Hoy es la última lluvia de estrellas del año, la cual caerá muy cerca de Navidad. He llevado la silla de mi hermana hasta el balcón, en donde la cubrí con tantas mantas que parece un oso polar; además, he servido chocolate caliente para ambas y compartiremos las galletas que la abuela horneó hace un rato. En la oscuridad titilan las luces del enorme abeto de Navidad que decoramos con esmero mientras reíamos a carcajadas, como cuando éramos niñas y nos compartíamos secretos.
– ¿En qué piensas?.– le pregunto a mi hermana, quien lleva diez minutos en silencio.
– En las pésimas decisiones que tomé durante este año.– respondió ella, cabizbaja.– Cada mala elección me condujo a una peor…
– No fue para tanto.– traté de consolarla.
– ¿De verdad?.– mi hermana me mira con tristeza al tiempo que señala sus piernas inmóviles.–¿No crees que el haber bebido una botella de whisky entera antes de conducir fue una pésima decisión?
– Lo importante es que no has dejado de luchar.– le acaricié el cabello.– Y los doctores dicen que todavía hay esperanza.
Comenzaron a caer las primeras estrellas y mi hermana se distrajo. Ella formula deseos cada vez que destella una luz, los más tontos que se le ocurren, mientras yo me quedo callada, contemplándola. Mucho rato después, mi hermana me mira con reproche.
– No es divertido si tú no pides deseos.– me reclamó.
– ¡Oh, pero sí lo he estado haciendo!.– le contesté, riendo.
Mi deseo de Navidad es que puedas volver a caminar.
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