dos meses en esto del parkour.


‒Podrías romperte un hueso –agregó Will– ¿Y cómo practicarías así?


‒Pero podría presumir que me rompí un hueso intentando hacer un doble Kong –dijo Paul y todos echaron a reír a causa del comentario.


‒Yo preferiría presumir el doble Kong en lugar de un intento fallido –Comentó Will entre risas.


En ese momento sonó su celular, en la pantalla había un número desconocido con clave de Egeoworl. Los únicos en ese pueblo que le hablaban por teléfono eran sus padres; los pocos amigos que tenía ahí preferían mantenerse en contacto con él por medios más discretos.


Así que de seguro se trataba de papá o mamá, llamando para avisarle que había cambiado de número. Will contestó el teléfono todavía sonriente por lo que Paul había dicho.


‒Hola.


‒¿William? –Preguntó la voz de un anciano al otro lado de la línea.


Aquello no lo esperaba.


‒¿Hugh? Hola ¿Cómo has estado?


‒Will…tengo que hablar contigo.


Había algo diferente en la voz de Hugh, una fatiga que Will no recordaba. El antiguo jardinero de la familia era un hombre mayor pero su voz siempre sonó clara y firme. Esta era la primera vez que se escuchaba de acuerdo a su edad. Sin embargo, ese no era el único cambio que percibía; no podía descifrarlo con exactitud pero juraría que Hugh sonaba demasiado triste.


Entonces le vino a la mente un recuerdo lejano: tenía dieciséis años y se encontraba en Edimburgo para el funeral de su tío abuelo Alfred. Ese día, las voces de todos sonaban igual a la de Hugh en ese momento.


‒Es sobre tus padres –Continuó el mayor.


De pronto, Will caía a un abismo como si se encontrara en uno de aquellos horribles sueños y cuando el vértigo desapareció, se le había formado un nudo en el estómago. Cuando por fin pudo hablar, no tenía más que un hilo de voz.


‒¿Qué ocurre?

‒Regresaban de visitar a unos amigos. La avioneta en la que viajaban se estrelló contra un risco…lo lamento –Terminó Hugh en un susurro apenas audible.


En algún momento debió terminar la llamada, pues ya no escuchó la voz de Hugh al otro lado de la línea; debía de verse terrible, pues sus amigos se le acercaron consternados y algo les dijo, ya que ambos lo abrazaron con fuerza; pero no distinguía bien lo que ocurría. Si los seres humanos tuvieran un piloto automático, el de Will se habría prendido en ese instante.


Paul y Andrew lo acompañaron a su departamento; le ayudaron a contactar a los demás miembros de su familia para informarles de lo ocurrido y prepararon té mientras él reservaba el vuelo más próximo a Egeoworl que pudo encontrar. Al marcharse, le dijeron que podía contar con ellos para lo que necesitara.


Will apenas pudo mirarlos mientras susurraba un “gracias” ronco e intentaba sonreír; pero de pronto su rostro se había vuelto demasiado pesado como para moverlo. O eso sentía.


Hizo sus maletas, cenó, intentó dormir y a la mañana siguiente tomó un taxi rumbo al aeropuerto. En ningún momento lloró, ni siquiera sollozó. Hasta donde Will sabía, él también estaba muerto.


Los sonidos le llegaban ahogados y distantes, y si bien no podía decir que todo lo veía gris, sí percibía los colores más opacos y las sombras le parecían más oscuras y profundas. Era como si un velo lo cubriera, separándolo del resto del mundo.


A Will se le ocurrió que tal vez eso era el luto: al morir un ser querido, uno también muere con este y tarde o temprano renace. Mientras uno permanece “muerto” se está tan aturdido que no puede sentir nada; es cuando se empieza a renacer que el dolor llega en verdad, pues uno comprende que deberá continuar su vida sin el ser amado.


Will seguía “muerto” y no sabía cuándo iba a renacer, tampoco lo esperaba con ansias. En ese estado hacía las cosas por inercia y sin encontrarse del todo presente, pero aquello era mejor a los sentimientos que lo invadirían después; además, era conveniente.


Tenía más de treinta horas de viaje por delante y tres conexiones en dos continentes diferentes; saldría de Londres un jueves de otoño y llegaría a Egeoworl un sábado de primavera. Estar “muerto” por lo menos le permitiría pensar y no cometer descuidos estúpidos, también le daba la oportunidad de pasar desapercibido.


En el aeropuerto de Heathrow, su aspecto se confundía con el de los miles de viajeros desvelados y somnolientos que recorrían las tiendas o se sentaban en las salas de espera perdiendo el tiempo hasta que saliera su vuelo. En Egeoworl tendría tiempo de sobra para llorar.


Abordó el primer vuelo, escuchó música, dormitó, comió; en algún momento se quedó completamente dormido y al despertar estaba a punto de aterrizar. Esperó unas horas en el segundo aeropuerto, haciendo casi lo mismo que durante el vuelo.


Cuando tenía que moverse, se sentía pesado, como si estuviera dormido o paralizado y alguien más lo moviera en su lugar como a un títere. Fue en medio del Océano Índico, rumbo a Australia, que empezó a renacer.


Will despertó de una de tantas siestas y sintió algo formándose en lo más profundo de su ser; empezó en su mente, estómago y corazón al mismo tiempo. De pronto tenía la necesidad de gritar, pero las cosas no terminarían bien si lo hacía en pleno vuelo, así que volvió a dormir; el grito, o lo que fuera esto, no saldría si permanecía inconsciente… ¿o sí?


Aquello funcionó las primeras dos o tres veces pero conforme pasaban las horas, el grito se volvía más poderoso; pronto lo invadió por completo, solo pensaba en eso y era lo único que sentía. El resto del vuelo lo pasó moviéndose con desesperación en su asiento.


Al bajar del avión corrió al baño más cercano y vomitó. Aquello detuvo el proceso de renacimiento por un tiempo. De vuelta a su estado de muerto viviente, Will reanudó el viaje. Se mantuvo así hasta el final.


Esperó quién sabe cuántas horas en aquel aeropuerto de Australia y por fin tomó su último vuelo internacional. Unas horas más de vuelo, un par de espera y Will ya estaba abordando la avioneta que lo llevaría a la Isla de San Nicolás, donde se encontraba Egeoworl. Era el único tipo de avioneta que llegaba a la isla; el mismo modelo en el que murieron sus padres.


Mientras sobrevolaban el océano rumbo a su destino, la avioneta comenzó a sacudirse; las turbulencias eran normales en esa región, al igual que las tormentas y los bancos de niebla. La tecnología hacía los vuelos o cruces en barco más seguros; pero viajar a San Nicolás siempre fue peligroso, solo los habitantes de la isla parecían recordarlo.


Se encontraban a punto de aterrizar cuando divisó los acantilados de la isla y el sitio del accidente: estaba acordonado con cinta amarilla y la vegetación del área no era más que trozos de carbón. El impacto fue tan fuerte que una parte del risco se desplomó al mar.


Will miraba aquella zona de los riscos desde su ventanilla, dirigiendo toda su atención al sitio; no podía apartar la vista por más que lo intentara. Sus padres murieron ahí y a juzgar por lo que veía, había sido horrible.


Cuando la avioneta se detuvo por completo todos los pasajeros bajaron a la pista del aeropuerto. Will distinguió de inmediato el típico olor a sal en el aire de la isla e inhaló hondo con algo de gusto; dentro de unos días se acostumbraría a él y ya no sería capaz de percibirlo.


Una vez adentro, los pasajeros se reunieron en el área de reclamo de equipaje, alrededor de la única banda transportadora y esperaron a que llegaran sus pertenencias. Will aprovechó la espera para encender su celular, tras lo cual por fin observó a sus compañeros de viaje con detenimiento.


Todos lucían igual o peor que él: aturdidos, exhaustos y devastados. Todos vestían de negro y ninguno parecía estar presente por completo. Al igual que Will, también eran muertos vivientes.


Una mujer frente a él tenía los ojos enrojecidos y llorosos. Se parecía muchísimo a su maestra de historia en la preparatoria y si su memoria no le fallaba, ella alguna vez les dijo que tenía una gemela viviendo en Auckland…oh, mierda.


La mujer lo miró unos instantes y se echó a llorar. Will solo bajó la cabeza mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Justo entonces empezó a funcionar la banda de equipaje. El sonido lo hizo reaccionar y el llanto se fue por el momento.

Por suerte, sus maletas fueron las primeras en aparecer sobre la banda transportadora. Cuando las tuvo a su alcance, las tomó y se dirigió a la salida tan rápido como pudo. En cuanto abandonó el área de equipaje, su teléfono vibró. Al otro lado de la línea se escuchó a una mujer joven.


‒Hola Will –Dijo con voz suave y temblorosa, como si estuviera a punto de llorar.


‒Lizzie –Contestó él con un susurro ronco. Parecía como si su voz fuese a desmoronarse en cualquier instante.


A pesar de encontrarse muerto en vida, Will no pudo evitar sonreír, o formar una mueca que intentaba ser una sonrisa.


‒Eric y yo vamos de camino al aeropuerto para llevarte a casa, ya estamos por llegar ¿Podrías esperarnos en una de las bancas al lado de la entrada?


‒Claro. Muchas gracias, no debían molestarse.


‒Es lo menos que podemos hacer. Nos vemos en unos minutos –dijo Liz antes de colgar.


Will se dirigió a la entrada principal y al acercarse notó de inmediato la pizarra de letras intercambiables situada junto a la puerta; en un día cualquiera, esta se usaba para dar avisos sin importancia. Pero aquel no era un día cualquiera y lo escrito en ella no era un aviso sin importancia. Ahora la pizarra tenía un texto que decía:


Todos los habitantes de Egeoworl lamentamos los hechos del 19 de noviembre y nos unimos al luto de aquellas familias que perdieron seres queridos

O’Connor

Jones

Turner

Wood

Arbor

Smith

Brown

Krueger

Ríos

Su apellido no estaba en la lista ¿Pero qué esperaba? Después de todo, se encontraba en Egeoworl. Will apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula; cerró los puños con todas sus fuerzas y comenzó a sollozar sin lágrimas. El calor en su rostro le indicaba que de seguro estaba rojo.


‒Son unos desconsiderados –dijo una mujer detrás de él.


‒A mí se me ocurre una palabra peor –contestó Will, atragantándose con la ira.


‒Seguro que sí. Varias, de hecho.


Will volteó y se encontró con una mujer mayor; él sabía que rondaba los setenta años, pero un desconocido no le daría más de sesenta. La anciana era alta y se paraba erguida; vestía toda de negro, tenía la ropa cubierta con pelo de gato y despedía un aroma a hierbas frescas que Will podía oler desde su sitio.


‒Hola señora Smith ¿Quién de su familia…


‒Mi nieto Edward –interrumpió la mujer–. Entró a la universidad en Wellington y olvidó llevarse unas cosas durante la mudanza…venía a recogerlas –dijo con voz temblorosa y cada vez más queda.


‒Lo lamento –Fue todo lo que Will pudo decir.


‒Gracias –respondió la Sra. Smith con una sonrisa y lágrimas en los ojos–. Lamento mucho lo de tus padres ¿Eres el único de tu familia que va a venir?


Will asintió en silencio. En ese momento, la Sra. Smith hurgó en su bolsa y sacó unos trozos de plástico blanco. Eran letras de pizarra.


‒Yo tengo una como esta en mi casa –dijo apuntando a la pizarra con la cabeza–, más pequeña, claro pero viene con letras de tamaños diferentes.


A Will se le rompió el corazón. La Sra. Smith le entregó las letras y volvió a señalar la pizarra con la mirada.


‒Anda –dijo–.No se atreverán a quitarlo. Quería poner tu apellido desde que vi el anuncio ayer pero es mucho mejor si lo haces tú.


Will apretó las letras entre sus manos y se dirigió hacia la pizarra. Había un espacio libre en la parte de abajo. Una a una, comenzó a poner las letras: C. I. L. T. H. Al terminar de escribir su apellido tenía lágrimas en los ojos. Cuando se alejó para echar un vistazo parecía que habían escrito el mensaje completo desde un principio.


Leyó el texto una vez más. Entonces las lágrimas le resbalaron por el rostro sin parar, comenzó a sollozar con tal fuerza que dejó de respirar y el corazón empezó a latirle de manera violenta y dolorosa. William Cilth había renacido al fin y no se sentía tan mal como había imaginado. Era infinitamente peor.

Jan. 13, 2021, 7:04 p.m. 0 Report Embed Follow story
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